domingo, 16 de noviembre de 2014

El poder de la cocina vasca

Un viaje al interior de una cocina con una fuerte tradición y personalidad y de un pueblo apasionado que considera la comida como parte fundamental de su cultura y de su vida

El día que murió el padre de Juan Mari Arzak se juntaron 60 a comer en su taberna, en el llamado “Alto de Vinagres” (por los vinos peleones que servían en su mostrador), a las afueras de San Sebastián. Guisaron sopa de pescado, alubias, merluza en salsa verde, mataron pollos y abrieron botellas de sidra. Su viuda, Paquita Arratibel, cocinera desde adolescente en un recóndito caserío del valle de Ataun y que antes de casarse con Juan Ramón Arzak había trabajado de pinche en casa de unos señores de Madrid, no se separó de los fogones en toda aquella jornada de luto. Era la metáfora de su vida. Cocinaría hasta el final. Era 1951, el huérfano tenía nueve años y había que sacarle adelante. Hoy, a los 72, Juan Mari, ese niño educado en euskera y que apenas hablaba castellano, todavía recuerda aquel día. Y reconoce que todo en Euskadi se celebra en torno a la comida. “Este pueblo es así, no me preguntes por qué; los vascos no sabemos ni dónde hemos salido”.

Aquel humilde bar de carretera que subsistiría los siguientes 25 años gracias a la celebración de banquetes de bodas y bautizos (a cargo de doña Paquita, que se negaba en redondo, y sin éxito, a que su único hijo siguiera sus pasos), y donde se dieron a mediados de los setenta los titubeantes primeros pasos de la Nueva Cocina Vasca, la primera gran revolución culinaria española que situaría a Guipúzcoa como uno de los polos más vibrantes de la gastronomía mundial, es hoy el restaurante con tres estrellas Michelin más veterano de España (las consiguió en 1989), el octavo mejor del mundo según la clasificación de la revista británica Restaurant y uno de los que más creatividad y honestidad han proyectado en las últimas tres décadas a los chefs del planeta. Arzak es un compendio de lo mejor de la gastronomía del País Vasco. Hay muchos más apellidos: Berasategui, Subijana, Arguiñano, Arbelaitz, Aduriz, Oihaneder, Atxa o Arginzoniz, al frente de los fogones más prestigiosos; la familia Aguirre, que capitanea la artesanía llevada a la brasa en sus dos restaurantes de Guetaria (Elkano y Kaia), donde el pescado pasa sin pausa del Cantábrico a la mesa; Roberto Ruiz, que comanda El Frontón (Tolosa), donde se comen las mejores alubias reinterpretadas de Euskadi, o los grandes de los pinchos del Casco Viejo donostiarra; la alta gastronomía a precios populares que engancha en el placer de comer a las nuevas generaciones y los neófitos: el clasicismo de Gambara, de la familia Martínez, o la modernidad de A Fuego Negro, de Edorta Lamo, con un tenedor y una banderilla con su guindilla, pepinillo y aceituna tatuados en los brazos como una declaración de principios.

Los mandamientos gastronómicos de todos ellos son similares: respeto por el producto de proximidad (lo que llaman “kilómetro cero”); por lo que toca comer en cada estación; sabiduría técnica, imaginación y una mezcla perfecta de tradición y vanguardia. Modernidad y valores. Y además, ese fenómeno culinario vasco, iniciado en diciembre de 1976 por Arzak y otra docena de cocineros de su tierra bajo la batuta de su viejo profesor, Luis Irizar, que peregrinaron en esas fechas hasta Madrid para explicar sus ideas revolucionarias en la efervescente capital del posfranquismo y dar carta de naturaleza a su movimiento, ha elevado la cotización de la figura del cocinero hasta convertirlo en una celebridad. Gracias a la Nueva Cocina Vasca, el chef español escapó de las catacumbas, ganó dinero y saltó a los telediarios. Ahí continúa Otra de las claves de su éxito es el respeto a la herencia recibida. Es el caso de Martín Berasategui (con siete estrellas Michelin entre Lasarte, Barcelona y el hotel Abama de Tenerife), que fue propietario y alma del Bodegón Alejandro, junto al mercado donostiarra de la Bretxa, donde cocinaron durante décadas su madre y su tía, mientras él dormía en una habitación contigua a la cocina. Esa fue su escuela. El resto ha sido rigor y disciplina. Y un chapuzón en la elegancia francesa. También al frente del mítico restaurante del Alto de Miracruz que lleva su apellido siguen los Arzak: Juan Mari y su hija Elena (según la crítica, una de las mejores cocineras del mundo); sesión continua: cada mañana y cada noche, cinco días a la semana; de chaquetilla; probando cada plato que sale a la sala; cabezotas y hospitalarios; infatigables y geniales; perfectos relaciones públicas; la tercera y cuarta generación al mando del mismo negocio emplazado en el mismo lugar donde nació en 1897; batallando a diario con los chipirones, las anchoas y las cocochas que cosechan cada mañana en el puertos de Pasajes. En su escueta cocina se habla una curiosa mezcla de euskera, inglés y castellano; las partidas están al mando de mujeres, y entre su clientela abunda una peculiar clase media donostiarra que muchas veces ahorra durante meses para darse un homenaje “donde Juan Mari”, a razón de 200 euros por persona. “Aquí vienen más los del medio que los ricos”, explica Arzak. “A mucha gente le puede sorprender, pero esto sigue siendo una casa familiar, sencilla; de amigos; nuestra filosofía es hacer feliz al que viene. Que se sienta en casa. Y en eso estamos los cocineros vascos, que somos unos disfrutones; tenemos los establecimientos de alta cocina más baratos del mundo” [Una cena en un tres estrellas español puede costar la cuarta parte que en uno de París, Tokio o Nueva York].

Continúa Arzak: “Transmitir felicidad es la primera condición para que este movimiento haya funcionado. La segunda es que, desde 1976, los cocineros vascos hemos idos juntos, con la misma camiseta; sonrientes de Japón a Estados Unidos; las broncas las hemos dejado para casa. Y las ha habido. Vaya que las ha habido. Porque en esto hay mucha vanidad. Pero si hoy un cliente va donde Martín Berasategui a Lasarte y no tiene mesa, Martín me lo manda a mí; y si yo tampoco tengo mesa, lo mando donde Pedro Subijana (Akelarre), a Igueldo, y así sucesivamente. El secreto es que nos vaya bien a todos. Estoy deseando que haya aquí un nuevo tres estrellas para meter ruido. Eso no quiere decir que no seamos competidores y, ¡ojo!, Martín, Andoni (Mugaritz), Eneko (Azurmendi) o yo queremos ser los número uno, y luchamos; pero eso no quiere decir que no podamos colaborar y seamos transparentes y generosos con el resto. Y que les preguntes a tus rivales dónde compran el bonito o los guisantes… y te lo digan; y que Bittor Arginzoniz, del asador Etxebarri, que ha revolucionado la brasa y la parrilla vasca, me enseñe los secretos de su cocina y me regale una de sus sartenes para hacer angulas a la brasa. Y lo mismo pasa en nuestra relación con los restaurantes tradicionales o los grandes bares de pinchos o las buenas sidrerías. Esto es de todos; de cuatro generaciones de cocineros. Cada uno con un estilo diferente; cada uno con su camino. Juntos hemos sido más fuertes. A ese estilo nuestro de colaborar con nuestra competencia, los sabios del Basque Culinary Center (la gran facultad de la cocina vasca, de las artes culinarias, la tecnología y la salud, situada a las afueras de San Sebastián y unida a la Universidad de Mondragón y al centro tecnológico AZTI) lo llaman “coopetición”: una mezcla de cooperación y competición”.

–¿Por qué ha triunfado la cocina vasca?
–Lo primero que hay que decir es que para mí (para mí), la mejor cocina del mundo es la española; dentro de la española, la vasca (en la que incluyo la navarra), y dentro de la vasca, la de la comarca de San Sebastián (Donostialdea). Frente a los nórdicos, que están de moda gracias al Noma, en Copenhague (elegido el mejor restaurante de 2014), pero que carecen de culinaria tradición y un gran producto, los cocineros vascos partíamos con la ventaja de contar con una cocina popular fuerte, con un recetario poderoso. Lo que hicimos fue reflexionar cómo evolucionarlo y hacerlo mejor; más saludable; más ligero; cómo realzar sus sabores, cómo dañar lo menos posible el producto; cómo darle un toque de autor. Nuestro concepto gastronómico era nuevo, pero estaba firmemente unido a la cocina de las abuelas de los caseríos y de las sociedades gastronómicas; a los buenos guisantes, alcachofas, alubias, setas y anchoas. Aquello que hicimos en los setenta fue un movimiento espontáneo de una docena de cocineros vascos; no había un planeamiento estratégico; ¡qué coño íbamos a ser conscientes de lo que estábamos haciendo!; hubo una imaginación alucinante; pocos medios, pero muchas ganas de hacer cosas; nadie nos dio un duro ni tuvimos apoyo público. Nos gastamos el dinero en ir a Francia y ver qué era aquello de la nouvelle cuisine. Y tuvimos la humildad de quedarnos allí a aprender con los que más sabían, que eran los franceses. Y luego lo compartimos con los de aquí. Y fuimos capaces de hacer esa revolución espontánea porque teníamos una cocina importante que supimos poner al día. Esos dos elementos fueron indispensables en nuestra revolución: una gran cocina ancestral, hecha con mimo, y nuestra pasión, capacidad y osadía para modernizarla. Otras regiones, o no tenían esas raíces culinarias, o no han sabido actualizarlas. Y después de nosotros fue Cataluña, donde siempre han sido los más vanguardistas en todo, y con los que hemos establecido un eje culinario Girona-San Sebastián muy atractivo para los foodies. El siguiente paso en nuestro desarrollo vino a comienzos de los noventa con Ferran Adrià, que nos enseñó a ser libres, a mirar más lejos y no tener miedo. Después vinieron los congresos de alta cocina, en Vitoria, a los que asistieron los cocineros más grandes del mundo. Más tarde, el Museo Guggenheim de Bilbao nos colocó en el mapa en 1997. Y a partir de 2000 comenzaron a caer estrellas en Euskadi. Y a perfeccionar el modelo. Hoy tenemos una docena de escuelas de cocina y se cocina y come mejor que nunca.

Para Juan Mari Arzak, la cocina vasca es de paladar fácil; “una cocina rica, que gusta a todo el mundo. Con buenos productos. Con verdura, legumbres y pescado y poca carne; y aceite de oliva y ajo, aunque estemos tan cerca de Francia (que han sido nuestros maestros en técnica y disciplina) y ellos prefieran la mantequilla; aquí siempre se ha apostado por un sabor más mediterráneo. Nuestra cocina llega a las élites, pero tiene el gusto del pueblo; sabores reconocibles”.

La cocina vasca se cimienta en cuatro salsas: la verde (la de la merluza a la vasca), la blanca (la del pilpil de las cocochas), la negra (de los chipirones) y la roja (del bacalao a la vizcaína). “Ese es el fundamento”, continúa Arzak. “La cocina vasca se parece a la italiana en que es una comida sencilla y rica que atraviesa fronteras; la diferencia es que la italiana es barata, porque está hecha a base de harina, huevos y agua (pasta), y la vasca alcanza su máxima expresión con el pescado de temporada, que es caro y escaso. Nadie cocina el pescado como los vascos. Ambas, la italiana y la vasca, son cocinas reconocibles culturalmente, como lo son la china, la japonesa y la árabe. Son el reflejo de un territorio, una historia y una forma de ser y vivir. Son auténticas y diferentes. Y eso es lo más importante”.

Desde el nacimiento hasta el funeral; todo se celebra en el País Vasco en torno a una mesa donde, mientras se come, la conversación gira sobre qué comieron los asistentes la última vez que se reunieron y que comerán la próxima que se reúnan. El aperitivo consiste en un festín de pinchos (la revolución de esa microgastronomía es de la última década) regado con chatos de chacolí (el vino vasco fresco y ácido); en ese entorno, las apuestas siempre tienen como recompensa una cena. Las excursiones al monte concluyen almorzando en un caserío, y las fiestas populares, con el despliegue de un mercado de frutas y verduras y la consiguiente celebración de una feria (desde la alubia de Tolosa hasta el pimiento de Guernica) o un concurso gastronómico, ya sea en torno al queso Idiazabal, el marmitako (un guiso de atún), el txangurro (una elaboración a base de centollo desmigado) o la tortilla española. El festín es continuo. Incluso las sedes de los partidos políticos cuentan en cada localidad vasca con restaurantes más que aceptables abiertos al público: desde los batzokis del PNV hasta los alkartetxe de EA y las casas del pueblo socialistas. En ellos nadie pide el carné.

Es imposible comprender a los vascos sin entender su pasión por la cocina. Es el retrato robot de este país. Ahí combinan sus raíces y hedonismo; su gusto por el paisaje y las tradiciones; la presencia del mar; el respeto por cada temporada; el placer de buscar el mejor producto; idear, reunirse, cocinar, servir, comer, beber, cantar y volver a empezar. Conciben el proceso gastronómico como un hecho social y gregario; una curiosa mezcla entre la tradición más inamovible y su espíritu aventurero e innovador. El mismo que llevó a un territorio pequeño, escarpado y aislado, sin producciones agrícolas ni ganaderas extensivas, sin recursos naturales, una cabeza de alfiler en el mapamundi, a convertirse desde finales del XIX en un importante núcleo industrial, comercial y financiero, con línea directa con París, Londres y Nueva York. Muchos de los cocineros vascos de este reportaje utilizan la palabra “evolución” para definir su modelo. La cocina vasca que triunfa en el mundo es la misma de hace más de un siglo, pero a partir de sus elementos originales se ha creado en las cuatro últimas décadas un movimiento que, reinventando esa herencia, ha convertido el muestrario de platos resultante y a sus creadores en una marca de prestigio que atrae visitantes. El País Vasco, con poco más de dos millones de habitantes, recibe cuatro millones de turistas, muy repartidos entre todas las estaciones del año y con un alto nivel adquisitivo (especialmente los estadounidenses, con un gasto por persona de 1.500 euros, que dobla la media de un visitante al País Vasco). Los dos grandes focos de atención mediática del País Vasco son el Museo Guggenheim de Bilbao (que incluye entre sus obras de arte el restaurante Nerua, de Josean Alija, con una estrella Michelin) y el Festival de Cine de San Sebastián, cuyo director, José Luis Rebordinos, sumerge a las grandes estrellas internacionales invitadas al certamen en una peregrinación intensiva por los mejores fogones de Euskadi. “Y al minuto, desde Hugh Jackman hasta Woody Allen lo tienen colgado en Twitter”. Junto a esos dos referentes, el gran imán del País Vasco es el poder de la cocina vasca, cuya sabiduría ha logrado permear desde los grandes restaurantes gastronómicos hasta las tabernas de pueblo. Hoy, todos en el País Vasco se sienten parte de ese movimiento, “aunque no hayan comido en un tres estrellas en su vida”, bromea el cocinero Andoni Aduriz.

La alta cocina ha funcionado dentro del nicho de la industria hostelera como la fórmula 1 con la del automóvil o la alta costura con el negocio de la moda; ha servido de emblema, de banco de pruebas y centro de atención mediático. Andoni Aduriz, del restaurante Mugaritz, el cocinero más creativo y avanzado de la cocina vasca y discípulo predilecto de Ferran Adrià, lo explica así: “En esa evolución de la cocina, nada más empezar nuestro camino nos cruzamos con el sector primario, con los productores, y empezamos a colaborar con ellos, desde fabricantes artesanales de queso hasta los bodegueros o los agricultores. Sabíamos que sin ellos no íbamos a ningún lado, y hoy la escasez de gran producto es uno de nuestros handicaps, porque muchos cultivos se abandonaron con el éxodo rural; luego implicamos al sector secundario, a la industria alimentaria; más tarde, a la del turismo; después, al mundo de la investigación, de la innovación, de la universidad, y al final, al de la cultura. Por eso es un movimiento, porque nos involucra a todos”.

De los ocho restaurantes con tres estrellas de España, la mitad están en Euskadi: tres en Guipúzcoa (Arzak, Martín Berasategui y Akelarre) y uno en Vizcaya (Azurmendi, de Eneko Atxa, de 36 años, el primero en esa provincia en conseguir la más alta calificación y el gran ejemplo de cómo una gastronomía tradicional se puede poner rabiosamente al día sin perder una pizca de su alma); por el contrario, solo hay dos en Cataluña (Sant Pau y El Celler de Can Roca), uno en Madrid (DiverXo) y uno en Valencia (Quique Dacosta). De los 50 mejores restaurantes del mundo, cinco son vascos (Mugaritz, Arzak, Berasategui, Azurmendi y Etxebarri); es decir, el mismo número de establecimientos que ha colado en esa clasificación la República Francesa, la patria de la alta cocina; en torno a la comarca de San Sebastián, con solo 300.000 habitantes, se concentran 16 estrellas Michelin. No hay otro territorio en el planeta con tantas por habitante. ¿Cómo ha conseguido este lugar perdido en la vieja Europa, patria de pastores, pescadores, comerciantes y minifundistas, y que durante cuatro décadas ha sufrido el plomo del terrorismo de ETA, situarse a la cabeza de la gastronomía mundial?

El cóctel del éxito es irrepetible. No es solo el amor por la cocina, la variedad de sus elaboraciones, la singularidad del producto de su tierra y su costa, la capacidad de evolucionar e innovar y el hábil uso del marketing. Hay además una larga lista de factores históricos, geográficos y culinarios que han conseguido que el fenómeno de la cocina vasca haya explotado. Y que ese fenómeno culinario difícilmente sea clonado en otras latitudes, algo que en estos momentos pretenden Singapur, Perú o los países nórdicos, intentando copiar su modelo de alta gastronomía para atraer un turismo de máxima calidad, especialmente japoneses, estadounidenses y suizos, que son los grandes prescriptores de la buena mesa. Sería una operación similar a lo que supuso a comienzos de la década de 2000 el intento de muchas capitales de reproducir el efecto Guggenheim, o cómo revitalizar un espacio urbano en decadencia a través de la construcción de un museo de arte moderno rompedor. Pocos lo lograron.

La copia no es fácil. En la cocina vasca se dan algunos rasgos tan propios e intransferibles como sus orígenes ignotos. Para empezar está la perfecta combinación en sus recetas del mar y la montaña, propias de un territorio donde ambas zonas se abrazan en un espacio muy limitado, que están cerca pero lejos y alimentan dos culturas muy diferentes; para continuar, la cercanía con Francia, guardiana de las esencias de la alta cocina desde Auguste Escoffier (1846-1935), el chef que definió en el cruce de siglos cómo debía ser y qué se debía comer en un gran restaurante; a continuación, la coexistencia desde comienzos del siglo XX en un mismo territorio de una gastronomía de caserío, de subsistencia, humilde, calórica, propia de un país pobre, con las sofisticadas costumbres gastronómicas de la aristocracia europea que veraneaba en el País Vasco, desde la belle époque hasta los albores de la Guerra Civil (en competencia con Biarritz, Deauville o Mónaco), a cuyo rebufo se construyeron a partir de 1912 grandes hoteles de lujo en San Sebastián, como el María Cristina, y después el Londres y el Continental, y los primeros restaurantes internacionales, que se nutrían de productos franceses ante la penuria de gran género en la depauperada España.

Aquellas familias adineradas arrastraban hasta su verano en San Sebastián, Guetaria o Zarauz a sus chefs franceses e ingleses, fichados en el Hilton de Londres y el Ritz de París, que, sobre el terreno, formaban sus brigadas con chicas de caserío, que conocían los entresijos de la cocina tradicional vasca y aprenderían a su lado, además, el oficio de la alta gastronomía. Nicolasa Pradera, una de aquellas caseritas, crearía el primer gran restaurante de San Sebastián, Casa Nicolasa, en 1912, en ese cruce de caminos entre la tradición del caserío y la sofisticación francesa. Dentro de esa estirpe de cocineros donostiarras educados a la vera de grandes chefs europeos de corte decimonónico estarían dos grandes inspiradores de la Nueva Cocina Vasca de los setenta: el más remoto Javier Zapi­rain, formado en Francia y después al frente del elegante restaurante Zabaldegui (San Sebastián), y, sobre todo, Luis Irízar, maestro de la generación de Subijana y Arguiñano, educado gastronómicamente en Inglaterra, Francia y Suiza, y que desplegó toda esa experiencia en el restaurante Gurutxe Berri, en Oyarzun, que obtuvo una estrella Michelin en 1975, antes de crear su propia escuela en el Casco Viejo donostiarra. Hoy, curiosamente, es el País Vasco el que atrae a jóvenes cocineros en embrión de todo el mundo como becarios para aprender el oficio y practicar en sus fogones de altura, y que después proyectarán esa sabiduría y forma de hacer vasca por todo el planeta. Centenares de ellos, de una treintena de nacionalidades, han pasado en estos años por Guipúzcoa. Sobre todo, por el restaurante de Martín Berasategui, un especialista en educar, crear equipos con su sello y distribuirlos por sus restaurantes dentro y fuera de Euskadi.

Un rasgo distintivo de la cocina en el País Vasco es el distinto papel atribuido en la gastronomía al hombre y a la mujer. Euskadi fue siempre un matriarcado; guisaba la mujer, que, por extensión, mandaba en el caserío. El perfil del hombre estaba desdibujado. Se limitaba a comer. A finales del siglo XIX, sin embargo, el vasco comenzó a cocinar. Pero fuera de casa. Y por placer. Nadie sabe explicar cómo y por qué nacieron las sociedades gastronómicas, los txokos, esa especie de clubes privados solo para hombres donde cocinar y comer es la razón de ser. Además, se bebe y se canta, se juega al mus y se habla de fútbol. Nunca (nunca) de política. La sociedad más antigua de San Sebastián es La Artesana, creada en 1872. En las cocinas de algunas de ellas, auténticos laboratorios de experiencias, surgirían a comienzos del siglo XX platos hoy míticos de la gastronomía vasca como las cocochas en salsa verde (hasta entonces eran una parte de la merluza que se despreciaba) o el txangurro (la copia a la vasca de una receta francesa de langosta a la americana), que después se perfeccionaron y afinaron formalmente en los primeros restaurantes gastronómicos. Hoy se contabilizan más de 1.500 sociedades en Euskadi, que capilarizan el fenómeno gastronómico masculino amateur por todo el territorio, y donde para las nuevas generaciones, su ingreso en uno de esos templos gastronómicos es un rito iniciático de madurez.

La calle del 31 de Agosto es una de las más sabrosas de San Sebastián. En el número 19 está la sociedad gastronómica Gaztelupe, fundada en 1916. Cuenta con 250 socios. No hay espacio para más. Cuando uno fallece, sus acciones pasan a un familiar. Ante una vacante, el nuevo socio se enfrenta al veto por bola negra del resto. El recinto es una enorme sala desnuda con mesas y bancos corridos de madera. El resto lo ocupa una cocina muy moderna. Entre sus accionistas hay ingenieros, profesores, médicos y pescadores. Guipuzcoanos y vizcaínos. “Aquí nadie es más importante que nadie”, explica uno de ellos; “puede venir un empresario y su chófer, y en cuanto cruzan la puerta es más importante el chófer que el empresario porque cocina mejor”. Tras compartir mesa y mantel con los socios de esta veterana sociedad, se sacan dos conclusiones; la primera es la transversalidad del invento, que está por encima de las clases e ideologías; la segunda, que la gran cocina tradicional vasca sigue girando en torno al producto de temporada. Hoy, chorizo y jamón de aperitivo, pochas con verdura y chuletón. Y rioja alavés. Antes de empezar a comer, los parroquianos entonan el “Hambre, hambre, / tenemos hambre, hambre”, su himno de batalla. Las canciones y el rioja y el resopón durarán más allá de la puesta del sol sobre la Concha.

Algunos entendidos sitúan el origen de estas sociedades gastronómicas en las cofradías de pescadores; lo que es seguro es que fueron los propios marineros los que desembarcaron las parrillas de sus barcos y las popularizaron en tierra firme. Desde entonces, el uso de la brasa ha sido otra de las señas de identidad de la cocina vasca, desde los asadores de carne del interior del país hasta las tabernas del puerto. En Guetaria, la extensa familia Aguirre, propietaria de los dos santuarios vascos del pescado fresco, Elkano y Kaia-Kaipe, explica la evolución del uso de la parrilla en sus establecimientos; los Aguirre fueron pioneros en asar cogotes de merluza y rodaballos; en cocinar el pescado a la brasa en piezas enteras, sin trocear, y en hacerlos con la piel, para preservar al máximo el sabor y la tersura del género. Igor Aguirre, propietario del Kaia, explica el único secreto de su restaurante (que cuenta con una de las mejores bodegas de Euskadi, un país donde siempre se ha comido mejor que bebido): “Nuestra cocina se basa en el pescado más sublime que nos trae a diario Iñaki Zubizarreta, uno de los últimos pescadores artesanos de la zona, porque ya pocos pescan aquí, y el resto consiste es no estropear lo que te da la naturaleza. Tocarlo lo menos posible. Es el único secreto”.

Pero el gran revolucionario de la parrilla vasca vive lejos del mar, en Vizcaya, en el Duranguesado, en el bellísimo valle de Atxondo, en la aldea de Axpe, con 300 habitantes. Tiene 54 años, ningún antecedente en la gastronomía y trabajó en el monte y en una empresa de celulosa antes de lanzarse a montar un asador hace 25 años. Iba a ser un sitio más de cogote y besugo, pero le dio la vuelta a la tradición. Ha reinventado el oficio, las parrillas y todos los instrumentos y elementos culinarios que se mueven en torno a ellas. Lo primero que hizo fue repudiar el carbón, “porque añadía unos aromas demasiado agresivos a los productos”. Se llama Bittor Arginzoniz y ha logrado dominar el arte de la brasa. Hoy, su restaurante, Etxebarri, tiene una estrella Michelin y está clasificado como el número 34 del mundo. Observarle cocinar en solitario, lacónico y absorto, a 50 grados, sin apenas ayuda, tiene algo de experiencia iniciática; sugiere lazos con la desnuda cocina japonesa. Cada madrugada hace la brasa en dos grandes hornos a partir de distintos tipos de madera: encina, roble, sarmiento; luego la va distribuyendo bajo unas parrillas diseñadas por él que se elevan sobre los tizones a distintas alturas mediante poleas. Arginzoniz, que se autoabastece de verdura, huevos y leche, cocina al fuego angulas, ostras, croquetas, cocochas, pulpitos o risotto. Y sigue experimentando. Reconoce que su sueño de niño era dominar el fuego; el elemento más primitivo y ancestral; el Big Bang de la cocina; la gastronomía en estado primigenio; y lo ha logrado. Como todo lo que ha pasado en la cocina vasca en los últimos 40 años, él también ha evolucionado. Ha puesto el fuego al día. Y es imposible ir más lejos

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Fuente: El País. http://elpais.com/elpais/2014/07/08/eps/1404832403_025023.html

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