lunes, 5 de junio de 2017

El eterno debate en torno a Lukács. Gáspár Miklós Tamás, 17/03/2017

Antes de 1914, las obras tempranas de Lukács fueron recibidas con gran antipatía por el mundillo literario húngaro; las consideraban “demasiado alemanas”, es decir, excesivamente filosóficas, no suficientemente impresionistas y positivistas. Esto no fue más que el comienzo, por supuesto; a partir de entonces, Lukács sería atacado sin cesar desde la derecha, durante toda su vida. Lukács tampoco recibió una acogida mucho mejor en círculos de izquierda. Cuando se publicó su libro más importante, Historia y conciencia de clase (1923), fue atacado con fiereza tanto por la Segunda como por la Tercera Internacional. El libro no volvió a publicarse hasta la década de 1960. A Lukács le dieron un ultimátum: si quería seguir siendo miembro del Partido, tenía que repudiar el libro y someterse a autocrítica, que es lo que finalmente hizo.
En la Unión Soviética fue duramente criticado en la década de 1930. Poco después de trasladarse de Viena a Moscú, Lukács fue deportado a Tashkent y reducido al silencio. Sin embargo, en 1945 el Partido lo necesitaba –o mejor dicho, su fama– en Hungría. Aceptó volver allí a regañadientes; Alemania Oriental también era una posibilidad. Una vez establecida y consolidada la dictadura en Hungría en 1947-1948, el “debate en torno a Lukács” se relanzó con toda crudeza: lo tacharon de “desviacionista”, de “burgués”, dijeron que era un hombre que no estimaba el “realismo socialista” soviético (dicha sea la verdad: era efectivamente todo eso). De nuevo lo condenaron al silencio, le prohibieron enseñar o publicar en húngaro, aunque parte de su obra pudo cruzar la frontera clandestinamente para ser publicada en Alemania Occidental.

En 1956, Lukács participó en el gobierno revolucionario de Imre Nagy. Por eso fue detenido por los soldados soviéticos y deportado temporalmente a Rumanía. Cuando lo repatriaron, fue expulsado del Partido, proscrito y jubilado forzosamente. De nuevo tuvo que sacar sus textos clandestinamente al extranjero, esta vez a Alemania Occidental, donde la editorial Luchterhand comenzó a publicar sus obras completas (un proyecto retomado por la editorial Aisthesis en 2009). De nuevo se lanzó una campaña de injurias contra él en Hungría y la RDA; ahora lo calificaban de “revisionista” y, posiblemente, de “contrarrevolucionario”. Se dedicaron tomos enteros a justificar estas acusaciones, que incluso se tradujeron a varias lenguas.

En 1968, Lukács manifestó su simpatía con las reformas y protestas en Chechoslovaquia, así como con los movimientos juveniles de Occidente. Protestó contra la ocupación soviética de Praga, que le granjeó una nueva excomunión. Más tarde, sin embargo, volvió a ser admitido calladamente en el Partido y, con el inicio de las reformas en Hungría, hasta cierto punto rehabilitado. Sin embargo, esto último llegó demasiado tarde: murió en 1971. De manera absurda, los problemas políticos de Lukács no terminaron ni siquiera después de su muerte. En 1973, sus discípulos fueron condenados por el grupo ideológico del Comité Central y proscritos; perdieron su empleo y ya no les dejaron publicar.

Y ahora, en la Hungría de hoy, declaran a Lukács, a título póstumo, “enemigo del pueblo” por haber sido un dirigente comunista, un mimado del Partido, un propagandista al servicio del régimen de Kádár, el mismo régimen que quiso callarle y casi lo consiguió. Se pasa por alto, convenientemente, que participó en el gobierno revolucionario de 1956, celebrado oficialmente por los conservadores anticomunistas. Claro que Lukács fue, en efecto, un comunista, y en 1956 tuvo lugar una auténtica revolución socialista, en la que él participó.

Sin embargo, la revolución más importante de su vida ocurrió mucho antes, en 1917. Antes de la revolución bolchevique, Lukács era un conservador pesimista. Al igual que tantos escritores alemanes y austriacos de su época, odiaba a la burguesía desde la derecha. En 1917, sin embargo, superó todas sus reservas y reticencias y perdió todo respeto por las convenciones. Para él, como para muchos de su generación, la revolución trajo la salvación: salvó sus almas al proclamar el fin de la explotación, de la división en clases, de la distinción entre el trabajo intelectual y el manual, de la legislación punitiva, de la propiedad, la familia, las iglesias, las cárceles. En otras palabras, prometía el fin del Estado.

La revolución supuso también el final de la utopía. “La lucha de clases del proletariado”, escribió Lukács en 1919 (el año de la revolución comunista en Hungría), “es el objetivo mismo y al mismo tiempo su realización”. La fuerza motriz de la sociedad humana, por tanto, es la historia, no la utopía, porque los fines de la revolución proletaria no están fuera del mundo, sino dentro del mismo. Sería necio negar el sustrato religioso de esta visión de la historia, que resonaría de nuevo en algunos de los pronunciamientos subsiguientes de Lukács. Por ejemplo, a pesar de todos sus desengaños, insistió en seguir siendo miembro del Partido, pues extra Ecclesiam nulla salus, no hay salvación fuera de la Iglesia. Era su conciencia (por utilizar otro término religioso), y la de otros comunistas, la que pertenecía al Partido, no la política o la ideología de quienes eran los dirigentes en un momento dado.

En uno de sus escritos más importantes, El joven Hegel (publicado por primera vez en 1948), Lukács cuenta la historia de un gran pensador que llamó a la revuelta contra la positividad, es decir, contra una cristiandad eclesiástica que consideraba la religión como una mera tradición y una valiosa red de instituciones, que prefería las catedrales a los evangelios, un pensador que después, irónicamente, se convirtió en el máximo defensor del orden tradicional, de la positividad, a fin de salvar algunos logros de la Revolución francesa frente al romanticismo reaccionario y al fanatismo. Creo que esta historia es la autobiografía intelectual del propio Lukács por figura interpuesta. Entre líneas, admite la derrota.

Los públicos occidentales solo conocen el anticomunismo liberal, del tipo que crearon antifascistas emigrados como Karl Popper, Hannah Arendt y Michael Polanyi, al igual que figuras que habían sido de extrema izquierda como George Orwell, Ignazio Silone y Arthur Koestler. Después de 1968, este tipo de anticomunismo fue retomado por disidentes y grupos clandestinos de derechos humanos de Europa Central y Oriental y de Rusia. Sin embargo, en Occidente se sabe bien poco del anticomunismo del tipo “guardia blanca”, que prevaleció en el continente europeo en el periodo de entreguerras, y que ahora ha renacido triunfante en la Europa Central y Oriental contemporánea, incluida Hungría. Este suele ver en el socialismo y el comunismo la revuelta del Untermensch, de los miembros biológica y espiritualmente inferiores de la sociedad. Para estos anticomunistas, el comunismo no comporta demasiado poca libertad, sino un exceso de la misma, y la idea de la igualdad es un pecado contra natura.

Son los mismos que consideran que “cristiano” significa “gentil” y que el sufragio universal implica el dominio del populacho, del mismo modo que “constitución” y “Estado de derecho” significan pérdida de coraje. Esta gente cree en el látigo y en el palo, en poner a las mujeres en su sitio y en echar a los homosexuales a patadas escalera abajo. Creen en hacer negocios con el moreno levantino y esquilmarle. Y al margen de lo que pensemos sobre la colocación de efigies de pensadores controvertidos para las palomas en los parques, una cosa debemos entenderla: son estos anticomunistas lo que destruirán la estatua de Lukács. Dispersarán el contenido de los Archivos de Lukács (que son propiedad de la Academia de Ciencias de Hungría, que los administra y que es demasiado temerosa para hacer nada al respecto) en varios rincones polvorientos de Budapest.

Además, Lukács era judío. El régimen no declara abiertamente su antisemitismo, pero su campaña forma parte de una dinámica general antijudía. La presencia de Lukács como destacado testigo y filósofo de algunas de las mayores revoluciones de la humanidad moderna no puede ser tolerada por un régimen como el de Viktor Orbán. Simplemente no puede. Su “Sistema de Cooperación Nacional” rinde culto al fútbol y al aguardiente.

G. M. Tamás es un filósofo marxista e intelectual público húngaro. Actualmente es profesor invitado del Institut für die Wissenschaften vom Menschen (Instituto de Antropología) de Viena.

Fuente: http://www.vientosur.info/spip.php?article12335

Publicado originalmente en: https://lareviewofbooks.org/article/the-never-ending-lukacs-debate/

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