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domingo, 4 de abril de 2021

_- Víctimas de una guerra civil. El Estado democrático tiene que corregir una anomalía derivada de la propia historia y tratar con igual respeto a los “paseados” por uno u otro bando. Y cumplir así una resolución del Parlamento Europeo

_- La guerra civil española de 1936-1939, como otras similares antes o después, no estalló de improviso como un fenómeno natural ni por la acción malévola de minorías aisladas y sin arraigo social profundo. Es un error considerarla mero producto de la rebelión militar de un puñado de traicioneros “generales facciosos” o entenderla como acción preventiva para anular “un complot comunista” inminente. Con independencia de sus causas (más complejas de lo que pretende el maniqueísmo especular filofranquista o prorrepublicano), la contienda fue un cataclismo colectivo que partió por la mitad a la sociedad española y abrió las puertas a un aterrador infierno de violencia y sangre: en torno a 200.000 muertos en combate, más de 350.000 muertos por penurias alimentarias y carencias sanitarias y una cifra de víctimas mortales por represión política de no menos de 130.000 personas a manos franquistas (la mayoría en guerra y unas decenas de miles en posguerra) y poco más de 55.000 a manos republicanas (estas solo durante la guerra).

En el fragor del combate
Esa última categoría, las víctimas como sujetos de daño mortal por acción de otros al margen de operaciones bélicas, son siempre parte definitoria de esa violencia salvaje contra el “enemigo interno”. Son la máxima expresión de toda guerra civil porque revela la combinación letal de odio y miedo que es previa condición de posibilidad del estallido de un conflicto donde los enemigos hablan el mismo idioma, residen en los mismos lugares y pueden incluso ser familiares o conocidos y por eso odiados y temidos de manera personalizada. En esas guerras, la violencia contra ellos tiene carácter estratégico (anula su resistencia por eliminación física o intimidación moral ante el castigo ejemplar) y por eso anegó de sangre ambas retaguardias, sobre todo en los primeros meses testigos del “terror caliente” de 1936 (casi el 70% de esos represaliados perdieron la vida en ese lapso temporal).

El perfil de las víctimas en España es contrastado, desde luego, como corresponde a una guerra que fue combinación de lucha de clases sociales por las armas, pugna de ideologías políticas enfrentadas, choque entre mentalidades religioso-culturales contrapuestas, enfrentamiento de sentimientos nacionales mutuamente incompatibles. En la zona sublevada, truncado el objetivo de triunfo rápido y total, la represión alentada por los mandos militares pretendía “limpiar” de escoria el cuerpo social de la nación católica mediante la liquidación de las autoridades institucionales adversas (militares y civiles), así como de los dirigentes socio-políticos de los partidos y sindicatos de izquierda y de sus militantes más activos, desafectos o peligrosos.

En la zona republicana, impotente su Gobierno legal ante un proceso revolucionario amorfo, eliminaba obstáculos a la transformación social a través de las vidas de militares hostiles, líderes políticos derechistas, patronos opuestos al sindicalismo obrero y, sobre todo, clérigos de la Iglesia católica, erigida en símbolo culpable del mal acumulado durante siglos.

Esa dinámica violenta y fratricida generó víctimas y verdugos en ambos bandos, como en toda guerra civil previa o posterior. Y por eso, puestos a usar los muertos como arma arrojadiza del presente, nadie saldría ganando de manera diáfana e inmaculada. Sin entrar en primacías temporales o grados de vesania criminal, por cada “paseado” como Federico García Lorca o el alcalde de Granada a manos de militares sublevados siempre cabe citar otro “paseado” como Pedro Muñoz Seca o el tribuno Melquíades Álvarez a manos de milicianos revolucionarios. Por cada muerto inocente y vulnerable registrado tras la ocupación franquista de la ciudad de Badajoz en agosto de 1936 (fueran los 530 registrados por estudios locales o los más de 3.000 apuntados por otras fuentes), siempre cabe recordar otro muerto inocente y vulnerable enterrado por milicias revolucionarias en las fosas de Paracuellos del Jarama (entre 2.200 y 2.500, según las fuentes).

En todo caso, es innegable que la violencia insurgente (luego franquista) fue más efectiva por organizada y progresivamente centralizada, además de superior en número porque empezó aplicándose a media España pero logró expandirse al compás de sus avances militares y extenderse temporalmente más allá de la victoria. Es algo lógico que confirman otras guerras civiles (el que gana mata más) y que se aprecia tanto en la cuantificación general como en la esfera microhistórica. Un ejemplo sin pretensiones, pero ilustrativo: el famoso por conflictivo pueblo pacense de Castilblanco (3.000 habitantes), que estuvo en poder republicano toda la contienda, registró 10 víctimas derechistas entre 1936 y 1939 frente a 45 víctimas izquierdistas entre 1939 y 1942.

Esta es la triste realidad histórica de la represión, fueran víctimas inocentes, culpables o mezcla de ambas cosas en algún momento o caso. Por eso, en términos cívico-democráticos, los crímenes de lesa humanidad cometidos por reaccionarios insurgentes en un lado no legitiman ni anulan los crímenes de lesa humanidad cometidos por el terror revolucionario impuesto en el otro lado. No se trata de ninguna “equidistancia” moral (absurda porque ese concepto geométrico nunca invalidaría la necesaria imparcialidad de juicio que reclama la historia si no quiere ser mitología propagandística). Se trata de evidencia imborrable que nutre la mirada histórica atenta a la complejidad del fenómeno y trituradora de consoladores mitos maniqueos deformadores por ignorancia o cerrazón ideológica. ¿Acaso la “imparcialidad” en la historia es ahora delito en vez de ser obligación deontológica y debe reemplazarse por flagrante “parcialidad”? ¿Acaso ocultar los crímenes de unos para ensalzar la enormidad exclusiva de los crímenes de otros es hacer “buena Historia”?

Todo lo contrario. Y sin que ello sea óbice para que el Estado democrático corrija una anomalía derivada de la propia historia y trate a todas las víctimas con igual respeto. Porque mientras que durante mucho tiempo unas tuvieron lugares honorables de reposo y a sus herederos reconocidos y gratificados, las otras sufrieron la vergüenza de permanecer en fosas comunes y carecieron de amparo para sus deudos. Así estaríamos cumpliendo la resolución del Parlamento Europeo sobre “memoria histórica europea” de abril de 2009 que pide recordar “con dignidad e imparcialidad” a “todas las víctimas de los regímenes totalitarios y antidemocráticos en Europa”, considerando “irrelevante qué régimen les privó de su libertad o les torturó o asesinó por la razón que fuera”.

Enrique Moradiellos es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Extremadura y Premio Nacional por Historia mínima de la Guerra Civil (Turner).

jueves, 25 de enero de 2018

Holocausto: historia y advertencia. Este sábado es el Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto, el mayor caso hasta ahora conocido de genocidio.

Holocausto es el término acuñado para designar un fenómeno singular de la historia: el programa de exterminio biológico de los judíos europeos ejecutado por las autoridades alemanas durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Su resultado final, conocido tras el triunfo aliado de 1945, fue atroz: una cosecha de sangre de casi seis millones de personas asesinadas en la Europa dominada por el régimen de Hitler.

El antisemitismo nazi era un fenómeno moderno, pero bien enraizado en prejuicios veteranos: la judeofobia surgida durante la Antigüedad clásica. Esa hostilidad respondía al hecho de que el judaísmo fue en la historia la primera religión monoteísta (creyentes en un solo Dios) y monolátrica (adoradores de un solo Dios), claramente opuesta a las religiones animistas y politeístas entonces dominantes, que consideraron su pretensión de superioridad teológica como fruto de la soberbia y el exclusivismo absurdo.

El antijudaísmo clásico fue asumido por la Iglesia cristiana hasta avanzado el siglo XX. Como seguidores de una secta judía, los cristianos afirmaban que Jesús de Nazaret era el Hijo de Dios, cuya muerte había dado comienzo a la universalización del mensaje salvífico de Moisés. Sin embargo, para los judíos, esa doctrina era una herejía y Cristo un mero profeta. El conflicto entre iglesia y sinagoga se extendió desde el siglo I hasta el siglo IV, cuando la conversión del cristianismo en religión oficial del Estado romano determinó la derrota del judaísmo. Desde entonces, el antijudaísmo clásico cultural se vio reforzado por motivos teológicos ya que el principal crimen religioso judío radicaba en su culpabilidad por el asesinato de Cristo.

A diferencia de la judeofobia clásico-cristiana, el antisemitismo de Hitler no consideraba que las taras del judío fueran rasgos religioso-culturales modificables por aprendizaje. Y rechazaba que la conversión y el bautismo pudieran limpiar el pecado de ser judío. Porque la doctrina antisemita configurada a fines del siglo XIX se basaba en una nueva concepción racial y social-darwinista de la humanidad, que estaba formada por razas definidas por factores biológicos hereditarios y eran diferentes en sus capacidades físicas y morales, además de estar inmersas en una lucha natural por la supervivencia de las más aptas, el sometimiento de las más débiles y la eliminación de las nocivas.

De acuerdo con esta cosmovisión, el enemigo natural de la raza aria (supuestamente la más excelsa de la especie humana) siempre había sido la raza judía, que vivía como un parásito subhumano sobre el suelo de la patria germana y corrompía la sangre de sus hijos mediante el mestizaje de sangre. Una supuesta verdad racial que la judería combatía mediante estratagemas como eran el capitalismo financiero que destruía la economía nacional, el comunismo que subvertía las relaciones sociales y el pacifismo derrotista que minaba la fortaleza de las naciones.

En función de esas ideas que alentaban el prejuicio popular antijudío, convertidas en doctrina de Estado desde 1933, la dictadura de Hitler puso en marcha varias medidas antisemitas que fueron radicalizándose. Primero aplicó una política de discriminación formal contra los judíos residentes en Alemania (una gran parte, desde el siglo XIV). Después, tras el pogromo de la Noche de los Cristales Rotos en noviembre de 1938, trató de lograr la más completa segregación física de los judíos en el seno de la sociedad alemana. Finalmente, el inicio de la guerra mundial en 1939 hizo posible la apertura de la última etapa de la política antisemita nazi. En algún momento del verano de 1941, Hitler dio la orden verbal y secreta de iniciar la solución final: el exterminio masivo de la población judía residente en todas las zonas ocupadas, ya fueran jóvenes, mujeres, ancianos o niños. A principios de 1942 comenzó el uso de seis campos de exterminio con sus correspondientes cámaras de gas ocultas como salas de ducha y sus hornos crematorios: Auschwitz, Belzec, Sobibor, Lublin, Treblinka y Chelmno. En definitiva, se pasó de la artesanía del homicidio mediante hambruna, maltrato y fusilamiento a la práctica industrial de la matanza según cadenas de montaje.

El Holocausto fue el mayor caso hasta ahora conocido de genocidio de la historia. No fue resultado de un arrebato pasional esporádico o incontrolado, fruto de la brutalidad inherente a toda guerra. Tampoco fue una mera masacre brutal de enemigos y civiles vencidos tras el combate. Fue un verdadero programa de genocidio ideológicamente motivado, deliberadamente planificado y eficazmente ejecutado con todos los recursos de un Estado industrial moderno y una sociedad avanzada.

Recordar aquel crimen supremo no es sólo un deber de conciencia cívica humanitaria, sino también un ejercicio de prudente prevención por razones bien expuestas por el escritor italiano Primo Levi, superviviente de Auschwitz: “Si el mundo llegara a convencerse de que Auschwitz nunca ha existido, sería mucho más fácil edificar un segundo Auschwitz. Y no hay garantías de que esta vez sólo devorase judíos”.

Enrique Moradiellos es premio Nacional de Historia 2017.

https://elpais.com/cultura/2018/01/23/babelia/1516712609_048448.html?rel=lom