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domingo, 12 de julio de 2020

Cuentos de Baroja: los empobrecidos, los vagabundos y la “cuestión social”.

“A comienzos de siglo Pío Baroja tenía una preocupación muy honda por lo que se llaman cuestiones sociales. Esta preocupación se advierte en varios cuentos, en que el individuo, o una conciencia individual, se encara con la sociedad”, escribió el antropólogo y sobrino del escritor, Julio Caro Baroja, en el prólogo a los Cuentos de Pío Baroja (1872-1956) publicados por Alianza Editorial.

Buena parte de estos relatos se insertan en el volumen Vidas sombrías (1900), y fueron escritos –la mayoría- cuando el autor ejercía de médico en el municipio de Cestona (Guipuzcoa). De tono simbólico y filosófico, los Cuentos recogen todo el sentido e inquietudes de la obra barojiana, según algunos comentaristas; pero Caro Baroja matiza que su tío no se acercó del mismo modo, en la madurez, a los contenidos esotéricos (Médium y El trasgo) ni a otros de un simbolismo «a flor de piel” (Parábola o El reloj).

Garráiz encarna a El carbonero. Todos los días Garráiz sale de casa, desciende a un descampado del monte y prepara el horno de carbón. Tiene 20 años, trabaja –acumula leña y le prende fuego- y canta: las horas y los días se repiten en el valle. Hasta que un día, en el refugio de piedra donde come, un vecino del pueblo –también carbonero- le hace saber un rumor: ha “caído” soldado. “Lo que le exasperaba, lo que le llenaba su espíritu de una rabia sombría, era el pensar que le iban a arrancar de su monte aquellos de la llanura, a quienes no conocía, pero a quienes odiaba”, relata Pío Barroja.

En otro cuento, Conciencias cansadas, el narrador sale de un café pensando en la vendedora de una tienda de material funerario, que comercia con féretros, coronas, cruces y souvenirs; en el matrimonio que regenta una casa de préstamos, y que paga a la mujer del albañil mucho menos de lo que valen las sábanas; en el general que manda a los soldados a que mueran en el frente; o en el cura que considera una “atrocidad” ingerir un café con leche el viernes de Cuaresma. Pero en todos estos personajes sin conciencia -y en el industrial que falsifica, el periodista venal o el abogado que engaña-, “en toda esa tropa que roba, que explota y que prostituye” también hay, piensa después, algunos rasgos buenos y momentos de caridad.

El vago, a quien conoce y con el que conversa el narrador, aparece apoyado en una farola de la Puerta del Sol. Protagoniza otro de los cuentos de Baroja; el vago no es un hombre de acción, sino un espectador de la vida, un intelectual; mira como alguien que no espera nada del prójimo, es casi un filósofo, aunque para ciertos moralistas resulte “casi un criminal”. Tampoco tiene nada que ver con los lechuguinos de clase alta, ni con los empleados, estudiantes o mendigos.

“Yo creo que en las ciudades grandes, si Dios está en algún lado es en los solares”, afirma Pío Baroja en La trapera. En una casucha de unos terrenos sin urbanizar, en Madrid, una vieja pequeña y arrugada –que rebusca entre la basura- vive con una niña desharrapada pero con aire fresco y juvenil. A las cinco de la mañana salen del cobertizo; escarban entre los montones de desechos, “restos, sobre todo, de la tontería humana”.

Pasan por el Cafetín del Rastro, donde a esa hora duermen los mendigos, y después, en la calle, la vieja cierra tratos con los vendedores ambulantes. El escritor las pinta del siguiente modo en el solar, ya de regreso: “Quizá felices, quizá satisfechas por tener un hogar pobre y miserable, y un puchero en la hornilla que hervía con un glu-glu suave, dejando un vaho apetitoso en el cuarto”.

En el preámbulo de los Cuentos publicados por Alianza (la primera edición, de 1966), Julio Caro resalta la “curiosidad enorme” de Pío Baroja hacia “los anarquistas o ácratas como individuos”, así como por los no adaptados (en Errantes, una vida libre en la que duermen felices, tras alimentarse con pan y tres sardinas, una mujer que amamanta a su niño, su pareja –“mitad saltimbanqui, mitad charlatán”- y el hijo mayor; la familia se ha parado en un albergue de carretera que aloja a gitanos, caldereros, mendigos y buhoneros); esta atracción contrasta con el interés escaso del autor de La busca por los socialistas, a quienes se distinguía en la época como gente “más seria”.

Elaborados entre 1892 y 1899, Caro Baroja apunta que la primera impresión de los Cuentos -500 ejemplares- fue bien acogida por los críticos, pero no ocurrió lo mismo con las ventas; los relatos se tradujeron al francés, italiano, alemán, ruso, checo y sueco, después al japonés y al chino. Se muestra en desacuerdo con los comentarios de la Editorial de Literatura Popular de Pekín: “Siguiendo el viejo parecer socialista, considera que mi tío fue un anarquista, que se hizo cada vez más antidemócrata y que terminó sus días colaborando con el fascismo. La vida de los escritores vista por ciertos ideólogos es siempre algo bastante simple y aún estólido, sean estos ideólogos de derecha o de izquierda”.

El historiador, lingüista, académico y autor de Estudios vascos llama la atención, asimismo, sobre el lirismo, las descripciones y sugerencias de ambiente de los Cuentos; en las ventas del País Vasco -amables y hospitalarias, algunas tristes y melancólicas- recalan caminantes, vagabundos y personas humildes “que no tenéis más amores que la libertad y el campo”; llegar a una de estas posadas tras un viaje largo en diligencia –relata Pío Baroja en La venta– produce una dicha desconocida para quienes, presurosos, huyen hacia el vértigo de la urbe. Además, Julio Caro recuerda la admiración del novelista por el “viejo” Dickens y discute las influencias atribuidas a Gorki y la novela picaresca.

En el artículo “Los cuentos de Baroja” (Cuadernos Hispanoamericanos, 1972), el catedrático e hispanista Mariano Baquero Goyanes señala el “aire moderno” de Vidas sombrías; constata, de hecho, una cierta ruptura con los cuentos del siglo XIX, que se fundamentaban en la potencia del argumento; Baroja prefiere, en este caso, la narrativa de situación, abierta, sin desenlace o bien –Águeda o La sima– la conclusión abrupta del relato, subraya Baquero Goyanes en el artículo inserto en Pío Baroja. El escritor y la crítica (Taurus, 1974, Edición de Javier Martínez Palacio).

Pero algunos cuentos barojianos –La enamorada del talento o Un justo– contienen, también, descripciones prolijas a la manera de los autores realistas y naturalistas del XIX; Mariano Baquero Goyanes añade otra línea de continuidad con los cuentos tradicionales (orientales o libros de caballerías): “Aunque Baroja rechazara el arte narrativo caracterizado por su complicación, gustó con frecuencia de esos efectos de refracción o de laberinto narrativo, con no pocas vueltas y revueltas, idas y venidas, rotación de narradores, desplazamiento de los planos del relato”; así ocurre en La dama de Urtubi y El estanque verde.

¿Estilo desaliñado? El libro Baroja y su mundo recoge la respuesta de José María de Cossío: “No era descuidado escribiendo. El tono llano y a la vez sobriamente elegante de su estilo provenía de lo que Lope de Vega hubiera llamado un ‘descuido cuidadoso’; y no desdeñaba refinarle cuando el tema lo pedía”.

El espectador (1916) incluye las reflexiones de Ortega y Gasset sobre Baroja. Dedica unas páginas a “el tema del vagabundo”; así, en una sociedad en que predomina la “estabilidad plúmbea” y la “monotonía aldeana”, “sin protesta ni brinco”, el filósofo resalta la mirada barojiana: “Ve criaturas errabundas e indóciles”, ajenas a la idea de triunfo social, “decididas a no disolver sus instintos en las formas convencionales de vida” impuestas.

En busca de ese dinamismo, Ortega apunta cómo el escritor rescata a la población marginada, “eso que suele considerarse como escombro social”; en esta categoría se integran los golfos, tahúres, extravagantes, vividores y suicidas; “pues qué, ¿iba a hablarnos de los senadores, los comandantes, los gobernadores de provincia, las damas de las Cuarenta Horas y los financieros?”, se preguntaba el ensayista; “en el transcurso de diez años escribe Baroja veinte tomos de vagabundaje”, según José Ortega y Gasset. Valora asimismo, en contraposición a la farsa y el lugar común, la actitud sincera y auténtica –en coherencia con el cinismo griego- del autor de El árbol de la ciencia y Aurora roja. Y otras virtudes, como la ausencia de retórica o palabras innecesarias.

https://rebelion.org/cuentos-de-baroja-los-empobrecidos-los-vagabundos-y-la-cuestion-social/

miércoles, 23 de noviembre de 2016

Sam Tsemberis, el hombre que empezó la revolución por el techo


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Este psicólogo afincado en Estados Unidos ha creado un modelo para sacar de la calle a miles de personas. Empezó en su país y se ha extendido por media Europa. ¿El método? Tan simple –y controvertido– como proporcionar un piso a los que no tienen hogar.


DURANTE ALGÚN TIEMPO, muchos pensaron que el método del psicólogo Sam Tsemberis era disparatado. Había ideado un modelo para ayudar a las personas que llevan años viviendo en la calle: consistía en alojarlos en una casa. Era tan simple como proporcionar un piso a quienes estaban en peor situación, a los sin techo crónicos que padecían enfermedades mentales y adicciones. Lo revolucionario es que no se les exige que antes estén sobrios o equilibrados. Eso viene después, una vez que han salido de la calle. Han pasado 24 años y su locura, el programa Housing First, ha cambiado la vida de miles de personas en decenas de ciudades desde Estados Unidos y Canadá hasta los países nórdicos, Italia, Francia y España.



Tsemberis, de 67 años, da clase en la Universidad de Columbia y dirige la organización con la que expande su modelo, Pathways to Housing. Las calles de la Nueva York de finales de los ochenta le mostraron de cerca una maquinaria asistencial que engullía a muchos llevándolos al hospital, a la cárcel o a los centros de desintoxicación para terminar en el mismo hueco de cartones en el que se los había encontrado por primera vez. Él trabajaba en un hospital, en un servicio de emergencias móvil para ayudar a los sin techo. “Había muchos. Íbamos a la calle para buscar a los que tuvieran problemas de salud, gente que tosía sangre, que llevaba los pies con ampollas… Muchos mejoraban en el hospital, pero el problema es que después volvían a la calle. Pensamos: este sistema no va a ninguna parte”, cuenta en una cafetería del centro de Madrid, adonde ha venido para apoyar el trabajo de la ONG Rais Fundación, pionera en aplicar su modelo en España. “No querían ir al hospital primero, ni al dentista primero, ni a un tratamiento de desintoxicación primero… No. Querían una casa. Yo pensaba: ‘¡Dios mío! ¿Una casa? No tengo una casa. Tengo una clínica, una furgoneta, un sándwich, una manta…’ Una casa. Así que dejé el hospital y empecé mi ONG”.

En España, Rais Fundación tiene una red de 117 pisos en varias ciudades y, un año y medio después de empezar, el 96% de los beneficiarios –que llevaban de media nueve años en la calle– siguen alojados. El coste por día para la Administración es de 34 euros, igual o superior, dice la organización, que en un servicio asistencial ordinario. Los pisos están diseminados por edificios y barrios tan normales como cualquiera, porque se trata de integrar. Solo hay tres condiciones para entrar en un piso: no molestar a los vecinos, permitir la visita del equipo al menos una vez por semana y que, si el antiguo sin techo los tiene, destine el 30% de sus ingresos para sufragar el servicio.

A Tsemberis, de origen griego y asentado en EE UU desde los ocho años, le llevó tiempo entender el problema y pensar de forma alternativa. Quizá por eso parece acostumbrado al escepticismo y las críticas que genera la estrategia, y despliega sus argumentos con una gran sonrisa. Explica que al principio él también tenía dudas: “Yo no sabía si alguien podía realmente manejarse en un piso. Eso supone un montón de ansiedad porque estás preocupado –¿va a encender el fuego de la cocina? Y cosas terribles del tipo: ¿qué ocurre si empieza a oír voces, si hace daño a los vecinos?–, así que tienes que asumir el riesgo y confiar en la persona. Hicimos muchísimas visitas para asegurarnos de que todos estaban bien”.

Tsemberis también se dedicó a hacer números. Quería pruebas, no buenas intenciones. Primero, para someter a evaluación su programa: “Queríamos saber que no era peor que seguir llevándolos al hospital”. Para convencer a los colegas y a las Administraciones: “Después de un año, el 84% de las personas a las que alojamos seguían en los pisos. Genial, pero la gente seguía sin creérselo. Pensaban: ‘Las personas a las que tratas no están tan enfermas como las que yo asisto. Nueva York es diferente de todas las ciudades y no funcionará en otras”. La tercera razón es que así saben que el Estado ahorra dinero: “Si sumas el coste anual que supone el uso de los servicios sociales de alguien que está en la calle (urgencias, ambulancias, desintoxicación, cárcel…), el gasto puede llegar a los 100.000 euros. Si lo alojas en un piso al que llevas los servicios sociales, son unos 15.000 euros al año”. El estudio para saber si funcionaba lo desarrolló la Universidad de Nueva York, y lo pagó y supervisó el Gobierno federal de EE UU. “Siete años después, daba los mismos datos que nosotros teníamos. Ya estábamos hablando de ciencia, no de una historia anecdótica”, explica Tsemberis con énfasis.

El caso de los 70.000 veteranos de guerra sin hogar que había en EE UU es un buen ejemplo de que el programa funciona. La Casa Blanca anunció que algunas ciudades han erradicado el problema y que, en solo tres años, se ha reducido en un 36% en todo el país. Pero si su método tiene unos resultados tan positivos y comprobables, ¿por qué no se generaliza? “No lo sé”, admite Tsemberis. Él cree que el viejo y el nuevo modelo pueden ser complementarios. “El antiguo detectó que las personas en la calle sufrían de enfermedades mentales y adicciones, pero se pensó, incorrectamente, que había que tratarlas antes de darles acceso a un piso. Todavía hoy no tenemos una cura para esos problemas. Así que si esperas hasta que sanen, muchos nunca van a ser alojados. El viejo sistema no es totalmente inútil: tiene éxito con entre el 30% y el 40% de los casos”, explica.

Una de las cosas que dice haber aprendido el profesor en estos 24 años es que, pese a la enfermedad mental o al hecho de estar en la calle tantos años, al entrar en un piso las personas recuperan su capacidad para vivir de forma autónoma. “Puede haber alguien que crea que este fotógrafo es un espía de la Unión Soviética y aun así ser capaz de cocinar, lavarse y hacer la cama”, dice mientras gesticula sin parar. “Han sobrevivido durante años en la calle. Para eso tienen que saber qué lugares son seguros, cómo cuidar de sí mismos y de sus cosas, cómo evitar que les detengan, dónde están los comedores… todo eso son funcionalidades, así que si eres capaz de subsistir en la calle, hacerlo en un apartamento donde el baño está ahí al lado y no a dos manzanas no supondrá un gran problema”, afirma.

También recuperan otras cosas. En un vídeo de la organización, uno de los beneficiarios del programa en España habla de dignidad. “Es impresionante”, dice Tsemberis. “Creo que no somos capaces de darnos cuenta de lo que es no tener casa. De la soledad que supone. Lo más útil de este programa es la rapidez con la que se pasa del modo supervivencia al de la vida. Ocurre de la noche a la mañana. Alguien entra en un piso con sus bolsas y al día siguiente se ha duchado y ha dormido en una cama, tiene una llave en la mano y es como cualquiera de ese edificio. Los demás no te miran cuando eres un sin techo. Aunque te sientas muy expuesto, eres invisible. Y de pronto vives en un apartamento y tus vecinos te dicen: ‘Buenos días, ¿qué tal?”

http://elpaissemanal.elpais.com/confidencias/sam-tsemberis/