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martes, 27 de septiembre de 2022

_- Una obligación Internacional

_- Javier Cercas.

Unas semanas atrás publiqué en esta misma columna un texto titulado "No es memoria: es justicia", 
donde sostenía que la llamadqa Ley de Memoria Democrática"responde a una " obligación internaciuonal" en particular por lo que atañe al deber del Estado de localizar y exhumar a las víctimas del franquismo. Poco después recibí un correo electrónico de un amigo -un experto en derecho internacional humanitario (DIH) que trabaja como consejero jurídico para una organización internacional con sede en Ginebra, en el que reforzaba y ampliaba esa información elemental, pero a menudo olvidada. Sus observaciones son tan pertinentes que me siento abligado a glosarlas: primero porque ese tipo de argumentos apenas circula en el emponzoñado debate español sobre la cuestión; y, segundo, porque ello muestra que no estamos ante una cuestión partidaria, de izquierda contra derecha (o al revés), sino que, ante cualquier otra cosa, se trata de un asunto de respeto a la legislación internacional.

En su correo, mi amigo me explica que 
el DIH- conocido como derecho de la guerra o derecho internacional de conflictos armados- establece numerosas obligaciones jurídicas que deben respetarse por las partes en liza, 
también al final del conflicto; una de ellas es la búqueda de personas desaparecidas: el DIH impone a los bandos en cualquier guerra , en efecto deberes como la localización de tumbas o la necesidad de obtener informadión sobre el paradero de las personas extraviadas y de compartir dicha información con sus familiares, según acaba de hacer, por cierto el Estado colombiano, que ha creado una Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas.

Por ello, razona mi amigo; 
"No haber localizado las tumbas de quienes murieron durante la Guerra Civil, para exhumar sus cadáveres y entregarselo a las familias es no sólo una injuticia, como bien señalas en tu artículo, sino tambien una flagrante violación de las obligaciones jurídicas de España de conformidad con el derecho internacional"

Pregunta legítima: ¿hacía falta una Ley para cumplir con esas obligaciones?. En un artículo publicado el El Mundo el expresidente Aznar afirmaba que no. Pregunta obligada; entonces, ¿por qué todavía no ha cumplido con su deber el Estado? ¿Por qué no lo hizo el presidente Aznar? Que no existía una respuesta satisfactoria a esos interrogantes no constituye una prueba inequívoca de la necesidad de esa Ley de Memoria. Por lo demás, mi amigo recuerda una evidencia histórica, y es que el paso de la dictadura a la democracia supuso hacer la vista gorda con muchas violaciones del derecho internacional, y no sólo respecto a nuestro asunto. "Sucede lo mismo respecto a la ausencia de procesos judiciales para investigar crímenes de guerra", escribe. Así que con la ley internacional en la mano, la justicia española debería haber juzgado a los presuntos responsables de los crímenes de guerra cometidos por los franquistas; algunos todavía vivos tras la muerte de Franco; pero como en la guerra los republicanos también cometieron crímenes- esto no es equidistancia; es un hecho- en rigor debería haberse juzgado también a sus presuntos responsables. Es lo que tiene la ley que es igual para todos. Durante la tormentosa Transición, después de 3 años de guerra y 40 de dictadura (o de 43 de guerra), la clase política al completo y la inmensa mayoría de la población sintió que era imposible hacer del todo justicia y, al mismo tiempo, construir una democracia; Después de la tormenta todo el mundo es piloto, pero me pregunto que hubieramos hecho nosotros.

Así que ahora, con la democracia asentada en España, nuestra obligación consiste en terminar de hacer justicia (aunque ya sea tarde para hacerla del todo); ese es, o debería ser, el sentido profundo de la Ley de Memoria. Y por eso que, pese a haberse negado el PP de Feijóo a apoyar la ley si llega al poder no la derogue, como ya ha anunciado que hará y como hizo en la práctica el PP de Rajoy. Además de un tremendo error moral y político, supondrá un incumplimiento palmario de sus obligaciones internacionales.

Javier Cercas, columna de EL País semanal.

lunes, 26 de septiembre de 2022

_- No es memoria: es justicia

_- Javier Cercas.

¿A quién le parece mal que el Estado se haga cargo de exhumar y enterrar con dignidad al padre fusilado de una anciana?

A juzgar por algunas reacciones a la llamada ley de memoria democrática, se diría que sus detractores no la han leído. El principal reproche que le hacen a esa norma es que ataque a la Transición; ahora bien, esto es lo que dice la ley sobre ella: “La conquista y consolidación de la democracia en España ha sido el logro histórico más significativo de la sociedad española”. O: el consenso que hizo posible el fin del franquismo y la Constitución de 1978 “fue el espíritu de nuestra transición política, y ha sido la base de la época de mayor esplendor y prosperidad que ha conocido nuestro pais". La verdad hace tiempo que no leía semejantes diritambos sobre la Transición. Es cierto que por algún portón mal cerrado, se cuela en la ley alguna ambiguedad resbaladiza; ninguna , sin embargo que autorice a Merche Aizpurua (Bildu) a sostener que la norma sirve para "poner en jaque al relato de una Transición ejemplar". ¡Como si no supieramos que en la historia no existe ningún periodo ejemplar! ¿Y cómo iba a serlo la Transición si provocó más de medio millar de muertos, más de la mitad de ellos asesinados por ETA? En cuanto al reproche de que la ley se aprobó con los votos de Bildu, me parece irrelevante; si una ley es útil, me da igual que se apruebe con el apoyo de Bildu, de Vox o de los Morancos.

¿Es útil la ley? Admitamos que, a ratos , está escrita de pena. Además, siempre inquieta que un Estado legisle sobre la memoria, como advietieron en 2008 Pierre Nora, Eric Hobsbawm y otros grandes historiadores. Pero es que esa es la cuestión. en rigor no se trata de justicia; más precisamente; de justicia transicional, esa rama del derecho que, como escribe Alvarez Junco, se enfrenta con las violaciones sistemáticas y generalizadas de los derechos Humanos en las situaciones de opresión y conflicto violento -guerras civiles, dictadura-, de las que se quiere salir hacia otras de paz, democracia e instituciones sometidas a normas". Este tipo de justicia abarca diversos campos, desde la justicia penal o la verdad histórica hasta la reparación de las victimas, en algunos de los cuales la democracia española más de lo que se suele recordar (a mediados de los años noventa, el 26% de los presupuestos del régimen de clases pasivas iba para las victimas); pero no ha hecho lo suficiente. La nueva ley, que no obedece a un capriicho del Gobierno, sino a una obligación internacional, corrige alguna carencias: impide que la Ley de Amnistía de 1977 pueda amparar delitos de genocidios y crímenes contra la humanidad; prevé una declaración general de condena del franquismo, que nunca se ha producido; declara ilegal los tribunales de la dictadura y nulas sus sentencias, y , sobre todo, obliga al Estado a asumir la exhumación de las victimas. no entiendo que se pueda estar contra eso. 

¿A alguien le parece mal que el Estado se haga cargo de exhumar y enterrar con dignidad al padre fusilado de una anciana, cuyo cadáver lleva más de 80 años en una fosa común? 
¿Cómo es posible que quienes exigen con razón desagravio, justicia y recuerdo para las victimas de ETA no los exijan también para las del franquismo? ¿ O es que las víctimas sólo son víctimas si son nuestras? dicho esto, repito que la ley presenta problemas, el mayor de los cuales es que no ha sido aprobada por una gran mayoría del Congreso, que al menos abarque al PP. Este asunto exige una casi unanimidad: primero, porque la democracia consiste en un minimo acuerdo sobre el presente, y un mínimo acuerdo sobre el pasado; y segundo porque en cuanto el PP llegue al poder derogará la ley (como ya hizo en la práctica con la anterior). Y estaremos donde estábamos.

Se dice que las heridad de una guerra civil tardan cien años en curarse. El problema es que nuestra guerra ni acabó en 1939, sino en 1978, porque el franquismo no fue la paz, sino la guerra por otros medios. Como sea, yo espero que, con todos sus defectos e insuficiencias, esta ley sirva para que, dentro de 14 años, cuando pasado un siglo del principio de todo, las heridas duelan menos. 

Javier Carca. El Pais Semanal. 7 de agosto de 2022.

viernes, 17 de agosto de 2018

Los amigos de Kant. Javier Cercas

Michel de Montaigne odiaba con razón la mentira porque consideraba que violaba la primera regla de la relación entre humanos, según la cual todos estamos obligados a decirnos la verdad. Esta norma rige incluso para los autores de ficción, salvo cuando escribimos ficción, en cuyo caso se nos autoriza a saltárnosla para escribir algo que no es exactamente una mentira, aunque se le parece bastante (en latín, mentire significa a la vez mentir e inventar: Atque ita mentitur, dice Horacio en elogio de Homero, sic veris falsa reminiscet; o sea: “Y así miente/inventa, así mezcla lo falso con lo verdadero”). Pero incluso Montaigne admitía que, aunque siempre estemos obligados a no mentir, no siempre estamos obligados a decir la verdad, o al menos toda la verdad, y no conozco ningún filósofo relevante que considere que la regla universal de no mentir no admite excepciones, que no existe eso que Platón llama las “nobles mentiras”. El único es Kant, quien puso un ejemplo célebre: supongamos que un amigo se refugia en mi casa porque le persigue un asesino; supongamos que el asesino llama a la puerta y me pregunta si mi amigo está en casa; en esta situación, dice Kant, yo no estoy autorizado a mentir para intentar salvar a mi amigo, sino que mi obligación es, como siempre, decir la verdad, aunque el asesino entre en mi casa y mate a mi amigo. Sobra decir que los argumentos con que Kant respalda su postura son de una gran solidez lógica, aunque pocos, incluso entre los propios kantianos, parecen dispuestos a aceptarlos (no ha faltado quien califique su punto de vista de lunático, ni quien lo haya considerado una broma), y es posible que esos admirables razonamientos demuestren de forma admirable que la lógica limita con el absurdo. Comentando lo anterior, De Quincey acusa a Kant de cómplice virtual de asesinato.

No dejo de pensar en todo esto desde que Pedro Sánchez y Quim Torra se entrevistaron en La Moncloa y, entre sonrisas, apretones de manos y palmaditas en la espalda, restablecieron las relaciones rotas entre el Gobierno y la Generalitat. Cuando aún no era presidente, Sánchez dijo de Torra que era un racista y un xenófobo, y lo comparó con Le Pen; se quedó corto, claro está: hay candidatos de Le Pen que han sido destituidos por haber dicho sobre sus conciudadanos cosas muchísimo más amables que las que Torra ha escrito sobre los suyos. Sea como sea, si algo sabemos de la reunión que mantuvieron ambos políticos es que Sánchez no le dijo a Torra la verdad de lo que pensaba de él, o al menos toda la verdad. ¿Hizo mal? No: como el diálogo entre ambos Gobiernos es la única vía posible hacia una solución, por remota que sea, Sánchez hizo lo que debía hacer, que es lo que cualquier político serio hubiera hecho, empezando por los que, tras la reunión, afirmaron que hizo mal. Diré toda la verdad: yo me lo pensaría dos veces antes de darle la mano a Torra, y quizá acabaría no dándosela a menos que abominase pública y taxativamente de las atrocidades que ha escrito; pero, si tuviera alguna responsabilidad política (cosa que gracias a Dios nunca ocurrirá), me hartaría de sonreírle, de darle apretones de manos e incluso, si a mano viene, besos con lengua, siempre que tal desenfreno sirviese para empezar a arreglar el problema. En el fondo, supongo, estamos otra vez con la vieja distinción de Max Weber entre “ética de la convicción” —la que se ocupa de los actos sin reparar en sus consecuencias— y “ética de la responsabilidad” —la que, en vez de ocuparse sólo de la bondad de los actos, se ocupa sobre todo de la bondad de las consecuencias de los actos—: la primera es la que debe dominar la vida individual, y por eso es la ética del hombre bueno; la segunda, la que debe dominar la vida colectiva, y por eso es la ética del buen político. Quizá por eso es tan difícil para un buen hombre ser un buen político y para un buen político ser un buen hombre.

No creo que Montaigne discrepara de esto. En cuanto a Kant, la verdad es que, cada vez que recuerdo los impecables argumentos con que prueba que es correcto entregar un amigo a un asesino, me pregunto qué pensarían de él sus amigos.

https://elpais.com/elpais/2018/07/23/eps/1532340977_365231.html

domingo, 16 de mayo de 2010

La bondad

Ni harto de vino habría yo leído este Elogio de la bondad si John Bainville, que es uno de los más elegantes prosistas del inglés, no hubiese asegurado que uno de sus autores es uno de los más elegantes prosistas del inglés: como el énfasis en la bondad delata al malvado, cualquier persona medianamente sensata no puede de entrada evitar la sospecha de que los autores de un libro con ese título (Adam Phillips y Barbara Taylor) sólo pueden ser dos asesinos en serie o dos pederastas peligrosos, sino simplemente dos tontos de remate. Pero no sólo es cuestión de énfasis: ahora mismo la bondad es sospechosa. Un chiste reciente de El Roto lo dice mejor: en la viñeta, blandiendo un cuchillo de carnicero, aparece un tipo con pinta de haber convertido hace un segundo en carne picada a una clase entera de párvulos; el tipo se lamenta. “Dicen que soy una buena persona para desprestigiarme”. Así es: hoy la bondad es cosa de nenazas y de fariseos, un disfraz del egoísmo salvaje, una triquiñuela de moralistas y sentimentales, una virtud para perdedores o la forma más baja de la debilidad; hoy no existe tertuliano radiofónico que no cite a diario la frase de Plauto citada por Hobbes según la cual el hombre es un lobo para el hombre y que no recuerde que Rousseau, el mayor apologista moderno de la bondad, metió a sus cinco hijos en orfanatos; hoy diríase que la mayor aportación teórica realizada en España al debate político es el buenismo, esa palabra con que la derecha pretende denunciar la política que practica la izquierda, según ella basada en el mero altruismo y en las buenas intenciones; hoy, en fin, no hay escritor que no repita el dictum de Gide según el cual es imposible hacer buena literatura con los buenos sentimientos, que no pose de maldito y que no dedique por lo menos una novela a desentrañar el misterio del Mal…

Lo peor de todo lo anterior no es que sea del todo falso, sino que no es del todo cierto: no hay duda de que existe el fariseísmo de la bondad, pero tampoco de que la bondad en sí misma no es farisea; es muy probable que el hombre sea un lobo para el hombre, pero también que no sea sólo eso; no hay duda de que el divino Jean-Jacques no era un santo, pero tampoco de que los vicios de su vida no anulan las virtudes de sus libros; es muy probable que la izquierda practique a veces una política basada en el mero altruismo y en las buenas intenciones, pero también que la derecha practique a menudo una política basada en el mero egoísmo y en las malas intenciones. Y en cuanto al misterio del Mal, ¡Dios santo, cuánta memez pretenciosa se ha escrito en su nombre! Al fin y al cabo, si es verdad que el mal está en nuestra naturaleza y todos somos una panda de hijos de perra, lo misterioso no es el mal, sino el bien: lo misterioso es que haya quien tenga el coraje de violentar su naturaleza y ser bondadoso en vez de malvado.

Así que hay que reconocer que, sean lo que sean Phillips y Taylor, no son unos cobardes, sobre todo teniendo en cuenta que es casi imposible hablar bien de la bondad sin poner cara de idiota. Asombrosamente, Phillips y Taylor lo consiguen. Por lo demás, no es que desentrañen el misterio de la bondad, pero al menos aportan un punto de vista original sobre la cuestión; original no porque digan nada nuevo, sino porque dicen cosas viejas en un nuevo contexto, que es en lo que de verdad consiste la originalidad. Ese nuevo contexto es el nuestro: el de una sociedad donde el individualismo hobbesiano ha vencido y la batalla del hombre contra el hombre se lucha en todos los frentes. Y es ahí donde Phillips y Taylor vindican una vieja y original visión de la bondad, una visión precristiana o anticristiana que, desde los estoicos hasta los ilustrados –de Séneca a Rousseau–, propugna la bondad como placer, entre otras razones porque surge antes del amor a uno mismo que del amor a los demás: dado que somos seres fundamentalmente sociales, no podemos ser felices sin la felicidad de quienes nos rodean, de manera que contribuir a la felicidad de los demás significa contribuir a nuestra propia felicidad. Esa contribución es la bondad, una bondad compleja y manchada y ferozmente humana –no simple ni impoluta ni arcangélica–, esencialmente gozosa también, dado que no ignora que, aunque seamos seres egoístas y violentos, tenemos necesidad de los demás, y que esa necesidad no es una humillación ni una flaqueza, sino una fuente de alegría y una garantía de plenitud vital.

Dicho esto, no faltará quien juzgue que, ya que no unos cobardes ni unos asesinos en serie ni unos pederastas peligrosos ni unos tontos de remate, Phillips y Taylor son unos optimistas descerebrados; no digo que no, ni siquiera –cosa más preocupante– que no lo sea yo, que a veces tiendo a pensar en secreto que la maldad es la forma más refinada de la estupidez, y la bondad, la forma más refinada de la inteligencia. Dicho esto, se preguntarán ustedes por qué se titula Contra la bondad un artículo que habría debido titularse En favor de la bondad. Mi respuesta a esta pregunta son dos preguntas: ¿acaso estoy yo obligado a poner cara de idiota desde el título? Y sobre todo: ¿habrían ustedes leído un artículo titulado En favor de la bondad? No mientan: ni hartos de vino. (Javier Cercas, El País)

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