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sábado, 25 de noviembre de 2017

El 25 de noviembre, Día Internacional para Eliminar la Violencia contra la Mujer, fue declarado por la ONU en honor a las hermanas Mirabal. Las tres Mariposas: Minerva, Patría y María Teresa Mirabal

NQN Magazine


"Si me matan, sacaré los brazos de la tumba y seré más fuerte".

Con esta frase, la activista dominicana Minerva Mirabal respondía a principios de la década de los 60 a quienes le advertían de lo que entonces parecía un secreto a voces: el régimen del presidente Rafael Leónidas Trujillo (1930-1961) iba a matarla.

El 25 de noviembre de 1960, su cuerpo apareció destrozado en el fondo de un barranco, en el interior de un jeep junto con dos de sus hermanas, Patria y María Teresa, y el conductor del vehículo, Rufino de la Cruz.

Más de medio siglo después, la promesa de Minerva parece haberse cumplido: su muerte y la de sus hermanas en manos de la policía secreta dominicana, es considerada por muchos uno de los principales factores que llevó al fin del régimen trujillista.

Y el nombre de las Mirabal se ha convertido en el símbolo mundial de la lucha de la mujer.

Conocidas como "Las Mariposas", estas mujeres nacidas en una familia acomodada en la provincia dominicana de Salcedo (hoy Hermanas Mirabal), con carreras universitarias, casadas y con hijos, contaban en el momento de su muerte con cerca de una década de activismo político.

Dos de ellas, Minerva y María Teresa, ya habían pasado por la cárcel en varias ocasiones. Una cuarta hermana, Bélgica Adela "Dedé" Mirabal, quien murió este año, tenía un papel menos activo en la disidencia y logró salvarse.

"Tenían una trayectoria larga de conspiración y resistencia, y mucha gente las conocía", le explica a BBC Mundo Luisa de Peña Díaz, directora del Museo Memorial de la Resistencia Dominicana (MMRD).

Ese fatídico 25 de noviembre funcionarios de la policía secreta interceptaron el automóvil en el que se trasladaban las hermanas en una carretera en la provincia de Salcedo, en el centro norte del país.

Las mujeres fueron ahorcadas y luego apaleadas para que, al ser lanzadas dentro del vehículo por un precipicio, se interpretara que había fallecido en un accidente automovilístico.

Al momento de morir tenían entre 26 y 36 años, y cinco hijos en total.

"Fue un día terrible, porque aunque lo sabíamos, no pensábamos que se iba a actualizar el crimen", dice Ángela Bélgica "Dedé" Mirabal en el documental "Las Mariposas: Las Hermanas Mirabal".

"Había unos policías y yo les agarraba y les decía: convénzase que no fue un accidente, que las asesinaron", contó Dedé.

La popularidad de las tres mujeres, unido al aumento de los crímenes, las torturas y las desapariciones de quienes se atrevían a oponerse al régimen de Trujillo, hizo que este asesinato marcase la historia dominicana.

"Fue tan horroroso el crimen que la gente empezó a sentirse total y completamente insegura, aun los allegados al régimen; porque secuestrar a tres mujeres, matarlas a palos y tirarlas por un barranco para hacerlo parecer un accidente es horroroso", explica De Peña Díaz.

En palabras de Julia Álvarez, escritora estadounidense de origen dominicano, la clave para explicar por qué la historia de las Mirabal es tan emblemática radica en que le pusieron un rostro humano a la tragedia generada por un régimen violento que no aceptaba disidencia, y que llevaba tres décadas de asesinatos en el país.

"Esta historia cansó a los dominicanos, que dijeron: cuando nuestras hermanas, nuestras hijas, nuestras esposas, nuestras novias no están seguras, ¿de qué sirve todo esto?", afirma Álvarez, autora de la novela El tiempo de las mariposas, basado en la historia de las hermanas Mirabal que inspiró una película del mismo nombre.

En ese sentido, la directora del MMRD señala que todos los implicados en el "ajusticiamiento", como se conoce en República Dominicana a la muerte de Trujillo a tiros en una carretera el 30 de mayo de 1961 cuando iba con su chófer a visitar a una joven amante, "citan sin excepción el crimen de las Mirabal como la gota que colmó la copa".

El poder de las mariposas
"Las Mirabal sacaron sus brazos de la tumba de forma fuerte", indica Peña Díaz.

Y pese a que los homenajes a estas hermanas tardaron en llegar por miedo, hoy Minerva, Patria y María Teresa son un símbolo de la República Dominicana.

En el país caribeño además de una provincia con su nombre, les han dedicado, por ejemplo, un monumento en una céntrica vía de Santo Domingo y un museo en su honor que cada 25 de noviembre se convierte en lugar de peregrinaje de muchas personas.

Además, desde 1981 la fecha de su muerte se convirtió en un día señalado en Latinoamérica para marcar la lucha de las mujeres contra la violencia, realiazándose el primer Encuentro Feminista de Latinoamérica y el Caribe, en Bogotá (Colombia).

En dicho encuentro las mujeres denunciaron los abusos de género que sufren en el nivel doméstico, así como la violación y el acoso sexual por parte de los Estados, incluyendo la tortura y la prisión por razones políticas.

En 1999 la ONU lo convirtió en un día internacional.

Números que duelen

"En el mundo, los derechos de muchas mujeres aún no se respetan y muchas no tienen acceso a la educación", señala.

De hecho, la violencia de género ha llegado a ser calificada de "pandemia" en América Latina donde, según datos de la Organización Panamericana de la Salud (OPS) de 2013, "entre la cuarta parte y la mitad de las mujeres declaraban haber sufrido alguna vez violencia de parte de un compañero íntimo".

Con motivo de la conmemoración de este día, el Instituto Internacional de Investigaciones y Capacitación de la ONU para la Promoción de la Mujer (INSTRAW, por sus siglas en inglés), cuya sede está en República Dominicana, aseguró en un informe que más del 50% de las mujeres y niñas en América Latina y el Caribe ha sufrido agresiones de alguna índole.

Según la ONU, la violencia en sus propios hogares es la principal causa de las lesiones que sufren las mujeres de entre 15 y 44 años en el mundo.

En el caso de América Latina, la investigación de Naciones Unidas determinó que entre el 30% y el 40% de las mujeres del continente ha sido víctima de algún tipo de violencia intrafamiliar. Una de cada cinco falta al trabajo por haber sufrido una agresión física en su casa.

En Chile, el 60% de las mujeres que viven en pareja ha sufrido algún tipo de violencia, en Colombia más del 20%, en Ecuador el 60% de las que residen en barrios pobres, en Argentina el 37% y en Nicaragua el 32% de aquellas que tienen entre 16 y 49 años.

En Estados Unidos, donde una mujer es agredida cada 15 segundos, la tercera parte de las que son internadas de emergencia en los hospitales ha padecido la violencia en su propio hogar.

En Argentina "Entre 2008 y 2014 hubo 1.808 femicidios, entre enero y octubre de 2015, 233 murieron víctimas de la violencia de genero", dijo Ada Rico, presidente de La Casa del Encuentro, organización que desde hace una década se ocupa de dar contención a las mujeres golpeadas y a los hijos de las que murieron a manos de quienes dijeron amarlas. Sólo en 2016, 230 asesinatos entre el primer día de este año y el 31 de octubre último, reveló que esa estadística se sostiene en los últimos años en Argentina.

Por todo esto "aún es tiempo de las mariposas".

Frases de las hermanas Mirabal:

"Nada traduce toda la tempestad de mi alma” Minerva

"Trujillo no le tiene nada bueno a este país” Patría

"La juventud no debe estar tan tranquila frente a Trujillo” María Teresa

Fuente: http://nqnmagazine.com.ar/noticia/515/las-tres-mariposas-minerva-patria-y-maria-teresa-mirabal

Más en BBC http://www.bbc.com/mundo/noticias-internacional-42060899

domingo, 10 de noviembre de 2013

My Caribbean: 5 Vignettes



My Caribbean: 5 VignettesBy BERNICE L. McFADDEN, RAQUEL CEPEDA, EDWIDGE DANTICAT, COLIN CHANNER and ELIZABETH NUNEZ From NYT.

How do you define the Caribbean? Writers intimately acquainted with the islands answer with postcards from their ancestral homes.



1. BARBADOS

I was just 8 years old when my grandmother announced to my brother and me that she would be taking us to Barbados for the summer.

Where is that? I asked. Her response was, in the West Indies, but I had no idea where the West Indies was or what type of people inhabited such a place. Did they all look like my grandmother or something else?

I spent most of the hours on the Pan Am flight staring out into the darkness, wondering about this foreign land we were traveling to. From my dinner, I’d saved the dessert, a square slice of pineapple spongecake. It would be my offering to the great chief of the West Indians that no doubt would be meeting us at the airport.

After landing we walked out into the warm morning air, heavy with scents of sea salt and sugar cane. The sun was just beginning to glow, casting a soft light onto the surrounding pastures, dotted with grazing cows, hogs and goats.

Weeks before our departure my young mind had churned out visions of the West Indies in a dream that placed me shaking and scared in a tepee circled by Indians clutching bows and arrows. But my grandmother’s cousins looked nothing like what I had imagined, nor did they look like my grandmother; they were short and stout in stature, similar to the women depicted in Botero’s paintings.

Eric Payne
Bernice L. McFadden.

They embraced me, but I did not drop my guard, no matter how wonderful their fat arms felt wrapped around my slim body. I presented them with my gift, and they giggled.

My brother and I slid across the broad leather seat of a 1956 Fairlane as it sped down unpaved roads that snaked through hollowed-out mountains dripping with pink and white bougainvillea. The vast, unbelievably blue Caribbean was always to our left, bucking with exultation as the sun slipped over the horizon and sprinkled it with shimmering rays of confetti.

Their home was in Paynes Bay, St. James, an area known as the Gold Coast. They lived in a small brown and beige chattel house that rested on a foundation of quarry and sea stones. It shook and shivered when we walked across the thin wooden floor.

My first meal in that strange land was steamed fish and a molehill of something that looked like mashed potatoes, but was buttery in color, made of cornmeal and okra.

“What is this?”

“Barbados national dish, flying fish and coo-coo.”

Flying fish? Fish with wings?

I was intrigued.

In the weeks that followed, I became comfortable with barefoot living and the green lizards that watched me curiously from the windowsills and walls. I looked forward to dusk as I had become fascinated by the ruby-colored soldier crabs that climbed from earthen holes to begin their nightly scavenge for food. In Brooklyn, stars were scarce, but in Barbados, the night sky was littered with them.

Our playground was the sea, and most of our days were spent frolicking in it. We were thrilled when the Jolly Rogers, a party cruise boat, entered our playground waters. The soca and calypso music sailed our way and we would bump, grind and gyrate in the “wuk-up” style of dance that has come to be known as “twerking” — but has ancient African roots.

Every day I thought about the flying fish and secretly watched for them in the emerald-colored canopy of the breadfruit trees.

As the end of the summer approached, I promised myself that I would return again and again. Forty years later, I honor the promise at least once a year.

The day before we were set to return to the states, I fell into a deep melancholy because I did not want to leave and I had not caught a glimpse of the elusive flying fish. I was swimming, and the sun was just beginning to set when my aunt called us children in for dinner.

“One last time,” I screamed in response, sucked air into my lungs and dove deeper than I had the entire summer, so deep that my ears popped as I surged toward the creamy-colored sand beneath me.

When I resurfaced, gasping for air, I found myself turned around, my back to the beach and my vision fixed on the place where the ocean empties into the sky. Just an arm’s length away the water began to ripple and a school of flying fish burst from its depths and sailed through the air. The moment was magical, and I was struck with my first profound sense of awe.

BERNICE L. McFADDEN is the author of eight novels, including “Sugar, Nowhere Is a Place” and “Gathering of Waters.”

2. DOMINICAN REPUBLIC

The lobby of the upscale resort where I was staying in Santo Domingo in
late spring was a study in the colonial legacy of my mother country. There was a litter of mostly white men dressed in business casual and local women in every hue of brown feigning interest in them. The men cast knowing looks in my direction, undoubtedly mistaking me for a prostitute too.

It isn’t easy to place me. Although I was born in New York City, both of my parents are from here, and I lived nearby in Urbanización Paraíso with my maternal grandparents when I was a child. I may have been rolling sans suit, but I was in town on my own business, filming part of a documentary. While the rest of the small crew I was traveling with filed upstairs to unwind, this dominiyorkian was looking for a much-needed ice-cold bottle of Presidente beer, to reflect on my time there.

Heather Weston

Raquel Cepeda.
So I headed for the bar, passing by the seemingly endless hallway to the left, the one festooned with tawdry frames featuring pictures of the Dominican Republic’s one-time Führer Rafael Trujillo chilling there in his heyday. The images were a contrast to the current and mostly unreported proletarian awakening of African and indigenous consciousness, especially among younger folks.

The island’s real history is too complicated to frame and hang on a wall. The Dominican Republic is the place where Christopher Columbus set up his second settlement in the New World, nearby in the Zona Colonial. However, that part of colonial history wasn’t what we were in country to see. We had spent one day navigating dirt roads and unmarked turnoffs to the ruins of two former colonial sugar mills, Engombe and Boca de Nigua, with the Caribbean historian Frank Moya Pons as our guide. As we stood on that sacred ground, he told us that in 1796, 200 slaves at Boca de Nigua rose up against the Spanish, setting the sugar cane fields and surrounding buildings ablaze. I dug my hands into the earth, trying to imagine those events playing out around me as the cows peacefully grazed nearby.

The next morning we started out at the Cuevas de las Marravillas, an ancient Taino cave about two hours outside of Santo Domingo, near San Pedro de Macorís, where my father’s mother was born. Her mitochondrial DNA revealed a direct maternal connection to the indigenous people of the island. Those original inhabitants used the caves for religious and funeral rights, and for shelter against the forces of nature that sometimes ravaged the island. One petroglyph depicted what looked like a helmeted Spaniard, which made me shudder. And still, though we were literally enclosed in history, I felt something wasn’t quite right. The cave was so overly renovated it felt as if we were walking through an art installation in Williamsburg, Brooklyn. An employee, likely sensing my dissatisfaction, pointed me to Pomier, a less-gentrified cluster of 55 caves she said contained some of the oldest and finest pre-Columbian rock art in the Caribbean.

We made a dash for our bus and drove for what seemed like hours. After a long wait, the unofficial boss man arrived on the back of a rickety moped. The jefe was a tall and imposing older man decked out in a military-issued uniform. His grin was both wide and menacing at the same time. I’ve seen that face before, on sketchy policemen in Rio, Tangier and Freetown.

After begging him to let us film the cave, the jefe left without saying a word, and a tall young man from a nearby hood, dressed in a neon green YMCA Camp T-shirt, long plaid shorts and flip-flops, appeared in his stead. He carried two small flashlights and began the tour with the uninflected tone of someone who would have rather been anywhere else. But his knowledge of the caves was masterful and his love for them fierce. He recounted an epic saga between the community and the companies that have put these caves in danger by quarrying limestone nearby.

Seeing the depictions of life before the Western invasion — and right before the cave’s inevitable gentrification — was mind-blowing. But all along, I felt a chill, as if this may not end well. Different scenarios played out in my mind, all ending with the jefe robbing us, and maybe worse. We emerged safely, though, passing by what looked like a used condom at the cave’s entrance before heading back to the hotel.

Later, sipping my rimy beer, I was grateful. The universe had allowed us to retrace humankind’s historic footprints. As the breeze shrouded me in its warmth, I felt it was well worth those moments of uncertainty.

RAQUEL CEPEDA is a filmmaker and the author of “Bird of Paradise: How I Became Latina.”

3. HAITI

On the southern coast of Haiti, in a town called Jacmel, a group of film students dream and create,
surrounded by a super lush landscape that includes clusters of hibiscus, palm groves and birds of paradise. But the sea is never too far, crashing loudly against the cliffs and grottoes that surround Ciné Institute, Haiti’s only professional film school.

Jonathan Demme

Edwidge Danticat.

The day we arrived on campus, the school year was wrapping up and students were showing the short films that are their year-end projects. In one film, a local Lothario spends his days in a neighborhood gym plotting ways to seduce the girl he thinks he loves. In another a father is tempted to steal a bag of rice to feed his family. In yet another a young man becomes an unwilling apprentice to the town sorcerer. But in one of the simplest, a woman simply tells a story.

All the films make full use of the historic town of 40,000, which the original Taino settlers had named Yaquimel, or fertile land. The thatch-roofed open-air classroom, where the students assemble, looms so high over the sea that it could just as easily be the site of a lighthouse. The entire five-acre campus was once the site of the Indian Rock Hotel, which was made up of colorfully painted bungalows. The owners of the hotel were planning to turn it into a scuba diving center. Then came the January 2010 earthquake. The film school lost its location in the middle of town. The hotel owner got called elsewhere and allowed the film school to take the nonfunctioning hotel by the sea.

I had been on the campus before for the viewing of “Dix Gourdes films.” With a budget that was the equivalent of an American quarter, students produced short films on subjects ranging from neglectful fathers to the evils of smoking to the unintended consequences of practical jokes. The screenings happened to coincide with Carnival, which the town celebrates with its own particular flair, highlighting Jacmel’s signature papier-mâché masks and historically minded costumes. People come from near and far to Kanaval Jacmel, crowding the main thoroughfare, Barranquilla Avenue, following on foot, or dancing behind the packed floats of their favorite musical bands. There are even plans to build a carnival museum in Jacmel, which, after the 2010 earthquake, has been designated a Unesco World

Heritage site.

Jacmel has seen its share of worldly visitors. (In 1816, Simón Bolívar stopped by on his way to fight against the Spanish empire in Latin America.) Recently the town has hosted international fashion shoots and its papier-mâché masks have been featured in a music video by the Grammy-award winning indie rock sensation Arcade Fire, a video that has five million views, and counting, on You Tube. Still Jacmel’s charm remains homebound. Its beaches still feel like secrets, though they are packed on the weekends by visitors and locals alike. Jacmel’s French colonial houses and their wrought-iron balconies look stately even when worn down, as though the ghosts of the wealthy coffee planters, who transported them in fragments from Europe and pieced them together on the island, were still haunting their narrow halls.

These sites are all perfect for adventurous tourists’ cameras or for local film students’ sets. As is the Moulin Price, a rusty 19th-century steam engine scattered in pieces across a grassy plain that was once the site of a thriving sugar plantation. Or Bassin Bleu, a trio of turquoise pools beneath a magnificent waterfall. Or even the town cemetery with its houselike mausoleums.

But sometimes Jacmel tells its stories quietly. An older woman in town who is filmed for a series of short films called “Ti Koze Lakay,” or “A Little Chat at Home,” speaks of a young woman who passes over rich and flashy lovers for the poor, unassuming guy she truly loves. In many ways, Jacmel — along with the rest of Haiti — is a lot like that less flashy gentleman caller, who demands a closer look but is guaranteed to steal your heart.

EDWIDGE DANTICAT is the author, most recently, of the novel “Claire of the Sea Light.”

4. JAMAICA

I first saw the Pelican Bar in 2001, perhaps a week after it opened. I had gone to Jamaica to
pursue the reckless notion of directing a literary festival in Treasure Beach, a district of red dirt, blond sheep and hazel-eyed people on the wild south coast. I was traveling with my children: Addis, boy-haired and 6-ish; and her brother Makonnen, 4, who was calm except when seawater touched his feet.

Which was worse, I thought while lifting each into a fiberglass pirogue: taking children on open water without life vests? Or bringing them into a bar? But it wasn’t just a bar, I had been told by my friend Jason, it was a bar I had to see. Or so I thought. He had actually said, “A bar out in the sea.”

The Pelican is an idling spot on a sandbar about a quarter-mile off Jamaica’s southwest coast. In a sense it is an accidental version of a tiki hut reconceived in waist high water. Made of bamboo, driftwood and tree bark and covered by a slump by thatch, it’s saved from “coolness” by sincerity. It may look like a clever dive bar created for the in-the-know, but it isn’t. It’s too roots. It’s a bar where regulars make shallow dives from short, uneven ladders into warm, clear water; where they float over starfish in mind, if not in body; and where they can feel distant, far away and speckish, like grains of sand in the universe.

Makonnen Fouché-Channer

Colin Channer.

Since that time with the children, I have gone there many times with friends, writers mostly, leaving from Jakes Hotel, where I directed a book festival for 10 short years. The authors love the leaping, the way the long bright hulls separate from the ocean, then crash into the waves. They love the rumble tumble gray sand dunes. But most of all they like the bar for what it is. To see them settled there among the regulars, cup in hand, is to witness the peculiar comfort of artists settling into kinship with an architecture that has found its own voice. There is a way they pat the slatted wood, running their hands along it without fear of splinters. There’s a delight in using hands to pull their food.

The food there — lobster and fish served fried, grilled, curried or braised — is simple. But it is ready only if you call ahead. Water, soda, beer and rum are the only drinks for knocking back. And it’s not like the owner doesn’t know about martinis.

The best rum is Appleton, from a centuries-old estate in the nearby hills. The bar has no seating. It’s a joint where you cotch — lean in a slight squat to catch an edge of something with your bum. If you don’t have much bum, stand up. There’s always good music to rock, mostly 70s soul, dancehall from the ‘80s, and this being Jamaica, country and western in the mix.

Cowboy films have always been popular here. Sentimentalism travels well and has a long shelf life in places like my country, where basics are expensive. Living in Jamdown is serious business, hence the love of sentimental music. The mood at the Pelican is too blissed to have hipsters adopt it as an ironic accessory.

And this isn’t a place to be edgy, though the Edge from U2 and other famous music makers have dropped in. The regulars come to get the edge off with a sweet view and a drink. Fishermen bring their wives and bona fides. Residents of close districts hire boats and motor in with guests from villas and high-style small hotels.

When I left the Pelican that first time with my children, I asked Shabba the boat captain to go down the coast and up the Black River. I was too enraptured to go straight home.

In 15 minutes, we were cruising in a wide channel lined with water lilies and man-high grass. The views were long like those on continents, perhaps the one my ancestors called home. At a certain point the river made a wide S curve. We came out of it sweeping, slowed down, then crept toward a tunnel of mangroves. Their roots and limbs were silver, but their leaves were mostly white. Blossoms? My son shouted at a crocodile sunning on a log. The ibises went gushing in a fountain. I was more astounded than the birds.

On the way back to Jakes we cut between the shore and the Pelican, waving at the people looking out. Farther on the boat began to leap. My son complained about the water on his feet. My daughter shouted high above the engine, “Faster, go faster.” I sat quietly, contemplating what it meant to be home.

COLIN CHANNER is the father of Addis and Makonnen. He has written a few books.

5. TRINIDAD

When it first occurred to me to write “Prospero’s Daughter,” a novel based loosely on “The
Tempest,” Chacachacare, one of the largest of the offshore islands on the northwest coast of Trinidad, came immediately to mind, mirroring as it does the isolated island in Shakespeare’s play. Abandoned for more than half a century, Chacachacare was once a leper colony and an American military base. Today, still unpopulated, Chacachacare attracts “yachties” who dock yachts flying flags from around the world in the calm waters of its many coves.

I had never been to Chacachacare as a child — few Trinidadians have — and on that first trip to reassure myself that I picked the right setting for my novel, schools of silvery dolphins leapt and twirled next to my boat, accompanying me close to the pebble-strewn beach. I was awe-struck by the stunning vegetation: ancient trees, their branches stretching up to a brilliant blue sky, orange and lime trees, and the calcified stems of pigeon peas and tomato, relics from the time of the leper colony, and everywhere blasts of color, ripening fruit and wildflowers, red, orange, yellow, purple. There is a tall white lighthouse, ringed with wide black bands, on Chacachacare, and on the top, a metal door that opens to a narrow ledge where it seems you could touch the looming mountains of South America.

Leonid Knizhnik

Elizabeth Nunez.

Neither Chacachacare nor the rest of Trinidad has the blue seas typical of the Caribbean islands. The waters on the west of Trinidad are stained with silt from the Orinoco River; on the east roiling waves from the Atlantic erode the roots of coconut trees already bent low by the relentless trade winds. Yet Trinidad is the luckiest of the islands in the Caribbean archipelago. In just a three-hour ferry ride, I can be in Tobago, Trinidad’s sister island a few miles to the northeast, where the sand is white and rainbow-colored fish swim through forests of coral reefs. To me, though, Trinidad’s greatest stroke of luck is its situation in the Doldrums, that low-pressure area near the Equator, sparing the island from the devastating hurricanes that today pummel the other islands with regularity. Unusual for the Caribbean too are Trinidad’s flora and fauna — wild orchids and lilies my mother collected, deer and ocelots my father hunted. For Trinidad was once part of the Amazon rain forest, cut off from it in that great continental seismic shift many centuries ago. Once my father barely escaped being squeezed to death by a macajuel snake, our name for the Amazonian boa constrictor.

Trinidad is known for its Carnival and calypso as well as for the steelpan, one of the few musical instruments invented in the 20th century, but I am drawn to the gifts nature has given us. In my novels I write about the ribbons of red gracefully dipping and rising across the sky at sunset, the multitudes of scarlet ibis returning from Venezuela to roost in the mangrove in our Caroni swamp. I write too about our La Brea Tar Pits, the largest of the only three existing asphalt lakes in the world.

I grew up on the outskirts of the capital, Port of Spain, where the northern range rose dark blue and magnificent against a gold-tinged sunlit blue sky. Behind the mountains are the best beaches on the island, for years inaccessible until America built a road for us as a sort of compensation for appropriating miles of flat land near the capital for a Naval base.

Whenever I write stories about the immigrant’s longing for home I find myself writing about that road which leads to Maracas Bay where I spent some of my happiest days with my family on the beach. It is the narrowest of roads, on one side a wall of mountain, on the other plunging precipices that never fail to take my breath away: translucent mists floating among cottony clouds and sinking down to valley upon rolling valley where glistening trees of variegated greens cling precariously up the sides, and at the bottom the glorious Atlantic, big and powerful, slapping enormous waves against gigantic black rocks and pitching long, frothy white sprays high in the air. Each time I travel up that miraculous road, I press my face into the wind, I drink in the salt-filled air, I take snapshots in my mind’s eye of the trees, the flowers, the roaring ocean, and I am prepared once more for wintry days in the land I now call home.

< ELIZABETH NUNEZ is the author of eight novels and the memoir “Not For Everyday Use,” to be published in April.
Aquí en español.
¿Cómo define usted el Caribe?
Los escritores explican con detalle las islas responden con las postales de sus hogares ancestrales.

1. BARBADOS

Tenia sólo 8 años cuando mi abuela anunció a mi hermano y a mí que nos llevaría a Barbados en el verano.

¿Dónde está eso? Le pregunté. Su respuesta fue, en las Indias Occidentales, pero no tenía ni idea de dónde estaban las Indias Occidentales o qué tipo de personas habitaban ese lugar. ¿Todos ellos se parecen a mi abuela o algo no?

Pasé la mayor parte de las horas en el vuelo de Pan Am mirando hacia la oscuridad, preguntándome acerca de esta tierra extraña a la que viajábamos. Desde mi cena, me salvó el postre, un trozo cuadrado de bizcocho de piña. Sería mi ofrenda al gran jefe de los antillanos que sin duda nos reunirá en el aeropuerto.

Después de aterrizar salimos al aire caliente de la mañana, cargado de aromas de sal marina y de la caña de azúcar. El sol comenzaba a brillar, proyectando una luz suave en los pastos circundantes, salpicada de vacas pastando, cerdos y cabras.

Semanas antes de nuestra partida mi mente joven había logrado unas visiones de las Antillas en un sueño que me puse temblando y asustada en un tipi rodeada por indios sosteniendo arcos y flechas. Pero los primos de mi abuela no se parecían en nada a lo que había imaginado, ni se parecen a mi abuela, que era baja y robusta de estatura, similar a las mujeres representadas en las pinturas de Botero.

Eric Payne

Bernice L. McFadden.

Ellos me abrazaron, pero no cayeron en guardia, no importa lo maravilloso que sentí sus brazos gordos envuelto alrededor de mi cuerpo delgado. Yo les presenté mi regalo, y reí.

Mi hermano y yo nos deslizamos por el amplio asiento de cuero de un Fairlane 1956, que aceleró por caminos de tierra que serpenteaban a través de ahuecadas montañas que goteaban con buganvillas de color rosa y blanco. El increíblemente azul del mar del Caribe fue siempre a nuestra izquierda, yendo con gran alegría cuando el sol cayó sobre el horizonte y la roció con brillantes rayos de confeti.

Su casa estaba en Paynes Bay, St. James, una zona conocida como la Costa de Oro. Vivían en una pequeña casa de color marrón y beige con mueble que descansaban sobre una base de cantera y piedras de mar. Se sacudió y tembló cuando entramos en el piso de madera fina.

Mi primera comida en esa tierra extraña fue pescado cocido al vapor pescado y un grano paecido a la arena en algo que parecía puré de patatas, pero era crujiente, hecha de color de la harina de maíz y okra.

"¿Qué es esto?"

"Plato nacional de Barbados, peces voladores y coo-coo".

Los peces voladores? Pescado con alas?

Yo estaba intrigado.
En las semanas que siguieron, disfruté con los lagartos verdes que me miraban con curiosidad desde las ventanas y paredes donde estaba descalzo. Yo esperaba a la noche ya que había quedado fascinado por los cangrejos soldados de color rubí que subían desde los orificios de tierra para comenzar su barrido nocturno de comida. En Brooklyn, las estrellas eran escasas, pero en Barbados, el cielo estaba lleno de ellas.

Nuestro patio era el mar, y la mayoría de los días los pasamos retozando en ella. Nos quedamos encantados cuando la Jolly Rogers, un barco de crucero de fiesta, entró en nuestras aguas de recreo. La soca y calipso navegado nuestro camino y nos lo golpee, moler y girar en el estilo "wuk -up" de la danza que ha llegado a ser conocido como "twerking"- pero tiene antiguas raíces africanas.

Todos los días pensaba en los peces voladores y secretamente visto por ellos en el dosel de color esmeralda de los árboles del pan.

A medida que el final del verano se acercaba, me prometí que volvería una y otra vez. Cuarenta años más tarde, me honro con la promesa, al menos, una vez al año.

El día antes de que nos fijamos para regresar a los Estados Unidos, que cayó en una profunda melancolía, porque yo no me quería ir y yo no había captado  ni un vistazo de los peces voladores difícil de alcanzar. Estaba nadando, y el sol estaba empezando a configurar cuando mi tía nos llama hijos a cenar.

"Por última vez," me gritó en respuesta, aspira el aire en mis pulmones y se zambulló más profundo de lo que tenía todo el verano, tan profundo que mis oídos aparecieron como yo surgí hacia la arena color crema debajo de mí.

Cuando resurgió, respirando con dificultad, me encontré a mí mismo me di la vuelta, de espaldas a la playa y mi visión fija en el lugar donde se une al mar con el cielo. Sólo a un brazo de distancia del agua comenzó a ondear y una escuela de peces voladores brotó de sus profundidades y navegó por el aire. El momento era mágico, y me llamó la atención con mi primer profundo sentido de respeto.

BERNICE L. McFADDEN Es autor de ocho novelas, entre ellas "Sugar, un lugar que está en ninguna parte" y "Encuentro de las Aguas".

2. REPÚBLICA DOMINICANA
El lobby del resort de lujo, donde me estaba quedando en Santo Domingo a finales de primavera fue un estudio de la herencia colonial de mi patria. Había una cama en su mayoría hombres blancos vestidos de las mujeres de negocios informales y locales en todos los colores de marrón fingiendo interés en ellos. Los hombres echaron miradas de complicidad hacia mí, sin duda, me confunde con una prostituta también.

No es fácil para mí otro. Aunque nací en la Ciudad de Nueva York, a mis padres son de aquí, y yo vivía cerca, en Urbanización Paraíso con mis abuelos maternos cuando yo era un niño. Puedo haber estado rodando traje sin, pero yo estaba en la ciudad en mi propio negocio, filmar parte de un documental. Mientras que el resto de la pequeña tripulación que viajaba con escaleras presentada para relajarse, este dominiyorkian buscaba una muy necesaria botella helada de cerveza Presidente, para reflexionar sobre mi estancia allí.

Heather Weston

Raquel Cepeda.

Así que me dirigí a la barra, pasando por el pasillo interminable a la izquierda, la adornada con cuadros de mal gusto con imágenes de la República Dominicana de una sola vez Führer Rafael Trujillo escalofriantes allí en sus buenos tiempos. Las imágenes eran un contraste con la corriente y en su mayoría no se denuncian despertar de la conciencia proletaria africana e indígena, especialmente entre los más jóvenes.

La verdadera historia de la isla es demasiado complicado para enmarcar y colgar en la pared. La República Dominicana es el lugar donde Cristóbal Colón estableció su segundo asentamiento en el Nuevo Mundo, en las inmediaciones de la Zona Colonial. Sin embargo, esa parte de la historia colonial no era lo que estábamos en el país para ver. Nos habíamos pasamos un día navegando caminos de tierra y desvíos sin marcar a las ruinas de dos antiguos molinos coloniales azúcar, Engombe y Boca de Nigua, con el Caribe historiador Frank Moya Pons como nuestra guía. Mientras estábamos en esa tierra sagrada, nos dijo que en 1796, 200 esclavos en Boca de Nigua se levantaron contra los españoles, el establecimiento de las plantaciones de caña de azúcar y los edificios circundantes en llamas. Saqué mis manos en la tierra, tratando de imaginar los acontecimientos que juega a mi alrededor como las vacas pastaban tranquilamente cerca.

A la mañana siguiente empezamos a Cuevas de las Marravillas, un antiguo Taino cueva cerca de dos horas las afueras de Santo Domingo, cerca de San Pedro de Macorís, donde nació la madre de mi padre. Su ADN mitocondrial reveló una conexión materna directa a la población indígena de la isla. Los habitantes originales utilizaron las cuevas de los derechos religiosos y funerarios, y en busca de refugio contra las fuerzas de la naturaleza que a veces asolaron la isla. Un petroglifo representa lo que parecía ser un español con casco, lo que me hizo estremecer. Y aún así, a pesar de que estábamos literalmente encerrados en la historia, sentí que algo no estaba bien. La cueva fue tan excesivamente renovado se sentía como si estuviéramos caminando a través de una instalación de arte en Williamsburg, Brooklyn. Un empleado, probablemente sintiendo mi descontento, me señaló a Pomier, un grupo menos aburguesado de 55 cuevas que dijo contenía algunas de las pinturas rupestres precolombinas más antiguas y más bellas del Caribe.

Hicimos un guión para nuestro autobús y nos llevaron por lo que parecieron horas. Después de una larga espera, el hombre jefe no oficial llegó a la parte trasera de una moto desvencijada. El jefe era un hombre alto e imponente mayor ataviado con un uniforme militar emitida. Su sonrisa era a la vez amplia y amenazador al mismo tiempo. Yo he visto esa cara antes, el policía incompletos en Rio, Tánger y Freetown.

Después de rogarle a dejarnos la película de la cueva, el jefe se fue sin decir una palabra, y un joven alto de una capilla cercana, vestido con un neón verde YMCA Camp camiseta , bermudas a cuadros y flip- flops, apareció en su lugar. Llevaba dos pequeñas linternas y comenzó la gira con el tono sin inflexiones de alguien que hubiera preferido estar en otro sitio . Pero su conocimiento de las cuevas fue maestro y su amor por ellos feroz. Relató una saga épica entre la comunidad y las empresas que han llevado a estas cuevas en peligro por la explotación de canteras de piedra caliza cerca.

Al ver las representaciones de la vida antes de la invasión occidental - y justo antes de inevitable aburguesamiento de la cueva - fue alucinante. Pero todo el tiempo, me sentí un escalofrío, como si esto no puede terminar bien. Diferentes escenarios jugado en mi mente, todo termina con el jefe nos roba, y tal vez peor. Salimos con seguridad, sin embargo, pasar por lo que parecía un condón usado en la entrada de la cueva antes de regresar al hotel.

Más tarde, bebiendo mi cerveza rimy, me alegré mucho. El universo se había permitido volver sobre las huellas históricas de la humanidad. A medida que la brisa me envolvía con su calor, sentí que valió la pena esos momentos de incertidumbre.

RAQUEL CEPEDA es un director de cine y autor de "Ave del paraíso: Cómo me convertí Latina."

3. HAITI
En la costa sur de Haití, en un pueblo llamado Jacmel, un grupo de estudiantes de cine de ensueño y crear, rodeado de un paisaje súper exuberante que incluye grupos de hibiscos, palmeras y aves del paraíso. Pero el mar no está demasiado lejos, chocando con fuerza contra los acantilados y grutas que rodean Ciné Institute, única escuela de cine profesional de Haití.

Jonathan Demme

Edwidge Danticat.

El día que llegamos en el campus, el año escolar estaba terminando y los estudiantes estaban mostrando los cortometrajes que son sus proyectos de fin de año. En una película, un Lotario local, pasa sus días en un gimnasio de barrio trazado maneras de seducir a la chica que piensa que él ama. En otro padre tiene la tentación de robar un saco de arroz para alimentar a su familia. En otro un joven se convierte en un aprendiz dispuesto a que el hechicero ciudad. Pero en una de las más simples , una mujer sólo cuenta una historia.

Todas las películas que hagan pleno uso de la histórica ciudad de 40.000, lo que los pobladores originales taínos habían llamado Yaquimel, o la tierra fértil. El salón de clases al aire libre con techo de paja, donde los estudiantes se reúnen, se vislumbra tan alto sobre el mar que podría ser tan fácilmente el sitio de un faro . El plantel completo de dos hectáreas fue una vez el sitio de la Rock Hotel india, que se compone de bungalows pintadas de colores. Los propietarios del hotel estaban planeando convertirlo en un centro de buceo. Luego vino el terremoto de enero de 2010. La escuela de cine perdió su ubicación en el centro de la ciudad. El dueño del hotel fue llamado en otro lugar y permitió que la escuela de cine para tomar el hotel que no funciona por el mar.

Yo había estado en la escuela antes de la visualización de "películas Dix Gourdes." Con un presupuesto que era el equivalente a un cuarto de América, los estudiantes producen cortometrajes sobre temas que van de padres negligentes a los males del tabaquismo a las consecuencias imprevistas de la práctica bromas. Las proyecciones coincidieron con el Carnaval, que la ciudad celebra con su propio estilo en particular, destacando la firma de Jacmel máscaras de papel maché y los trajes con perspectiva histórica. La gente viene de todas partes para Kanaval Jacmel, desplazando la calle principal, Avenida Barranquilla, siguiendo a pie o bailando detrás de las carrozas llenas de sus grupos musicales favoritos. Incluso hay planes para construir un museo de carnaval de Jacmel, que, después del terremoto de 2010 , ha sido designada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.

Jacmel ha visto su cuota de visitantes mundanos. (En 1816, Simón Bolívar se detuvo cerca en su manera de luchar contra el imperio español en América Latina.) Recientemente la ciudad ha sido sede de sesiones de moda internacionales y sus máscaras de papel maché se han presentado en un video musical por el indie ganadora del premio Grammy sensación del rock Arcade Fire, un vídeo que dispone de cinco millones de visitas, y contando, en You Tube. Aún así el encanto de Jacmel se mantiene confinado a su hogar. Sus playas aún se sienten como secretos , a pesar de que están llenos los fines de semana por los visitantes y lugareños por igual. Casas coloniales francesas de Jacmel y sus balcones de hierro forjado parecen majestuosa incluso cuando se lleva hacia abajo, como si los fantasmas de los cafetaleros ricos, quienes los transportan en fragmentos de Europa y les monté en la isla, seguían frecuentando sus estrechos pasillos.

Estos sitios son perfectos para cámaras o para estudiantes de cine locales, turistas aventureros sets. Como es el precio Moulin, una máquina de vapor del siglo 19 oxidada dispersada en piezas a través de una llanura cubierta de hierba que fue una vez el sitio de una próspera plantación de azúcar. O Bassin Bleu, un trío de piscinas de color turquesa debajo de una magnífica cascada. O incluso el cementerio de la ciudad , con sus mausoleos houselike.

Pero a veces Jacmel dice a sus historias en voz baja. Una mujer mayor en la ciudad que se filmó para una serie de cortos llamados "Ti Koze Lakay", o "una pequeña charla en el hogar," habla de una joven que pasa por encima de los amantes ricos y llamativos para los pobres, hombre modesto que realmente ama. En muchos sentidos, Jacmel -junto con el resto de Haití- se parece mucho a la persona que llama caballero menos llamativo, que exige una mirada más cercana, pero está garantizado para robar su corazón.

Edwidge Danticat es el autor, más recientemente, de la novela "Claire de la Luz del Mar".

4. JAMAICA
La primera vez que vi el Pelican Bar en 2001, tal vez una semana después de su inauguración. Yo había ido a Jamaica para perseguir la idea temeraria de dirigir un festival literario en Treasure Beach, una zona de tierra roja, ovejas rubio y los ojos castaños, en la costa sur salvaje. Yo estaba viajando con mis hijos: Addis, muchacho de pelo y 6-ish, y su hermano Makonnen, 4 que era tranquilo, excepto cuando el agua de mar se tocaron sus pies.

¿Qué era peor, pensé mientras levanta cada uno en una piragua de fibra de vidrio: llevar a los niños en aguas abiertas sin chalecos salvavidas ? O ponerlos en un bar? Pero no era más que un bar, me habían dicho por mi amigo Jason, que era un bar que tenía que ver. O eso creía yo. En realidad había dicho: "Un bar en el mar."

El pelícano es un lugar de marcha en vacío en un banco de arena cerca de un cuarto de milla de la costa suroeste de Jamaica. En cierto sentido, es una versión accidental de una choza tiki reconcebida en la cintura alta del agua. Hecho de bambú, madera flotante y corteza de árbol y cubierto por una caída por paja, se salvó de la "frialdad" de la sinceridad. Puede parecer un antro inteligente creado para el en-el-saber, pero no lo es. Es demasiado raíces. Es un bar donde los clientes habituales hacen inmersiones poco profundas de cortos, escaleras irregulares en agua caliente, claro, en el que flotan sobre las estrellas de mar en la mente, si no en cuerpo, y donde se puede sentir distante, lejano y speckish, como granos de arena en el universo.

Makonnen Fouché - Channer

Colin Channer.

Desde ese tiempo con los niños, he ido muchas veces con amigos, escritores sobre todo, dejando de Jakes Hotel, donde dirigí un festival del libro de apenas 10 años. Los autores les encanta el salto, la forma en que los largos cascos brillantes separadas del océano, entonces se estrellan las olas. Aman las tambor dunas de arena gris sonoras. Pero sobre todo les gusta el listón de lo que es. Para verlos se asentaron allí entre los clientes habituales, copa en mano, es ser testigo de la peculiar comodidad de artistas de sedimentación en el parentesco con una arquitectura que ha encontrado su propia voz. Hay una forma en que acarician listones de madera, corriendo la mano por ella sin temor a astillas. Hay un placer en el uso de las manos para tirar de su comida.

La comida -langosta y pescado servidos fritos, a la parrilla, curry o estofado- es simple. Pero es listo si te llama con antelación. Agua, refrescos, cerveza y ron son las únicas bebidas para golpear de nuevo. Y no es que el propietario no sabe nada de martinis.

El mejor ron Appleton es, desde una finca centenaria en las colinas cercanas. El bar no tiene asientos. Es una empresa en la que Cotch - se apoyan en una ligera posición en cuclillas para tomar una ventaja de algo con su culo. Si no es muy vago, ponerse de pie. Siempre hay buena música de rock, sobre todo 70s soul, dancehall de los años 80, y siendo Jamaica, país y occidental en la mezcla.

Películas de vaquero siempre han sido populares aquí. El sentimentalismo viaja bien y tiene una larga vida útil en lugares como mi país, donde los fundamentos son caros. Vivir en Jamdown es un asunto serio, por lo tanto el amor por la música sentimental. El estado de ánimo en el Pelican es demasiado blissed tener urbanitas que lo adopten como un accesorio irónico.

Y esto no es un lugar para estar nervioso, aunque el Edge de U2 y otros famosos creadores de música han caído pulg. Los regulares llegan a tener una ventaja en el campo con una visión dulce y una bebida. Los pescadores traen a sus esposas y buena fe. Los residentes de los distritos cercanos alquilar barcos de motor y con invitados de villas y hoteles pequeños de gran estilo.

Cuando salí del Pelican ese primer tiempo con mis hijos, me pregunté Shabba el capitán del barco para ir por la costa y el río Negro. Yo estaba demasiado extasiada para ir directamente a casa.

En 15 minutos, estábamos de crucero en un amplio canal bordeado de lirios de agua y el hombre la hierba alta. Las vistas eran largos como los de los continentes, tal vez el mis ancestros llamaron hogar. En un momento dado el río hace una curva S de ancho. Salimos de ella barrido, más lento, luego se deslizó hacia un túnel de manglares. Sus raíces y ramas eran de plata, pero sus hojas eran en su mayoría blancos. Flores? Mi hijo le gritó a un cocodrilo tomando el sol en un registro. Los ibis fueron brotando en una fuente. Yo estaba más sorprendido que los pájaros.

En el camino de vuelta a Jakes cortamos entre la costa y el pelícano, saludando a la gente mirando. Más adelante el barco empezó a saltar. Mi hijo se quejó de que el agua en sus pies. Mi hija gritó por encima del motor, "Más rápido, más rápido. "Me senté en silencio, contemplando lo que significaba estar en casa.

COLIN Channer es el padre de Addis y Makonnen . Ha escrito algunos libros .

5 . TRINIDAD
Cuando por primera vez se me ocurrió escribir "La hija de Próspero", una novela basada libremente en "La Tempestad", Chacachacare, una de las más grande de las islas de la costa noroeste de Trinidad, vino inmediatamente a la mente, reflejando como lo hace el isla aislada en la obra de Shakespeare. Abandonada desde hace más de medio siglo, Chacachacare fue una vez una colonia de leprosos y de una base militar estadounidense. Hoy en día, todavía despoblada, Chacachacare atrae "navegantes" que atracar yates con banderas de todo el mundo en las tranquilas aguas de sus calas.

Yo nunca había estado en Chacachacare como un niño -algunos trinitarios tienen- y en ese primer viaje a asegurarme de que he elegido la configuración correcta para mi novela, grupos de delfines de plata saltó y le dio vueltas al lado de mi barco, me acompaña cerca de la piedra playa sembrada. Yo estaba pasmado por la impresionante vegetación: árboles centenarios, sus ramas se extiende hasta un cielo azul brillante, naranja y limoneros, y los tallos calcificados de gandules y tomate, reliquias de la época de la colonia de leprosos, y en todas partes explosiones de color, la maduración de frutas y flores silvestres, rojo, naranja, amarillo, morado. Hay un faro blanco de altura, rodeada de bandas negras anchas en Chacachacare, y en la parte superior, una puerta metálica que se abre a un estrecho saliente en el que parece que podría tocar las montañas que asoman de América del Sur.

Leonid Knizhnik

Elizabeth Núñez.

Ni Chacachacare ni el resto de la Trinidad tiene los mares azules típicos de las islas del Caribe . Las aguas situadas en el oeste de Trinidad están manchadas de cieno del río Orinoco, en las olas turbulentas al este del Atlántico erosionar las raíces de los árboles de coco ya se inclinó por los vientos alisios implacables. Sin embargo, Trinidad es la más afortunada de las islas en el archipiélago caribeño. En tan sólo un viaje en ferry de tres horas, puedo estar en Tobago, la isla hermana de Trinidad a pocos kilómetros hacia el noreste, donde la arena es blanca y peces nadan colores del arco iris a través de los bosques de los arrecifes de coral. Para mí, sin embargo, el mayor golpe de suerte de la Trinidad es su situación en la crisis, esa zona de baja presión cerca de la línea ecuatorial, evitando la isla de los devastadores huracanes que hoy golpean las otras islas con regularidad. Inusual para el Caribe también son la flora y la fauna de Trinidad -orquídeas silvestres y lirios mi madre recogió, venados y tigrillos mi padre cazaba. Para Trinidad fue una vez parte de la selva amazónica, cortar de ella en ese gran movimiento sísmico continental hace muchos siglos. Una vez que mi padre apenas escapó de ser exprimido hasta la muerte por una serpiente macajuel, nuestro nombre para la boa amazónica.

Trinidad es conocida por su Carnaval y calypso, así como para el steelpan, uno de los pocos instrumentos musicales inventados en el siglo 20, pero me siento atraído por la naturaleza nos ha dado dones . En mis novelas que escribo sobre las cintas de color rojo con gracia inmersión y aumento a través del cielo al atardecer, la multitud de ibis escarlata que regresan de Venezuela a posarse en el manglar en nuestro pantano Caroni. Escribo demasiado sobre nuestros Brea Tar Pits La, la mayor de las únicas tres lagos de asfalto existentes en el mundo.

Yo me crié en las afueras de la capital, Puerto España, donde el rango norte aumentó azul oscuro y magnífica contra un oro teñido soleado cielo azul. Detrás de las montañas son las mejores playas de la isla, desde hace años inaccesibles hasta que Estados Unidos construyó un camino para nosotros como una especie de compensación por apropiarse de kilómetros de tierra plana cerca de la capital para una base naval.

Siempre que escribo historias de deseo de los inmigrantes para el hogar me encuentro escribiendo sobre ese camino que conduce a Maracas Bay, donde pasé algunos de mis días más felices con mi familia en la playa. Es el más estrecho de los caminos, en un lado de una pared de montaña, en los otros barrancos pronunciados que nunca dejan de tomar mi aliento : nieblas translúcidos flotando entre nubes de algodón y hundiéndose hacia el valle a rodar valle donde los árboles brillantes de verduras variadas aferran precariamente por los lados y en la parte inferior de la gloriosa Atlántico, grandes y poderosas, enormes olas golpeando contra las gigantescas rocas negras y pitcheo aerosoles largos y blancos, espumosos de alta en el aire. Cada vez que viajo a ese camino milagroso, prosigo mi cara en el viento, bebo en el aire lleno de sal, me tomo fotos en el ojo de la mente de los árboles, las flores, el mar rugiente, y yo estoy dispuesto, una vez más para días de invierno en la tierra es ahora mi hogar.

ELIZABETH NUÑEZ es la autora de nueve novelas y el libro de memorias "No es para el uso diario ", que se publicará en abril.