Me recoge media hora después de mi llamada a la compañía de taxis. No había conseguido llamarme desde su teléfono americano para avisarme de que llegaría tarde, mi teléfono, como ya le dije, es español y tenía que marcar el prefijo internacional, su teléfono no la dejaba, dice. El coche lleva pintada una abeja en la puerta, es el símbolo de la compañía, Busy Bee. La conductora se llama Alison, es de risa fácil y tiene unas uñas postizas larguísimas de color azul cobalto. La uña del medio es dorada. Si Liberace hubiera llevado uñas postizas, estas hubieran sido así. Me indica que me siente a su...
https://elpais.com/elpais/2019/08/30/opinion/1567163401_817600.html
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martes, 3 de septiembre de 2019
lunes, 8 de enero de 2018
_- Sentirnos a salvo
_- El arte es sin duda uno de los mejores estudios históricos sobre la imaginación de la humanidad. Cada época no solo ha producido, sino también merecido, a sus artistas y sus obras, fiel reflejo de lo que la sociedad ha sido capaz de pensar, soñar, prohibir, sentir, desear o temer. Señalo esto a cuento de tres películas inquietantes que he visto en los últimos días: Mother, de Darren Aronofsky, La librería, de Isabel Coixet y The Square, de Ruben Östlund. (Procuraré escribir sobre ellas sin ofrecer spoiler alguno; las tres son inteligentes, merecen mucho la pena y quien no las haya visto y guste del cine debería reparar esa carencia).
La coincidencia en tiempo y espacio de estas tres entregas cinematográficas da que pensar. Son el síntoma de un estado de la cuestión. ¿Qué nos pasa? ¿Cuál es el diagnóstico? Las tres películas se acercan de tres maneras muy distintas a una de las grandes lacras que asolan este mundo contemporáneo nuestro, llamémoslo egoísmo, falta de empatía o, incluso, falta de amor. Léase por amor la perfecta combinación entre respeto y confianza. Los tres filmes nos dejan con la desoladora sensación de que no hay lugar en que sentirse a salvo. Nos dicen, de algún modo, que estamos perdidos, que hemos quemado las naves, que queda poco o nada que hacer.
Los títulos de Aronofsky y Östlund cuentan su historia desde el lugar de lo que podríamos denominar el verdugo. La película de Coixet lo hace desde el papel de la víctima. Las dos primeras indignan. La tercera emociona. Las dos primeras apelan a la mente, la tercera, al corazón. Las tres tienen unos guiones espléndidos, fruto de una sensibilidad aguda y analítica. Son dos caras, pero de una misma moneda: la incapacidad de entender al otro, de incluirlo, de que nos importe. El imperativo del capricho, profundamente relacionado con la tiranía del placer. Una tiranía atada a la idea del consumo, de la velocidad, de lo fugaz. Si todo debe darme placer, el otro se convierte en un obstáculo a menos que se trate justamente del objeto de mi placer, algo por supuesto efímero, insustancial, llamado a fenecer en el instante en que mi placer desplace su atención hacia otro objeto.
¿Qué queremos? ¿Adónde ha ido a parar la idea de que ningún fin justifica los medios? ¿Dónde queda la idea de colectividad, de colaboración, de justicia? ¿Por qué estamos más cerca del miedo al otro que de la curiosidad por él? ¿Por qué nos puede más el remordimiento que la solidaridad?
La película de Aronofsky hace una revisión del Génesis, el Apocalipsis y la Eucaristía, una lectura personal de lo bíblico que muestra a un dios a cuya imagen y semejanza más nos valdría no estar hechos. Östlund muestra un primer mundo alienado a través de una fenomenal metáfora basada en la obra de arte que da nombre a la película: the square, ‘el cuadrado’. Coixet elige el choque de la cultura, representada por los libros —defendida por tan pocos—, y el poder —detentado por los elegidos y respetado por la masa—. Las tres muestran el peso de la única soledad subsanable, la relacionada con no tener un espacio en que sentirse a salvo.
Películas que no dejan cobijo y que suponen un diagnóstico desesperanzado de la sociedad en que vivimos. El capitalismo, el poder, el arribismo, la injusticia en el reparto de la riqueza, la soledad de quienes creen y la impunidad de quienes están dispuestos a arrasar.
La referencia a la ausencia de empatía me recuerda una anécdota real, referida a la Primera Guerra Mundial, que cuenta que en Flandes, el 24 de diciembre de 1914, cuando ya el enfrentamiento bélico iba por su quinto mes, los soldados apiñados en trincheras enemigas, apabullados por el frío, agobiados por la cantidad de cadáveres que los rodeaban y por las condiciones de absoluta precariedad a que estaban sometidos, establecieron de pronto, de modo espontáneo, una tregua. Fueron los soldados alemanes quienes, ya en plena noche, empezaron a decorar sus árboles con la luz de las velas y acto seguido se pusieron a cantar villancicos. Al otro lado los ingleses no daban crédito ni a lo que veían ni a lo que oían, pero respondieron con aplausos. Y en cuanto los alemanes terminaron de cantar, los relevaron; también fueron recibidos con aplausos. Poco a poco fueron saliendo de las trincheras, primero unos pocos, luego a cientos, y se encontraron a medio camino, en tierra de nadie. Compartieron cigarrillos y whisky y los pocos dulces que tenían. Se ayudaron a enterrar a los muertos de uno y otro bando. Y estuvieron charlando hasta el amanecer, que los encontró mezclados y en paz. Hombres que unas horas atrás habían estado en pie de guerra, odiándose y temiéndose.
¿Podría ocurrir algo así ahora? ¿Estamos preparados para confiar en el otro, en los otros, y ser los primeros en salir de las trincheras? ¿O el único testigo que vamos a pasarnos en esta carrera de relevos que es la vida es el de la certeza de la soledad, el de la incuestionable sensación de que ya no hay lugar ni forma de sentirnos a salvo?
http://www.jotdown.es/2017/12/sentirnos-a-salvo/
La coincidencia en tiempo y espacio de estas tres entregas cinematográficas da que pensar. Son el síntoma de un estado de la cuestión. ¿Qué nos pasa? ¿Cuál es el diagnóstico? Las tres películas se acercan de tres maneras muy distintas a una de las grandes lacras que asolan este mundo contemporáneo nuestro, llamémoslo egoísmo, falta de empatía o, incluso, falta de amor. Léase por amor la perfecta combinación entre respeto y confianza. Los tres filmes nos dejan con la desoladora sensación de que no hay lugar en que sentirse a salvo. Nos dicen, de algún modo, que estamos perdidos, que hemos quemado las naves, que queda poco o nada que hacer.
Los títulos de Aronofsky y Östlund cuentan su historia desde el lugar de lo que podríamos denominar el verdugo. La película de Coixet lo hace desde el papel de la víctima. Las dos primeras indignan. La tercera emociona. Las dos primeras apelan a la mente, la tercera, al corazón. Las tres tienen unos guiones espléndidos, fruto de una sensibilidad aguda y analítica. Son dos caras, pero de una misma moneda: la incapacidad de entender al otro, de incluirlo, de que nos importe. El imperativo del capricho, profundamente relacionado con la tiranía del placer. Una tiranía atada a la idea del consumo, de la velocidad, de lo fugaz. Si todo debe darme placer, el otro se convierte en un obstáculo a menos que se trate justamente del objeto de mi placer, algo por supuesto efímero, insustancial, llamado a fenecer en el instante en que mi placer desplace su atención hacia otro objeto.
¿Qué queremos? ¿Adónde ha ido a parar la idea de que ningún fin justifica los medios? ¿Dónde queda la idea de colectividad, de colaboración, de justicia? ¿Por qué estamos más cerca del miedo al otro que de la curiosidad por él? ¿Por qué nos puede más el remordimiento que la solidaridad?
La película de Aronofsky hace una revisión del Génesis, el Apocalipsis y la Eucaristía, una lectura personal de lo bíblico que muestra a un dios a cuya imagen y semejanza más nos valdría no estar hechos. Östlund muestra un primer mundo alienado a través de una fenomenal metáfora basada en la obra de arte que da nombre a la película: the square, ‘el cuadrado’. Coixet elige el choque de la cultura, representada por los libros —defendida por tan pocos—, y el poder —detentado por los elegidos y respetado por la masa—. Las tres muestran el peso de la única soledad subsanable, la relacionada con no tener un espacio en que sentirse a salvo.
Películas que no dejan cobijo y que suponen un diagnóstico desesperanzado de la sociedad en que vivimos. El capitalismo, el poder, el arribismo, la injusticia en el reparto de la riqueza, la soledad de quienes creen y la impunidad de quienes están dispuestos a arrasar.
La referencia a la ausencia de empatía me recuerda una anécdota real, referida a la Primera Guerra Mundial, que cuenta que en Flandes, el 24 de diciembre de 1914, cuando ya el enfrentamiento bélico iba por su quinto mes, los soldados apiñados en trincheras enemigas, apabullados por el frío, agobiados por la cantidad de cadáveres que los rodeaban y por las condiciones de absoluta precariedad a que estaban sometidos, establecieron de pronto, de modo espontáneo, una tregua. Fueron los soldados alemanes quienes, ya en plena noche, empezaron a decorar sus árboles con la luz de las velas y acto seguido se pusieron a cantar villancicos. Al otro lado los ingleses no daban crédito ni a lo que veían ni a lo que oían, pero respondieron con aplausos. Y en cuanto los alemanes terminaron de cantar, los relevaron; también fueron recibidos con aplausos. Poco a poco fueron saliendo de las trincheras, primero unos pocos, luego a cientos, y se encontraron a medio camino, en tierra de nadie. Compartieron cigarrillos y whisky y los pocos dulces que tenían. Se ayudaron a enterrar a los muertos de uno y otro bando. Y estuvieron charlando hasta el amanecer, que los encontró mezclados y en paz. Hombres que unas horas atrás habían estado en pie de guerra, odiándose y temiéndose.
¿Podría ocurrir algo así ahora? ¿Estamos preparados para confiar en el otro, en los otros, y ser los primeros en salir de las trincheras? ¿O el único testigo que vamos a pasarnos en esta carrera de relevos que es la vida es el de la certeza de la soledad, el de la incuestionable sensación de que ya no hay lugar ni forma de sentirnos a salvo?
http://www.jotdown.es/2017/12/sentirnos-a-salvo/
domingo, 23 de julio de 2017
Una visión naíf del referéndum. Ser catalán y español no son conceptos antagónicos. No ser independentista no significa ser fascista ni de Ciudadanos ni del PP. Este es el momento de tender puentes, de solventar diferencias e injusticias con genuina voluntad de diálogo.
Ya digo de entrada que este texto me parece prescindible porque lo escribo con el ánimo del que construye una cometa y la intenta hacer volar una tarde de domingo en la que no sopla ni una gota de aire.
La situación que vivimos en Cataluña en estos últimos tiempos posee particularidades que a mí, y sospecho que a mucha más gente, me parecen especialmente dañinas. Aquí enumero algunas; siéntanse libres de tachar las que quieran y añadir las suyas.
Desde hace mucho tiempo se promueve y fomenta continuamente el desprecio hacia los otros territorios del Estado español. Esto es una especie de cansina vuelta al patio del colegio: ese es tonto; el de más allá, un vagazo. Como persona viajada que soy puedo dar fe de que la tontería y la pereza no son patrimonio exclusivo de ningún pueblo del mundo. Si así fuera, ya me tendrían pidiendo asilo en la tierra de los perezosos. La pereza está muy infravalorada.
Se anteponen, antes que cualquier debate sobre qué hacer para mejorar la vida de los ciudadanos, las ventajas de una mítica tierra de promisión que pasa indefectiblemente por la “desconexión” de España, que, según sus partidarios, es algo con lo que soñamos desde la más tierna infancia los ocho millones de catalanes, ya que vivimos esclavizados, amordazados y sojuzgados por el perverso Gobierno central.
Inciso: vamos a ver, el Gobierno central que tenemos se las trae y no voy a ser yo la que diga lo contrario. La torpeza que siguen demostrando hacia la situación en que estamos es solo comparable a la actitud de las avestruces ante los avances de una manada de pumas. Pero de ahí a hablar de esclavitud y sojuzgamiento hay un trecho. Y en un mundo donde tanta gente es esclavizada y sojuzgada de verdad, que desde el Govern se hable en esos términos es sonrojante.
Que existe en muchos sectores de la población un sentimiento genuinamente nacionalista es innegable y merece el máximo respeto. Personas como Puigdemont o Junqueras han confesado —y les creo— la enorme ilusión que les hace la existencia de un Estado independiente. Es cuando imponen sus aspiraciones, asumiendo que todos las compartimos, cuando empiezan los problemas. No se han molestado en averiguar qué pensamos y por qué los que no compartimos esa ilusión.
Si los partidos lo pactan y se establece un marco legal, se podrá hacer una consulta
A mí me resulta extremadamente difícil dirimir cuáles son las diferencias reales entre un partido centralista de derechas y otro catalanista y nacionalista. Ambos, con diferentes acentos y talantes, se han ocupado de crear el nefasto campo de cultivo de la corrupción institucionalizada. Que Ignacio González y uno de los Pujol junior compartan cárcel tiene algo de justicia poética, pero ahora necesitamos justicia de la más prosaica para salir de este callejón sin salida que amenaza con enquistarse para los restos.
El debate sobre las esencias patrias ha engullido el debate sobre qué clase de sociedad queremos. Con la independencia, esto va a ser una mezcla de Shangri-La, Legoland y Ganímedes. Todavía estoy esperando que alguien me cuente cómo va a ser la nueva república independiente catalana. Si alguien tiene pistas, por favor que las comparta. A mí Legoland me gusta mucho, pero no quiero vivir en ella, debe de ser incomodísimo.
El baile de cifras de las balanzas comerciales e impuestos que se baraja para convencer al votante de las bondades de la absoluta necesidad de la independencia porque “España nos roba”. Este concepto ha calado en un gran sector de la población que se siente genuinamente nacionalista y que quiere y necesita encontrar alguna explicación para la crisis económica y que, por razones que se me escapan, está convencida de que ser catalán es mucho mejor que ser español. Ante esto, déjenme que les dé una noticia en exclusiva: ninguna de las dos cosas es una bicoca, pero hay cosas bastante peores. Se me ocurren bastantes. Llegado este punto, honestamente yo ya no sé si España me roba más que Amazon, Zalando o el operario que me ha soplado 400 euros por arreglarme en cinco minutos el aire acondicionado. Yo, sinceramente, me he perdido en este debate de cifras y competencias.
Hay que dejar de estar absortos en nuestro ombligo y elevar la vista más allá de banderas y agravios
Lo peor: este estado de cosas, con amenazas apocalípticas constantes desde el Govern y el pétreo “no sabe, no contesta” desde el Gobierno, hace que no haya cabida para ningún tipo de reflexión o diálogo sereno. Los que no pensamos que la independencia sea la mejor de las ideas inmediatamente somos descalificados como fascistas, vendidos al Gobierno central y un sinfín de lindezas. O, en el mejor de los casos, somos invisibles y se nos barre del ágora pública. Otro notición: no ser independentista no significa ser fascista ni de Ciudadanos ni del PP. Significa simplemente que pensamos que ser catalán y ser español no son conceptos antagónicos. Respecto a la consulta, si los partidos políticos lo acuerdan, si se cambia la Constitución —que se puede cambiar— y se establece un marco legal, ¿por qué no?
Pero un referéndum convocado unilateralmente sin censo y sin ningún control, con el argumento de que basta la mitad más uno para declarar la independencia, no, gracias. Quiero recordar aquí que cuando se convocó el referéndum en Quebec, los porcentajes requeridos para una decisión de ese calibre fueron establecidos por la Corte Suprema con la premisa de que a partir de una clara y rotunda mayoría (no la mitad más uno) habría una obligación por parte del resto del país a renegociar el encaje de Quebec en Canadá.
Y ahora viene la coletilla definitivamente naíf (o buenista o ingenua o boba) de este texto, lo digo por si quieren abandonar ahora: este no es el momento de crear más fronteras, ni muros ni barreras. Este, quizás más que nunca en la historia, es el momento de tender puentes, de centrarnos en las cosas que tenemos en común, de solventar las diferencias y las injusticias con auténtica y genuina voluntad de diálogo, de enfrentarnos juntos, todos los europeos en un marco federal, sin distinciones de pasaportes, a los desafíos de un mundo descabezado, convulso, ardiente, complejo y terrible.
Es el momento de dejar de estar absortos en nuestro ombligo y de elevar la vista más allá de los límites de lo que consideramos nuestro, más allá de nuestras banderas —por mucho que las amemos—, nuestros agravios —por muchos que tengamos—, nuestro pasado. Yo no poseo demasiadas certezas, pero he vivido lo bastante para saber que construir, sumar y amar siempre es infinitamente mejor que destruir, restar y odiar.
Isabel Coixet es directora de cine.
https://elpais.com/elpais/2017/07/17/opinion/1500292963_456977.html
La situación que vivimos en Cataluña en estos últimos tiempos posee particularidades que a mí, y sospecho que a mucha más gente, me parecen especialmente dañinas. Aquí enumero algunas; siéntanse libres de tachar las que quieran y añadir las suyas.
Desde hace mucho tiempo se promueve y fomenta continuamente el desprecio hacia los otros territorios del Estado español. Esto es una especie de cansina vuelta al patio del colegio: ese es tonto; el de más allá, un vagazo. Como persona viajada que soy puedo dar fe de que la tontería y la pereza no son patrimonio exclusivo de ningún pueblo del mundo. Si así fuera, ya me tendrían pidiendo asilo en la tierra de los perezosos. La pereza está muy infravalorada.
Se anteponen, antes que cualquier debate sobre qué hacer para mejorar la vida de los ciudadanos, las ventajas de una mítica tierra de promisión que pasa indefectiblemente por la “desconexión” de España, que, según sus partidarios, es algo con lo que soñamos desde la más tierna infancia los ocho millones de catalanes, ya que vivimos esclavizados, amordazados y sojuzgados por el perverso Gobierno central.
Inciso: vamos a ver, el Gobierno central que tenemos se las trae y no voy a ser yo la que diga lo contrario. La torpeza que siguen demostrando hacia la situación en que estamos es solo comparable a la actitud de las avestruces ante los avances de una manada de pumas. Pero de ahí a hablar de esclavitud y sojuzgamiento hay un trecho. Y en un mundo donde tanta gente es esclavizada y sojuzgada de verdad, que desde el Govern se hable en esos términos es sonrojante.
Que existe en muchos sectores de la población un sentimiento genuinamente nacionalista es innegable y merece el máximo respeto. Personas como Puigdemont o Junqueras han confesado —y les creo— la enorme ilusión que les hace la existencia de un Estado independiente. Es cuando imponen sus aspiraciones, asumiendo que todos las compartimos, cuando empiezan los problemas. No se han molestado en averiguar qué pensamos y por qué los que no compartimos esa ilusión.
Si los partidos lo pactan y se establece un marco legal, se podrá hacer una consulta
A mí me resulta extremadamente difícil dirimir cuáles son las diferencias reales entre un partido centralista de derechas y otro catalanista y nacionalista. Ambos, con diferentes acentos y talantes, se han ocupado de crear el nefasto campo de cultivo de la corrupción institucionalizada. Que Ignacio González y uno de los Pujol junior compartan cárcel tiene algo de justicia poética, pero ahora necesitamos justicia de la más prosaica para salir de este callejón sin salida que amenaza con enquistarse para los restos.
El debate sobre las esencias patrias ha engullido el debate sobre qué clase de sociedad queremos. Con la independencia, esto va a ser una mezcla de Shangri-La, Legoland y Ganímedes. Todavía estoy esperando que alguien me cuente cómo va a ser la nueva república independiente catalana. Si alguien tiene pistas, por favor que las comparta. A mí Legoland me gusta mucho, pero no quiero vivir en ella, debe de ser incomodísimo.
El baile de cifras de las balanzas comerciales e impuestos que se baraja para convencer al votante de las bondades de la absoluta necesidad de la independencia porque “España nos roba”. Este concepto ha calado en un gran sector de la población que se siente genuinamente nacionalista y que quiere y necesita encontrar alguna explicación para la crisis económica y que, por razones que se me escapan, está convencida de que ser catalán es mucho mejor que ser español. Ante esto, déjenme que les dé una noticia en exclusiva: ninguna de las dos cosas es una bicoca, pero hay cosas bastante peores. Se me ocurren bastantes. Llegado este punto, honestamente yo ya no sé si España me roba más que Amazon, Zalando o el operario que me ha soplado 400 euros por arreglarme en cinco minutos el aire acondicionado. Yo, sinceramente, me he perdido en este debate de cifras y competencias.
Hay que dejar de estar absortos en nuestro ombligo y elevar la vista más allá de banderas y agravios
Lo peor: este estado de cosas, con amenazas apocalípticas constantes desde el Govern y el pétreo “no sabe, no contesta” desde el Gobierno, hace que no haya cabida para ningún tipo de reflexión o diálogo sereno. Los que no pensamos que la independencia sea la mejor de las ideas inmediatamente somos descalificados como fascistas, vendidos al Gobierno central y un sinfín de lindezas. O, en el mejor de los casos, somos invisibles y se nos barre del ágora pública. Otro notición: no ser independentista no significa ser fascista ni de Ciudadanos ni del PP. Significa simplemente que pensamos que ser catalán y ser español no son conceptos antagónicos. Respecto a la consulta, si los partidos políticos lo acuerdan, si se cambia la Constitución —que se puede cambiar— y se establece un marco legal, ¿por qué no?
Pero un referéndum convocado unilateralmente sin censo y sin ningún control, con el argumento de que basta la mitad más uno para declarar la independencia, no, gracias. Quiero recordar aquí que cuando se convocó el referéndum en Quebec, los porcentajes requeridos para una decisión de ese calibre fueron establecidos por la Corte Suprema con la premisa de que a partir de una clara y rotunda mayoría (no la mitad más uno) habría una obligación por parte del resto del país a renegociar el encaje de Quebec en Canadá.
Y ahora viene la coletilla definitivamente naíf (o buenista o ingenua o boba) de este texto, lo digo por si quieren abandonar ahora: este no es el momento de crear más fronteras, ni muros ni barreras. Este, quizás más que nunca en la historia, es el momento de tender puentes, de centrarnos en las cosas que tenemos en común, de solventar las diferencias y las injusticias con auténtica y genuina voluntad de diálogo, de enfrentarnos juntos, todos los europeos en un marco federal, sin distinciones de pasaportes, a los desafíos de un mundo descabezado, convulso, ardiente, complejo y terrible.
Es el momento de dejar de estar absortos en nuestro ombligo y de elevar la vista más allá de los límites de lo que consideramos nuestro, más allá de nuestras banderas —por mucho que las amemos—, nuestros agravios —por muchos que tengamos—, nuestro pasado. Yo no poseo demasiadas certezas, pero he vivido lo bastante para saber que construir, sumar y amar siempre es infinitamente mejor que destruir, restar y odiar.
Isabel Coixet es directora de cine.
https://elpais.com/elpais/2017/07/17/opinion/1500292963_456977.html
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