Necesitaba esto. Necesitaba apartarme un poco de series y películas para mirar más lento. No me bastaba solo con leer. (Leer, por la noche: que las líneas te recojan como una red). Fui al Thyssen a ver Realistas en Madrid, esa singular familia de exploradores que buscaron la calma del instante detenido, lo que ya no es pero sigue siendo, reluciente, en otra dimensión. Real is more real, dice una bolsa del museo.
Se abre una puerta: el cuarto de costura de la pintora Isabel Quintanilla. Brota un inventado olor a plancha como un pequeño fantasma de calor, y en la negritud de afuera se perciben las espirales de frío del viento que baja de la sierra. Sigo caminando. Mucha tristeza y mucho grito oníricamente constelados dentro de las estatuas de Antonio y Francisco López, tras los ojos de bronce e insólita madera, tras las caras incompletas.
Ahora, la Puerta del Sol bajo una luz de tormenta inminente. Cuesta creer en la fecha: 1979. Todo parece varado en los sesenta o finales de los cincuenta. Es como una foto, dice alguien deslumbrado por la nitidez que emerge del gris oscuro como hollín flotante. No es solo que Amalia Avia haya atrapado esa forma de vida que ya no existe, esos rótulos de callistas y academias politécnicas en primeros pisos, y el restaurante triste de la esquina, la puerta con el visillo a media altura: el cuadro exhala, sin distorsiones, la atmósfera amenazadora de las ciudades que visitamos en sueños.
La semejanza entre el realismo y la fotografía es elogio máximo o rechazo desdeñoso, pero en una foto no se advertiría la minuciosidad casi maníaca, ni se escucharía el silencio tras cada pincelada, como una novela escrita línea a línea.
Hay una humildad profunda en los realistas, quizás porque durante demasiado tiempo muchos miraron su arte por encima del hombro: no les parecía bastante moderno. Humildad y obstinación para seguir haciendo lo suyo, lo que se calificaba, arrugando la nariz, de figurativo.
Su arte está lleno de epifanías y de puentes. Los amarillos calientes del Cerro del Tío Pío cuando todavía no era parque, como frases de un relato de Ignacio Aldecoa o adjetivos de Rafael Sánchéz Ferlosio. El rótulo rojo brillando en la llanura como un clavel abriéndose. Antonio López le cuenta a Rut de las Heras cuando descubrió El Jarama a poco de aparecer: “Aquel realismo literal despertaba totalmente mi imaginación”.
Paseo una y otra vez por esas afueras, esos descampados, esos interiores donde espera un vaso de agua y una claridad precaria, ese bodegón de polvos de talco, laca de uñas y hojas de afeitar. La gota helada y pura que horada el suelo y cae, silenciosa, al otro lado.
Me limpio los ojos en esa primavera que despunta, ese detenimiento.
http://cultura.elpais.com/cultura/2016/04/06/actualidad/1459962199_496212.html
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jueves, 21 de abril de 2016
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