Mabel Lozano (Villaluenga, Toledo, 1967) medía 1,80 y llevaba el pelo corto en su pueblo, donde sólo le gustaba jugar al fútbol. La "machirulo" o “chicote”, como le decían entonces allí, llegó a Madrid a estudiar y vio que en Joy Eslava había un desfile con un regalo de unos jeans por participar como modelo. Se presentó allí, exuberante, y una agencia la contrató de modelo; vivió en Japón dos años, París, Milán. De vuelta a Madrid le ofrecieron televisión y se convirtió rápidamente en un rostro popular. En esta historia deslumbrante faltaba algo: la vocación. “Yo era una actriz mediocre. ¿Qué podía aportar a la interpretación? Hoy veo a Bárbara Lennie o a Maribel Verdú: ¡ellas son actrices, son artistas! En el rodaje de Los ladrones van a la oficina veía a Fernando Fernán Gómez antes y después de la cámara, y aquello era otra galaxia. ¿Qué pintaba yo con él?”. La vocación llegó tras estudiar cine y convertirse en documentalista. La bomba que explotó en su vida fue otra: en 2007 conoció a Irina.
¿Quién es Irina?
Una chica rusa que había sido rescatada por el Proyecto Esperanza. Estudiaba Medicina en su país, le dijeron allí que en un año trabajando de camarera en España podría pagarse el resto de la carrera y aprender el idioma. Ella se lo creyó. Y yo también me lo habría creído. ¿A alguien se le pasa por la cabeza que te van a secuestrar, violar y vender? No son tontas, son personas empoderadas y valientes, que salen de su país para buscar una oportunidad.
Rompe el tópico.
Rompe un tópico muy peligroso que dice que las víctimas de trata son ignorantes. Hay un único perfil que afecta a todas: son pobres, guapas y con carga familiar. Las más vulnerables.
Usted hasta entonces…
A mí hasta entonces la trata me sonaba a algo fronterizo. Jamás había pensado que en una sociedad como la nuestra hubiese mujeres que son esclavas. Pregúntele a un chaval a ver qué le responde a la pregunta de si hay esclavas en España. Le dirá que está zumbado.
¿Cómo se sobrevive?
El lugar de supervivencia es el silencio: se sobrevive callada. Nunca escuchas a una víctima de trata. Me escuchas a mí, pero yo no soy víctima. Hablo de ellas en tercera persona, pero a ellas no las ves. No sientes empatía por ellas. ¿Por qué no hablan? Porque son víctimas de exclusión social y legal, y el único lugar en el que pueden resistir es el silencio. Por el miedo a las represalias y por el estigma de la “puta”. Hace muchos años se hacían controles de sanidad a mujeres que se dedican a la prostitución. ¿Sabe por qué? Para tenerlas fichadas.
Se señala a la víctimas y se normaliza a los culpables.
La prostitución se percibe como algo natural que lleva aquí desde siempre. Todo el mundo tiene claro que la trata está en la prostitución, pero también se acepta: al estar normalizada la prostitución, se normaliza la trata. Yo soy de un pueblo pequeñísimo de Toledo: cuando era niña no había ni cabina de teléfono ni buzón de correos, pero sí un puticlub que se llamaba La Ponderosa.
Usted entiende que se está normalizando el delito.
Siempre que hablamos de trata lo llevamos a un territorio en el que aparecen términos como moral y ética. Es más fácil: es un delito. ¿Se atrevería a decir del narcotráfico que no es ético o moral? ¿O de un asesinato? “No me parece ético que se haya matado a éste o aquel”. Claro que no lo es, pero por encima de todo es un delito: empecemos por ahí. Y la trata es un mercado ilícito, compraventa de mujeres para esclavizarlas y prostituirlas. No hay que dejar de hacerlo por valores, por moral o por principios: hay que dejar de hacerlo porque es un delito, el que lo comete es un delincuente y al delincuente se le persigue, se le juzga y se le condena.
Como todo negocio, se sostiene por la demanda.
Demanda de carne fresca: un consumidor de sexo de pago que acude siempre al mismo piso va exigiendo mujeres diferentes. Hoy una brasileña, mañana una paraguaya y pasado una nigeriana. Cada vez más joven. Eso exige más captación, más movimiento, más negocio.
Usted es especialmente combativa con los medios.
Yo reprocho a los medios de comunicación muchas cosas, pero algo por encima de todo: cuando hay que hablar de trata, cuando se informa de redadas o detenciones, ahí está la fotografía del tanga y el tacón con una tía medio en bolas. Lo que vende, se aprovecha. ¿Por qué no sacamos a los proxenetas o los demandantes? ¿Por qué no ponemos cara a los que cometen el delito, y nos dejamos de enredar con las víctimas?
¿El perfil de consumidor de sexo de pago ha variado con el tiempo?
Un chaval hoy hace botellón y puede irse de putas. ¿A dónde? En Colonia Marconi en Madrid te encuentras a rumanas impresionantes que a última hora venden su cuerpo por cinco euros. Cuando tu cuerpo vale cinco euros, tu vida no vale nada. A los chavales les resulta divertido, muy fácil y barato. Porque no saben lo que hay detrás, no tienen ni idea. No llegamos a ellos, sus ventanas son otras.
¿Políticamente qué encuentra?
Una laxitud impresionante. Sólo hay que ver el presupuesto destinado a combatir el narcotráfico y el destinado a la trata: una diferencia abismal. En España y en medio mundo. Tanto presupuestos como leyes.
Después de conocer a Irina y de interesarse por la trata de mujeres, su trabajo se volcó a la dirección de documentales relacionados con los derechos humanos. Sobre la trata ha rodado Voces contra la trata de mujeres y, hace dos años, Chicas Nuevas 24 Horas. ¿Le ha causado problemas?
Si le digo que sí, usted titula con eso y apartamos el foco. Lo desplazamos de mujeres sin derechos para ponerlo sobre mí, como si fuese víctima de algo. El valor lo tienen ellas. A mí por dirigir estos trabajos [el último, Tribus de la Inquisición con el periodista Roberto Navia] me han dicho: qué valiente. Yo no soy valiente. Valiente es Yandí, que en Perú me dijo que la habían explotado sus padres; yo recojo su testimonio y me vuelvo a Madrid, y ella se queda allí, en el círculo de los que la han explotado. Valiente es la familia de Isabel Antezana, que me contó cómo a sus hijos los habían quemado delante de ella. Isabel y su marido los vieron arder vivos con pistolas apuntándoles en la cabeza, y no podían hacer nada porque tenían cinco hijos más. Cuando yo me fui y salió el documental, envenenaron a sus animales.
…
Cuando estrenamos Tribus de la Inquisición en Bolivia, nos boicotearon la copia y los periódicos nos insultaron; la diferencia es que yo cojo un avión, y Roberto Navia, que es un periodista impresionante capaz de denunciar estos linchamientos salvajes en Bolivia, se quedó allí. Eso es valentía. Yo me vengo a España, a mi zona de confort, qué voy a ser valiente. Valiente es el fiscal boliviano que nos habla de la corrupción en su país o la falta de interés del Estado en asuntos como una pira con seis chavales en una plaza pública; él se queda allí después del estreno, y sufre pintadas y amenazas. ¿Yo qué te voy a contestar sobre si recibo amenazas? No importa nada. No sé si tengo el valor de la gente que ha denunciado esto en mis documentales, que se han sacrificado de tal forma para que el mundo conozca la realidad en la que viven.
https://politica.elpais.com/politica/2017/09/15/actualidad/1505489017_385394.html?id_externo_rsoc=FB_CM
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