BELÉN DOMÍNGUEZ CEBRIÁN
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5 SEP 2019 - 00:00 CEST
El que haya visitado varias veces Finlandia conocerá la expresión“the finnish way” (la manera, el estilo finlandés) que sus ciudadanos repiten con cierto pundonor. Se trata de una forma de tomar decisiones para afrontar problemas que resulta innovadora y deja al resto del mundo con la boca abierta. A veces, una aparente locura que, sin embargo, sale bien. Es el caso de Housing First: la simple —y a la vez original— forma de sacar a miles de vagabundos de las calles devolviéndoles un pedacito de dignidad e integrándolos socialmente. “El futuro empieza con un manojo de llaves”, reza el lema de la campaña.
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Un politólogo, un obispo, un médico y un sociólogo formaron en 2007 el comité especial gubernamental que tenía como misión sacar de las calles a miles de personas sin hogar. Inspirado en el movimiento estadounidense Pathways Housing First, fundado a principios de los años noventa por el psicólogo Sam Tsemberis, el Gobierno del país nórdico consiguió reducir entre 2008 y 2015 un 35% el número de ciudadanos que se acuestan y se despiertan cada día a la intemperie: 1.345 personas que vagabundeaban por las calles sin esperanza de futuro lo dejaron de hacer. En Helsinki, según dicen las ONG involucradas en el programa, ya casi no hay vagabundos. Y el objetivo del Gobierno ahora es erradicar la población sin techo en todo el país para 2027, según Bloomberg.
Siguiendo la estela de Tsemberis —que implementó el proyecto en Nueva York, una ciudad especialmente complicada durante las últimas décadas del siglo XX—, la clave no está en la reinserción ni en la desintoxicación de drogas o alcohol como condición sine qua non para acceder a una vivienda. Por lo contrario, se trata de un cuasiliteral “empezar la casa por el tejado”. Todo comienza con la entrega de llaves, sin condiciones ni prejuicios. Y a partir de ahí, aseguran los impulsores del proyecto, la vida de miles de familias y ciudadanos empieza a mejorar. “Se concibe la casa como el punto de partida y no como punto de llegada en el camino de los sin techo”, explica en un vídeo la ONG FEANTSA, involucrada en el proyecto que ya gestiona más de 3.000 apartamentos en 10 ciudades del país.
A diferencia de Estados Unidos y de otra docena de países europeos (España entre ellos) a los que se ha exportado Housing First, los vagabundos de Finlandia, un país de poco más de cinco millones de habitantes, sí tienen el deber de pagar un alquiler. Pese a las crisis económicas —de su gigante Nokia primero y del euro después—, el país nórdico cuenta con un robusto Estado de bienestar que el nuevo Gobierno, liderado por el socialista Antti Rinne, quiere preservar y proteger a toda costa. Los beneficiarios pueden pagar la renta del nuevo hogar con parte de la ayuda económica que reciben del Estado por su condición de desempleado, de incapacitado, de viudo, en concepto de ayudas al alquiler, etcétera. Otro punto que hace único a este programa es que en los complejos de viviendas, integradas en barrios de clase media para evitar los guetos (como ocurre en Dinamarca, por ejemplo), no está prohibido el consumo de alcohol.
Finlandia está eliminando paulatinamente los refugios temporales para personas sin hogar (de 600 que había en Helsinki en 2008, ya solo quedan unos 50, que solo se utilizan en invierno como emergencia, cuando las temperaturas se desploman hasta los 20 grados bajo cero). “El sistema de refugio temporal no estaba funcionando (…). Mientras esa gente no tenga una casa permanente, siempre serán considerados sin techo”, subraya, citado por Politico, Juha Kaakinen, que formó parte del cuarteto de expertos que puso en marcha el proyecto y hoy es consejero delegado de Y-Foundation, la ONG encargada de implementarlo en Finlandia. El fundador de Housing First, Sam Tsemberis, añade que, a diferencia de un piso compartido o de un refugio donde uno pernocta de manera intermitente, esta iniciativa ofrece “sentimiento de pertenencia” a un lugar, a una comunidad. Un valor intangible que hace al ser humano más humano. Los impulsores de la idea en Finlandia, que bautizaron su primer informe como Nimi Ovessa (tu nombre en la puerta), están convencidos de que el mero hecho de ver una placa con la identificación de cada inquilino al lado del telefonillo o en el buzón inyecta fuerza de voluntad para poder empezar a cambiar de vida y de hábitos.
“Este apartamento me ha dado la oportunidad de volver a una vida normal. Puedo planear mi futuro”, afirma un hombre de 48 años. Una mujer de 59 años añade que vivir en un apartamento le da “seguridad”. Son dos de los beneficiados por esta medida que, a lo largo de 10 años, ha costado a las arcas públicas unos 300 millones de euros (70 millones en el último trienio). Una cantidad que no resulta abrumadora si se cuenta el ahorro anual por persona sin hogar que el erario deja de gastar en servicios de emergencias, policía y gastos judiciales: 9.600 euros, según el Foro Económico Mundial (WEF, por sus siglas en inglés).
Aunque, por lo general, el programa ha sido bien acogido, también ha suscitado críticas. Timo Kauppinen, sociólogo en el Instituto Nacional de Sanidad y Bienestar, explica por correo electrónico que cuando se planifican nuevos apartamentos de este tipo, algunos vecinos reaccionan con lo que se ha bautizado como NIMBY (el acrónimo en inglés de “no en mi patio trasero”). “Estas casas generan algunos temores de antemano, tal vez más aún si se planifican cerca de escuelas o jardines de infancia. Sin embargo, mi impresión es que en realidad no ha habido grandes problemas en los vecindarios una vez que estas unidades han comenzado a funcionar”, sostiene Kauppinen. Los habitantes de las zonas donde se alojan estas casas —normalmente a las afueras de una decena de grandes ciudades como Helsinki, Tampere o Turku— tardan una media de dos años en acostumbrarse a sus nuevos vecinos. Pero lo hacen.
Trabajadores sociales y especialistas en enfermedades mentales, adicciones y demás problemas que aquejan muchos de los antiguos homeless se acercan una vez a la semana a estos vecindarios para ofrecerles apoyo y fomentar su integración en la vida de la comunidad, por ejemplo, recogiendo basura o involucrándose en actividades del barrio.
Pese a los 5.482 vagabundos que se estima que aún quedan en las calles de toda Finlandia (un país con una densidad de población muy baja: 17 habitantes por kilómetro cuadrado), según las autoridades, el programa ha cosechado éxito. Mientras en el Reino Unido el número de sin techo ha aumentado un 7% en el último año; en Alemania, un 35% desde 2017, y en Francia, un 50% en la última década, el país nórdico es el único en Europa, según el WEF, en el que el número de personas sin hogar ha disminuido.
https://elpais.com/elpais/2019/08/30/ideas/1567183974_693033.html
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domingo, 8 de septiembre de 2019
miércoles, 23 de noviembre de 2016
Sam Tsemberis, el hombre que empezó la revolución por el techo
Este psicólogo afincado en Estados Unidos ha creado un modelo para sacar de la calle a miles de personas. Empezó en su país y se ha extendido por media Europa. ¿El método? Tan simple –y controvertido– como proporcionar un piso a los que no tienen hogar.
DURANTE ALGÚN TIEMPO, muchos pensaron que el método del psicólogo Sam Tsemberis era disparatado. Había ideado un modelo para ayudar a las personas que llevan años viviendo en la calle: consistía en alojarlos en una casa. Era tan simple como proporcionar un piso a quienes estaban en peor situación, a los sin techo crónicos que padecían enfermedades mentales y adicciones. Lo revolucionario es que no se les exige que antes estén sobrios o equilibrados. Eso viene después, una vez que han salido de la calle. Han pasado 24 años y su locura, el programa Housing First, ha cambiado la vida de miles de personas en decenas de ciudades desde Estados Unidos y Canadá hasta los países nórdicos, Italia, Francia y España.
Tsemberis, de 67 años, da clase en la Universidad de Columbia y dirige la organización con la que expande su modelo, Pathways to Housing. Las calles de la Nueva York de finales de los ochenta le mostraron de cerca una maquinaria asistencial que engullía a muchos llevándolos al hospital, a la cárcel o a los centros de desintoxicación para terminar en el mismo hueco de cartones en el que se los había encontrado por primera vez. Él trabajaba en un hospital, en un servicio de emergencias móvil para ayudar a los sin techo. “Había muchos. Íbamos a la calle para buscar a los que tuvieran problemas de salud, gente que tosía sangre, que llevaba los pies con ampollas… Muchos mejoraban en el hospital, pero el problema es que después volvían a la calle. Pensamos: este sistema no va a ninguna parte”, cuenta en una cafetería del centro de Madrid, adonde ha venido para apoyar el trabajo de la ONG Rais Fundación, pionera en aplicar su modelo en España. “No querían ir al hospital primero, ni al dentista primero, ni a un tratamiento de desintoxicación primero… No. Querían una casa. Yo pensaba: ‘¡Dios mío! ¿Una casa? No tengo una casa. Tengo una clínica, una furgoneta, un sándwich, una manta…’ Una casa. Así que dejé el hospital y empecé mi ONG”.
En España, Rais Fundación tiene una red de 117 pisos en varias ciudades y, un año y medio después de empezar, el 96% de los beneficiarios –que llevaban de media nueve años en la calle– siguen alojados. El coste por día para la Administración es de 34 euros, igual o superior, dice la organización, que en un servicio asistencial ordinario. Los pisos están diseminados por edificios y barrios tan normales como cualquiera, porque se trata de integrar. Solo hay tres condiciones para entrar en un piso: no molestar a los vecinos, permitir la visita del equipo al menos una vez por semana y que, si el antiguo sin techo los tiene, destine el 30% de sus ingresos para sufragar el servicio.
A Tsemberis, de origen griego y asentado en EE UU desde los ocho años, le llevó tiempo entender el problema y pensar de forma alternativa. Quizá por eso parece acostumbrado al escepticismo y las críticas que genera la estrategia, y despliega sus argumentos con una gran sonrisa. Explica que al principio él también tenía dudas: “Yo no sabía si alguien podía realmente manejarse en un piso. Eso supone un montón de ansiedad porque estás preocupado –¿va a encender el fuego de la cocina? Y cosas terribles del tipo: ¿qué ocurre si empieza a oír voces, si hace daño a los vecinos?–, así que tienes que asumir el riesgo y confiar en la persona. Hicimos muchísimas visitas para asegurarnos de que todos estaban bien”.
Tsemberis también se dedicó a hacer números. Quería pruebas, no buenas intenciones. Primero, para someter a evaluación su programa: “Queríamos saber que no era peor que seguir llevándolos al hospital”. Para convencer a los colegas y a las Administraciones: “Después de un año, el 84% de las personas a las que alojamos seguían en los pisos. Genial, pero la gente seguía sin creérselo. Pensaban: ‘Las personas a las que tratas no están tan enfermas como las que yo asisto. Nueva York es diferente de todas las ciudades y no funcionará en otras”. La tercera razón es que así saben que el Estado ahorra dinero: “Si sumas el coste anual que supone el uso de los servicios sociales de alguien que está en la calle (urgencias, ambulancias, desintoxicación, cárcel…), el gasto puede llegar a los 100.000 euros. Si lo alojas en un piso al que llevas los servicios sociales, son unos 15.000 euros al año”. El estudio para saber si funcionaba lo desarrolló la Universidad de Nueva York, y lo pagó y supervisó el Gobierno federal de EE UU. “Siete años después, daba los mismos datos que nosotros teníamos. Ya estábamos hablando de ciencia, no de una historia anecdótica”, explica Tsemberis con énfasis.
El caso de los 70.000 veteranos de guerra sin hogar que había en EE UU es un buen ejemplo de que el programa funciona. La Casa Blanca anunció que algunas ciudades han erradicado el problema y que, en solo tres años, se ha reducido en un 36% en todo el país. Pero si su método tiene unos resultados tan positivos y comprobables, ¿por qué no se generaliza? “No lo sé”, admite Tsemberis. Él cree que el viejo y el nuevo modelo pueden ser complementarios. “El antiguo detectó que las personas en la calle sufrían de enfermedades mentales y adicciones, pero se pensó, incorrectamente, que había que tratarlas antes de darles acceso a un piso. Todavía hoy no tenemos una cura para esos problemas. Así que si esperas hasta que sanen, muchos nunca van a ser alojados. El viejo sistema no es totalmente inútil: tiene éxito con entre el 30% y el 40% de los casos”, explica.
Una de las cosas que dice haber aprendido el profesor en estos 24 años es que, pese a la enfermedad mental o al hecho de estar en la calle tantos años, al entrar en un piso las personas recuperan su capacidad para vivir de forma autónoma. “Puede haber alguien que crea que este fotógrafo es un espía de la Unión Soviética y aun así ser capaz de cocinar, lavarse y hacer la cama”, dice mientras gesticula sin parar. “Han sobrevivido durante años en la calle. Para eso tienen que saber qué lugares son seguros, cómo cuidar de sí mismos y de sus cosas, cómo evitar que les detengan, dónde están los comedores… todo eso son funcionalidades, así que si eres capaz de subsistir en la calle, hacerlo en un apartamento donde el baño está ahí al lado y no a dos manzanas no supondrá un gran problema”, afirma.
También recuperan otras cosas. En un vídeo de la organización, uno de los beneficiarios del programa en España habla de dignidad. “Es impresionante”, dice Tsemberis. “Creo que no somos capaces de darnos cuenta de lo que es no tener casa. De la soledad que supone. Lo más útil de este programa es la rapidez con la que se pasa del modo supervivencia al de la vida. Ocurre de la noche a la mañana. Alguien entra en un piso con sus bolsas y al día siguiente se ha duchado y ha dormido en una cama, tiene una llave en la mano y es como cualquiera de ese edificio. Los demás no te miran cuando eres un sin techo. Aunque te sientas muy expuesto, eres invisible. Y de pronto vives en un apartamento y tus vecinos te dicen: ‘Buenos días, ¿qué tal?”
http://elpaissemanal.elpais.com/confidencias/sam-tsemberis/
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