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lunes, 31 de diciembre de 2018

La "vía serbia" y el nacionalismo español

Carlos Taibo
Nuevo Desorden

El fenómeno se reveló por vez primera al calor de la declaración de independencia de Kosova, a principios de 2008. Muchos de quienes, entre nosotros, y en las dos décadas anteriores, se habían entregado a la demonización más burda de las políticas desplegadas en Serbia por Slobodan Milošević pasaron a ver en éste el afortunado defensor de la Yugoslavia unida. No se trata, hablando en propiedad, de que defendiesen las políticas de Milošević. Para defenderlas, como para criticarlas, era preciso conocerlas, y esto no parecía al alcance de las entendederas, y de la voluntad, de estos nacionalistas españoles, expertos sobrevenidos en asuntos balcánicos.

La farsa ha reaparecido estos días al amparo de la supuesta "vía eslovena" enunciada por el señor Torra. Llamativo ha resultado que las discusiones sobre la legalidad del referendo esloveno de 1990, inequívocamente complejas, rara vez se hayan hecho acompañar, entre dirigentes políticos y todólogos, de consideración alguna en lo que hace a lo que ocurrió, fundamentalmente en Serbia, en los años anteriores. Desde la Serbia de Milošević se articuló una agresión en toda regla contra un Estado federal frágil y maltrecho. Asumió formas varias: despliegue franco de discursos demonizadores de unos u otros grupos étnicos, asentamiento de un nacionalismo de inocultada base étnica, apuesta por una progresiva "serbianización" del ejército popular yugoslavo, abolición de la condición de provincias autónomas de la que disfrutaban, dentro de Serbia, la Vojvodina y Kosova, establecimiento de un régimen de apartheid en este último territorio, adulteración de los equilibrios más elementales en la presidencia colectiva del Estado federal, apoyo a la creación, en Croacia y en Bosnia, de regiones autónomas serbias y, en fin, y al cabo, un obsceno uso de la fuerza.

Describir a Milošević, un genuino anti-Tito, como el garante de la unidad yugoslava es olvidar que el dirigente serbio fue, antes bien, y en colaboración estrecha, poco después, con el presidente croata Franjo Tuđman, el dinamitador mayor de esa unidad. A Milošević, dicho sea de paso, la independencia de Eslovenia, en donde apenas había serbios, le trajo siempre al pairo, como en realidad, pero esto es harina de otro costal, y bien que con reglas diferentes, sucedió con la de Croacia. El referendo de autodeterminación y la declaración de independencia eslovenos, legales o no -¿cuáles eran las credenciales, por cierto, de quienes se atribuían el derecho a decidir al respecto?- , no surgieron, en cualquier caso, de la nada. Y la política de Alemania, la de la UE, la de EEUU o la del FMI en nada rebajan la responsabilidad de las elites dirigentes en Serbia y en Croacia.

Quienes en estas horas prefieren jugar al olvido o, más aún, exaltan una figura tan lamentable como la de Milošević nos están trasladando un mensaje inquietante. No les preocupa la condición de dirigentes y políticas siempre y cuando unos y otras apunten -o al menos eso parezca- a preservar la unidad patria. Tanto que hasta Milošević les parece una opción razonable y respetable. La conclusión parece servida: el uso de la fuerza en modo alguno les resulta desdeñable, al amparo de lo que algún lanzado bien podría llamar -en franco olvido de los muchos serbios que pelearon por la convivencia y plantaron cara al capitalismo mafioso y a las razzias étnicas asestadas por Milošević- la "vía serbia" . Qué ilustrativo resulta que en un proyecto como ése se den la mano muchos de los nacionalistas de Estado, el naufragio de nuestra izquierda zorrocotroca y la patética y connivente censura que ejercen muchos de los medios de incomunicación españoles.

Fuente: http://www.carlostaibo.com/articulos/texto/index.php?id=566

lunes, 21 de mayo de 2012

Recortes, crecimiento, Syriza

Como a menudo sucede, la lógica argumental del sistema nos obliga a elegir entre dos opciones que no pueden ser las nuestras. Si la primera --hablo del principal debate que se revela hoy en los países que tienen el euro como moneda-- señala que no queda más remedio que asumir recortes dramáticos del gasto público, la segunda entiende que lo anterior es un error y que esos recortes deben limarse para permitir que las economías recuperen la senda del crecimiento. Mientras la señora Merkel abrazaría la primera posición, el recién elegido presidente francés, Hollande, postularía la segunda. Entrampados como estamos entre esas dos opciones, pareciera como si no hubiese ningún horizonte diferente.

Está claro por qué hay que rechazar la primera de las perspectivas anotadas. Los recortes mencionados obedecen al evidente propósito de hacer que paguen justos por pecadores. Y es que en la esencia del juego de hoy lo que se asoma es una formidable estafa: quienes, a través de prácticas lamentables, han provocado un aumento espectacular de la deuda privada han recibido sumas ingentes de recursos públicos para sanear sus instituciones financieras. El efecto ha sido doble: mientras, por un lado, con el dinero de todos --y de la mano de un engrosamiento notable, de resultas, de la deuda pública-- se han saneado inmorales empresas privadas, por el otro estas últimas, gracias a los recursos recibidos, han impuesto reglas del juego de obligado cumplimiento, traducidas en retrocesos significativos en el gasto público en sanidad, educación y pensiones.

Acaso no es tan evidente, en cambio, por qué hay que poner mala cara ante la segunda opción que nos ocupa. Nadie negará que parte de una premisa fundamentada: la política de recortes, sobre el papel encaminada a permitir que la crisis quede atrás, traba poderosamente cualquier recuperación económica y, como tal, prima con descaro los intereses privados y nos emplaza ante una recesión prolongada. No faltan, sin embargo, los problemas en esta segunda opción. Si así se quiere, son fundamentalmente tres. El primero es que la perspectiva que nos ocupa, aberrantemente cortoplacista, sólo parece interesarse por la crisis financiera y deja en el olvido las otras crisis que están en la trastienda. En ese sentido prefiere esquivar la conclusión de que el crecimiento económico no es esa panacea resolutora de todos los males que retrata el discurso oficial: poco o nada tiene que ver con la cohesión social, mantiene una nebulosa relación con la creación de empleo, propicia el despliegue de formidables agresiones medioambientales, facilita el agotamiento de recursos escasos, se asienta a menudo en el expolio de la riqueza humana y material de los países del Sur, y, en suma, apuntala un genuino modo de vida esclavo que nos invita a confundir sin más consumo y bienestar.

Hora es ésta de mencionar un segund o problema en la percepción que hace de la recuperación del crecimiento el objetivo fundamental. Da por supuesto que si el PIB vuelve a crecer se resolverán mágicamente la mayoría de los ingentes problemas sociales en los que estamos inmersos. Nos topamos aquí con una superstición más. Si la economía española era 100 en 2007, antes del estallido de la crisis financiera, hoy se emplaza en un 97. Con estas dos cifras en la mano, no parece que el deterioro sea tan notable como se nos sugiere. Lo que debiera preocuparnos no es el retroceso de tres puntos en la riqueza general, sino, antes bien, la distribución, cada vez más desigual, de esa riqueza. Y, sin embargo, esta dimensión queda en un segundo plano, absorbida por la intuición de que los problemas de los de abajo se diluirán en la nada si el crecimiento económico reaparece. Nada más lejos de la realidad. Hay que afirmar con rotundidad, antes bien, que en un escenario en el que en el Norte opulento hemos dejado muy atrás las posibilidades medioambientales y de recursos que la Tierra nos ofrece, podremos vivir mejor con 80 --no con 120, con 100 o con 97-- si somos capaces de reorganizar nuestras sociedades y de redistribuir la riqueza. Salir del capitalismo se impone al respecto, claro, como urgencia.

Dejemos constancia, en fin, del tercer problema que acosa a la propuesta que parece abrazar el nuevo presidente francés y, con él, el conjunto de la socialdemocracia, declarada o encubierta. Me refiero a la ilusión óptica de que podemos, sin más, regresar a la aparente bonanza anterior a 2007. Esta pretensión ignora palmariamente que lo que hoy arrastramos no es sino una consecuencia lineal de lo que teníamos entonces. Se nutre, por lo demás, de la conclusión de que el papel de la izquierda progresista debe estribar en obligar al capital a reconstruir la regulación que ha ido tirando por la borda en los últimos decenios. En tal sentido sigue sin concebir otro horizonte que el del capitalismo y defiende sin cautelas una institución, los Estados del bienestar, que, junto a sus innegables virtudes, se muestra inseparable de la lógica de fondo de aquél, se asienta de siempre en fraudulentos pactos sociales, reclama por necesidad la lógica seudodemocrática de la representación, ratifica una economía de cuidados que castiga indeleblemente a las mujeres, ninguna solidaridad preconiza en lo que se refiere a los países del Sur y, en fin, parece difícilmente sostenible en el terreno ecológico. Qué llamativo es que en el discurso de la izquierda progresista, obsesionada en estas horas con el crecimiento y desentendida de la distribución --véase, si no, la patética propuesta cotidiana de Alfredo Pérez Rubalcaba--, falten siempre las palabras autogestión y socialización , no se aprecie ningún guiño encaminado a la creación de espacios de autonomía con respecto a la lógica del capital y la contestación del orden de la propiedad existente brille, en suma, por su ausencia. En semejantes condiciones, la apuesta consiguiente apunta a resolver algunos problemas de corto plazo a costa de agudizar de forma preocupante todos los demás.

La afirmación de que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, tan común en los últimos tiempos, tiene un significado diferente si antes se ha enunciado una crítica cabal de la miseria en la que estamos inmersos o si, por el contrario, semejante crítica no se ha abierto camino. Mientras en el primer caso remite a una realidad reconocible --es verdad que en el Norte opulento hemos vivido por encima de lo que el planeta y la equidad nos permiten--, en el segundo se traduce en una genuina estafa moral: quien ha vivido por encima de sus posibilidades es el señor Botín. La disputa correspondiente tiene algún eco en otra que se refiere a la idoneidad del término austeridad para describir nuestras opciones. Una cosa es que rechacemos --no puede ser de otra manera-- las políticas de austeridad que se nos imponen al servicio de los intereses del capital, y otra que no nos percatemos de la necesidad de asumir, quienes podamos, en nuestra vida cotidiana y en nuestras respuestas colectivas, fórmulas de sobriedad y de sencillez voluntarias.

Bueno sería que de todo lo anterior tomasen nota los amigos de Syriza en Grecia. No deseo ignorar en modo alguno que la coalición de izquierda radical griega ha hecho suyas propuestas programáticas muy sugerentes. Mucho me temo, sin embargo, que si, además de seguir blandiendo el fetiche del euro, Syriza asume de buen grado la perspectiva hollandiana de encaramiento de la crisis, la del crecimiento, la conclusión estará servida: bien podemos hallarnos ante el enésimo retoño de una miseria, la socialdemócrata, que se niega a abandonarnos.
Carlos Taibo.