Según las estadísticas del Consejo General del Poder Judicial, entre 1995 y 2009 se presentaron en España 4.962 causas contra jueces, magistrados y fiscales (obviamente, no todas por prevaricación, dado que los fiscales no pueden cometer ese delito y que existen otras posibles acusaciones, como malversación o apropiación de fondos).
En cualquier caso, de esas casi cinco mil causas, el 97,88% no fueron admitidas o fueron archivadas antes de llegar a juicio oral por los órganos competentes, es decir, los Tribunales Superiores de Justicia. Y del resto, solo un 1,55%, terminó en una sentencia condenatoria.
Los juicios por prevaricación judicial son extraordinariamente infrecuentes: se puede calcular que en los últimos ocho años se han reconocido, como máximo, 20 resoluciones judiciales "prevaricadoras", incluidas las de algunos jueces de paz, algo así como una por cada siete millones de resoluciones. Por eso, asombra que a un solo juez se le hayan abierto tres juicios por tres posibles delitos de prevaricación, muy diferentes entre sí, y en muy pocos meses.
En el caso que se enjuició esta semana, determinados aspectos de la instrucción del caso Gürtel, la Sala II del Tribunal Supremo no debía decidir si las actuaciones de Garzón fueron correctas o no (ya fueron consideradas erróneas y revocadas por otras instancias), sino si las adoptó sabiendo que eran injustas o por una ignorancia increíble. Se trataba de decidir si Garzón cometió en este caso un delito de los llamados de "infracción del deber", es decir, un delito que lesiona la confianza de la ciudadanía en el ejercicio de la función judicial. Según jurisprudencia del propio Tribunal Supremo (sentencias de 1996 y 1998), para decidir si existió prevaricación es necesario que la ilegalidad sea tan evidente que revele "por sí" la injusticia, el abuso, con el plus de la antijuricidad, por supuesto. Es decir, que exista una "absoluta notoriedad de la injusticia", "que se vea clara y patente, que no permita duda alguna al respecto". Más aún, dice la sentencia de 1996, que "sea tan patente y grosera que pueda ser observada por cualquiera".
A la vista de la situación actual, no parece que la ciudadanía sienta lesionada su confianza en la justicia por culpa de la actuación errónea del juez Garzón. Tampoco que la injusticia eventualmente cometida por el juez sea tan grosera que sea observada por todo el mundo, desde el mismo momento en que los fiscales no la apreciaron y que existe polémica al respecto dentro del propio estamento judicial.
Las encuestas demuestran que existe efectivamente una gran desconfianza en la Administración de Justicia, pero que está motivada por otras razones. Por ejemplo, por el hecho de que un juez condenado por cohecho pueda volver a ejercer, porque, según el Tribunal Supremo, tener antecedentes penales impide el acceso a la carrera judicial, pero no la permanencia en ella. Tampoco ayudan jueces que mantienen en la cárcel a personas que ya deberían estar en libertad, que insultan a ciudadanos de distinta sexualidad o creencias o que tardan meses en escribir sus sentencias. Probablemente muchas de esas casi cinco mil causas presentadas en estos años contra jueces corresponden a casos en los que mantuvieron actitudes injustificadas o dictaron resoluciones erróneas.
¿Quién no se acuerda del escándalo que provocó en 2004 la Sala de lo Civil del propio Tribunal Supremo al condenar a 11 magistrados del Tribunal Constitucional a pagar, cada uno, 500 euros en concepto de responsabilidad civil por la no admisión "arbitraria" de un recurso de un abogado? En aquella ocasión, el Tribunal Constitucional reprochó al Supremo actuar con desconocimiento del ordenamiento jurídico: era inexcusable saber que las resoluciones del Constitucional en casos de recurso de amparo no pueden ser enjuiciadas por ningún otro órgano judicial. Todo el mundo sabía que detrás de la alocada decisión de Tribunal Supremo latía una cuestión fundamental: un serio debate sobre ámbitos de competencia. Pero una cosa es diferir sobre esos aspectos (o sobre el modelo ideal de juez) y otra transformar esa irritación en nada menos que una condena del Tribunal Constitucional (o de un juez que no es ni corrupto, ni incompetente).
SOLEDAD GALLEGO-DÍAZ El País, 22/01/2012
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