lunes, 24 de enero de 2011

1.000 Mil Babelia. Emilio Lledó. Pensar hoy.

Pensar hoy
El complejo mundo en el que vivimos nos exige, cada vez más, responder a una pregunta: ¿qué debo hacer? No basta con acumular conocimientos, ni siquiera con interpretarlos. Hay que pensar.

Por lo que me dicen, a principios del nuevo siglo, hay que pensar en él; en lo que nos traerá, en lo que nos quitará. Al intentar una respuesta a tan interesante pretensión, surge una primera dificultad. ¿Pensar lo que va a ser una época que se presenta, según se predica, como sociedad tecnológica, sociedad de la información, y otros retumbantes pronósticos? La respuesta podría dejarse a los profetas, augureros, pitonisos, magos, oscurividentes, clérigos o hechiceros de distintas sectas, que vaticinan sin cesar sobre nuestro futuro y hasta nos acosan con sus vaticinios. Pero, a lo mejor, eso no es pensar aunque tales personajes utilizan el lenguaje -el instrumento esencial de la comunicación humana- para crear formas de comunidad, identificaciones y diferencias, casi siempre con muy concretas y nada mágicas intenciones.

Habría que saber primero lo que significa ese verbo "pensar", esa palabra. No es un sustantivo: algo hasta cierto punto firme, estable, duradero, como la mesa, la silla o incluso manejable como la pluma con la que escribo; o como mi amigo, o esa pareja que pasea ante mi balcón. Hay, sin embargo, una diferencia entre la pluma, la mesa y, sobre todo, mi amigo, o esa pareja que pasa ante mi balcón. La diferencia, así a primera vista, es que esos seres, esas personas, son también "sustantivos", seres reales, que caminan, que respiran y sobre todo -por eso son personas- que tienen dentro de sí algo más etéreo, más inasible, que fluye por las neuronas y que sustantivamos llamándole pensamiento, aunque no lo veamos, aunque no lo podamos tomar en nuestras manos, ni siquiera cuando lo expresamos ni, casi, cuando lo escribimos.

Un objeto delicado, misterioso, porque está lleno de grumos mentales, de opiniones que se van formando y que, muchas veces, no podemos controlar, ni siquiera saber cómo han venido, por qué las tenemos. Desconocemos incluso si son verdaderamente nuestras o nos las han puesto en el cerebro, nos las han impuesto para cultivar nuestra ignorancia; para degenerarnos, desquiciarnos, hacernos agresivos e irracionales.

Un objeto delicado y por ello peligroso. Está expuesto a mil ataques en los que podemos perder lo que somos y el sentido de dónde estamos. Pero, al mismo tiempo, ese incesante fluir de nuestras ideas, del producto de esa luz interior que nos hace conscientes y dice quiénes somos, qué clase de ser somos, es lo más importante, lo más intenso, lo más hermoso de la vida humana.

Pensar, dicen los expertos, es establecer relaciones lógicas, racionales, entre cosas, sucesos, intuiciones, y hacer que esas relaciones tengan coherencia y sentido. Pero pensar debe ser también algo más sencillo, incluso más primitivo, más inmediato: tener proyectos, deseos, opiniones, afectos, sensibilidad, pasiones.

En la vida social, el pensamiento resultado de esas iluminaciones -porque pensar es dar luz, alumbrar-, de esas proyecciones y apetencias del sujeto, convierte a los seres humanos en reflejos conscientes, donde aparece un territorio mucho más amplio que el que comprende esa coherencia que llamamos "lógica".

Pensar debe ser también una forma mental que analiza lo que ven nuestros ojos, lo que oímos, lo que experimentamos en el curso, en el "discurrir", de cada vida. Creo que en todos los tiempos el proceso del pensamiento fue siempre el mismo. Porque como dijo el filósofo en la primera línea de un libro ya famoso: "Todos los hombres tienden por naturaleza a ver, a entender, a idear". Pensar el siglo XXI es en el fondo, como proceso de conocimiento, lo mismo que en el siglo XVIII, o en el XII, y no digamos en el siglo V antes de nuestra era, cuando uno de aquellos geniales personajes que inventaron la racionalidad, la justicia, la felicidad, dijo que no le importaba tanto saber lo que era el bien, la ética, sino que fuéramos buenos, decentes; que supiéramos elegir entre el bien y el mal, entre el necesario pero tantas veces miserable bien personal y el bien de la comunidad a la que pertenecemos, que es el mundo entero, la vida entera. Inventaron, se miraron en el espejo de esas palabras porque supusieron decirlas y porque su mente, a pesar de posibles contradicciones, era libre y luchaba por esa libertad.

Pero, por supuesto, hay que pensar el nuevo siglo. Y pensar, como digo, fue siempre ejercer esa posibilidad de interpretar y, sobre todo, de poder y querer entender. Otro texto famoso de la filosofía, en un libro que hablaba de antropología, de lo que son o deben ser los seres humanos, se preguntaba: "¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me cabe esperar?". Las preguntas tan próximas, tan elementales, señalaban el amplio horizonte de toda la historia, y es en esa historia entera donde siempre, bajo múltiples formas, han resonado. Preguntas de toda la vida y que el tiempo no desgasta jamás.

Pero es verdad que, como cantaba la vieja zarzuela, "hoy los tiempos adelantan que es una barbaridad". Adelantan o atrasan... Leer todo el artículo

  aquí en "El País", EMILIO LLEDÓ 22/01/2011.

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