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domingo, 25 de junio de 2017

Francia: ¿Cómo se puede no ser progresista?

Decididamente, el siglo XVI fue de una creatividad formidable. No sólo se agitó con furor sino que no dejó de inventar conceptos que todavía nos inspiran: Thomas More forjó la utopía en 1516, el alemán Lutero proclamó en 1517 la Reforma, que suponía de hecho una verdadera revolución de los espíritus, y Rabelais hizo nacer la palabra “progreso” en su Tiers Livre en 1546. Hermoso hallazgo del padre de Pantagruel… que nos vuelve en la era Macron como base conceptual del nuevo régimen. Paso a los jóvenes, paso al optimismo y, sobre todo, paso al progresismo, nos dice el presidente ahora elegido, que el 4 de enero, en el Journal du Dimanche, marcaba su territorio ideológico: “Hoy, la verdadera divisoria se sitúa entre progresistas y conservadores. Yo digo: ya hay una casa de progresistas y se llama En Marcha”.

Seamos justos: Emmanuel Macron no pretende haber inventado la etiqueta, que se ha registrado muchas veces. Por parte de Robert Hue, en 2008, con su Movimiento de los Progresistas. En febrero de 2016, Martine Aubry se la disputaba a Manuel Valls con ocasión de la ley El Khomri: “La izquierda moderna, la izquierda progresista, somos nosotros”.

Y además, en Francia los precursores se remontan a muy atrás: Condorcet y Diderot trabajaban para “el progreso de los conocimientos humanos” como herramienta de liberación de los espíritus; Robespierre, a su vez, veía en “el progreso de la razón humana” la causa y el motor de la Revolución Francesa. El progreso encontró inmediatamente a sus enemigos, los reaccionarios, de Joseph de Maistre a Charles Maurras, que estimaban por su parte, que el progreso desligaba al hombre de sus marcos “naturales” –Dios, la Iglesia, el Rey, la familia- y hasta le reducía al rango de animal. Era la época en que la filosofía o política parecía simple: la izquierda estaba a favor de la República, la democracia, el libre albedrío, el progreso; y la derecha, su reflejo invertido. “A lo largo de todo el siglo XIX y de una gran parte del siglo XX, es así cómo se ha definido la izquierda: el progreso técnico de la ciencia y de la industria debía ir de la mano de la mejora de la situación de las clases populares. Durante mucho tiempo, la izquierda ha vivido con esta idea de que el progreso seguía obligadamente el rumbo de la justicia, conforme a la filosofía de la Historia”, recuerda nuestro colaborador Jacques Juilliard, autor de Gauches françaises (Flammarion, 2012).

Deslizamiento del terreno
Evidentemente, el progreso ha conocido desde entonces algunos desgarrones: la Gran Guerra, el exterminio de los judíos por los nazis y las bombas atómicas norteamericanas sobre Japón han devaluado trágicamente sus buenas acciones. Y luego el progresismo cambió de sentido. “Se calificaba como progresistas por parte del PCF a todos los que participaban en la defensa de la URSS frente al campo capitalista”, recuerda el historiador Marc Lazar, autor de Communisme, une passion française. En los años 60, el término designa a “la gente de izquierdas” y lo utilizan los socialistas en su oposición a la derecha y al gaullismo triunfante. Para decirlo a lo Macron, el progresismo era “al mismo tiempo” ¡de izquierda y de extrema izquierda!

Más recientemente, el progresismo ha servido de bote de salvamento durante la gran tempestad ideológica que siguió a la caída del muro de Berlín y luego a la globalización. Manuel Valls, partidario durante mucho tiempo de cambiar el nombre del PS a “Partido Demócrata”, ha adoptado también el progresismo, para dar su adiós a la socialdemocracia de Michel Rocard y blandir la bandera de la República en marcha, con bastantes dificultades. Robert Hue reconoce que le echó el guante al concepto para cubrir su ruptura violenta con el Partido Comunista francés que él mismo había presidido: “He creado una asociación denominada Nuevo Espacio Progresista (NEP). Mi análisis era que las viejas construcciones ideológicas del siglo XX, el comunismo soviético y la socialdemocracia, iban a marchitarse. Hacía falta proceder a una vuelta a la Ilustración”. El NEP se ha convertido en Movimiento de los Progresistas. Su manifiesto define el progresismo como “lo que Péguy decía en su tiempo del socialismo: “Es un sistema de justicia, de verdad, de salud económica y social”. Así la economía y la política tendrán en el futuro que subordinarse al hombre, y no a la inversa”.

Así expresado, dan ganas de decir: “Pero, ¿quién podría estar en contra?” Es la ventaja del concepto: se puede estar contra el socialismo en nombre de la libertad del individuo, puede uno oponerse al liberalismo en nombre de la igualdad entre los hombres. Pero como proclama el refrán popular: “No se puede parar el progreso”.

Son numerosos, sin embargo, los que ven una desviación del sentido: Christian Godin define el progresismo en su Dictionnaire de Philosophie (Fayard) como una concepción humanista de la Historia que comparte con el socialismo y el comunismo valores comunes sin por ello aceptar los presupuestos materialistas del marxismo”. Saca de ello la conclusión de que “el progresismo es bastante de izquierdas, se opone sobre todo al neoliberalismo… [pero] se ha convertido hoy en día en un vocablo compuesto que permite enmascarar la adhesión al social-liberalismo”. Marc-Olivier Padis, director de estudios de Terra Nova -la “fundación progresista” – evoca por su parte “una contraseña, más que un concepto”: “De hecho, es un buen candidato para describir la transgresión de la divisoria izquierda-derecha, para adoptar otras: abierto/cerrado, liberal/antiliberal, progresista/reaccionario, y desde este punto de vista aún más, pues cuando se analiza la semántica del Frente Nacional, llama la atención la utilización del vocabulario en “re”: restaurar, reafirmar, restablecer…”

Nueva frontera
Se aprecia bien el aspecto práctico del concepto: permite trazar un foso entre “nosotros” y “ellos”, designando estos últimos a los conservadores. La gran astucia de Macron hace rugir de rabia a la joven investigadora Laetitia Strauch-Bonart, autora de Vous avez dit conservateur? (éd du Cerf, 2016). “Macron remite a los conservadores al campo de los obscurantistas imbéciles, mientras subraya la superioridad moral de los progresistas de los que se quiere digno representante. Se trata también de dar a entender que los “conservadores” (entiéndase: los retrógrados) se encuentran, contrariamente a la vulgata que no los sitúa más que a la derecha, a la derecha lo mismo que a la izquierda...” El enemigo sería, pues, “de derechas y de izquierdas”: el Frente Nacional por un lado, pero también la CGT cuando se opone a la modernidad de las nuevas relaciones de fuerza sancionadas por la Ley El Khomry. De hecho, el progresismo de hoy se construye en primer lugar contra la izquierda, en este sentido de que combate para empezar a las fuerzas que se agarran a la defensa del Estado social construido tras la II Guerra Mundial y que representa la edad de oro de la socialdemocracia”, analiza Marc Lazar. Salvo que el campo de las fisuras de las fisuras de la sociedad francesa es bastante más grande y complejo, como demostraba nuestro reportaje consagrado a las fracturas francesas (Marianne, del 28 de abril de 2017): el centro contra la periferia, los titulados contra los no titulados, las categorías cómodas con la globalización, y sus víctimas.

Jacques Juilliard, en sus columnas de Marianne, en septiembre de 2016, cuestionaba el proyecto de Emmanuel Macron: “Cuando pretende ponerse a la cabeza de l progreso, olvida decir que es sólo de progreso económico de lo que se trata. ¿Es un progreso desregular todo el mercado de trabajo […] generalizar la precariedad del empleo […] destruir el estatus de la función pública?”.

Jean-François Kahn, partidario de larga data del “centrismo revolucionario” y del rebasamiento de las divisorias, se declara “en desacuerdo total con Macron cuando opone a conservadores y progresistas”: “Yo pienso que todo hombre sensato y equilibrado es conservador y progresista a la vez. El binarismo quiere hacer elegir entre libertad y seguridad, entre apertura y cierre, entre austeridad y laxismo financiero. Es absurdo…”

Habría que ponerle carne rápidamente al progresismo, tal como contempla Pascal Picq en una tribuna publicada por Le Monde al día siguiente de la segunda vuelta de las presidenciales: “se vuelve urgente construir no sólo el centro sino un verdadero partido progresista, empresarial y social con un verdadero proyecto político. […] Esto no puede limitarse a una coalición de circunstancias, so pena de volver a ver constituirse el paisaje irreconciliable izquierda-derecha”.

Para el senador Jean-Oierre Masseret (todavía socialista, pero ¿por cuánto tiempo?), que publica su Manifeste du progressisme (ed. Atlande): “Progresismo, un término que asocia valores, democracia, movimiento, reparto, eficacia, debe permitir transcender el bloqueo en que vivimos...”

Thierry Pech, director de la Fundación Terra Nova y “cercano” a Macron, había comenzado el trabajo en su libro Insoumissions. Portrait de la France qui vient (Seuil, enero 2017). Trata de definir un nuevo contrato social abarcador en torno a la “autonomía”: “El desplazamiento de la personalidad contemporánea pide un desplazamiento igualmente grande del Estado social”, declara a Marianne. Anticipándose en el proceso al liberalismo, afirma: “La política de la autonomía no es una política liberal sino una política social para tiempos liberales”.

Su equivalente de derechas, Dominique Reynié, que dirige la Fondapol, “liberal progresista y europea”, apunta los límites del macronismo: “Desde luego, las dos orientaciones del progresismo, de izquierda y de derecha, pueden eventualmente fusionarse, pero todo esto puede hacerse pedazos sobre dos debates que no se han resuelto durante las presidenciales: la relación con la inmigración y la laicidad, que pueden provocar una ruptura radical entre el país y las élites”.

El riesgo sería pues que el progresismo se convirtiera en la nueva denominación del pensamiento único, una suerte de tapadera puesta sobre la olla hirviendo, desagradable incluso para el gusto de los poderosos, de las aspiraciones populares. Alain Obadia, comunista y presidente de la Fundación Gabriel-Péri, siente ya llegar “Una forma sofisticada de populismo, que justifique la dominación de arriba debajo de la sociedad”. Falta hará, pues, que los franceses nos esforcemos aún más para ser verdaderamente progresistas.

Hervé Nathan es redactor jefe de Economía y Sociedad del semanario francés Marianne. Trabajó anteriormente para La Tribune y Libération, y es autor, junto a Nicolas Prissette, del Journal du Dimanche, del libro Les bobards économiques [Patrañas económicas].

Fuente: Marianne, 19-25 de mayo de 2017 
http://www.sinpermiso.info/textos/francia-como-se-puede-no-ser-progresista

miércoles, 6 de julio de 2016

“Prescindir de las instituciones es la guerra”. José María Ridao aborda en su último libro un alegato que parte de una pesadilla de Durero, el gran pintor renacentista alemán, que sueña con la destrucción de la humanidad.

José María Ridao (Madrid, 1961) siempre ha abordado arriesgadas aventuras intelectuales. La que ahora se corresponde con su último libro (Durero soñando, Arpa) es un alegato que parte de una pesadilla de Durero, el gran pintor renacentista alemán, que sueña con la destrucción de la humanidad y de la historia. Su ensayo adopta la forma de una obra teatral que afronta también la discusión Erasmo-Lutero sobre las instituciones, los valores y las reglas. Un estudio sobre Las Indias en el origen de la Reforma complementa este viaje suyo a una época que, como explica en esta entrevista realizada en París, donde ejerce como diplomático, tanto prolonga esta que estamos viviendo.

Pregunta. ¿Qué ha concluido?
Respuesta. Que los problemas humanos evolucionan mucho más despacio que los términos para designarlos. Siempre pensamos estar ante la novedad cuando en realidad es lo de siempre.

P. Dice uno de sus personajes que la corrupción está en el hombre y que hay que desconfiar de quienes denuncian una casta de puros para declararse puros… ¡Parece la España de ahora!
R. La corrupción del papado en el siglo XVI o las instituciones democráticas de ahora, en Europa o en España, siempre enfrentan el mismo dilema: o bien se cambian las instituciones por considerarlas inservibles al haber caído en la corrupción, o bien se mantienen expulsando los comportamientos corruptos. Erasmo dice que hay que mantener el papado persiguiendo la corrupción; Lutero dice que la corrupción ha hecho inservible el papado. Prescindir de las instituciones es la guerra; la historia les da la razón. Siempre se ha dicho que la Reforma da lugar a la tolerancia. No. La Reforma da lugar a las guerras de religión; lo que se rompe es esa estructura que está por encima de los reyes, de las monarquías, del papado, que opera hacia el interior como un sistema de resolución de las controversias y hacia el exterior como una fuerza colectiva contra otros grupos políticos, como podría ser el islam. Esas guerras terminan con un concepto político, no religioso: la tolerancia. Ese concepto hoy se explica —sobre todo cuando se analizan cuestiones relacionadas con el yihadismo o con el islamismo— vinculado a la Reforma, algo así como que los teólogos del siglo XVI consiguen un cristianismo de rostro humano.

P. ¿Y no es así?
R. El proceso no es exactamente ese; lo que hace la Reforma es volver más dogmáticas todavía a cada una de las iglesias que salen de la cristiandad rota. Esas iglesias fundamentan el poder político y lo que provocan es una guerra generalizada, una auténtica guerra civil europea. A la guerra civil europea se le pone fin cuando el poder político decide que los ciudadanos no tienen por qué seguir la fe del soberano. Esa es la tolerancia, una respuesta política a las guerras de religión, no un resultado teológico de la Reforma. De ahí que, sin pretenderlo, muchos de los elementos del libro parezcan escritos para hoy.

P. ¿Cómo trasladaríamos esta casta y estos puros al orden mundial, europeo y español de hoy?
R. Hay un desplazamiento del sentido de la política. En primer lugar, la política trata sobre las reglas, sobre cómo construir reglas que integren a todos los ciudadanos y que no dejen a nadie fuera. Y, en segundo lugar, reglas compartidas por todos a fin de que puedan ser exigibles a todos. El problema es que las reglas han pasado a ser los valores. Se ha visto muy bien con la crisis económica, cuando se dice que la causa de la crisis de 2008 es la avaricia. No. El problema y el origen de la crisis es que se prescindió de las reglas que hacían que la avaricia no fuera fatal.

P. Se dice en su obra, por parte de Willibald, en diálogo con Durero: “Pienso que la corrupción está en el hombre”. Y Durero: “Desengáñate, los tiempos que vivimos son todos los tiempos”. ¿Eso convierte cualquier libro que se escriba sobre la historia en un libro sobre la actualidad?
R. Necesariamente: los problemas del hombre evolucionan de manera mucho más lenta que la hojarasca que los envuelve. Cuando hablamos de democracia parece que estemos hablando de algo distinto de Lutero y sin embargo hablamos de lo mismo.

P. A Durero lo domina la pesadilla de la destrucción. ¿Cuál sería la pesadilla hoy?
R. La misma que la de Durero. La pesadilla es que en nombre de la pureza volvamos a prescindir de las instituciones democráticas que tanto han costado construir: la pureza racial frente a los refugiados, la pureza moral frente a los corruptos.

http://cultura.elpais.com/cultura/2016/06/08/actualidad/1465412022_815042.html