Hace muchos años alguien me contó la anécdota, que nunca pude verificar, de que un día Ennio Morricone estaba paseando con un amigo por Venecia cuando vieron, sentado en la terraza de un café, a Igor Stravinski. El amigo le dijo que lo conocía y que sería un placer presentárselo, pero Morricone, azorado, declinó la invitación: admiraba demasiado al gran compositor ruso para hacerle perder el tiempo. Sin embargo, el amigo insistió, se acercaron hasta la mesa, y tras las presentaciones, Morricone balbuceó un saludo y una serie de elogios. Al oír el apellido del recién llegado, el anciano alzó las gafas y comentó: «Así que usted es ese joven que ha compuesto algunas de las melodías más bellas del siglo XX».
He buscado y rebuscado esta anécdota en libros y bases de datos, de modo que a lo mejor es falsa, aunque tiene muchos elementos para ser verdad: la devoción que Morricone sentía por Stravinski y, en especial, por la Sinfonía de los salmos; el particular gusto del maestro ruso por Frescobaldi, Vivaldi, Pergolesi y los grandes operistas italianos -Verdi, Puccini, Leoncavallo, Mascagni- de quien Morricone heredó el dramatismo, el lirismo y las amplias líneas melódicas; la simple constatación de que, efectivamente, algunas de las melodías más bellas del siglo XX llevan su sello inconfundible. Aun así, sería difícil saber de cuáles hablaba Stravinski exactamente; puesto que murió en 1971, podía referirse a la grandiosa obertura de Los cañones de San Sebastián, de Henri Verneuil; al sublime adagio amoroso de El Greco, de Luciano Salce; o más probablemente a cualquiera de sus inolvidables colaboraciones en los westerns de Sergio Leone, quizá Once upon time in the West. Sin embargo, quiero creer que en la cabeza de Stravinski sonaba en ese instante el prodigioso crescendo de L’estasi dell’oro.
Como Bernard Herrmann, como Miklos Rózsa, como Erich Wolfgang Korngold, como su compatriota Nino Rota, como muy pocos más, Morricone es uno de los pilares esenciales de la música cinematográfica, un artífice inimitable que creó su propio sonido y que cambió de la noche a la mañana las fanfarrias del western. Antes de su brutal aterrizaje en 1964 en Por un puñado de dólares, las grandes epopeyas del oeste americano se nutrían de Copland, de canciones de frontera, de los maravillosos frescos sonoros de Alfred Newman, Jerome Moross y Dmitri Tiomkin. Morricone puso todo patas arriba sólo con una guitarra, un silbido, golpes de percusión, una trompeta y unos coros intempestivos. En el tinglado con que Sergio Leone revolucionó un género casi exhausto, llenándolo de mugre, de ponchos, de sangre, de cinismo y de rostros pétreos, la música de Morricone reviste al conjunto con el tronío de una ópera malvada y salvaje. Es curioso que Leone y él fuesen compañeros en el mismo colegio porque al reencontrarse, muchos años después, fue como si recobraran la infancia.
De la mano de su maestro, Goffredo Petrassi, Morricone aprendió en el conservatorio todo lo que podía serle útil, desde astucias armónicas a técnicas dodecafónicas, aunque conservó una curiosidad innata por cualquier clase de música, sin excluir canciones de la radio, espectáculos de cabaret y ruidos de la calle. Uno de sus primeros éxitos fue Se telefonando, un clásico de Mina que demuestra su innata facilidad melódica y su apego por la canzone italiana. Pero fue con los grandes directores italianos de la época (Pasolini, Petri, Montaldo, Corbucci y, por supuesto, Leone) donde Morricone asentó los cimientos de su arte: la idea clave de que la banda sonora no es un añadido o un subrayado al discurso cinematográfico sino el tuétano mismo de la imagen. Clint Eastwood fumando un caliqueño, Gian Maria Volonté esperando junto a la verja de la casa en la que va a cometer un asesinato, Claudia Cardinale descendiendo del tren con la maldición de su belleza imposible o Eli Wallach buscando una cruz perdida entre los cientos de cruces de un cementerio. Cualquiera de esas secuencias difícilmente funcionaría sin su esqueleto de sonidos, pero la banda sonora no sólo las contiene y las revive, sino que las transciende, como si Morricone, más que música, hiciera cine para ciegos.
Cada uno de nosotros guarda en la memoria varios de esos momentos inolvidables envueltos en una música estremecedora: los campesinos italianos de Pelliza da Volpedo arropados por el romanzo de Novecento, de Bertolucci; el ansia con que De Niro se asoma a su niñez en Érase una vez en América, de Leone; el perro perseguido por el helicóptero al comienzo de La cosa, de John Carpenter; el angustioso laberinto de la casa de Sean Connery en Los intocables, de Brian de Palma; Jeremy Irons hechizando con su oboe a los guerreros guaraníes en La misión, de Roland Joffé; Philippe Noiret llevando al niño en su bicicleta en Cinema Paradiso, de Giusseppe Tornatore. Son centenares y centenares de trabajos, pero aun así seguimos lamentando los que no llegaron a cuajar, como el malogrado proyecto de Leone sobre el cerco de Leningrado o el encargo de Kubrick para La naranja mecánica, que no salió adelante porque el director norteamericano se negaba a moverse de Londres y Morricone estaba atrincherado en Roma dando vida a ¡Agáchate, maldito!, el ultimo western de Leone.
Su música tiene el poder de las fábulas, el conjuro de esas melodías que reconocemos desde antes de nacer, de lo que ha sido escrito de una vez y para siempre. No se limitaba a componer hermosas baladas o atmósferas escalofriantes. «La música muestra lo que no se ve» dijo una vez, «puede contradecir lo que se dice o, viceversa, narrar algo que la imaginación no revela. En este sentido surge un deber moral para el compositor del cine, quien a mi juicio tiene una gran responsabilidad: yo la he sentido siempre». Sin proponérselo, alcanzó una responsabilidad aun mayor: dar forma a nuestros recuerdos, nuestro pasado y nuestra nostalgia.
Fuente:
https://blogs.publico.es/davidtorres/2020/07/07/erase-una-vez-morricone/
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