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viernes, 4 de agosto de 2023

Muere Monjalés, el artista que huyó de la policía franquista en una trepidante fuga e hizo las Américas.

José Soler Vidal ha fallecido en Valencia a los 91 años, tras una larga trayectoria, la mayor parte en Colombia. Fue miembro del Grupo Parpalló y participó en dos ediciones de la Bienal de Venecia.

José Soler Vidal, conocido como Monjalés, ante una de sus obras en la exposición de la Fundación Chirivella Soriano de Valencia, en 2014.


José Soler Vidal, conocido como Monjalés, ha fallecido esta pasada madruga a los 91 años, tras “permanecer ingresado en Hospital Clínico de Valencia atendido por excelentes profesionales”, según expone una escueta nota enviada por su familia. Monjalés fue un pintor y ceramista prestigioso, de éxito. Como miembro destacado del Grupo Parpalló fundado en Valencia en 1956, pretendía renovar el arte español en plena dictadura. Participó dos veces en la Bienal de Venecia, en 1960 y 1976, y fue uno de los precursores, junto con Antonio Saura y Eduardo Arroyo, de la tendencia nueva realidad e informalismo en España. Su funeral se celebrará en su pueblo natal, Albaida.

Nunca olvidó sus orígenes y al final de su vida se volvió a instalar en Valencia, tras desarrollar en Colombia la mayor parte de su trayectoria artística. Allí vivió exiliado y se labró una reconocida carrera sobre todo como ceramista, cuando con anterioridad había despuntado entre sus coetáneos como uno de los mejores pintores. Se tuvo que marchar de Valencia en una precipitada y rocambolesca fuga, perseguido por la policía y la justicia franquistas en 1967. Fue acusado de haber tomado parte en la manifestación del 1 de mayo en Valencia y de haber tirado piedras contra un guardia o ante un guardia. Fueron detenidas 12 personas. A Monjalés le pedían una condena de 14 años de cárcel por resistencia a la autoridad.

Monjalés recordó para este periódico en 2007 aquel accidentado episodio: “Fue una odisea. Fui a Barcelona en un coche, me alojé en casa de Raimon [cantante valenciano], cambié de casa porque pensábamos que nos vigilaba la policía, viajé a la Seu d’Urgell y, de ahí, hasta Andorra, en el maletero del coche de Raimon Obiols hasta que, el 15 de agosto de 1967, llegué a Francia”. Obiols, exdirigente el PSC, confirmó esta versión y añadió más detalles a la “odisea” en unas manifestaciones recogidas en la web del artista: “En Andorra se hizo cargo de él Jordi Costa, exguerrillero del POUM y militante socialista que vivía exiliado en el sur de Francia, en Perpiñán”. Tras huir de la ciudad en la que vivía, su estudio fue asaltado y saqueado, perdiéndose buena parte de su obra de aquella época.

Monjalés comenzó su trayectoria artística en los años cincuenta, con paisajes y retratos, tras estudiar en la Escuela de Bellas Artes de Valencia. A mediados de la década —en la serie Pacto de las premoniciones— se concentró en la tarea de reinterpretar El jardín de las delicias, de El Bosco. En 1957 se sumó a Parpalló, una agrupación de artistas valencianos, entre los que se encontraban Andreu Alfaro y Eusebio Sempere. Entonces se convirtió en un precursor del informalismo y la abstracción, lo que le abrió las puertas de exposiciones internacionales. Sin embargo, Monjalés prefirió entonces regresar a la figuración, a una pintura social, de compromiso político, hasta que la dictadura franquista truncó su vida y se exilió.

De carácter abierto, sociable, divertido, culto y gran lector, Monjalés estableció fuertes vínculos con la comunidad cultural en Colombia. Prueba de ello son estas palabras del cineasta y escritor de Medellín Sergio Cabrera, reproducidas también en su web: “Conocí a Monjalés hace más de 30 años y desde que lo vi por primera vez me sorprendió con su hospitalidad primero, luego con su amistad, y siempre por la gran claridad con que veía y analizaba todos los temas que tocábamos en las innumerables reuniones que hacíamos en su casa casi todos los domingos”.

Establecido en Bogotá, Monjalés no perdió el contacto con sus compañeros de generación. “Cuando llegué a Bruselas, en 1967, esa Navidad recibí un paquete de Andreu Alfaro que contenía turrón. Y, desde entonces, ninguna Navidad ha faltado ese regalo”, recordaba el artista en 2007, cinco años antes de retornar y establecerse en su tierra, donde finalmente ha fallecido, tal y como era su deseo.

jueves, 21 de abril de 2016

El detenimiento

Necesitaba esto. Necesitaba apartarme un poco de series y películas para mirar más lento. No me bastaba solo con leer. (Leer, por la noche: que las líneas te recojan como una red). Fui al Thyssen a ver Realistas en Madrid, esa singular familia de exploradores que buscaron la calma del instante detenido, lo que ya no es pero sigue siendo, reluciente, en otra dimensión. Real is more real, dice una bolsa del museo.

Se abre una puerta: el cuarto de costura de la pintora Isabel Quintanilla. Brota un inventado olor a plancha como un pequeño fantasma de calor, y en la negritud de afuera se perciben las espirales de frío del viento que baja de la sierra. Sigo caminando. Mucha tristeza y mucho grito oníricamente constelados dentro de las estatuas de Antonio y Francisco López, tras los ojos de bronce e insólita madera, tras las caras incompletas.

Ahora, la Puerta del Sol bajo una luz de tormenta inminente. Cuesta creer en la fecha: 1979. Todo parece varado en los sesenta o finales de los cincuenta. Es como una foto, dice alguien deslumbrado por la nitidez que emerge del gris oscuro como hollín flotante. No es solo que Amalia Avia haya atrapado esa forma de vida que ya no existe, esos rótulos de callistas y academias politécnicas en primeros pisos, y el restaurante triste de la esquina, la puerta con el visillo a media altura: el cuadro exhala, sin distorsiones, la atmósfera amenazadora de las ciudades que visitamos en sueños.

La semejanza entre el realismo y la fotografía es elogio máximo o rechazo desdeñoso, pero en una foto no se advertiría la minuciosidad casi maníaca, ni se escucharía el silencio tras cada pincelada, como una novela escrita línea a línea.

Hay una humildad profunda en los realistas, quizás porque durante demasiado tiempo muchos miraron su arte por encima del hombro: no les parecía bastante moderno. Humildad y obstinación para seguir haciendo lo suyo, lo que se calificaba, arrugando la nariz, de figurativo.

Su arte está lleno de epifanías y de puentes. Los amarillos calientes del Cerro del Tío Pío cuando todavía no era parque, como frases de un relato de Ignacio Aldecoa o adjetivos de Rafael Sánchéz Ferlosio. El rótulo rojo brillando en la llanura como un clavel abriéndose. Antonio López le cuenta a Rut de las Heras cuando descubrió El Jarama a poco de aparecer: “Aquel realismo literal despertaba totalmente mi imaginación”.

Paseo una y otra vez por esas afueras, esos descampados, esos interiores donde espera un vaso de agua y una claridad precaria, ese bodegón de polvos de talco, laca de uñas y hojas de afeitar. La gota helada y pura que horada el suelo y cae, silenciosa, al otro lado.

Me limpio los ojos en esa primavera que despunta, ese detenimiento.

http://cultura.elpais.com/cultura/2016/04/06/actualidad/1459962199_496212.html