Mario Vargas Llosa tenía claro con qué libros (ajenos) del boom de la literatura latinoamericana de los sesenta se quedaría. Cuando cumplió 70 años, hace seis, le preguntaron por esa lista. Y dijo: "Con todo Borges; con Cien años de soledad, de García Márquez; con El reino de este mundo, de Carpentier; con muchos cuentos de Cortázar; con La vida breve y con muchos cuentos de Onetti, el escritor que, con la distancia que da el tiempo, vislumbro ahora como el mejor de todos nosotros". Y entonces el periodista le preguntó:
-¿Y su libro?
Respondió Vargas Llosa:
-Yo no sé meterme en estas clasificaciones. Pero si yo tuviera que salvar algún libro mío, probablemente sería Conversación en La Catedral. Porque es el libro que más me costó escribir.
'Conversación en La Catedral', mañana con EL PAÍS por 7,95 euros Así que, probablemente el mejor libro de Mario Vargas Llosa para el propio premio Nobel de 2010, cuya biblioteca completa publica ahora EL PAÍS. Y mañana corresponde ese título.
No es una novela, simplemente, es un mundo, un universo novelesco que Vargas Llosa construyó como quien pone en pie un rascacielos. El trasunto, como en tantas novelas del escritor de La ciudad y los perros, en cuya complejidad tanto se mira, es la propia biografía de Vargas (Zavalita en el libro), joven periodista que asiste al decaimiento catastrófico de Perú y reflexiona, con un periodista más veterano, en las razones de esa indefectible caída. "¿En qué momento se jodió el Perú?", motto del libro, se convirtió desde Conversación en La Catedral en una especie de interrogante retórica no solo por el punto de partida de ese hecho, el momento en que se cifra la decadencia peruana, sino en un análisis desencantado de su presente y de su porvenir.
El pasado en el que se basa esa pregunta entre melancólica y catastrófica es el Perú del dictador Manuel Apolinario Odría, que gobernó Perú entre 1948 y 1856. Cuenta Vargas Llosa, en el prólogo de la novela: "En esos ocho años, en una sociedad embotellada, en la que estaban prohibidos los partidos y las actividades cívicas, había numerosos presos políticos y centenares de exiliados, los peruanos de mi generación pasamos de niños a jóvenes, y de jóvenes a hombres. Todavía peor que los crímenes y atropellos que el régimen cometía con impunidad era la profunda corrupción que, desde el centro del poder, irradiaba hacia todos los sectores e instituciones, envileciendo la vida entera".
Ese es el clima de Conversación en La Catedral, la realidad que le da tono a esa conversación desencantada que tiene lugar en una cervecería popular, La Catedral, por la que van pasando los fantasmas y los demonios del Perú que se jode bajo el influjo perverso de la dictadura. Un clima de "cinismo, apatía, resignación y podredumbre moral del Perú del ochenio" es la materia prima de Conversación en La Catedral.
Cuando la empezó a escribir, aquel Zavalita que era trasunto del joven Vargas era, otra vez, periodista, pero en París; ya era un lector de Tolstói, Balzac y Flaubert, y ahí, en esas condiciones de vida y de escritura, abordó la ficción más comprometida de su larga vida de autor de ficciones, pues quería encerrar el mundo en un buen puñado de páginas para explicar cómo se ha ido al garete el país en el que había nacido.
Logró el clima, construyó los personajes con una maestría que marcaría ya para siempre su manera de expresar la novela y creó una de las ficciones más importantes de la historia literaria en el español del siglo XX. Eso es lo que le lleva a decir, en el prólogo de la obra, lo mismo que le dijo al periodista cuando cumplió 70 años: "Ninguna otra novela me ha dado tanto trabajo; por eso, si tuviera que salvar del fuego una sola de las que he escrito, salvaría esta". Se jodió Perú, pero se consolidó la voz del que iba a ser su más importante novelista.