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domingo, 16 de mayo de 2010

La bondad

Ni harto de vino habría yo leído este Elogio de la bondad si John Bainville, que es uno de los más elegantes prosistas del inglés, no hubiese asegurado que uno de sus autores es uno de los más elegantes prosistas del inglés: como el énfasis en la bondad delata al malvado, cualquier persona medianamente sensata no puede de entrada evitar la sospecha de que los autores de un libro con ese título (Adam Phillips y Barbara Taylor) sólo pueden ser dos asesinos en serie o dos pederastas peligrosos, sino simplemente dos tontos de remate. Pero no sólo es cuestión de énfasis: ahora mismo la bondad es sospechosa. Un chiste reciente de El Roto lo dice mejor: en la viñeta, blandiendo un cuchillo de carnicero, aparece un tipo con pinta de haber convertido hace un segundo en carne picada a una clase entera de párvulos; el tipo se lamenta. “Dicen que soy una buena persona para desprestigiarme”. Así es: hoy la bondad es cosa de nenazas y de fariseos, un disfraz del egoísmo salvaje, una triquiñuela de moralistas y sentimentales, una virtud para perdedores o la forma más baja de la debilidad; hoy no existe tertuliano radiofónico que no cite a diario la frase de Plauto citada por Hobbes según la cual el hombre es un lobo para el hombre y que no recuerde que Rousseau, el mayor apologista moderno de la bondad, metió a sus cinco hijos en orfanatos; hoy diríase que la mayor aportación teórica realizada en España al debate político es el buenismo, esa palabra con que la derecha pretende denunciar la política que practica la izquierda, según ella basada en el mero altruismo y en las buenas intenciones; hoy, en fin, no hay escritor que no repita el dictum de Gide según el cual es imposible hacer buena literatura con los buenos sentimientos, que no pose de maldito y que no dedique por lo menos una novela a desentrañar el misterio del Mal…

Lo peor de todo lo anterior no es que sea del todo falso, sino que no es del todo cierto: no hay duda de que existe el fariseísmo de la bondad, pero tampoco de que la bondad en sí misma no es farisea; es muy probable que el hombre sea un lobo para el hombre, pero también que no sea sólo eso; no hay duda de que el divino Jean-Jacques no era un santo, pero tampoco de que los vicios de su vida no anulan las virtudes de sus libros; es muy probable que la izquierda practique a veces una política basada en el mero altruismo y en las buenas intenciones, pero también que la derecha practique a menudo una política basada en el mero egoísmo y en las malas intenciones. Y en cuanto al misterio del Mal, ¡Dios santo, cuánta memez pretenciosa se ha escrito en su nombre! Al fin y al cabo, si es verdad que el mal está en nuestra naturaleza y todos somos una panda de hijos de perra, lo misterioso no es el mal, sino el bien: lo misterioso es que haya quien tenga el coraje de violentar su naturaleza y ser bondadoso en vez de malvado.

Así que hay que reconocer que, sean lo que sean Phillips y Taylor, no son unos cobardes, sobre todo teniendo en cuenta que es casi imposible hablar bien de la bondad sin poner cara de idiota. Asombrosamente, Phillips y Taylor lo consiguen. Por lo demás, no es que desentrañen el misterio de la bondad, pero al menos aportan un punto de vista original sobre la cuestión; original no porque digan nada nuevo, sino porque dicen cosas viejas en un nuevo contexto, que es en lo que de verdad consiste la originalidad. Ese nuevo contexto es el nuestro: el de una sociedad donde el individualismo hobbesiano ha vencido y la batalla del hombre contra el hombre se lucha en todos los frentes. Y es ahí donde Phillips y Taylor vindican una vieja y original visión de la bondad, una visión precristiana o anticristiana que, desde los estoicos hasta los ilustrados –de Séneca a Rousseau–, propugna la bondad como placer, entre otras razones porque surge antes del amor a uno mismo que del amor a los demás: dado que somos seres fundamentalmente sociales, no podemos ser felices sin la felicidad de quienes nos rodean, de manera que contribuir a la felicidad de los demás significa contribuir a nuestra propia felicidad. Esa contribución es la bondad, una bondad compleja y manchada y ferozmente humana –no simple ni impoluta ni arcangélica–, esencialmente gozosa también, dado que no ignora que, aunque seamos seres egoístas y violentos, tenemos necesidad de los demás, y que esa necesidad no es una humillación ni una flaqueza, sino una fuente de alegría y una garantía de plenitud vital.

Dicho esto, no faltará quien juzgue que, ya que no unos cobardes ni unos asesinos en serie ni unos pederastas peligrosos ni unos tontos de remate, Phillips y Taylor son unos optimistas descerebrados; no digo que no, ni siquiera –cosa más preocupante– que no lo sea yo, que a veces tiendo a pensar en secreto que la maldad es la forma más refinada de la estupidez, y la bondad, la forma más refinada de la inteligencia. Dicho esto, se preguntarán ustedes por qué se titula Contra la bondad un artículo que habría debido titularse En favor de la bondad. Mi respuesta a esta pregunta son dos preguntas: ¿acaso estoy yo obligado a poner cara de idiota desde el título? Y sobre todo: ¿habrían ustedes leído un artículo titulado En favor de la bondad? No mientan: ni hartos de vino. (Javier Cercas, El País)

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