La mayoría de los economistas y organismos internacionales creyeron que 2022 sería el año de la definitiva normalización de la economía internacional tras la pandemia, después de una recuperación que se presumía potente y sin grandes obstáculos en el que está a punto de finalizar.
A la vista de cómo han ido evolucionando las circunstancias, todo hace indicar que estaban bastante equivocados y que 2022 puede ser otro año lleno de sobresaltos y dificultades económicas.
Como era de esperar desde el momento en que los países ricos acumularon vacunas dejando sin ellas a los más pobres, la pandemia no se acaba. Los sucesivos brotes han supuesto sobresaltos continuos que frenan la actividad económica y aumentan la vulnerabilidad, no solo económica sino también social y política en casi todos los países. Mientras no cambie la estrategia global de vacunación, no habrá recuperación definitiva posible. Las variantes del virus seguirán brotando y las economías volverán a resentirse por la incertidumbre, tensiones y frenazos que ya hemos visto que produce la Covid-19.
Lejos de resolverse en 2022, los desajustes entre oferta y demanda se agudizarán en todas las economías, por tres sencillas razones. Porque no son, como se dice, simplemente coyunturales o producidos por la pandemia sino que venían de antes; porque prácticamente no están recibiendo ningún tipo de respuesta por parte de los gobiernos, mientras que las grandes corporaciones refuerzan los comportamientos que produjeron el problema; y, finalmente, porque se trata de desajustes que se autoalimentan, al provocar incertidumbres y costes que obligan a modificar constantemente las previsiones y expectativas y dificultan la consolidación de estrategias a medio y largo plazo, y porque incentivan -como mecanismo de defensa- la concentración empresarial que desarticula los mercados.
Lo que está ocurriendo, en realidad, es que la globalización de los últimos cuarenta años hace aguas y nadie se atreve a ponerle el cascabel al gato: China cambia su modelo y estrategia para garantizar su autonomía y Estados Unidos trata de consolidar y reforzar su dominio imperial cuando se debilita su hegemonía económica; mientras que el Reino Unido, Japón, la Unión Europea o Rusia tratan de no verse arrastrados por el vendaval. Todo parece indicar que 2022 puede ser el inicio definitivo de una nueva etapa de guerra fría, uno de cuyos efectos será inevitablemente la creciente tensión geopolítica que perturbará y debilitará cada día más a las economías de todo el mundo.
La industria mundial se encuentra en crisis desde antes de la pandemia; los sistema logísticos y de aprovisionamiento se estaban empezando a reestructurar cuando los confinamientos y sus secuelas los han envuelto en un auténtico caos; los mercados de materias primas siguen siendo coto de la especulación, exacerbada cuando la situación se hace, como ahora, más inestable; los precios de la energía se disparan a causa del agotamiento secular de la oferta, de los conflictos políticos y del gran poder concedido a los oligopolios que dominan la producción y distribución; y el cambio climático, las catástrofes y las amenazas de shocks sistémicos cada vez más presentes y graves, obligarán a asumir costes extraordinarios, se quiera o no, para paliar sus efectos.
Por todas esas razones, los precios no se van a moderar en 2022 y eso va a suponer otra fuente añadida de dificultades económicas. No se va a detener su crecimiento, en primer lugar, porque no va a desaparecer el conflicto de intereses y la asimetría de poder en los mercados que está produciendo su subida en medio de los desajustes y tensiones de todo tipo que acabo de mencionar; en segundo lugar, porque los bancos centrales no tienen instrumentos para combatir el tipo de inflación que se está disparando; y, finalmente, porque una vez abierta la espoleta y creadas expectativas de inflación, al no haberse combatido de raíz, las subidas de precios se autoalimentan sin remedio. Cuando los precios industriales están subiendo en algunos países en torno al 35%, es una quimera pensar que la subida podrá detenerse en unos pocos meses, como nos quieren hacer creer los desnortados responsables de los bancos centrales.
Por otro lado, es muy difícil que las economías mejoren sustancialmente en el próximo año cuando ni los gobiernos, ni los bancos centrales que aplican las políticas, ni los economistas de la corriente mayoritaria que las inspiran o proporcionan doctrina, tienen claro qué se debe hacer, ni por qué están haciendo lo que hacen.
A las políticas fiscal y monetaria de nuestro tiempo se les puede decir lo de la copla: ni contigo ni sin ti, tienen mis males remedio. Como ha escrito hace unos días Robert Skildesky, la política monetaria funciona en teoría, pero no en la práctica, y la política fiscal funciona en la práctica, pero no en teoría. El resultado es la improvisación, choques entre unas y otras y respuestas puramente cortoplacistas, aunque con un doble efecto seguro: aumento de la deuda en favor de la banca y la mayor concentración de riqueza en pocas manos de la historia.
Quienes gobiernan las economías lo están haciendo con instrumentos cuyo manual de funcionamiento desconocen o que responde a modelos, situaciones o problemas anteriores, y sería otro auténtico milagro que así se pueda disponer de respuestas y estrategias que garanticen estabilidad, ni siquiera a corto plazo, y la seguridad o certidumbre que precisa la vida económica para desenvolverse sin caídas constantes.
A todo ello cabe unir el viejo problema de la vulnerabilidad extrema del sistema financiero internacional, cada vez más concentrado y expuesto a niveles de riesgo sistémico extraordinarios que trasvasan al aparato productivo, a las empresas y los hogares en forma de sobrecostes, endeudamiento innecesario y falta de asistencia financiera. Un proceso que no sólo no se frena sino que se permite, se financia e incluso se incentiva y que será otro lastre que impedirá la recuperación económica generalizada en 2022.
No se piense que hago un análisis pesimista. Sucede que el mundo es pésimo, como decía José Saramago, de cuyo nacimiento, por cierto, hará un siglo en noviembre del año que empieza.
Es pésimo porque ni aprendemos ni parece que estemos dispuesto a hacerlo.
Por si no lo teníamos claro, la pandemia ha puesto sobre la mesa que la vida en el planeta es frágil, que alterar las leyes naturales tiene consecuencias trágicas y que ni los mercados ni el afán de lucro como único objetivo de la actividad económica pueden proporcionar soluciones adecuadas a los problemas verdaderamente graves de la humanidad.
Hemos podido comprobar fehacientemente que la cooperación, la solidaridad y la salvaguarda prioritaria del interés común no son una mera opción moral sino la estrategia más pragmática para la supervivencia. Se ha demostrado que la intervención del Estado, el conocimiento compartido y la financiación adecuada de los servicios públicos esenciales son la única forma de garantizar el bienestar humano y también la eficiencia o incluso la propia vida de las empresas y el capital privado.
Y estamos comprobando con la sexta ola del coronavirus que no actuar conforme a esos principios vuelve a hacernos frágiles y a exponernos a nuevos riesgos.
Pero ni siquiera tener esas evidencias delante de nuestros ojos nos ha servido para hacer bien las cosas.
Seguimos dejando las manos libres a quienes siembran el desorden; es verdad que los gobiernos y las grandes instituciones utilizan mayor munición, incluso negando sus propias doctrinas previas, como he dicho, pero no dejan de empujar a las economías por el mismo carril que destroza el planeta y multiplica la desigualdad. Se permite que las instituciones que deben defendernos se degraden y -¡seamos claros de una vez!- se fomenta el uso de la mentira y la confrontación civil como un instrumento más para consolidar el poder económico y financiero que domina el mundo.
Puesto que las cosas nunca son completamente blancas o negras, tendremos tendencias económicas contrarias y complejas en 2022, pues ni todos los gobiernos son iguales ni todos los sujetos o grupos sociales con más o menos poder económico se mueven en la misma dirección, o tienen el mismo interés. Pero me temo que la degradación paulatina, la inestabilidad, el desconcierto y el agravamiento de los problemas es lo que más probablemente puede ocurrir cuando no cambian los principios ni el encuadre general en que se mueve la economía.