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jueves, 30 de julio de 2020

Érase una vez Morricone

Hace muchos años alguien me contó la anécdota, que nunca pude verificar, de que un día Ennio Morricone estaba paseando con un amigo por Venecia cuando vieron, sentado en la terraza de un café, a Igor Stravinski. El amigo le dijo que lo conocía y que sería un placer presentárselo, pero Morricone, azorado, declinó la invitación: admiraba demasiado al gran compositor ruso para hacerle perder el tiempo. Sin embargo, el amigo insistió, se acercaron hasta la mesa, y tras las presentaciones, Morricone balbuceó un saludo y una serie de elogios. Al oír el apellido del recién llegado, el anciano alzó las gafas y comentó: «Así que usted es ese joven que ha compuesto algunas de las melodías más bellas del siglo XX».

He buscado y rebuscado esta anécdota en libros y bases de datos, de modo que a lo mejor es falsa, aunque tiene muchos elementos para ser verdad: la devoción que Morricone sentía por Stravinski y, en especial, por la Sinfonía de los salmos; el particular gusto del maestro ruso por Frescobaldi, Vivaldi, Pergolesi y los grandes operistas italianos -Verdi, Puccini, Leoncavallo, Mascagni- de quien Morricone heredó el dramatismo, el lirismo y las amplias líneas melódicas; la simple constatación de que, efectivamente, algunas de las melodías más bellas del siglo XX llevan su sello inconfundible. Aun así, sería difícil saber de cuáles hablaba Stravinski exactamente; puesto que murió en 1971, podía referirse a la grandiosa obertura de Los cañones de San Sebastián, de Henri Verneuil; al sublime adagio amoroso de El Greco, de Luciano Salce; o más probablemente a cualquiera de sus inolvidables colaboraciones en los westerns de Sergio Leone, quizá Once upon time in the West. Sin embargo, quiero creer que en la cabeza de Stravinski sonaba en ese instante el prodigioso crescendo de L’estasi dell’oro.

Como Bernard Herrmann, como Miklos Rózsa, como Erich Wolfgang Korngold, como su compatriota Nino Rota, como muy pocos más, Morricone es uno de los pilares esenciales de la música cinematográfica, un artífice inimitable que creó su propio sonido y que cambió de la noche a la mañana las fanfarrias del western. Antes de su brutal aterrizaje en 1964 en Por un puñado de dólares, las grandes epopeyas del oeste americano se nutrían de Copland, de canciones de frontera, de los maravillosos frescos sonoros de Alfred Newman, Jerome Moross y Dmitri Tiomkin. Morricone puso todo patas arriba sólo con una guitarra, un silbido, golpes de percusión, una trompeta y unos coros intempestivos. En el tinglado con que Sergio Leone revolucionó un género casi exhausto, llenándolo de mugre, de ponchos, de sangre, de cinismo y de rostros pétreos, la música de Morricone reviste al conjunto con el tronío de una ópera malvada y salvaje. Es curioso que Leone y él fuesen compañeros en el mismo colegio porque al reencontrarse, muchos años después, fue como si recobraran la infancia.

De la mano de su maestro, Goffredo Petrassi, Morricone aprendió en el conservatorio todo lo que podía serle útil, desde astucias armónicas a técnicas dodecafónicas, aunque conservó una curiosidad innata por cualquier clase de música, sin excluir canciones de la radio, espectáculos de cabaret y ruidos de la calle. Uno de sus primeros éxitos fue Se telefonando, un clásico de Mina que demuestra su innata facilidad melódica y su apego por la canzone italiana. Pero fue con los grandes directores italianos de la época (Pasolini, Petri, Montaldo, Corbucci y, por supuesto, Leone) donde Morricone asentó los cimientos de su arte: la idea clave de que la banda sonora no es un añadido o un subrayado al discurso cinematográfico sino el tuétano mismo de la imagen. Clint Eastwood fumando un caliqueño, Gian Maria Volonté esperando junto a la verja de la casa en la que va a cometer un asesinato, Claudia Cardinale descendiendo del tren con la maldición de su belleza imposible o Eli Wallach buscando una cruz perdida entre los cientos de cruces de un cementerio. Cualquiera de esas secuencias difícilmente funcionaría sin su esqueleto de sonidos, pero la banda sonora no sólo las contiene y las revive, sino que las transciende, como si Morricone, más que música, hiciera cine para ciegos.

Cada uno de nosotros guarda en la memoria varios de esos momentos inolvidables envueltos en una música estremecedora: los campesinos italianos de Pelliza da Volpedo arropados por el romanzo de Novecento, de Bertolucci; el ansia con que De Niro se asoma a su niñez en Érase una vez en América, de Leone; el perro perseguido por el helicóptero al comienzo de La cosa, de John Carpenter; el angustioso laberinto de la casa de Sean Connery en Los intocables, de Brian de Palma; Jeremy Irons hechizando con su oboe a los guerreros guaraníes en La misión, de Roland Joffé; Philippe Noiret llevando al niño en su bicicleta en Cinema Paradiso, de Giusseppe Tornatore. Son centenares y centenares de trabajos, pero aun así seguimos lamentando los que no llegaron a cuajar, como el malogrado proyecto de Leone sobre el cerco de Leningrado o el encargo de Kubrick para La naranja mecánica, que no salió adelante porque el director norteamericano se negaba a moverse de Londres y Morricone estaba atrincherado en Roma dando vida a ¡Agáchate, maldito!, el ultimo western de Leone.

Su música tiene el poder de las fábulas, el conjuro de esas melodías que reconocemos desde antes de nacer, de lo que ha sido escrito de una vez y para siempre. No se limitaba a componer hermosas baladas o atmósferas escalofriantes. «La música muestra lo que no se ve» dijo una vez, «puede contradecir lo que se dice o, viceversa, narrar algo que la imaginación no revela. En este sentido surge un deber moral para el compositor del cine, quien a mi juicio tiene una gran responsabilidad: yo la he sentido siempre». Sin proponérselo, alcanzó una responsabilidad aun mayor: dar forma a nuestros recuerdos, nuestro pasado y nuestra nostalgia.

Fuente:

https://blogs.publico.es/davidtorres/2020/07/07/erase-una-vez-morricone/

miércoles, 15 de abril de 2015

"Me declaro culpable" (de insubordinación). Howard Zinn y Paula Giddings

Introducción de Tom Engelhardt.

Para mí es una doble satisfacción publicar esta entrada a cuatro manos –un fragmento de un texto escrito por Howard Zinn en 1960 sobre las estudiantes del Spelman College que protestaron y se manifestaron, y otro en el que la historiadora Paula Giddings recuerda a Zinn y lo que significó Spelman hace 55 años–, un préstamo de la revista The Nation disponible en la página de TomDispatch. En primer lugar, Zinn, que murió en 2010, fue una de las figuras que colaboró con este sitio web. Siendo profesor en Spelman, participó activamente con sus alumnas en el Movimiento por los Derechos Civiles y por ello –como nos recuerda Giddings– fue despedido en 1963 por "insubordinación". En 2005 [fue invitado a dar el discurso de graduación, y] regresó orgulloso a Spelman [por tal motivo]. TomDispatch publicó [y sinpermiso tradujo en 2010] el texto del discurso de graduación en el que Zinn, con la impermeabilidad al desaliento y al desencanto que le caracterizaba, señaló lo que habían logrado quienes salieron a protestar en aquella época. ("La lección que esa historia entraña es que no debemos desesperar, que si tienes razón y te empeñas, las cosas cambiarán. Puede que el gobierno intente engañar a la gente, puede que los diarios y la televisión hagan lo propio, pero la verdad siempre halla el modo de salir a la luz. La verdad tiene un poder mayor que el de cien mentiras".)

En segundo lugar, TomDispatch es un proyecto del Nation Institute, lo que significa que The Nation es nuestro segundo hogar. Los dos textos interconectados que se reproducen más abajo han sido extraídos del monumental número especial que acaba de publicar la revista con motivo de su 150 aniversario, y aparecen en esta página gracias a la amabilidad de Katrina vanden Heuvel, la editora de The Nation durante las dos últimas décadas. Soy lo suficientemente viejo como para, forzando un poco la imaginación, poder pensar que llevo leyendo la revista ese siglo y medio. Pero, en realidad, no fue hasta los agitados años 60 cuando la encontré por primera vez, eché mano de ella con alivio y no la he soltado a lo largo de las décadas siguientes. Por eso siento una alegría especial al celebrar sus 150 años de vida y al comprobar que está más fuerte que nunca (no como algunos de nosotros).

Junto con otras publicaciones con las que tropecé en estos años, como I. F. Stone’s Weekly, The Nation ofrecía una alternativa muy necesaria a las anteojeras de los medios dominantes. En la era de Internet, décadas después de que muchas otras publicaciones alternativas desaparecieran, vanden Heuvel resume su papel y el de la revista de esta conmovedora manera: "Sobre todo, me veo como la administradora de una idea que ha sostenido a The Nation desde su fundación: la idea de que siempre hay alternativas –en la historia, en la política, en la vida– que podrían hacer de nuestro país y del mundo un lugar mucho más humano, justo y seguro". TomDispatch felicita a The Nation en su 150 aniversario con esta entrada doble. Tom

[El extracto de un texto de Howard Zinn de 1960, y el de Paula Giddings publicados en TomDispatch.com provienen del número especial que la revista The Nation acaba de publicar con motivo de su 150 aniversario, el cual estará en los quioscos a partir de abril. Aparecen aquí con el permiso de los editores de la revista.]

Del colegio para señoritas a los piquetes [1] Howard Zinn (6 de agosto de 1960)
Una tarde, hace algunas semanas, cuando el cerezo silvestre del campus del Spelman College estaba recién florecido y la hierba muy corta y aromática, una atractiva joven de piel canela atravesó el jardín en dirección a su residencia para fijar una petición en el tablón de anuncios. Decía así: "Señoritas que quieran participar en piquetes, por favor firmar aquí".

La petición, en un lenguaje poco corriente, revelaba que dentro de la dramática revuelta de los estudiantes negros de los college en el Sur se ha estado desarrollando otro fenómeno. Se trata de la toma de posición de las jóvenes mujeres negras con estudios en contra de lo aconsejado por sus mayores, generación tras generación: sé amable, educada y fina, no hables alto y no te metas en líos. En el campus de uno de los college para chicas negras más importantes del país –beato, formal, incrustado en la tradición de la elegancia y la moderación– estas exhortaciones están suscitando, por primera vez, un rechazo firme.

Las chicas del Spelman College siguen siendo "amables", pero no hasta el punto de dejar de marchar con pancartas de protesta por delante de los supermercados en el mismo corazón de Atlanta. Son educadas, pero de alguna manera esos buenos modales se han matizado al declarar recientemente que utilizarán cualquier método no violento para acabar con la segregación. Y en cuanto a lo de no meterse en líos, lo estaban haciendo muy bien hasta esta primavera, cuando catorce de ellas fueron detenidas y encarceladas por la policía de Atlanta. Las rígidas misioneras de Nueva Inglaterra que ayudaron a fundar el Spelman College a finales del siglo XIX probablemente lamentarían esta evolución de los acontecimientos, y los conservadores que hoy forman parte de la administración y el profesorado están bastante descontentos. Pero la respetabilidad ha dejado de ser respetable entre las jóvenes mujeres negras que estudian hoy en el college.

"Siempre puedes reconocer a una chica Spelman", se jactaron las ex-alumnas y los amigos del college durante años. La "chica Spelman" caminaba con gracilidad, hablaba correctamente, iba a misa los domingos, servía el té con elegancia y tenía todos los atributos asociados al producto final de un buen colegio privado para señoritas. Si por casualidad también terminaban desarrollándose el intelecto, el talento y la conciencia social, se trataría de subproductos no deseados.

Eso está cambiando. Sería exagerado decir: "Siempre puedes reconocer a una chica Spelman... porque está detenida". Pero la afirmación contiene algo de verdad.

Howard Zinn (1922–2010) escribió en The Nation desde 1960 hasta 2008. Todos esos artículos están compilados en Some Truths Are Not Self-Evident: Essays in The Nation on Civil Rights, Vietnam and the “War on Terror” (eBookNation, 2014).

Aprender la insubordinación Paula J. Giddings (Marzo, 2015)
En la época actual, con el feminismo "corporativo" [2] en un extremo del espectro y un discurso "anti-respetabilidad" en el otro, el ensayo del fallecido Howard Zinn nos habla de otro significado anterior de la liberación de las mujeres.

Zinn era descendiente de judíos rusos, un historiador influyente y, en 1960, un profesor muy querido en el Spelman College, la universidad para mujeres negras más antigua en la entonces segregada ciudad de Atlanta. El atributo "colegio para señoritas" en el título fue bien merecido: las chicas de Spelman, cuyas cartas de aceptación incluían la petición de acudir al campus con guantes blancos y faja, eran moldeadas para honrar las virtudes de la "verdadera-feminidad": devoción, pureza, domesticidad y sumisión.

Sin embargo, para 1960 las alumnas de Zinn habían pasado de ser modelos de cortesía "amables, educadas y finas" a ser manifestantes decididas que participaban en piquetes, organizaban sentadas y a veces eran detenidas y encarceladas por sus actividades. "[L]a respetabilidad ha dejado de ser respetable entre las jóvenes mujeres negras que estudian hoy en el college", concluía Zinn.

Esas jóvenes habían nacido en los años 40, e independientemente del origen y la formación de sus padres (que podían ser aparceros, profesores o médicos), su generación estaba destinada a pertenecer a un nuevo estrato de la sociedad estadounidense: la "burguesía negra", como la denominó el sociólogo E. Franklin Frazier. Una clase económica que literalmente estaba apretujada entre una pequeña élite negra y las masas negras, y que en buena medida surgió porque un número sin precedentes de mujeres con estudios, que históricamente habían sido excluidas de los trabajos desempeñados generalmente por mujeres, en ese momento tuvieron acceso no solo a las profesiones de la élite, sino también a los empleos administrativos, clericales y de la función pública.

Para las mujeres negras, que soportaban una enorme carga de estereotipos de hipersexualidad, este avance significó mucho más que un triunfo de simple movilidad social. Ahora, con estudios, más chicas podían escapar del trabajo de servicio doméstico y personal, donde eran objeto de explotación sexual no solo por parte de sus empleadores. Ser capaz de evitar un futuro tan desmoralizador había sido el sueño de generaciones de madres para sus hijas. Un sueño que escuché a menudo a mi propia abuela, que había emigrado al norte para que mi madre pudiera ser la primera de la familia con estudios universitarios. Era mucho lo que estaba en juego al intentar aprovechar estas nuevas oportunidades, y rebosaba intención y emoción.

En 1960, Spelman, al igual que otras instituciones educativas para negros –incluyendo aquellas que formaron y dieron empleo a los grandes abogados de los derechos civiles y a los grandes intelectuales de la época– toleraba mal las actividades estudiantiles que Zinn alentaba y a veces lideraba. Una cosa era apoyar la integración y la igualdad, y otra muy distinta aprobar una sentada en la biblioteca segregada o enfurecer a los políticos influyentes ocupando la parte de la Asamblea Legislativa de Georgia que podía ser visitada solo por blancos. Aunque estas acciones no eran tan dramáticas como los enfrentamientos mucho más violentos a los que estamos habituados, estas jóvenes mujeres también estaban poniendo sus vidas en peligro. La expulsión, la pérdida de una beca o de la posibilidad de estudiar y trabajar a la vez podían acabar con sus esperanzas de un futuro relativamente asegurado, y protegido.

No obstante, esta fue la generación Spelman de la que formó parte Ruby Doris Smith Robinson, una antigua debutante que entendió que el futuro a largo plazo de otras era más importante que su inmediato bienestar. Abandonó el college para unirse a los Freedom Riders [3]; se convirtió en una de las promotoras del "Jail, No Bail" [4]; y fue la primera mujer a la cabeza del Comité Coordinador Estudiantil No Violento (SNCC, por sus siglas in inglés), la principal organización juvenil.

Las feministas actuales podrían tener en cuenta la manera como Zinn entendió que sus estudiantes "amables, educadas y finas" no habían abandonado la respetabilidad, sino que la habían redefinido. Aquellas jóvenes comprendieron que estaban en un momento en el que la virtud requería comportarse mal, no hacerse un hueco en el sistema, un momento en el que cambiar las costumbres opresivas no iba a lograrse exhibiendo una conducta individual sin trabas que reforzaba estereotipos peligrosos.

Las antiguas alumnas de Spelman Alice Walker, ganadora del premio Pulitzer, y Marian Wright Edelman, fundadora de Children’s Defense Fund, reconocen que Zinn fue una figura clave en su propia transformación activista. El tipo de historia que él escribió y enseñó analizaba intelectualmente la tradición de la resistencia negra, como recordaba Edelman, animándolas a "pensar fuera de los marcos establecidos y a cuestionar en vez de aceptar la sabiduría popular". Para Walker, siempre temerosa de perder la beca que tanto necesitaba, el hecho de que Zinn no solo les apoyara sino que participara en las manifestaciones estudiantiles, le dio ánimos para "seguir" a pesar del riesgo.

El profesor también estaba asumiendo un riesgo, y en 1963 fue despedido de Spelman por insubordinación. "Me declaro culpable", respondió con orgullo, y al final esa experiencia les hizo mejores a todos, a las alumnas y al profesor. En una entrevista, Zinn dijo una vez que sus años en Spelman fueron "probablemente los años más interesantes, emocionantes e instructivos para mí. Aprendí yo más de mis alumnas que mis alumnas de mí".

[1] "Finishing school for pickets" en el inglés original. Un finishing school era un colegio privado para señoritas donde se aprendía a comportarse en sociedad. [N. de T.]
[2] "[L]ean-in" en el original en inglés. La autora está haciendo alusión al libro Lean In de la estadounidense Sheryl Sandberg, publicado en español con el título Vayamos adelante. [N. de T.]
[3] Los Freedom Riders eran activistas del movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos que viajaron en autobús por el Sur para probar la efectividad del fin de la segregación. [N. de T.]
[4] Al ser detenidos, algunos activistas hacían votos de "jail-no-bail", es decir, se oponían a que se pagara la fianza para no gastar el dinero de la campaña a favor de los derechos civiles. [N. de T.]
Paula J. Giddings es profesora de Estudios Afroamericanos en el Smith College y la editora de la antología Burning All Illusions: Writings From The Nation on Race (2002). Ha escrito varios libros, entre ellos Ida: A Sword Among Lions.
2015 The Nation Magazine
Fuente: http://www.tomdispatch.com/blog/175972/


https://rebelion.org/autor/howard-zinn/

domingo, 16 de mayo de 2010

La bondad

Ni harto de vino habría yo leído este Elogio de la bondad si John Bainville, que es uno de los más elegantes prosistas del inglés, no hubiese asegurado que uno de sus autores es uno de los más elegantes prosistas del inglés: como el énfasis en la bondad delata al malvado, cualquier persona medianamente sensata no puede de entrada evitar la sospecha de que los autores de un libro con ese título (Adam Phillips y Barbara Taylor) sólo pueden ser dos asesinos en serie o dos pederastas peligrosos, sino simplemente dos tontos de remate. Pero no sólo es cuestión de énfasis: ahora mismo la bondad es sospechosa. Un chiste reciente de El Roto lo dice mejor: en la viñeta, blandiendo un cuchillo de carnicero, aparece un tipo con pinta de haber convertido hace un segundo en carne picada a una clase entera de párvulos; el tipo se lamenta. “Dicen que soy una buena persona para desprestigiarme”. Así es: hoy la bondad es cosa de nenazas y de fariseos, un disfraz del egoísmo salvaje, una triquiñuela de moralistas y sentimentales, una virtud para perdedores o la forma más baja de la debilidad; hoy no existe tertuliano radiofónico que no cite a diario la frase de Plauto citada por Hobbes según la cual el hombre es un lobo para el hombre y que no recuerde que Rousseau, el mayor apologista moderno de la bondad, metió a sus cinco hijos en orfanatos; hoy diríase que la mayor aportación teórica realizada en España al debate político es el buenismo, esa palabra con que la derecha pretende denunciar la política que practica la izquierda, según ella basada en el mero altruismo y en las buenas intenciones; hoy, en fin, no hay escritor que no repita el dictum de Gide según el cual es imposible hacer buena literatura con los buenos sentimientos, que no pose de maldito y que no dedique por lo menos una novela a desentrañar el misterio del Mal…

Lo peor de todo lo anterior no es que sea del todo falso, sino que no es del todo cierto: no hay duda de que existe el fariseísmo de la bondad, pero tampoco de que la bondad en sí misma no es farisea; es muy probable que el hombre sea un lobo para el hombre, pero también que no sea sólo eso; no hay duda de que el divino Jean-Jacques no era un santo, pero tampoco de que los vicios de su vida no anulan las virtudes de sus libros; es muy probable que la izquierda practique a veces una política basada en el mero altruismo y en las buenas intenciones, pero también que la derecha practique a menudo una política basada en el mero egoísmo y en las malas intenciones. Y en cuanto al misterio del Mal, ¡Dios santo, cuánta memez pretenciosa se ha escrito en su nombre! Al fin y al cabo, si es verdad que el mal está en nuestra naturaleza y todos somos una panda de hijos de perra, lo misterioso no es el mal, sino el bien: lo misterioso es que haya quien tenga el coraje de violentar su naturaleza y ser bondadoso en vez de malvado.

Así que hay que reconocer que, sean lo que sean Phillips y Taylor, no son unos cobardes, sobre todo teniendo en cuenta que es casi imposible hablar bien de la bondad sin poner cara de idiota. Asombrosamente, Phillips y Taylor lo consiguen. Por lo demás, no es que desentrañen el misterio de la bondad, pero al menos aportan un punto de vista original sobre la cuestión; original no porque digan nada nuevo, sino porque dicen cosas viejas en un nuevo contexto, que es en lo que de verdad consiste la originalidad. Ese nuevo contexto es el nuestro: el de una sociedad donde el individualismo hobbesiano ha vencido y la batalla del hombre contra el hombre se lucha en todos los frentes. Y es ahí donde Phillips y Taylor vindican una vieja y original visión de la bondad, una visión precristiana o anticristiana que, desde los estoicos hasta los ilustrados –de Séneca a Rousseau–, propugna la bondad como placer, entre otras razones porque surge antes del amor a uno mismo que del amor a los demás: dado que somos seres fundamentalmente sociales, no podemos ser felices sin la felicidad de quienes nos rodean, de manera que contribuir a la felicidad de los demás significa contribuir a nuestra propia felicidad. Esa contribución es la bondad, una bondad compleja y manchada y ferozmente humana –no simple ni impoluta ni arcangélica–, esencialmente gozosa también, dado que no ignora que, aunque seamos seres egoístas y violentos, tenemos necesidad de los demás, y que esa necesidad no es una humillación ni una flaqueza, sino una fuente de alegría y una garantía de plenitud vital.

Dicho esto, no faltará quien juzgue que, ya que no unos cobardes ni unos asesinos en serie ni unos pederastas peligrosos ni unos tontos de remate, Phillips y Taylor son unos optimistas descerebrados; no digo que no, ni siquiera –cosa más preocupante– que no lo sea yo, que a veces tiendo a pensar en secreto que la maldad es la forma más refinada de la estupidez, y la bondad, la forma más refinada de la inteligencia. Dicho esto, se preguntarán ustedes por qué se titula Contra la bondad un artículo que habría debido titularse En favor de la bondad. Mi respuesta a esta pregunta son dos preguntas: ¿acaso estoy yo obligado a poner cara de idiota desde el título? Y sobre todo: ¿habrían ustedes leído un artículo titulado En favor de la bondad? No mientan: ni hartos de vino. (Javier Cercas, El País)

Seguir aquí.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Hoy he visto la película Lol que comienza con esta música









If I could learn
Something from you
I found place once you
If I could which
If I could wait
If I could wait
And I could learn my name, ny eyes
And I could cry away to you
I never die , and lie to you
I don't know why, I found myself in you

There's one thing I cannot do
There's one thing I cannot do
To ...to miss you

If I could learn
Unpay the sky
And I could wish
alive

You on me
And I could wait
And I could wait
And I could learn