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jueves, 6 de julio de 2023

La ciencia necesita debates. El conocimiento avanza con la confrontación de ideas. Dejen de racanear

Darwin no escribió El origen de las especies (1859) mientras flotaba en el vacío cósmico. Dejando aparte que su propio abuelo, el médico y visionario Erasmus Darwin, había escrito el primer libro evolucionista 90 años antes, los naturalistas franceses habían calentado el tema mientras avanzaban las primeras décadas del siglo XIX. Y el punto crítico de esa larvada revolución intelectual fue un debate. Sí, una de esas cosas con las que tanto racanean los políticos bendecidos por las encuestas. La controversia cara a cara tuvo lugar en 1830 entre Étienne Geoffroy y Georges Cuvier, los dos biólogos franceses de referencia en la época, y encarnizados enemigos en materia científica y otras.

Geoffroy es el antihéroe de esta historia. Su inteligencia crítica se había centrado obsesivamente en la unidad que subyace a la embriagadora diversidad del mundo vivo. Un humano, una ballena y un murciélago no pueden ser más distintos desde fuera, pero basta hurgar un poco en su estructura para hallar la lógica profunda que comparten. Dentro de la aleta de una ballena están el húmero, el cúbito, el radio, las muñecas y los cinco dedos, solo que cambiados de forma y algo desaprovechados. Lo mismo cabe decir de las alas del murciélago. Hay una estructura fundamental, una unidad de plan, bajo las apariencias caprichosas. Esta era la mentalidad de Geoffroy, y es obvio que prefigura la idea de la evolución.

Pero el debate lo ganó Cuvier, que era un orador mucho más hábil. Eso convierte a Cuvier en el villano de la gran polémica decimonónica, porque el tipo ha quedado como un reaccionario que se oponía al flujo de la historia. Esta idea no es exacta. Cuvier prefería centrarse en la extraordinaria adaptación que muestran los seres vivos a su entorno y sus condiciones de vida: en el hecho de que las ballenas tuvieran aletas y los murciélagos tuvieran alas, fuera cual fuera la arquitectura fundamental de esos apéndices.

Faltaban dos siglos para las redes sociales, pero el debate fue tan sonado en París que llegó enseguida a oídos de Goethe. Y de Darwin, por supuesto, unos años después. En realidad, el gran naturalista británico resolvió la discrepancia mirando la cuestión desde un piso más arriba, como ha ocurrido a menudo en la historia de la ciencia. La unidad de plan de humanos, murciélagos y ballenas se explica por su origen común. Y las adaptaciones al entorno se explican por la selección natural. Esa es la teoría de Darwin. Una síntesis, como todos los avances científicos.

El último gran debate arrancó en 1998, cuando el neurocientífico Christof Koch se apostó una caja de vino con el filósofo David Chalmers a que no llevaría más de 25 años averiguar cómo el cerebro genera la consciencia. Eso es justo ahora, y el congreso anual de la Asociación para el Estudio Científico de la Consciencia (ASSC) declaró ganador al filósofo el pasado viernes en Nueva York. Chalmers dice que Koch se arriesgó mucho con la fecha, pero admite que el campo ha avanzado en estos 25 años, y ya no tiene duda de que acabará resolviendo ese enigma fundamental que nos ha confundido durante 100.000 años.

El conocimiento avanza con los debates. Dejen de racanear.

jueves, 19 de marzo de 2020

Eugenesia nazi. Martí Domínguez conduce con firmeza un relato en el que las teorías científicas dan paso a hechos de la II Guerra Mundial.

Tras sus novelas sobre Voltaire, Buffon y Goethe, Martí Domínguez (Madrid, 1966), doctor en biología y profesor de periodismo, se adentra en el aterrador “ocaso de los dioses” hitleriano. Concebida como la autobiografía de un científico austríaco, estudioso de los animales y afín al nacionalsocialismo (trasunto de un personaje real), la novela recrea su paradójica trayectoria vital. Como joven investigador cuando Austria se incorpora al Tercer Reich, sus estudios sobre genética animal cayeron bien a los gerifaltes nazis, embarcados en estudios eugenésicos para mejorar la raza aria; por eso lo promueven para que haga carrera en la universidad (verdadero nido de ideólogos); y terminará comprometido —más o menos a su pesar— en los planes de eugenesia humana de las SS. Martí Domínguez conduce con firmeza un relato que va cobrando cada vez más interés, y en el que las teorías científicas dan paso a hechos de la II Guerra Mundial, tales como el rapto de niños con “rasgos arios”, robados a sus padres por los nazis en Polonia y Ucrania para su “germanización”.

Nos introduce asimismo en las Lebensborn, los centros estatales donde mujeres racialmente puras se dejaban preñar como deber patrio por hombres de las SS, con vistas al mejoramiento genético de los futuros soldados. Sus hijos serían propiedad del Estado. Las escenas escabrosas son las justas, poco las necesita la atmósfera de horror totalitario que se palpa desde las primeras páginas en esta apasionante novela.