He tenido la fortuna de participar hace unos días en el Congreso organizado por la Academia La Pizarra en el Palacio de Congresos de la ciudad de Valencia. El equipo responsable, que derrocha entusiasmo y compromiso por la educación, convocó a mil quinientas personas capaces de llevarte en volandas hasta territorio de la ilusión.
Después de dos años sin encuentros presenciales había en el ambiente una corriente de empatía que intensificaba los abrazos y ampliaba las sonrisas en la mirada de los asistentes. Las mascarillas nos recordaban de dónde veníamos, dónde estábamos y hacia dónde debíamos caminar para poner fin a la terrible pandemia. Comprobamos que la presencia física alimenta de otra forma los corazones.
En el acto de inauguración hubo una actividad emocionante. Nos pidieron al entrar que cubriésemos los ojos con un antifaz para experimentar así lo que se siente cuando nos falta uno de los sentidos que más información nos aporta en la vida y en la escuela. Escuchamos una voz femenina que daba instrucciones sobre pasos de ballet clásico. Cuando retiramos el antifaz descubrimos en el escenario un numeroso grupo de bailarinas entre las que había muchas niñas con discapacidad motora o cognitiva que bailaban desde sus sillas de ruedas o ayudadas por sus monitoras. Pertenecían todas a la Asociación Ballet Vale+ que, con la ayuda de la Escuela de Danza de Esther Mortes, pone la danza al servicio del derribo de barreras excluyentes.
Hubo también otra interesante y significativa iniciativa, entre muchas otras. Sobre el escenario aparecía un alto muro que deberíamos ir derribando. El muro simbólico estaba construido con cajas que tenían nombres diversos: burocracia, prisa, automatismo, temario, pantallas, redes sociales. Un muro que se fue cayendo a medida que avanzaba la jornada.
Intervinieron con sensibilidad y acierto miembros de la Academia la Pizarra enriqueciendo las conferencias que nos habían encargado a Francesco Tonucci, Mar Romera, José Antonio Fernández Bravo, Heike Freire y yo mismo.
El lema del Congreso decía lo siguiente: “Para mirarte mejor. Escuchar para enseñar”. Y a esto último quiero dedicar el artículo de esta semana, al difícil arte de saber escuchar. Especialmente a los niños y a las niñas, especialmente a los jóvenes y a las jóvenes. Porque, como no son adultos que puedan exigir (a veces ni pedir) atención, solemos despachar la escucha de sus problemas, dudas, dificultades y alegrías sin dedicar mucho tiempo y mucho esfuerzo.
Conté en mi conferencia que a la persona que mejor he visto escuchar en mi vida fue a Carl Rogers. Después de leer textos suyos sobre la importancia y la necesidad de la escucha, quise comprobar si lo que escribía eran puras y hermosas teorías o si se correspondía el discurso con la práctica. Y se correspondía.
En su libro “Psicoterapia centrada en el cliente” dice Carl Rogers: “Si un ser humano te escucha, estás salvado como persona”. Pues bien, en un workshop de diez días celebrado en Madrid, tuve la oportunidad de observar que, cuando el psicólogo norteamericano escuchaba, no había nada más importante para él en el mundo que su interlocutor. Le vi casi levitando en la silla durante horas. En la clausura de aquel evento dije que, con sorpresa y admiración, había comprobado que Carl Rogers no tenia ni próstata ni vejiga, porque, aunque tenía ya 76 años, le había visto permanecer horas sin levantarse para ir al baño.
Hubo un hecho en el que vi que escuchaba más allá de la palabra y de los gestos. Un asistente de raza negra hizo una intervención después de una tremenda agresión recibida de una colega. No hizo referencia a las palabras de la compañera. Hizo una exposición que pareció serena y sincera. Carl Rogers le miró fijamente durante unos segundos (nunca olvidaré ese momento) y dijo:
Adivino detrás de tus palabras, un profundo desgarramiento interior.
Ese hombre se echó a llorar y abandonó la sala. Me pregunté: ¿Cómo le escuchaba Carl Rogers? Fue más allá de las palabras, más allá de expresión que las había acompañado. Lo caló porque le había escuchado profundamente.
Parece que escuchar es fácil. Basta no tener tapones en los oídos. Creo, por el contrario, que se trata de una tarea tan compleja que no podremos hacerla perfectamente nunca por mucho que nos ejercitemos.
Voy a plantear tres tipos de exigencias que resultan necesarias para la escucha que suele denominarse activa.
Exigencias verbales. Uno de los factores que bloquean la expresión de quien habla es que el adulto empiece a dar consejos inmediatamente, sin poder evitarlo. Por eso los adolescentes hablan tan poco con sus padres. Es muy difícil que si una adolescente le dice a sus padres que se ha enamorado de su profesor de matemática, la madre pregunte cosas sobre él. Es probable que se enfade y que le amenace con cambiarle de colegio. Sin embargo sí seguirá hablando con su amiga. También bloquea la expresión el que el adulto se ponga a discutir, a reprochar, a ridiculizar, a culpabilizar a quien habla por lo que dice o por cómo lo dice.
Exigencias paraverbales. Hay que mirar atentamente a quien habla. No se puede escuchar bien sin mirar. Hay que hacerse eco de lo que dice quien habla (afirmar con la cabeza, sonreír, decir ajá…). Todo eso significa: te estoy escuchando, estoy aquí. Quien escucha tiene que permanecer tranquilo, no dar muestras de tener prisa, o cansancio o aburrimiento.
Exigencias actitudinales. Creo que estas son las más importantes. Hay que prestar atención interiormente (dejando al margen los ruidos ajenos a la manifestación de quien habla), no hacer juicios de valor, no tener miedo a los silencios, tratar de llegar más allá de la expresión verbal y paraverbal.
Faltamos muchas veces al respeto a niños y a jóvenes. No les dedicamos tiempo, porque tenemos mucha prisa. Nos quieren decir algo y, cuando empiezan a hablar, suena nuestro móvil y mientras hablamos, le decimos con un gesto que siga diciendo qué es lo que quiere. Nunca lo haríamos con un adulto.
Muchas veces, cuando escuchamos, estamos más pendientes de lo que vamos replicar que de lo que nos están diciendo. Recuerdo que en un debate de clase, les dije a mis alumnos que, para intervenir, tenían que cumplir dos requisitos: pedir la palabra y repetir fielmente lo que había dicho el anterior interviniente. Al comienzo era frecuente que quien levantaba la mano para pedir la palabra, al requerir la segunda exigencia. dijese:
Perdón, no he escuchado a mi compañero…
Otras veces, cuando trataba de repetir lo que había dicho el compañero anterior, el interesado comentaba:
– No. No fue eso lo que dije…
En esos casos no podía intervenir. Trataba de conseguir que escuchasen con atención.
Contaba José Antonio Fernández Bravo en su conferencia que, a veces, preguntamos a los niños algo pero no tenemos en cuenta su respuesta. Es como si no les hubiésemos escuchado. Puso un ejemplo de la vida cotidiana.
– Niño, ¿quieres ir un rato al parque?, pregunta el adulto.
– No, ahora no me apetece, dice el niño.
– Pues venga, ponte el abrigo que hace falta respirar aire puro y, además, tengo que comprar pan.
¿Para qué le han preguntado?
Estoy seguro de que, aunque haya una tasa tan enorme de desempleo, si alguien se anuncia con la palabra ESCUCHO, si lo sabe hacer, encuentra pronto trabajo. No digo en el anuncio aconsejo, ni consuelo, ni diagnostico, ni curo, ni divierto. Digo ESCUCHO. Pienso que la mitad de la humanidad anda buscando a la otra media para que, en silencio, con paciencia, con afecto, con atención, con profundidad escuche sin interrumpir todo lo que quiere expresar.
Cuántos malos ejemplos ven nuestros niños y jóvenes de mala escucha en los programas de televisión: faltas de respeto, atropellos verbales, interrupciones, insultos, agresiones, mentiras… Y también en nuestras costumbres familiares y escolares.
Leí hace algún tiempo el libro ”Escucha activa”, de Elena Ariste Mur. Muchas páginas para aprender lo que parece que no tiene dificultad alguna pero que en realidad es tan importante como complejo. Decía Zenón de Elea: “Recordad que la naturaleza nos ha dado dos oídos y una sola boca para enseñarnos que más vale oír que hablar”. Ojalá que sepamos escuchar a los niños y a las niñas. Les hablamos mucho y les escuchamos poco. El Congreso organizado por La Pizarra ha sido una invitación emocionada a poner al niño y a la niña en el centro de la educación, de la escuela y de la vida. La palabra es suya. Escuchemos con atención.
El Adarve.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario