_- Al comienzo de su espléndida edición (y traducción) de la Ética demostrada según el orden geométrico, de Baruch Spinoza, que además del texto original en latín aporta interesantes anexos, su responsable, Pedro Lomba, nos recuerda la inevitable sombra de extrañeza que se cierne sobre este filósofo, que ya le acompañó durante su breve vida (1632-1677) y que no ha dejado de crecer desde entonces. Algo de esta rareza se debe, sin duda, a su intransigente oposición a algunas de las tesis fundamentales de Descartes, quien acabaría siendo el gran triunfador de este capítulo de la historia de la filosofía. Pero lo que Spinoza recrimina a Descartes no es su racionalismo, sino todo lo contrario: el no haberlo llevado hasta sus últimas consecuencias. Y la radicalidad de sus enmiendas al cartesianismo, así como el absolutismo con el que apuesta por la completa identificación entre realidad y razón, hunden sus raíces en tierras más profundas que las de la polémica doctrinal y nos permiten atisbar mejor los motivos de esa persistente sensación de rareza.
Lo que este pensador reprocha a otros racionalistas no deja de ser el compromiso que hombres como Leibniz, Malebranche o el propio Descartes tenían con su época, en la cual tanto la identidad personal como la política estaban definidas ante todo por la pertenencia a una comunidad religiosa. Spinoza, judío holandés expulsado de la sinagoga, cuyos pasos seguía con mucho interés la Inquisición una vez enterada de que pensaba “que no había Dios sino filosofalmente”, carece por su peculiar situación de esos compromisos. Su discurso filosófico, igual que su borrosa ciudadanía, se instala en un lugar que era estrictamente imposible en sus días: la más absoluta aconfesionalidad. Por eso puede abrazar la retórica racionalista del que mira el mundo desde la perspectiva de la eternidad con mucho más arrojo que aquellos que se sienten ligados a su tiempo y que aún esperan algo de él. La Ética —versión definitiva de su sistema de metafísica— está escrita desde este “inhumano” punto de vista.
Otra vez la ética
Por eso, quien abre sus primeras páginas tiene la sensación de que el libro (publicado póstumamente y gracias a una donación anónima) no tiene autor y de que, simplemente, al igual que ocurre con las relaciones de causa y efecto que vinculan a los cuerpos entre sí, en esas páginas las ideas se siguen implacablemente unas de otras según el método infalible de las demostraciones de los geómetras, sin necesidad de que la voz de un ser contingente y finito las enuncie. El titánico esfuerzo de formalización (Axiomas, Definiciones, Corolarios, Proposiciones, Demostraciones, etcétera) que articula el libro contribuye a incluirlo en esa pequeña colección de escritos que, como el Tractatus de Wittgenstein y unos pocos más, parecen completamente indiferentes a su contexto histórico y hasta a sus lectores: comienzan absolutamente desde cero, sin hacerse cargo de lo que haya podido pensarse y decirse antes de ellos, se despliegan sin la menor vacilación acerca de la verdad de sus conclusiones y no manifiestan interés alguno en el juicio de la posteridad sobre sus argumentos.
Y precisamente porque instalarse en la aconfesionalidad no era del todo posible en el siglo XVII, Spinoza se convirtió muy pronto en un pensador maldito, a quien sólo se podía leer en secreto, proscrito por todas las Iglesias y citado únicamente por libertinos de la estirpe del Marqués de Sade. Personas que, en su inmensa mayoría, ni habían leído la Ética, ni estaban en condiciones de entenderla. Esto le granjeó la reputación que Gilles Deleuze glosaba en estos tres adjetivos: ateo (porque identificaba a Dios con la naturaleza), materialista (porque negaba la distinción sustancial entre el alma y el cuerpo) e inmoralista (porque rechazaba las morales de inspiración religiosa).
Pero sólo con escuchar este triplete ya habrá comprendido el lector que aquello que le convirtió en maldito en los siglos XVII y XVIII es precisamente lo que ha cimentado su resurrección en los siglos XIX y XX: primero, para otorgar al romanticismo cierta densidad metafísica; luego, para que el marxismo pudiera escapar de la tradición hegeliana y encontrar un recambio para adaptarse a los nuevos tiempos; y finalmente, para apuntalar el renacimiento filosófico de Nietzsche —que consideraba a Spinoza su precursor— en la década de 1960. Pero esto no ha hecho de él un pensador más familiar. Aunque sea comprensible el intento de recuperar su figura por parte de filosofías que, de un modo u otro, querían resucitar una teología secularizada como sentido de la historia o como exaltación de la creación revolucionaria, tras el gran desgaste sufrido por estos proyectos en la actualidad, nada puede eliminar el hecho de que, por mucho que a sus contemporáneos les pareciese un demonio, Spinoza es un teólogo de los pies a la cabeza, dedicado a demostrar la existencia de Dios y la inmortalidad del alma, y que difícilmente encaja en un tiempo que ya no soporta que haya Dios ni siquiera “filosofalmente”. Fue un extraño en el siglo XVII por pensar desde un lugar que no existía en su tiempo. Pero cuando ese lugar se hizo posible —en alguna medida, seguro, gracias a sus esfuerzos— y se recuperó su nombre, se convirtió también en un extraño entre nosotros.
Esta nueva edición nos da la oportunidad de volver a leer la Ética y descubrir que sí hubo alguien tras ella, alguien que se muestra en los Apéndices y en los Escolios, llenos de agudas observaciones empíricas, de colérica indignación contra la superstición y de cautelosa conciencia de los peligros del abismo existente entre los doctos y el vulgo.
Ética demostrada según el orden geométrico. Baruj Spinoza. Traducción y edición de Pedro Lomba. Trotta, 2020. 448 páginas. 30 euros.
https://elpais.com/cultura/2020/07/17/babelia/1594993795_651847.html?rel=listapoyo
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domingo, 9 de agosto de 2020
sábado, 8 de agosto de 2020
Spinoza superstar
Maestro absoluto de la modernidad, una avalancha de novedades y nuevas traducciones demuestra la vigencia del filósofo que fue condenado al ostracismo en su tiempo por pensar contra la superstición
Cualquiera de las ventanas de Pieter de Hooch, esas de marco blanco y reblandecido por la lluvia sobre el ladrillo rojo, podría ser la del estudio de Spinoza. No permanecía mucho tiempo en el mismo lugar. Como hiciera Nietzsche en busca de un clima benigno, él iba en pos de una mayor tranquilidad. No por la inclemencia del prójimo, sino por la necesidad de recluirse en silencio y pensar. Rijnsburg, Voorburg, La Haya, recala siempre en estancias no muy amplias, una de ellas, la última, separada en dos ambientes —el dormitorio y el taller— por una biblioteca de unos 160 volúmenes, entre los que se encontraban varios títulos de Descartes, los Elementa philosophica de Cive de Hobbes, Flavio Josefo, Maquiavelo, la Utopía de Moro, el Dictionarium rabbinicum de Nathan ben Jechiel, el De vita solitaria de Petrarca, también Los diálogos de amor de León Hebreo, en fin, libros de poemas de Quevedo y Góngora, las Novelas ejemplares de Cervantes y cinco biblias, entre ellas la Biblia sacra hebraica en la edición de Basilea de 1618.
Escribe de noche, contracorriente de unas ideas que están haciendo de Europa una encrucijada, esa Europa que ya delineaba, sin darse cuenta, el organigrama de la desesperación: lo estable e imperecedero, la duración implícita de nuestras empresas y creencias en las que nos afirmamos son ilusorios. Su imposible cumplimiento marcará un continente abocado a una sistemática autoaniquilación que ya forma parte argumental de un devenir histórico, que se alimenta de sus apocalipsis y del resentimiento que depara lo no alcanzado. Dios, inquebrantable hasta ese siglo XVII, ya no recuerda su pasado. En esta amnesia está el núcleo de la Modernidad, surge de ese olvido, del estrépito de una enorme grieta que se ha abierto en el suelo de las convicciones. Las máquinas perfectas, la apoteosis de la técnica, las invenciones más asombrosas, el arte, las ciencias, la audacia del juicio y de la imaginación fueron despojando de sus funciones a un Ser supremo que llevaba en cada mano un haz de destinos y los repartía. Pero después del alejarse de ese Dios cielo adentro y desaparecer, quedamos, al fin, nosotros, los creadores de realidad, los productores de caducidad. Porque el cepo está, una vez más, en la naturaleza de nuestra Razón que percibe “las cosas como poseyendo una especie de eternidad”, según se lee en la Ética.
reconstrucción de la biblioteca de Spinoza en su casa de Rijnsburg (Holanda).
Spinoza piensa para sus adentros que lo divisible, por esencia, es imperfecto; que la libertad de conciencia solo puede darse en un mundo laico. Frunce el ceño cuando se habla del más allá. No, la actividad divina no responde a una creación del azar, sino a lo que él llamaba “causalidad necesaria e inmanente”. Está persuadido de que aquello que “es” no podría existir de otro modo a como existe, y que la esencia no implica existencia. Pese a las promesas del racionalismo, el ser humano no es, ni será jamás, un mundo autónomo, bien al contrario: es fruto de la contingencia, puro pertenecer a un orden infinito. Descartes no está en lo cierto, pero reconoce que el suyo ha sido un sutilísimo ingenio, pues, como antes hicieran otros, dice Spinoza, ha buscado “algo intermedio entre el ser y la nada”, y esta búsqueda es vana porque implica apartarse de la verdad.
Él, que fuma en pipa como los personajes que tosen en la pintura de Adriaen Brouwer, que canturrea mientras pule las lentes con insólita perfección en su pequeño estudio, era visto como un descastado, es decir, como un hombre sin fe. Los católicos lo aborrecían, los protestantes lo vituperaban y los miembros de su comunidad judía, que abandonó por hastío, lo odiaban. Un biógrafo llamado Kortholt, sin duda malicioso, sabedor de que el filósofo había fallecido con placidez a los 44 años, se preguntaba “si tal calidad de muerte puede corresponder a un ateo”, a un “panteísta” que fue a descansar en un ataúd que costó 18 florines, hecho además por un cantor luterano con buenas manos para la carpintería.
Sello que usaba Spinoza en sus cartas, con una rosa y la palabra 'caute' (cautela), en un juego de palabras con su apellido y las espinas de la flor ('spinosa', en latín) que daría lugar al lema
Cuenta Johannes Colerus que el filósofo frecuentaba en Ámsterdam las clases que el indómito y escéptico Frans van den Enden daba en una librería y almacén de arte de su propiedad. Se murmuraba que allí se respiraba un aire ateísta. Comoquiera que recriminó a Spinoza que era impropio de su inquietud no tener un latín fluido, le sugirió que su hija, Clara María, se convirtiera en su maestra. Y así fue. Aquella muchacha dominaba tanto la lengua latina como la música, y eso lo cautivó. Cabe imaginarlo como a una de las proverbiales figuras de la pintura holandesa que escuchan a una joven mientras la miran con ademán discreto. Y eso que el autor de la Ética no era demasiado aficionado a la música, y menos a la que obedecía a una moda creciente entonces que destacaba, sobre todo, la melodía. Lo único que podía atraerlo era bien distinto: la simultaneidad de notas que conforman un todo, los acordes, su engranaje y progresión armónica. La capacidad narrativa de la melodía frente al acontecer de lo plural; el discurso explícito, pero ligero, frente al perfecto armazón de un orden de sonidos geométricamente demostrado. Solo nos hemos servido de una metáfora, pero ayuda a entender un pensamiento como el de Spinoza, que admite la existencia de una infinidad de formas infinitas que, si bien atribuibles a Dios, también son propiedad de las cosas finitas. ¿Y cómo así? Porque la verdad no depende en ningún caso de la duración.
Se comprende que Spinoza sea el menos amargo de los filósofos, el menos agraviado por su condición de mortal, por eso escribe en la Ética que quien se siente libre es porque no piensa en la muerte. La desenmascara como estrategia de coacción de los poderes políticos y religiosos. Eso hace tolerante a aquel judío de origen español, indulgente con las carencias de la condición humana. Somos, a duras penas, lo que somos. De ahí que le disgustara, por ejemplo, la representación pictórica de la vanitas, porque en ella hay intransigencia hacia nuestras debilidades. Y la tristeza, qué hacer con la tristeza. ¿No es un disfraz del miedo, la victoria anticipada de un sistema que nos imposibilita? Incluso la esperanza y la necesidad de vivir a resguardo son siervos suyos. Nada es tan conveniente como apagar la melancolía, al igual que la sed y el hambre. Y todo esto lo formulaba desde el corazón de una Europa que había empezado a cimentar el simulacro, a propagar la hipocresía como táctica, una hipocresía a veces llamada poder; otras, revolución; otras, abundancia; otras, igualdad. El vivir en este largo fingimiento ha terminado por confirmar que nuestra situación es accesoria, y que trabajamos con un probado ahínco en la gran y estrepitosa mentira.
LECTURAS
Ética demostrada según el orden geométrico. Baruj Spinoza. Traducción y edición de Pedro Lomba. Trotta, 2020. 448 páginas. 30 euros.
Biografías de Spinoza. Jelles, Bayle, Kortholt, Colerus y Lucas. Atilano Domínguez (ed.). Guillermo Escolar, 2020. 312 páginas. 22 euros.
Correspondencia. Baruj Spinoza Traducción de Atilano Domínguez. Guillermo Escolar, 2020. 400 páginas. 19,90 euros.
Spinoza. Una política del cuerpo social. Cristian Andrés Tejeda Gómez. Gedisa, 2020. 160 páginas. 16,90 euros.
El milagro de Spinoza. Frédéric Lenoir. Traducción de Ana Herrera. Ariel, 2019. 166 páginas. 18,90 euros.
Contra las mujeres. (In)justicia en Spinoza. Cecilia Abdo Ferez. Antígona, 2020. 118 páginas. 13 euros.
https://elpais.com/cultura/2020/07/17/babelia/1594986547_190851.html
miércoles, 5 de febrero de 2020
_- Para una nueva declaración universal de los derechos humanos
_- Boaventura De Sousa Santos
La Jornada
El gran filósofo del siglo XVII, Baruch Spinoza, escribió que los dos sentimientos básicos del ser humano (afectos, en su terminología) son el miedo y la esperanza. Y sugirió que es necesario lograr un equilibrio entre ambos, ya que el miedo sin esperanza conduce al abandono y la esperanza sin miedo puede conducir a una autoconfianza destructiva. Esta idea puede extrapolarse a las sociedades contemporáneas, especialmente en una época en la cual con el ciberespacio, las comunicaciones digitales interpersonales instantáneas, la masificación del entretenimiento industrial y la personalización masiva del microtargeting comercial y político, los sentimientos colectivos son cada vez más parecidos a los sentimientos individuales, aunque siempre sean agregaciones selectivas. Es por ello que actualmente la identificación con lo que se oye o se lee resulta tan inmediata (eso es precisamente lo que pienso, aunque nunca antes se haya pensado sobre eso), al igual que la repulsión (tenía buenas razones para odiar eso, a pesar de que nunca se haya odiado eso). De este modo, los sentimientos colectivos se convierten fácilmente en una memoria inventada, en el futuro del pasado de los individuos. Por supuesto, esto sólo es posible porque, a falta de una alternativa, la degradación de las condiciones materiales de vida se vuelve vulnerable a una reconfortante ratificación del statu quo.
Si convertimos esperanza y miedo en sentimientos colectivos, podemos concluir que tal vez nunca haya habido una distribución tan desigual del miedo y la esperanza a escala global. La gran mayoría de la población mundial vive dominada por el miedo: al hambre, a la guerra, a la violencia, a la enfermedad, al jefe, a la pérdida del empleo o a la improbabilidad de encontrar trabajo, a la próxima sequía o a la próxima inundación. Este miedo casi siempre se vive sin la esperanza de que se pueda hacer algo para que las cosas mejoren. Por el contrario, una diminuta fracción de la población mundial vive con una esperanza tan excesiva que parece totalmente carente de miedo. No teme a los enemigos porque considera que estos han sido anulados o desarmados; no teme la incertidumbre del futuro porque dispone de un seguro a todo riesgo; no teme las inseguridades de su lugar de residencia porque en cualquier momento puede trasladarse a otro país o continente (e incluso comienza a barajar la posibilidad de ocupar otros planetas); no teme la violencia porque cuenta con servicios de seguridad y vigilancia: alarmas sofisticadas, muros electrificados, ejércitos privados.
La división social global del miedo y la esperanza es tan desigual que fenómenos impensables hace menos de 30 años hoy parecen características de una nueva normalidad. Los trabajadores aceptan ser explotados cada vez más a través del trabajo sin derechos; los jóvenes emprendedores confunden la autonomía con la autoesclavitud; las poblaciones racializadas se enfrentan a prejuicios racistas que a menudo provienen de aquellos que no se consideran racistas; las mujeres y la población LGTBI siguen siendo víctimas de violencia de género, a pesar de todas las victorias de los movimientos feministas y antihomofóbicos; los no creyentes o creyentes de religiones equivocadas son víctimas de los peores fundamentalismos. En el plano político, la democracia, concebida como el gobierno de muchos en beneficio de muchos, tiende a convertirse en el gobierno de pocos en beneficio de pocos, el estado de excepción con pulsión fascista se va infiltrando en la normalidad democrática, mientras el sistema judicial, concebido como el estado de derecho para proteger a los débiles contra el poder arbitrario de los fuertes, se está convirtiendo en la guerra jurídica de los poderosos contra los oprimidos y de los fascistas contra los demócratas.
Es urgente cambiar este estado de cosas o la vida se volverá absolutamente insoportable para la gran mayoría de la humanidad. Cuando la única libertad que le quede a esta mayoría sea la libertad de ser miserable, estaremos ante la miseria de la libertad. Para salir de este infierno, que parece programado por un plan voraz y poco inteligente, es necesario alterar la distribución desigual del miedo y la esperanza. Es urgente que las grandes mayorías vuelvan a tener algo de esperanza y, para ello, es necesario que las pequeñas minorías con exceso de esperanza (porque no temen la resistencia de quienes sólo tienen miedo) tengan miedo de nuevo. Para que esto ocurra, se necesitarán muchas rupturas y luchas en los terrenos social, político, cultural, epistemológico, subjetivo e intersubjetivo. El siglo pasado comenzó con el optimismo de que rupturas con el miedo y luchas por la esperanza estaban cerca y serían eficaces. Este optimismo tuvo el nombre inicial e iniciático de socialismo o comunismo. Otros nombres-satélite se unieron a ellos, como republicanismo, secularismo, laicismo. A medida que el siglo avanzaba se unieron nuevos nombres, como liberación del yugo colonial, autodeterminación, democracia, derechos humanos, liberación y emancipación de las mujeres, entre otros.
Hoy, en la primera mitad del siglo XXI, vivimos entre las ruinas de muchos de esos nombres. Los dos primeros parecen reducirse, en el mejor de los casos, a los libros de historia y, en el peor, al olvido. Los restantes subsisten desfigurados o, como mínimo, se ven confrontados ante la perplejidad de acumular tantas derrotas como victorias protagonizan. Por estas razones, las rupturas y las luchas contra la distribución torpemente desigual del miedo y la esperanza serán una tarea ingente, porque todos los instrumentos disponibles para llevarlas a cabo son frágiles. Además, esta discrepancia constituye en sí misma una manifestación del desequilibrio contemporáneo entre el miedo y la esperanza. La lucha contra tal desequilibrio debe comenzar por los instrumentos que reflejan este mismo desequilibrio. Sólo a través de luchas eficaces contra este desequilibrio será posible señalar la expansión de la esperanza y la retracción del miedo entre las grandes mayorías.
Cuando los cimientos se derrumban, se convierten en ruinas. Cuando todo parece estar en ruinas, no hay más alternativa que buscar entre las ruinas, no sólo el recuerdo de lo que fue mejor, sino especialmente la desidentificación con lo que al diseñar los cimientos contribuyó a la fragilidad del edificio. Este proceso consiste en transformar las ruinas muertas en ruinas vivas. Y tendrá tantas dimensiones cuantas sean exigidas por la predictora socioarqueología. Comencemos hoy, al inicio de año, por los derechos humanos.
Los derechos humanos tienen una doble genealogía. A lo largo de su vasta historia desde el siglo XVI, fueron sucesivamente (a veces de manera simultánea) un instrumento de legitimación de la opresión eurocéntrica, capitalista y colonialista, y un instrumento de legitimación de las luchas contra esa opresión. Pero siempre fueron más intensamente instrumento de opresión que de lucha contra ella. Por eso contribuyeron a la situación de extrema desigualdad de la división global del miedo y la esperanza en la que nos encontramos hoy. A mediados del siglo pasado, tras la devastación de las dos guerras en Europa (con impacto mundial debido al colonialismo), los derechos humanos tuvieron un momento alto con la proclamación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que vino a sustentar ideológicamente el trabajo de la ONU. El 10 de diciembre pasado se conmemoraron los 71 años de la declaración. No es aquí el lugar para analizar en detalle este documento, que en su origen no es universal (de hecho, es cultural y políticamente muy eurocéntrico), pero que gradualmente se fue estableciendo como una narrativa global de dignidad humana.
Es posible decir que entre 1948 y 1989, los derechos humanos fueron predominantemente un instrumento de la guerra fría, lectura que durante mucho tiempo fue minoritaria. El discurso hegemónico de los derechos humanos fue usado por los gobiernos democráticos occidentales para exaltar la superioridad del capitalismo en relación al comunismo del bloque socialista de los regímenes soviético y chino. Según tal discurso, las violaciones de los derechos humanos solamente ocurrían en ese bloque y en todos los países simpatizantes o bajo su influencia. Las violaciones que había en los países amigos de Occidente, crecientemente bajo influencia de Estados Unidos, eran ignoradas o silenciadas. El fascismo portugués, por ejemplo, se benefició durante mucho tiempo de esa sociología de las ausencias, tal como sucedió con Indonesia durante el periodo en que invadió y ocupó Timor Oriental, o con Israel desde el inicio de la ocupación colonial de Palestina hasta hoy. En general, el colonialismo europeo fue por mucho tiempo el beneficiario principal de esa sociología de las ausencias. Así se fue construyendo la superioridad moral del capitalismo en relación con el socialismo, una construcción en la que colaboraron activamente los partidos socialistas del mundo occidental.
Esta construcción no estuvo libre de contradicciones. Durante este periodo, los derechos humanos en los países capitalistas y bajo la influencia de EU fueron muchas veces invocados por organizaciones y movimientos sociales en la resistencia contra violaciones flagrantes de esos derechos. Las intervenciones imperiales del Reino Unido y de EU en el Medio Oriente, y de EU en América Latina, a lo largo de todo el siglo XX, nunca fueron consideradas internacionalmente violaciones de derechos humanos, aunque muchos activistas de derechos humanos sacrificasen su vida defendiéndolos. Por otro lado, sobre todo en los países capitalistas del Atlántico Norte, las luchas políticas llevaron a la ampliación progresiva del catálogo de derechos humanos: los derechos sociales, económicos y culturales se juntaron a los derechos civiles y políticos. Surgió entonces cierta disociación entre los defensores de la prioridad de los derechos civiles y políticos sobre los demás (corriente liberal), y los defensores de la prioridad de los derechos económicos y sociales o de la indivisibilidad de los derechos humanos (corriente socialista o socialdemócrata).
La caída del Muro de Berlín en 1989 fue vista como la victoria incondicional de los derechos humanos. Pero la verdad es que la política internacional posterior reveló que, con la caída del bloque socialista, cayeron también los derechos humanos. Desde ese momento, el tipo de capitalismo global que se impuso desde la década de 1980 (el neoliberalismo y el capital financiero global) fue promoviendo una narrativa cada vez más restringida de derechos humanos. Comenzó por suscitar una lucha contra los derechos sociales y económicos. Y hoy, con la prioridad total de la libertad económica sobre todas las otras libertades, y con el ascenso de la extrema derecha, los propios derechos civiles y políticos, y con ellos la propia democracia liberal, son puestos en cuestión como obstáculos al crecimiento capitalista. Todo esto confirma la relación entre la concepción hegemónica de los derechos humanos y la guerra fría. Ante este escenario, se imponen dos conclusiones paradójicas e inquietantes, y un desafío exigente. La aparente victoria histórica de los derechos humanos está derivando en una degradación sin precedentes de las expectativas de vida digna de la mayoría de la población mundial. Los derechos humanos dejaron de ser una condicionalidad en las relaciones internacionales. Cuando mucho, en vez de sujetos de derechos humanos, los individuos y los pueblos se ven reducidos a la condición de objetos de discursos de derechos humanos. A su vez, el desafío puede formularse así:
¿Será todavía posible transformar los derechos humanos en una ruina viva, en un instrumento para transformar la desesperación en esperanza? Estoy convencido que sí. En la próxima crónica intentaré rescatar las semillas de esperanza que habitan la ruina viva de los derechos humanos.
Fuente: http://www.jornada.com.mx/2020/01/26/opinion/018a1mun
* Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez
Más: https://www.pagina12.com.ar/209111-reinventar-los-derechos-humanos
La Jornada
El gran filósofo del siglo XVII, Baruch Spinoza, escribió que los dos sentimientos básicos del ser humano (afectos, en su terminología) son el miedo y la esperanza. Y sugirió que es necesario lograr un equilibrio entre ambos, ya que el miedo sin esperanza conduce al abandono y la esperanza sin miedo puede conducir a una autoconfianza destructiva. Esta idea puede extrapolarse a las sociedades contemporáneas, especialmente en una época en la cual con el ciberespacio, las comunicaciones digitales interpersonales instantáneas, la masificación del entretenimiento industrial y la personalización masiva del microtargeting comercial y político, los sentimientos colectivos son cada vez más parecidos a los sentimientos individuales, aunque siempre sean agregaciones selectivas. Es por ello que actualmente la identificación con lo que se oye o se lee resulta tan inmediata (eso es precisamente lo que pienso, aunque nunca antes se haya pensado sobre eso), al igual que la repulsión (tenía buenas razones para odiar eso, a pesar de que nunca se haya odiado eso). De este modo, los sentimientos colectivos se convierten fácilmente en una memoria inventada, en el futuro del pasado de los individuos. Por supuesto, esto sólo es posible porque, a falta de una alternativa, la degradación de las condiciones materiales de vida se vuelve vulnerable a una reconfortante ratificación del statu quo.
Si convertimos esperanza y miedo en sentimientos colectivos, podemos concluir que tal vez nunca haya habido una distribución tan desigual del miedo y la esperanza a escala global. La gran mayoría de la población mundial vive dominada por el miedo: al hambre, a la guerra, a la violencia, a la enfermedad, al jefe, a la pérdida del empleo o a la improbabilidad de encontrar trabajo, a la próxima sequía o a la próxima inundación. Este miedo casi siempre se vive sin la esperanza de que se pueda hacer algo para que las cosas mejoren. Por el contrario, una diminuta fracción de la población mundial vive con una esperanza tan excesiva que parece totalmente carente de miedo. No teme a los enemigos porque considera que estos han sido anulados o desarmados; no teme la incertidumbre del futuro porque dispone de un seguro a todo riesgo; no teme las inseguridades de su lugar de residencia porque en cualquier momento puede trasladarse a otro país o continente (e incluso comienza a barajar la posibilidad de ocupar otros planetas); no teme la violencia porque cuenta con servicios de seguridad y vigilancia: alarmas sofisticadas, muros electrificados, ejércitos privados.
La división social global del miedo y la esperanza es tan desigual que fenómenos impensables hace menos de 30 años hoy parecen características de una nueva normalidad. Los trabajadores aceptan ser explotados cada vez más a través del trabajo sin derechos; los jóvenes emprendedores confunden la autonomía con la autoesclavitud; las poblaciones racializadas se enfrentan a prejuicios racistas que a menudo provienen de aquellos que no se consideran racistas; las mujeres y la población LGTBI siguen siendo víctimas de violencia de género, a pesar de todas las victorias de los movimientos feministas y antihomofóbicos; los no creyentes o creyentes de religiones equivocadas son víctimas de los peores fundamentalismos. En el plano político, la democracia, concebida como el gobierno de muchos en beneficio de muchos, tiende a convertirse en el gobierno de pocos en beneficio de pocos, el estado de excepción con pulsión fascista se va infiltrando en la normalidad democrática, mientras el sistema judicial, concebido como el estado de derecho para proteger a los débiles contra el poder arbitrario de los fuertes, se está convirtiendo en la guerra jurídica de los poderosos contra los oprimidos y de los fascistas contra los demócratas.
Es urgente cambiar este estado de cosas o la vida se volverá absolutamente insoportable para la gran mayoría de la humanidad. Cuando la única libertad que le quede a esta mayoría sea la libertad de ser miserable, estaremos ante la miseria de la libertad. Para salir de este infierno, que parece programado por un plan voraz y poco inteligente, es necesario alterar la distribución desigual del miedo y la esperanza. Es urgente que las grandes mayorías vuelvan a tener algo de esperanza y, para ello, es necesario que las pequeñas minorías con exceso de esperanza (porque no temen la resistencia de quienes sólo tienen miedo) tengan miedo de nuevo. Para que esto ocurra, se necesitarán muchas rupturas y luchas en los terrenos social, político, cultural, epistemológico, subjetivo e intersubjetivo. El siglo pasado comenzó con el optimismo de que rupturas con el miedo y luchas por la esperanza estaban cerca y serían eficaces. Este optimismo tuvo el nombre inicial e iniciático de socialismo o comunismo. Otros nombres-satélite se unieron a ellos, como republicanismo, secularismo, laicismo. A medida que el siglo avanzaba se unieron nuevos nombres, como liberación del yugo colonial, autodeterminación, democracia, derechos humanos, liberación y emancipación de las mujeres, entre otros.
Hoy, en la primera mitad del siglo XXI, vivimos entre las ruinas de muchos de esos nombres. Los dos primeros parecen reducirse, en el mejor de los casos, a los libros de historia y, en el peor, al olvido. Los restantes subsisten desfigurados o, como mínimo, se ven confrontados ante la perplejidad de acumular tantas derrotas como victorias protagonizan. Por estas razones, las rupturas y las luchas contra la distribución torpemente desigual del miedo y la esperanza serán una tarea ingente, porque todos los instrumentos disponibles para llevarlas a cabo son frágiles. Además, esta discrepancia constituye en sí misma una manifestación del desequilibrio contemporáneo entre el miedo y la esperanza. La lucha contra tal desequilibrio debe comenzar por los instrumentos que reflejan este mismo desequilibrio. Sólo a través de luchas eficaces contra este desequilibrio será posible señalar la expansión de la esperanza y la retracción del miedo entre las grandes mayorías.
Cuando los cimientos se derrumban, se convierten en ruinas. Cuando todo parece estar en ruinas, no hay más alternativa que buscar entre las ruinas, no sólo el recuerdo de lo que fue mejor, sino especialmente la desidentificación con lo que al diseñar los cimientos contribuyó a la fragilidad del edificio. Este proceso consiste en transformar las ruinas muertas en ruinas vivas. Y tendrá tantas dimensiones cuantas sean exigidas por la predictora socioarqueología. Comencemos hoy, al inicio de año, por los derechos humanos.
Los derechos humanos tienen una doble genealogía. A lo largo de su vasta historia desde el siglo XVI, fueron sucesivamente (a veces de manera simultánea) un instrumento de legitimación de la opresión eurocéntrica, capitalista y colonialista, y un instrumento de legitimación de las luchas contra esa opresión. Pero siempre fueron más intensamente instrumento de opresión que de lucha contra ella. Por eso contribuyeron a la situación de extrema desigualdad de la división global del miedo y la esperanza en la que nos encontramos hoy. A mediados del siglo pasado, tras la devastación de las dos guerras en Europa (con impacto mundial debido al colonialismo), los derechos humanos tuvieron un momento alto con la proclamación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que vino a sustentar ideológicamente el trabajo de la ONU. El 10 de diciembre pasado se conmemoraron los 71 años de la declaración. No es aquí el lugar para analizar en detalle este documento, que en su origen no es universal (de hecho, es cultural y políticamente muy eurocéntrico), pero que gradualmente se fue estableciendo como una narrativa global de dignidad humana.
Es posible decir que entre 1948 y 1989, los derechos humanos fueron predominantemente un instrumento de la guerra fría, lectura que durante mucho tiempo fue minoritaria. El discurso hegemónico de los derechos humanos fue usado por los gobiernos democráticos occidentales para exaltar la superioridad del capitalismo en relación al comunismo del bloque socialista de los regímenes soviético y chino. Según tal discurso, las violaciones de los derechos humanos solamente ocurrían en ese bloque y en todos los países simpatizantes o bajo su influencia. Las violaciones que había en los países amigos de Occidente, crecientemente bajo influencia de Estados Unidos, eran ignoradas o silenciadas. El fascismo portugués, por ejemplo, se benefició durante mucho tiempo de esa sociología de las ausencias, tal como sucedió con Indonesia durante el periodo en que invadió y ocupó Timor Oriental, o con Israel desde el inicio de la ocupación colonial de Palestina hasta hoy. En general, el colonialismo europeo fue por mucho tiempo el beneficiario principal de esa sociología de las ausencias. Así se fue construyendo la superioridad moral del capitalismo en relación con el socialismo, una construcción en la que colaboraron activamente los partidos socialistas del mundo occidental.
Esta construcción no estuvo libre de contradicciones. Durante este periodo, los derechos humanos en los países capitalistas y bajo la influencia de EU fueron muchas veces invocados por organizaciones y movimientos sociales en la resistencia contra violaciones flagrantes de esos derechos. Las intervenciones imperiales del Reino Unido y de EU en el Medio Oriente, y de EU en América Latina, a lo largo de todo el siglo XX, nunca fueron consideradas internacionalmente violaciones de derechos humanos, aunque muchos activistas de derechos humanos sacrificasen su vida defendiéndolos. Por otro lado, sobre todo en los países capitalistas del Atlántico Norte, las luchas políticas llevaron a la ampliación progresiva del catálogo de derechos humanos: los derechos sociales, económicos y culturales se juntaron a los derechos civiles y políticos. Surgió entonces cierta disociación entre los defensores de la prioridad de los derechos civiles y políticos sobre los demás (corriente liberal), y los defensores de la prioridad de los derechos económicos y sociales o de la indivisibilidad de los derechos humanos (corriente socialista o socialdemócrata).
La caída del Muro de Berlín en 1989 fue vista como la victoria incondicional de los derechos humanos. Pero la verdad es que la política internacional posterior reveló que, con la caída del bloque socialista, cayeron también los derechos humanos. Desde ese momento, el tipo de capitalismo global que se impuso desde la década de 1980 (el neoliberalismo y el capital financiero global) fue promoviendo una narrativa cada vez más restringida de derechos humanos. Comenzó por suscitar una lucha contra los derechos sociales y económicos. Y hoy, con la prioridad total de la libertad económica sobre todas las otras libertades, y con el ascenso de la extrema derecha, los propios derechos civiles y políticos, y con ellos la propia democracia liberal, son puestos en cuestión como obstáculos al crecimiento capitalista. Todo esto confirma la relación entre la concepción hegemónica de los derechos humanos y la guerra fría. Ante este escenario, se imponen dos conclusiones paradójicas e inquietantes, y un desafío exigente. La aparente victoria histórica de los derechos humanos está derivando en una degradación sin precedentes de las expectativas de vida digna de la mayoría de la población mundial. Los derechos humanos dejaron de ser una condicionalidad en las relaciones internacionales. Cuando mucho, en vez de sujetos de derechos humanos, los individuos y los pueblos se ven reducidos a la condición de objetos de discursos de derechos humanos. A su vez, el desafío puede formularse así:
¿Será todavía posible transformar los derechos humanos en una ruina viva, en un instrumento para transformar la desesperación en esperanza? Estoy convencido que sí. En la próxima crónica intentaré rescatar las semillas de esperanza que habitan la ruina viva de los derechos humanos.
Fuente: http://www.jornada.com.mx/2020/01/26/opinion/018a1mun
* Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez
Más: https://www.pagina12.com.ar/209111-reinventar-los-derechos-humanos
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