Otra vez hemos sido derrotados. Los ganadores son los campesinos, no nosotros", recita el inmortal Kambei al final del film del director japonés Akira Kurosawa "Los siete samuráis".
Frases como ésta -y la perfecta cadena de escenas sobre el heroísmo- son algunas de las razones por la que esta película, estrenada en 1954, fue elegida por 209 críticos de 43 países como la mejor película de habla no inglesa de la historia.
El resultado fue producto de una encuesta que realizó la BBC en los últimos meses y que dejó un listado de 100 películas, encabezado por la obra maestra de Kurosawa.
"'Los siete samuráis' no solo es una nueva aproximación a las películas de acción, sino que también creó un subgénero en el cine: los que hablan sobre un grupo de inesperados héroes en una misión imposible en la que luchan por salvar sus almas", escribió la crítica brasilera Ana María Bahiana.
Guillermo del Toro
El laberinto del fauno, de 2006 y dirigida por el mexicano Guillermo del Toro, es la película en español que mejor se ubica en la lista.
Pero el "top 100" es un listado diverso: las películas fueron dirigidas por 67 directores distintos, de 24 países y en 19 idiomas.
El francés es el que predomina, con 27 títulos en el listado, seguido de 12 films en mandarín y 11 en italiano y en japonés. En español hay siete.
Para BBC Culture, la sección encargada de realizar la encuesta, tal vez el punto más decepcionante es la poca presencia de directoras en el listado. Solo cuatro de las 100 películas fueron dirigidas por mujeres.
Las directoras son: Chantal Akerman, Agnès Varda, Kátia Lund y Claire Denis.
Esta es la tercera vez que se realiza este tipo de sondeo. Primero fue para elegir el mejor film de lo que va del siglo XXI (y el ganador fue "Muholland Drive", de David Lynch) y después para la mejor comedia, que resultó ser "Una Eva y dos Adanes", de Billy Wilder.
En BBC Mundo te presentamos el listado completo de las mejores películas no habladas en inglés, según el jurado.
100. Cenizas y diamantes (Polonia, 1958) - Andrzej Wajda
99. Paisaje en la niebla (Grecia, 1988) - Theo Angelopoulos
98. Días de sol (China, 1994) - Jiang Wen
97. El sabor de las cerezas (Irán, 1997) - Abbas Kiarostami
96. Shoah (Francia, 1985) - Claude Lanzmann
95. Nubes flotantes (Japón, 1955) - Mikio Naruse
94. ¿Dónde queda la casa de mi amigo? (Irán, 1987) - Abbas Kiarostami
93. Esposas y concubinas (China, 1991) - Zhang Yimou
92. Escenas de un matrimonio (Suecia, 1973) - Ingmar Bergman
91. Rififi (Francia, 1955) - Jules Dassin
90. Hiroshima Mon Amour (Francia, 1959) - Alain Resnais
Amelie
"Amelie" estuvo nominada a 5 premios Oscar.
89. Fresas salvajes (Suecia, 1957) - Ingmar Bergman
88. La historia del último crisantemo (Japón, 1939) - Kenji Mizoguchi
87. Las noches de Cabiria (Italia, 1957) - Federico Fellini
86. El muelle (Francia, 1962) - Chris Marker
85. Umberto D (Italia, 1952) - Vittorio de Sica
84. El discreto encanto de la burguesía (Francia, 1972) - Luis Buñuel
83. La Strada (Italia, 1954) - Federico Fellini
82. Amélie (Francia, 2001) - Jean-Pierre Jeunet
81. Celine y Julie van en barco (Francia, 1974) - Jacques Rivette
Abbas Kiarostami
Tres películas de Abbas Kiarostami aparecen en la lista.
80. Los olvidados (México, 1950) - Luis Buñuel
79. Ran (Japón, 1985) - Akira Kurosawa
78. El tigre y el dragón (China - Taiwán, 2000) - Ang Lee
77. El conformista (Italia, 1970) - Bernardo Bertolucci
76. Y tu mamá también (México, 2001) - Alfonso Cuarón
75. Belle de Jour (Francia, 1967) - Luis Buñuel
74. Pierrot, el loco (Francia, 1965) - Jean-Luc Godard
73. El hombre de la cámara (Unión Soviética, 1929) - Dziga Vertov
72. Ikiru (Japón, 1952) - Akira Kurosawa
71. Happy Together (China, 1997) - Wong Kar-wai
Y tú mamá también
"Y tu mamá también" fue un éxito en todo el mundo.
70. El eclipse (Italia, 1962) - Michelangelo Antonioni
69. Amor (Francia, Austria, 2012) - Michael Haneke
68. Ugetsu (Japón, 1953) - Kenji Mizoguchi
67. El ángel exterminador (México, 1962) - Luis Buñuel
66. Todos nos llamamos Alí (Alemania, 1973) - Rainer Werner Fassbinder
65. Ordet (Dinamarca, 1955) - Carl Theodor Dreyer
64. Tres colores: azul (Francia, 1993) - Krzysztof Kieślowski
63. Primavera en un pequeño pueblo (China, 1948) - Fei Mu
62. Touki Bouki (Senegal, 1973) - Djibril Diop Mambéty
61. El intendente Sansho (Japón, 1954) - Kenji Mizoguchi
Nino Castelnuovo y Catherine Deneuve protagonizan "Los paraguas de Cherburgo", de Jacques Demy.
60. El desprecio (Francia, 1963) - Jean-Luc Godard
59. Ven y mira (Unión Soviética, 1985) - Elem Klimov
58. Madame de… (Francia, 1953) - Max Ophüls
57. Solaris (Unión Soviética, 1972) - Andrei Tarkovsky
56. Chungking Express (China, 1994) - Wong Kar-wai
55. Jules y Jim (Francia, 1962) - François Truffaut
54. Comer, beber, amar (Taiwán, 1994) - Ang Lee
53. Al azar de Baltasar (Francia, 1966) - Robert Bresson
52. Primavera tardía (Japón, 1949) - Yasujirô Ozu
51. Los paraguas de Cherburgo (Francia, 1964) - Jacques Demy
Buñuel
Cinco películas del español Luis Buñuel aparecen en la lista.
50. L'Atalante (Francia, 1934) - Jean Vigo
49. Stalker: La zona (Unión Soviética, 1979) - Andrei Tarkovsky
48. Viridiana (España, México, 1961) - Luis Buñuel
47. 4 meses, 3 semanas y 2 días (Rumanía, 2007) - Cristian Mungiu
46. Los hijos del paraíso (Francia, 1945) - Marcel Carné
45. La aventura (Italia, 1960) - Michelangelo Antonioni
44. Cleo de 5 a 7 (Francia, 1962) - Agnès Varda
43. Beau Travail (Francia, 1999) - Claire Denis
42. Ciudad de Dios (Brasil, 2002) - Fernando Meirelles y Kátia Lund
41. ¡Vivir! (China, 1994) - Zhang Yimou
Agnès Varda
Agnès Varda es una de las cuatro mujeres directoras que aparecen en la lista.
40. Andrei Rublev (Unión Soviética, 1966) - Andrei Tarkovsky
39. Close-Up (Irán, 1990) - Abbas Kiarostami
38. Un día de verano (Taiwán, 1991) - Edward Yang
37. El viaje de Chihiro (Japón, 2001) - Hayao Miyazaki
36. La gran ilusión (Francia, 1937) - Jean Renoir
35. El gatopardo (Italia, 1963) - Luchino Visconti
34. Las alas del deseo (Alemania, 1987) - Wim Wenders
33. Playtime (Francia, 1967) - Jacques Tati
32. Todo sobre mi madre (España, 1999) - Pedro Almodóvar
31. La vida de los otros (Alemania, 2006) - Florian Henckel von Donnersmarck
El Laberinto del fauno
"El laberinto del fauno" ganó varios premios Oscar.
30. El séptimo sello (Suecia, 1957) - Ingmar Bergman
29. Oldboy (Corea del Sur, 2003) - Park Chan-wook
28. Fanny y Alexander (Suecia, 1982) - Ingmar Bergman
27. El espíritu de la colmena (España, 1973) - Víctor Erice
26. Cinema Paradiso (Italia, 1988) - Giuseppe Tornatore
25. Yi Yi (Taiwán, Japón, 2000) - Edward Yang
24. El acorazado Potemkin (Unión Soviética, 1925) - Sergei M. Eisenstein
23. La pasión de Juana de Arco (Francia, 1928) - Carl Theodor Dreyer
22. El laberinto del fauno (España, México, EE.UU., 2006) - Guillermo del Toro
21. Una separación (Irán, 2011) - Asghar Farhadi
20. El espejo (Unión Soviética, 1974) - Andrei Tarkovsky
19. La batalla de Argel (Italia, Argelia, 1966) - Gillo Pontecorvo
18. Ciudad doliente (Taiwán, 1989) - Hou Hsiao-hsien
17. Aguirre, la ira de Dios (Alemania, 1972) - Werner Herzog
16. Metrópolis (Alemania, 1927) - Fritz Lang
15. Pather Panchali (India, 1955) - Satyajit Ray
14. Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles (Bélgica, 1975) - Chantal Akerman
13. M (Alemania, 1931) - Fritz Lang
12. Adiós a mi concubina (China, 1993) - Chen Kaige
11. Sin aliento (Francia, 1960) - Jean-Luc Godard
La Dolce Vita
Anita Ekberg se convirtió en un ícono sexual tras aparecer el "La dolce vita".
10. La dolce vita (Italia, 1960) - Federico Fellini
9. Deseando amar (China, 2000) - Wong Kar-wai
8. Los 400 golpes (Francia, 1959) - François Truffaut
7. 8 1/2 (Italia, 1963) - Federico Fellini
6. Persona (Suecia, 1966) - Ingmar Bergman
5. Las leyes del juego (Francia, 1939) - Jean Renoir
4. Rashomon (Japón, 1950) - Akira Kurosawa
3. Tokyo Story (Japón, 1953) - Yasujirô Ozu
2. El ladrón de bicicletas (Italia, 1948) - Vittorio de Sica
1. Los sietes samuráis (Japón, 1954) - Akira Kurosawa
BBC
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domingo, 6 de febrero de 2022
jueves, 30 de julio de 2020
Érase una vez Morricone
Hace muchos años alguien me contó la anécdota, que nunca pude verificar, de que un día Ennio Morricone estaba paseando con un amigo por Venecia cuando vieron, sentado en la terraza de un café, a Igor Stravinski. El amigo le dijo que lo conocía y que sería un placer presentárselo, pero Morricone, azorado, declinó la invitación: admiraba demasiado al gran compositor ruso para hacerle perder el tiempo. Sin embargo, el amigo insistió, se acercaron hasta la mesa, y tras las presentaciones, Morricone balbuceó un saludo y una serie de elogios. Al oír el apellido del recién llegado, el anciano alzó las gafas y comentó: «Así que usted es ese joven que ha compuesto algunas de las melodías más bellas del siglo XX».
He buscado y rebuscado esta anécdota en libros y bases de datos, de modo que a lo mejor es falsa, aunque tiene muchos elementos para ser verdad: la devoción que Morricone sentía por Stravinski y, en especial, por la Sinfonía de los salmos; el particular gusto del maestro ruso por Frescobaldi, Vivaldi, Pergolesi y los grandes operistas italianos -Verdi, Puccini, Leoncavallo, Mascagni- de quien Morricone heredó el dramatismo, el lirismo y las amplias líneas melódicas; la simple constatación de que, efectivamente, algunas de las melodías más bellas del siglo XX llevan su sello inconfundible. Aun así, sería difícil saber de cuáles hablaba Stravinski exactamente; puesto que murió en 1971, podía referirse a la grandiosa obertura de Los cañones de San Sebastián, de Henri Verneuil; al sublime adagio amoroso de El Greco, de Luciano Salce; o más probablemente a cualquiera de sus inolvidables colaboraciones en los westerns de Sergio Leone, quizá Once upon time in the West. Sin embargo, quiero creer que en la cabeza de Stravinski sonaba en ese instante el prodigioso crescendo de L’estasi dell’oro.
Como Bernard Herrmann, como Miklos Rózsa, como Erich Wolfgang Korngold, como su compatriota Nino Rota, como muy pocos más, Morricone es uno de los pilares esenciales de la música cinematográfica, un artífice inimitable que creó su propio sonido y que cambió de la noche a la mañana las fanfarrias del western. Antes de su brutal aterrizaje en 1964 en Por un puñado de dólares, las grandes epopeyas del oeste americano se nutrían de Copland, de canciones de frontera, de los maravillosos frescos sonoros de Alfred Newman, Jerome Moross y Dmitri Tiomkin. Morricone puso todo patas arriba sólo con una guitarra, un silbido, golpes de percusión, una trompeta y unos coros intempestivos. En el tinglado con que Sergio Leone revolucionó un género casi exhausto, llenándolo de mugre, de ponchos, de sangre, de cinismo y de rostros pétreos, la música de Morricone reviste al conjunto con el tronío de una ópera malvada y salvaje. Es curioso que Leone y él fuesen compañeros en el mismo colegio porque al reencontrarse, muchos años después, fue como si recobraran la infancia.
De la mano de su maestro, Goffredo Petrassi, Morricone aprendió en el conservatorio todo lo que podía serle útil, desde astucias armónicas a técnicas dodecafónicas, aunque conservó una curiosidad innata por cualquier clase de música, sin excluir canciones de la radio, espectáculos de cabaret y ruidos de la calle. Uno de sus primeros éxitos fue Se telefonando, un clásico de Mina que demuestra su innata facilidad melódica y su apego por la canzone italiana. Pero fue con los grandes directores italianos de la época (Pasolini, Petri, Montaldo, Corbucci y, por supuesto, Leone) donde Morricone asentó los cimientos de su arte: la idea clave de que la banda sonora no es un añadido o un subrayado al discurso cinematográfico sino el tuétano mismo de la imagen. Clint Eastwood fumando un caliqueño, Gian Maria Volonté esperando junto a la verja de la casa en la que va a cometer un asesinato, Claudia Cardinale descendiendo del tren con la maldición de su belleza imposible o Eli Wallach buscando una cruz perdida entre los cientos de cruces de un cementerio. Cualquiera de esas secuencias difícilmente funcionaría sin su esqueleto de sonidos, pero la banda sonora no sólo las contiene y las revive, sino que las transciende, como si Morricone, más que música, hiciera cine para ciegos.
Cada uno de nosotros guarda en la memoria varios de esos momentos inolvidables envueltos en una música estremecedora: los campesinos italianos de Pelliza da Volpedo arropados por el romanzo de Novecento, de Bertolucci; el ansia con que De Niro se asoma a su niñez en Érase una vez en América, de Leone; el perro perseguido por el helicóptero al comienzo de La cosa, de John Carpenter; el angustioso laberinto de la casa de Sean Connery en Los intocables, de Brian de Palma; Jeremy Irons hechizando con su oboe a los guerreros guaraníes en La misión, de Roland Joffé; Philippe Noiret llevando al niño en su bicicleta en Cinema Paradiso, de Giusseppe Tornatore. Son centenares y centenares de trabajos, pero aun así seguimos lamentando los que no llegaron a cuajar, como el malogrado proyecto de Leone sobre el cerco de Leningrado o el encargo de Kubrick para La naranja mecánica, que no salió adelante porque el director norteamericano se negaba a moverse de Londres y Morricone estaba atrincherado en Roma dando vida a ¡Agáchate, maldito!, el ultimo western de Leone.
Su música tiene el poder de las fábulas, el conjuro de esas melodías que reconocemos desde antes de nacer, de lo que ha sido escrito de una vez y para siempre. No se limitaba a componer hermosas baladas o atmósferas escalofriantes. «La música muestra lo que no se ve» dijo una vez, «puede contradecir lo que se dice o, viceversa, narrar algo que la imaginación no revela. En este sentido surge un deber moral para el compositor del cine, quien a mi juicio tiene una gran responsabilidad: yo la he sentido siempre». Sin proponérselo, alcanzó una responsabilidad aun mayor: dar forma a nuestros recuerdos, nuestro pasado y nuestra nostalgia.
Fuente:
https://blogs.publico.es/davidtorres/2020/07/07/erase-una-vez-morricone/
He buscado y rebuscado esta anécdota en libros y bases de datos, de modo que a lo mejor es falsa, aunque tiene muchos elementos para ser verdad: la devoción que Morricone sentía por Stravinski y, en especial, por la Sinfonía de los salmos; el particular gusto del maestro ruso por Frescobaldi, Vivaldi, Pergolesi y los grandes operistas italianos -Verdi, Puccini, Leoncavallo, Mascagni- de quien Morricone heredó el dramatismo, el lirismo y las amplias líneas melódicas; la simple constatación de que, efectivamente, algunas de las melodías más bellas del siglo XX llevan su sello inconfundible. Aun así, sería difícil saber de cuáles hablaba Stravinski exactamente; puesto que murió en 1971, podía referirse a la grandiosa obertura de Los cañones de San Sebastián, de Henri Verneuil; al sublime adagio amoroso de El Greco, de Luciano Salce; o más probablemente a cualquiera de sus inolvidables colaboraciones en los westerns de Sergio Leone, quizá Once upon time in the West. Sin embargo, quiero creer que en la cabeza de Stravinski sonaba en ese instante el prodigioso crescendo de L’estasi dell’oro.
Como Bernard Herrmann, como Miklos Rózsa, como Erich Wolfgang Korngold, como su compatriota Nino Rota, como muy pocos más, Morricone es uno de los pilares esenciales de la música cinematográfica, un artífice inimitable que creó su propio sonido y que cambió de la noche a la mañana las fanfarrias del western. Antes de su brutal aterrizaje en 1964 en Por un puñado de dólares, las grandes epopeyas del oeste americano se nutrían de Copland, de canciones de frontera, de los maravillosos frescos sonoros de Alfred Newman, Jerome Moross y Dmitri Tiomkin. Morricone puso todo patas arriba sólo con una guitarra, un silbido, golpes de percusión, una trompeta y unos coros intempestivos. En el tinglado con que Sergio Leone revolucionó un género casi exhausto, llenándolo de mugre, de ponchos, de sangre, de cinismo y de rostros pétreos, la música de Morricone reviste al conjunto con el tronío de una ópera malvada y salvaje. Es curioso que Leone y él fuesen compañeros en el mismo colegio porque al reencontrarse, muchos años después, fue como si recobraran la infancia.
De la mano de su maestro, Goffredo Petrassi, Morricone aprendió en el conservatorio todo lo que podía serle útil, desde astucias armónicas a técnicas dodecafónicas, aunque conservó una curiosidad innata por cualquier clase de música, sin excluir canciones de la radio, espectáculos de cabaret y ruidos de la calle. Uno de sus primeros éxitos fue Se telefonando, un clásico de Mina que demuestra su innata facilidad melódica y su apego por la canzone italiana. Pero fue con los grandes directores italianos de la época (Pasolini, Petri, Montaldo, Corbucci y, por supuesto, Leone) donde Morricone asentó los cimientos de su arte: la idea clave de que la banda sonora no es un añadido o un subrayado al discurso cinematográfico sino el tuétano mismo de la imagen. Clint Eastwood fumando un caliqueño, Gian Maria Volonté esperando junto a la verja de la casa en la que va a cometer un asesinato, Claudia Cardinale descendiendo del tren con la maldición de su belleza imposible o Eli Wallach buscando una cruz perdida entre los cientos de cruces de un cementerio. Cualquiera de esas secuencias difícilmente funcionaría sin su esqueleto de sonidos, pero la banda sonora no sólo las contiene y las revive, sino que las transciende, como si Morricone, más que música, hiciera cine para ciegos.
Cada uno de nosotros guarda en la memoria varios de esos momentos inolvidables envueltos en una música estremecedora: los campesinos italianos de Pelliza da Volpedo arropados por el romanzo de Novecento, de Bertolucci; el ansia con que De Niro se asoma a su niñez en Érase una vez en América, de Leone; el perro perseguido por el helicóptero al comienzo de La cosa, de John Carpenter; el angustioso laberinto de la casa de Sean Connery en Los intocables, de Brian de Palma; Jeremy Irons hechizando con su oboe a los guerreros guaraníes en La misión, de Roland Joffé; Philippe Noiret llevando al niño en su bicicleta en Cinema Paradiso, de Giusseppe Tornatore. Son centenares y centenares de trabajos, pero aun así seguimos lamentando los que no llegaron a cuajar, como el malogrado proyecto de Leone sobre el cerco de Leningrado o el encargo de Kubrick para La naranja mecánica, que no salió adelante porque el director norteamericano se negaba a moverse de Londres y Morricone estaba atrincherado en Roma dando vida a ¡Agáchate, maldito!, el ultimo western de Leone.
Su música tiene el poder de las fábulas, el conjuro de esas melodías que reconocemos desde antes de nacer, de lo que ha sido escrito de una vez y para siempre. No se limitaba a componer hermosas baladas o atmósferas escalofriantes. «La música muestra lo que no se ve» dijo una vez, «puede contradecir lo que se dice o, viceversa, narrar algo que la imaginación no revela. En este sentido surge un deber moral para el compositor del cine, quien a mi juicio tiene una gran responsabilidad: yo la he sentido siempre». Sin proponérselo, alcanzó una responsabilidad aun mayor: dar forma a nuestros recuerdos, nuestro pasado y nuestra nostalgia.
Fuente:
https://blogs.publico.es/davidtorres/2020/07/07/erase-una-vez-morricone/
viernes, 11 de noviembre de 2016
El fugaz romance entre Hollywood y la Unión Soviética. Durante la II Guerra Mundial, el cine estadounidense ejerció de publicista del pacto con Stalin a través de películas como "La estrella del norte" o "Misión en Moscú"
eldiario.es
Después del ataque japonés a la base estadounidense de Pearl Harbor, Hollywood apostó fuerte por el militarismo. Aunque la mayor parte de los grandes estudios habían optado previamente por mantener la neutralidad, se adaptaron inmediatamente al nuevo ciclo: centenares de películas de todos los géneros, desde el cine bélico al musical pasando por la comedia romántica, defendían la intervención en la II Guerra Mundial.
En títulos destinados a un público juvenil, Tarzán luchaba contra soldados alemanes, el Hombre Invisible se infiltraba en los cuarteles del III Reich y Batman se enfrentaba a un científico japonés que convertía a las personas en zombis. Pero quizá las producciones más sorprendentes fueron las que justificaron la alianza con la Unión Soviética liderada por Josef Stalin.
Según autores como Nicholas J. Cull, la opinión pública estadounidense era partidaria del aislacionismo y desconfiaba de los llamamientos británicos a la colaboración militar. El ataque a Pearl Harbor implicó una entrada en guerra que era deseada por la Administración de Roosevelt. Pero justificar la colaboración con la URSS, satirizada y satanizada apenas unos meses antes, resultaba un desafío estratégico que requirió la colaboración de Hollywood.
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http://www.eldiario.es/cultura/cine/Hollywood-Union-Sovietica_0_574293326.html
martes, 2 de junio de 2015
El sueño eterno. La fascinación que tenemos por fragmentos ininteligibles de libros y películas quizá provenga de nuestra sospecha de que dicen la verdad. No olvidemos que Einstein decía que lo más incomprensible del mundo es que sea comprensible
Oyeron ustedes hablar de los que ven una película dos veces, pero la segunda no la entienden? Me hablaron de ellos el otro día y sonreí y me acordé de aquel profesor de filosofía que, según Unamuno, solía empezar su curso con esta pregunta a sus alumnos:
—¿Sabe alguien qué venimos a hacer aquí?
Decía Unamuno que cada año, cuando acababa el curso, profesor y estudiantes seguían preguntándose lo mismo.
Seguramente, repetían curso todos los alumnos y, al finalizar el segundo año, ya no entendían ni la pregunta inicial. Me recuerda los 12 años que pasé estudiando en Barcelona en los Maristas sin llegar a entender nada. Aquel colegio era como el Instituto Benjamenta de la novela de Robert Walser: “Aquí venimos a aprender, pero no aprendemos nada”.
De todo esto me acordé cuando, al hablar de las películas a competición este año, Thierry Frémaux, delegado general del Festival de Cannes, dijo que The Lobster, del gran Yorgos Lanthimos —relato futurista en el que aquellos que no consiguen una pareja son transformados en animales— era “uno de esos filmes en los que no todo se entiende”.
Al día siguiente, Le Monde publicaba una breve antología de películas que son famosas por no entenderse en ellas todo. La encabezaba El sueño eterno, de Howard Hawks, filmada en 1946 y considerada la pionera de esta tendencia a incluir lo incomprensible dentro de un armónico y sensato conjunto. Quizás tuvo demasiados guionistas la adaptación de la novela de Chandler, pero el caso es que cuando Lauren Bacall canta en un tugurio, no está claro por qué. Y se sabe que cuando el productor le preguntó al novelista quién podría haber matado al chófer de la familia Sternwood, Chandler contestó: “Ni puta idea”.
Es una historia que recuerda a la que me contó Juan Marsé de cuando Victor Erice trabajaba con tan extraordinaria meticulosidad en el guión de El embrujo de Shanghai. Una tarde, Erice dejó la plaza Rovira de Barcelona, donde se pasaba horas tomando notas, y le preguntó a Marsé a qué se dedicaba el abuelo de un personaje secundario de la novela. Pasado el primer momento de estupor, la respuesta del escritor se pareció a la de Chandler.
“No comprender es una operación en la que conviene invertir mucho tiempo”, escribió Juan Tallón en la revista Vozed, en febrero de 2013. Yo invertí muchos años en la primera frase de un libro de Pavese: “Le llamaban Pedro porque tocaba la guitarra”. Como no había forma de entender qué significaba, publiqué un artículo en febrero de 2001 pidiendo que alguien me la explicara. Y un día, no sé dónde, el gran José María Riera de Leyva se tomó la molestia de explicármela. Me pasó unos datos muy precisos que lo justificaban todo, pero los he olvidado. Es decir, sigo igual que antes. Pero a veces pienso que es mejor así. Después de todo, siempre me funcionó una manera muy simple de averiguar si algo me gusta o no: me atrae lo que no entiendo; si lo entiendo, lo abandono corriendo.
Nunca olvidaré lo mucho que me atrajo en la primavera de 1963 el filme El año pasado en Marienbad, de Alain Resnais, con guion de Robbe-Grillet. Me fascinó porque no lo entendí y cada tarde, al salir del colegio, acudía al Savoy del Paseo de Gracia a correr el riesgo de que en cualquier desgraciado momento pudiera llegar a entenderla. Veinte veces la vi y veinte veces no la entendí. Sólo llegué a saber que se contaba en ese filme la historia de un hombre que en un extraño y decadente hotel trataba de convencer a una mujer de que ella y él, el verano anterior, habían tenido una relación. ¿Se trataba de un encuentro imaginario? El guionista Robbe- Grillet y el realizador Resnais discrepaban en este punto y también en todos los demás referidos a la película. Y los pobres o felices espectadores parecían quedar atrapados entre ambos, entre Robbe y Resnais, cabreados unos por el inmenso tedio, y alegres los otros por el entusiasmo que producía una obra de arte que, por decirlo con palabras de Le Monde “condenaba al público a no entender nada”.
Pero, ¿de verdad no entender es una condena? Más bien diría lo contrario, no entender es la puerta que se abre. El filme de Resnais deja entrever cómo será el sueño eterno que a todos nos espera después de la vida. ¿Sabe alguien como será exactamente? Nadie. Sólo podemos entreverlo pero de todos modos, aun suponiendo que llegáramos a percibirlo del todo, no lo entenderíamos.
Puede que la fascinación por fragmentos ininteligibles de películas provenga de nuestra sospecha de que esas secuencias dicen la verdad sobre lo que será nuestro sueño eterno. En el campo de los libros, lo mismo. Pienso en Sordello, un poema del victoriano Browning, que todavía hoy se resiste, no ya a su interpretación, sino a su comprensión más elemental. Reconstruye la vida de un trovador del siglo XIII. Pero no se entiende nada. Cuando fue publicado en marzo de 1840, causó furor porque todo el mundo quería leerlo para comprobar que el poema no tenía ni pies ni cabeza. Cuenta César Aira en su ensayo Lo incomprensible que aquello que Browning decía en Sordello quiso leerlo un hombre enfermo, amante de interpretar textos. Su mujer terminó por comprar el libro y leerle el poema: “Sus últimas palabras (pues irónicamente murió casi inmediatamente después de haberlo escuchado) fueron: ¡No entendí nada, pero nada! Hoy se especula si su muerte fue a causa de la desesperación o precisamente lo inverso, si en realidad murió de esperanza. Tal vez lo que realmente quiso decir haya sido: ¡Por fin no entendí algo!”.
En la breve antología de Le Monde sobre el cine incomprensible, no faltan 2001: Una odisea del espacio (Kubrick), por sus tres minutos de pantalla en negro en la apertura (que han generado tantas leyendas), y algunos de los filmes de David Lynch, como el desazonante Lost Highway (Carretera perdida). Se podrían añadir ciertas películas de espías, como el reciente El topo, de Tomas Alfredson, basado en Le Carré y totalmente atestado de laberintos interiores imposibles de desentrañar. Nada grave. No olvidemos que Einstein decía que, después de todo, lo más incomprensible del mundo es que sea comprensible.
Enrique Vila-Matas es escritor.
—¿Sabe alguien qué venimos a hacer aquí?
Decía Unamuno que cada año, cuando acababa el curso, profesor y estudiantes seguían preguntándose lo mismo.
Seguramente, repetían curso todos los alumnos y, al finalizar el segundo año, ya no entendían ni la pregunta inicial. Me recuerda los 12 años que pasé estudiando en Barcelona en los Maristas sin llegar a entender nada. Aquel colegio era como el Instituto Benjamenta de la novela de Robert Walser: “Aquí venimos a aprender, pero no aprendemos nada”.
De todo esto me acordé cuando, al hablar de las películas a competición este año, Thierry Frémaux, delegado general del Festival de Cannes, dijo que The Lobster, del gran Yorgos Lanthimos —relato futurista en el que aquellos que no consiguen una pareja son transformados en animales— era “uno de esos filmes en los que no todo se entiende”.
Al día siguiente, Le Monde publicaba una breve antología de películas que son famosas por no entenderse en ellas todo. La encabezaba El sueño eterno, de Howard Hawks, filmada en 1946 y considerada la pionera de esta tendencia a incluir lo incomprensible dentro de un armónico y sensato conjunto. Quizás tuvo demasiados guionistas la adaptación de la novela de Chandler, pero el caso es que cuando Lauren Bacall canta en un tugurio, no está claro por qué. Y se sabe que cuando el productor le preguntó al novelista quién podría haber matado al chófer de la familia Sternwood, Chandler contestó: “Ni puta idea”.
Es una historia que recuerda a la que me contó Juan Marsé de cuando Victor Erice trabajaba con tan extraordinaria meticulosidad en el guión de El embrujo de Shanghai. Una tarde, Erice dejó la plaza Rovira de Barcelona, donde se pasaba horas tomando notas, y le preguntó a Marsé a qué se dedicaba el abuelo de un personaje secundario de la novela. Pasado el primer momento de estupor, la respuesta del escritor se pareció a la de Chandler.
“No comprender es una operación en la que conviene invertir mucho tiempo”, escribió Juan Tallón en la revista Vozed, en febrero de 2013. Yo invertí muchos años en la primera frase de un libro de Pavese: “Le llamaban Pedro porque tocaba la guitarra”. Como no había forma de entender qué significaba, publiqué un artículo en febrero de 2001 pidiendo que alguien me la explicara. Y un día, no sé dónde, el gran José María Riera de Leyva se tomó la molestia de explicármela. Me pasó unos datos muy precisos que lo justificaban todo, pero los he olvidado. Es decir, sigo igual que antes. Pero a veces pienso que es mejor así. Después de todo, siempre me funcionó una manera muy simple de averiguar si algo me gusta o no: me atrae lo que no entiendo; si lo entiendo, lo abandono corriendo.
Nunca olvidaré lo mucho que me atrajo en la primavera de 1963 el filme El año pasado en Marienbad, de Alain Resnais, con guion de Robbe-Grillet. Me fascinó porque no lo entendí y cada tarde, al salir del colegio, acudía al Savoy del Paseo de Gracia a correr el riesgo de que en cualquier desgraciado momento pudiera llegar a entenderla. Veinte veces la vi y veinte veces no la entendí. Sólo llegué a saber que se contaba en ese filme la historia de un hombre que en un extraño y decadente hotel trataba de convencer a una mujer de que ella y él, el verano anterior, habían tenido una relación. ¿Se trataba de un encuentro imaginario? El guionista Robbe- Grillet y el realizador Resnais discrepaban en este punto y también en todos los demás referidos a la película. Y los pobres o felices espectadores parecían quedar atrapados entre ambos, entre Robbe y Resnais, cabreados unos por el inmenso tedio, y alegres los otros por el entusiasmo que producía una obra de arte que, por decirlo con palabras de Le Monde “condenaba al público a no entender nada”.
Pero, ¿de verdad no entender es una condena? Más bien diría lo contrario, no entender es la puerta que se abre. El filme de Resnais deja entrever cómo será el sueño eterno que a todos nos espera después de la vida. ¿Sabe alguien como será exactamente? Nadie. Sólo podemos entreverlo pero de todos modos, aun suponiendo que llegáramos a percibirlo del todo, no lo entenderíamos.
Puede que la fascinación por fragmentos ininteligibles de películas provenga de nuestra sospecha de que esas secuencias dicen la verdad sobre lo que será nuestro sueño eterno. En el campo de los libros, lo mismo. Pienso en Sordello, un poema del victoriano Browning, que todavía hoy se resiste, no ya a su interpretación, sino a su comprensión más elemental. Reconstruye la vida de un trovador del siglo XIII. Pero no se entiende nada. Cuando fue publicado en marzo de 1840, causó furor porque todo el mundo quería leerlo para comprobar que el poema no tenía ni pies ni cabeza. Cuenta César Aira en su ensayo Lo incomprensible que aquello que Browning decía en Sordello quiso leerlo un hombre enfermo, amante de interpretar textos. Su mujer terminó por comprar el libro y leerle el poema: “Sus últimas palabras (pues irónicamente murió casi inmediatamente después de haberlo escuchado) fueron: ¡No entendí nada, pero nada! Hoy se especula si su muerte fue a causa de la desesperación o precisamente lo inverso, si en realidad murió de esperanza. Tal vez lo que realmente quiso decir haya sido: ¡Por fin no entendí algo!”.
En la breve antología de Le Monde sobre el cine incomprensible, no faltan 2001: Una odisea del espacio (Kubrick), por sus tres minutos de pantalla en negro en la apertura (que han generado tantas leyendas), y algunos de los filmes de David Lynch, como el desazonante Lost Highway (Carretera perdida). Se podrían añadir ciertas películas de espías, como el reciente El topo, de Tomas Alfredson, basado en Le Carré y totalmente atestado de laberintos interiores imposibles de desentrañar. Nada grave. No olvidemos que Einstein decía que, después de todo, lo más incomprensible del mundo es que sea comprensible.
Enrique Vila-Matas es escritor.
martes, 19 de noviembre de 2013
“Estados Unidos nunca aprende”. Robert Redford ahonda en el pasado más radical de su país en ‘Pacto de silencio’, un 'thriller' que dirige y protagoniza
Robert Redford (Santa Mónica, California, 1936) llega tarde a la entrevista. La prensa estadounidense, que también espera al actor y director y le conoce bien, bromea sobre lo que parece ya una costumbre. Pero él se lo puede permitir: a sus espaldas, sesenta años de carrera ya pesan.
Con todo, actuar y contar nuevas historias, dice, no le cansa. Hoy estrena Pacto de silencio, dirigida y protagonizada por él, y ya está trabajando en la siguiente, A walk in the woods. Y en 2014 se estrenarán en España Cuando todo está perdido, con Redford como único actor, y la superproducción Capitán América: el soldado de invierno. “Hay un momento en la vida que frenas o sigues y sigues haciendo cosas diferentes”, explica. Otros ejemplos de actividades que no le cansan: esquiar en Utah o viajar. “El arte es mi trabajo. Pero no podría hacerlo sin esos momentos alejado de él: en medio de la naturaleza con mi caballo, paseando, esquiando… para mí es tan básico como comer. Y me da fuerzas para, por ejemplo, llegar a Nueva York y cumplir con mis compromisos. Si tuviera que hacer esto cada día…”. Suspira y se ríe. Lo que no aguanta son los maratones promocionales y entre entrevista y entrevista necesita un descanso. Aunque haga esperar a la prensa por la que, al llegar, ha mostrado mucho interés.
A cada periodista que recibe en el hotel de Nueva York, Redford le choca la mano y le cuenta una anécdota de su país “¿España? Viví en Mijas con mi familia en 1967”. Y, casi sin tomar aire, sigue hablando y suelta toda esa energía que ha recuperado en su descanso. “La primera vez que estuve en España fue en los cincuenta. Yo no era un buen estudiante y después de un año en la Universidad me invitaron a marcharme. Así que decidí educarme por el mundo. Viajé por Francia, Italia, España… Estuve en Madrid, en Barcelona, en Mallorca… Aprendí a ver mi país con otros ojos. Porque Estados Unidos entonces era pura propaganda. Que si era un gran país, que si ganamos la guerra, bla, bla, bla…”.
La nostalgia que le entra a Redford no es casual. Pacto de silencio está basada en la historia de The Weather Underground, el grupo radical de finales de los sesenta que luchó contra la guerra de Vietnam. Un tiempo que vivió muy de cerca. “Cuando el movimiento surgió yo tenía unas obligaciones —mi carrera, mi familia— que no me permitieron unirme a ellos, pero les admiraba y apoyaba su causa. Yo también pensaba que Vietnam era una guerra construida falsamente por gente que no iba a lucharla. Como pasó después en Irak”. Y continúa. “El problema fue que el movimiento se frustró al ver que no conseguían nada pacíficamente y empezaron a usar la violencia. De ahí esa frase en la película: ‘Traer la guerra a casa”.
Pacto de silencio toma esa realidad como base para construir una historia de ficción en la que Robert Redford trabajó más de cuatro años, desde que leyó la novela de Neil Gordon, Los que te rodean (Editorial Alevosia). Redford interpreta al protagonista, un weatherman que 30 años después de separarse del grupo, oculto tras otra identidad, tiene que salir a la luz cuando una de sus excompañeras (Susan Sarandon) se entrega. “En los setenta ya me pareció que aquí había una película. Pero cuando decidí recuperarla me di cuenta de que lo interesante era lo que les pasó a todos los que tuvieron que vivir en la clandestinidad”.
Por eso, después de muchas vueltas de guion, Pacto de silencio es su particular versión de Los miserables. “El personaje de Shia LaBeouf es Javert y yo soy Jean Valjean”, dice sobre su novena película como director y que también toma algo —en el periodista que interpreta LaBeouf—, de uno de sus grandes éxitos como actor: Todos los hombres del presidente. “Esta es una historia de redención, de aprender de nuestros errores del pasado, algo que en mi país nunca hacemos”, dice aparentemente decepcionado y ya cansado, aunque, como en la película, Redford mantiene la esperanza. “Siempre habrá gente que quiera cambiar el sistema, gente joven, como ocurrió hace poco con Occupy Wall Street. Me fascinan todo estos cambios sociológicos de mi país. Habré visitado España o Francia, pero todas mis películas hablan de Estados Unidos, de los grises donde está su complejidad. Es lo que conozco y lo que me interesa”.
Fuente: El País.
Con todo, actuar y contar nuevas historias, dice, no le cansa. Hoy estrena Pacto de silencio, dirigida y protagonizada por él, y ya está trabajando en la siguiente, A walk in the woods. Y en 2014 se estrenarán en España Cuando todo está perdido, con Redford como único actor, y la superproducción Capitán América: el soldado de invierno. “Hay un momento en la vida que frenas o sigues y sigues haciendo cosas diferentes”, explica. Otros ejemplos de actividades que no le cansan: esquiar en Utah o viajar. “El arte es mi trabajo. Pero no podría hacerlo sin esos momentos alejado de él: en medio de la naturaleza con mi caballo, paseando, esquiando… para mí es tan básico como comer. Y me da fuerzas para, por ejemplo, llegar a Nueva York y cumplir con mis compromisos. Si tuviera que hacer esto cada día…”. Suspira y se ríe. Lo que no aguanta son los maratones promocionales y entre entrevista y entrevista necesita un descanso. Aunque haga esperar a la prensa por la que, al llegar, ha mostrado mucho interés.
A cada periodista que recibe en el hotel de Nueva York, Redford le choca la mano y le cuenta una anécdota de su país “¿España? Viví en Mijas con mi familia en 1967”. Y, casi sin tomar aire, sigue hablando y suelta toda esa energía que ha recuperado en su descanso. “La primera vez que estuve en España fue en los cincuenta. Yo no era un buen estudiante y después de un año en la Universidad me invitaron a marcharme. Así que decidí educarme por el mundo. Viajé por Francia, Italia, España… Estuve en Madrid, en Barcelona, en Mallorca… Aprendí a ver mi país con otros ojos. Porque Estados Unidos entonces era pura propaganda. Que si era un gran país, que si ganamos la guerra, bla, bla, bla…”.
La nostalgia que le entra a Redford no es casual. Pacto de silencio está basada en la historia de The Weather Underground, el grupo radical de finales de los sesenta que luchó contra la guerra de Vietnam. Un tiempo que vivió muy de cerca. “Cuando el movimiento surgió yo tenía unas obligaciones —mi carrera, mi familia— que no me permitieron unirme a ellos, pero les admiraba y apoyaba su causa. Yo también pensaba que Vietnam era una guerra construida falsamente por gente que no iba a lucharla. Como pasó después en Irak”. Y continúa. “El problema fue que el movimiento se frustró al ver que no conseguían nada pacíficamente y empezaron a usar la violencia. De ahí esa frase en la película: ‘Traer la guerra a casa”.
Pacto de silencio toma esa realidad como base para construir una historia de ficción en la que Robert Redford trabajó más de cuatro años, desde que leyó la novela de Neil Gordon, Los que te rodean (Editorial Alevosia). Redford interpreta al protagonista, un weatherman que 30 años después de separarse del grupo, oculto tras otra identidad, tiene que salir a la luz cuando una de sus excompañeras (Susan Sarandon) se entrega. “En los setenta ya me pareció que aquí había una película. Pero cuando decidí recuperarla me di cuenta de que lo interesante era lo que les pasó a todos los que tuvieron que vivir en la clandestinidad”.
Por eso, después de muchas vueltas de guion, Pacto de silencio es su particular versión de Los miserables. “El personaje de Shia LaBeouf es Javert y yo soy Jean Valjean”, dice sobre su novena película como director y que también toma algo —en el periodista que interpreta LaBeouf—, de uno de sus grandes éxitos como actor: Todos los hombres del presidente. “Esta es una historia de redención, de aprender de nuestros errores del pasado, algo que en mi país nunca hacemos”, dice aparentemente decepcionado y ya cansado, aunque, como en la película, Redford mantiene la esperanza. “Siempre habrá gente que quiera cambiar el sistema, gente joven, como ocurrió hace poco con Occupy Wall Street. Me fascinan todo estos cambios sociológicos de mi país. Habré visitado España o Francia, pero todas mis películas hablan de Estados Unidos, de los grises donde está su complejidad. Es lo que conozco y lo que me interesa”.
Fuente: El País.
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