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lunes, 4 de agosto de 2014

Jugar es algo muy serio. La muestra 'Playgrounds' reflexiona sobre la capacidad del juego para recuperar un espacio público cada vez más privatizado.

Decía Wittgenstein que no es posible encontrar un núcleo de significación común compartido por todos los juegos y que sólo cabe descubrir entre algunos de ellos “parecidos de familia” (también hay, podríamos añadir, bastardos que parecen haberse colado en el álbum sin credenciales de parentesco alguno). Y no es solamente que haya juegos muy diferentes —como el boxeo o las cartas—, es que llamamos jugar a cosas bien distintas y a veces contradictorias: la estresante competición deportiva, el deambular sin rumbo definido, el relajado descanso después del trabajo, el esforzado oficio del turista, una función teatral, la furiosa invasión infantil del parque recreativo, o el desafío electrónico en el espacio virtual. Playgrounds es una muestra que reúne un amplio mosaico de obras de arte contemporáneo en una propuesta muy ambiciosa: se trata, para empezar, de delimitar, dentro de esa vasta y heterogénea masa, aquellos juegos que se desarrollan en el espacio público (quedan excluidos, pues, los juegos de salón y, en general, los privados); una vez hecho esto, el argumento consiste en buscar en esa clase de juegos, de acuerdo con algunas de las apuestas críticas que se han ido generando en los programas estéticos alternativos, una posibilidad de recuperar ese terreno privatizado y mercantilizado, una ocasión para “reinventar la democracia” a partir de lo que sería, según los comisarios, el último vestigio de resistencia contra la lógica implacable del capitalismo. Ambiciosa, sí, la propuesta no es en absoluto descabellada: se apoya en una ambigüedad que hoy es constitutiva de la propia noción de juego,y que al mismo tiempo que permite sustentar la hipótesis, amenaza con subvertir su sentido o trivializarlo.

¿A qué ambigüedad nos referimos? En nuestra cultura, por razones que serían largas de explicar, el concepto de juego disfruta de una situación privilegiada. Por una parte, acumula todo el prestigio de lo no serio y de la inocencia salvaje de los niños, del posibilismo de lo ficticio, de lo lúdico, de lo festivo y lo gratuito, de lo gozoso y lo creativo, incluso del sexo y del amor, frente a las connotaciones negativas del trabajo y las actividades adultas que generan obligaciones y responsabilidades; y es, no conviene olvidarlo, la metáfora más repetida para pensar la actividad artística. Pero, por otra parte, funciona igualmente como modelo, paradigma y esquema de todas las cosas serias a las que presuntamente se opone, de tal manera que, como ha mostrado en los últimos tiempos la llamada teoría de juegos, también sirve para explicar instancias tan aparentemente poco lúdicas como la estrategia militar y la guerra, el comercio, la industria, las finanzas, la política o el matrimonio. Parece tener el mágico derecho a reunir en un solo paquete el principio del placer y el principio de realidad. Los movimientos artísticos y las corrientes ideológicas que, desde mediados del siglo pasado, desplegaron un discurso crítico contra los deshilachados pilares de la modernidad (recogiendo impulsos revulsivos que venían ya de los utopismos decimonónicos) dirigieron sus dardos contra la rigidez de las estructuras sociales, encarnadas en las sólidas edificaciones del Movimiento Moderno, que a su vez simbolizaban todas las intransigencias de la sociedad industrial (las fronteras ocio/trabajo, privado/público, burguesía/proletariado, masculino/femenino, etcétera). El juego podía, entonces, servir como metáfora para que la llamada “izquierda artística”, que alcanzó plena visibilidad en Mayo del 68, reivindicase la flexibilización de esos férreos corsés, la apertura de las citadas fronteras y la licuación de aquellas ominosas solideces, alcanzando potencialidades que nadie dudaba en calificar de revolucionarias, sin necesidad de emplear expresiones de alto riesgo (como la que en uno de los paneles de la exposición habla del niño como “sujeto político autónomo”) o de dudosa gramaticalidad (como “demanda de agencia”, “empoderamiento” o “no obstante a…”).

Pero el hecho de que el juego se haya convertido en clave para entender las actividades serias no es una simple casualidad. Va de la mano de la instalación generalizada de un nuevo régimen socioeconómico —líquido y no sólido, flexible y no rígido— en el cual, objetivamente, las fronteras entre el ocio y el trabajo, entre las clases sociales y entre los géneros, o entre lo público y lo privado se han vuelto permeables y fluidas, pero no precisamente en el sentido imaginado por los utopistas del XIX o por los radicales del XX, sino en uno, contrario, que nos enseña hoy el rostro infernal de la flexibilidad, la adaptabilidad y la movilidad: el juego ha sido tan sistemáticamente colonizado por los mismos que privatizaron y mercantilizaron el espacio público que lo que hoy es legítimo es dudar de su potencial revolucionario, y de las capacidades críticas de un discurso ampliamente fagocitado por sus enemigos. Quienes han presentado esta muestra no ignoran nada de esto, y precisamente la oportunidad de su trabajo consiste en permitirnos visualizar el desgaste de ese discurso y en obligarnos a reflexionar no solamente acerca de qué sería hoy lo genuinamente “revolucionario”, sino también sobre el significado de las relaciones entre arte y política en un mundo como el nuestro y en una coyuntura como la presente. No vaya a ser que alguien piense que el arte es sólo un juego de salón que los entendidos practican en los museos.

Playgrounds. Reinventar la plaza. Museo Reina Sofía. Santa Isabel, 52. Madrid. Hasta el 22 de septiembre. Fuente, El País.

jueves, 3 de octubre de 2013

La Gran Bretaña más gris de la era Thatcher. Chris Killip pone rostro a las víctimas obreras de la desindustrialización en una exposición de 107 obras en el Reina Sofía

Las imágenes de la exposición
La política de tierra quemada que Margaret Thatcher perpetró en el Reino unido entre 1979 y 1990 trasformó el paisaje de las zonas industriales hasta límites insospechados. Allá donde había una fábrica,una mina o un astillero solo queda un césped que recuerda a los campos de golf. Son ruinas que poco dicen de los hombres y mujeres que allí trabajaron y vivieron hasta quedarse en el paro y perder todo lo que tenían. Sus rostros es precisamente lo que más interesa a Chris Killip (Isla de Man, 1946), uno de los fotógrafos documentalistas más importantes del momento, junto a Martin Parr, Tom Wood o Paul Graham. La memoria humana de esos años, protagoniza la exposición Work que Chris Killip inaugura hoy en el Reina Sofía, en Madrid, del 2 de octubre al 24 de febrero, con un centenar largo de obras, en blanco y negro, que ya han sido expuestas en Museo Folkwang de Essen (Alemania) y en la que el artista quiere narrar la vida real en el Norte Inglaterra entre 1968 y 2004.

Una hora antes de la presentación de la exposición Chris Killip, ahora profesor en Harvard (EEUU), pasea entre sus retratos reconociendo uno a uno a los protagonistas, como si el tiempo no hubiera pasado. Tranquilo y dicharachero parece que se hubiera vestido (camisa añil y chaqueta beige sobre pantalón negro con llamativos calcetines rojos) para restar dramatismo al blanco y negro de sus fotografías. Admirador de Bill Brandt, pionero en retratar la s desigualdades sociales de los británicos y las condiciones de vida de los mineros del norte de Inglaterra, Killip recuerda que se inició en el mundo de la fotografía con solo 18 años, en el campo de la publicidad. “Trabajaba de ayudante y tenía que pedir a quienes fotografiaba que sonrieran a la cámara. Era un trabajo mercenario que abandoné para siempre después de un viaje a Nueva York en el que en el MoMA pude ver la obra de Brandt, Walker Evans o August Sander”.

A su vuelta decidió utilizar la cámara como herramienta política y comprometerse con los cambios de su entorno social. Comenzó haciendo retratos de gente común y conocidos suyos, como unos jovencísimo Martin Amis y Iam Dury. Pero la primera serie de esta etapa la realiza en su tierra de origen, la isla de Man, un territorio autónomo dependiente del Reino Unido en el que su familia tenía un pub. “Nací en el pub y desde pequeño me asomaba para ver cantar a los clientes. Es curioso ver como la música transforma a las personas. Nos habíamos visto desde siempre, pero no sabíamos nada los unos de los otros. Yo mismo descubrí que mi madre tocaba el piano y fumaba un día que volví a casa antes de tiempo del colegio porque me había puesto enfermo. Para conocer hay que volver una y otra vez a los mismos lugares. Y, de repente, ves. Les digo a mis alumnos que lo importante para ver es saber mirar”.

Ute Eskildsen, comisaria de la exposición, explica que las fotografías de Killip documentan la tipografía de las áreas que retrata y narra la confrontación de los habitantes con las durísimas consecuencias de una política económica que dio la espalda a los intereses de la clase obrera británica. “Su trabajo”, añade Eskildsen se distingue por su empatía en una zona que sufre la revolución desindustrial y se enfrenta a la evolución de los empleos industriales tradicionales hacia el nuevo mundo de la alta tecnología”.

La cámara de Killip se fija en todos aquellos que se quedaron en la cuneta de manera que el fotógrafo toma partido y se convierte en un excluido más. “La diferencia respecto a Evans o Brand”, advierte la comisaria “es que ellos retratan el drama de los obreros desde la distancia. Killip comparte su sufrimiento".

Desde la isla de Man, la exposición se traslada a Huddersfield, en cuyas fábricas textiles se produce la primera aproximación de Killip a la Inglaterra industrial y después su trabajo se centra en el norte de Inglaterra, donde el carbón, las acerías y astilleros habían sido la forma de vida de varias generaciones. Sobre la serie Nordeste, realizada entre 1975 y 1988, cuenta que llegó a Newcastle en 1975 con una beca de dos años, pero se quedó durante dieciséis. “La clase trabajadora de esa zona descendía de campesinos que en el XIX habías sido desplazados por la mecanización o por los inmigrantes de la gran hambruna irlandesa. Era gente como la mía de la isla de Man, nunca habían conocido la revolución industrial. Mi trabajo es una crónica de la revolución desindustrial de esos pueblos”. Añade que nunca sospechó que todo aquello fuera a ser desmantelado. “No existen las fábricas, ni las minas, ni la mayor parte de las personas. Los restos de aquella vida han desaparecido y quiero que, cuando menos, permanezcan en la memoria”.

João Fernandes, subdirector del Reina Sofía opina que en todas estas imágenes hay algo oculto. “Se puede ver la vida de la gente, la de los excluidos, la de quienes solo tienen su trabajo. La exposición es un valioso documento sobre el cambio perpetrado por el Thacherismo. La vida de la gente que recoge restos de carbón arrojado al mar o las protestas de los mineros ilustran sobre unos años en los que se actuó sin disimulos contra la clase trabajadora”.
Fuente: El País.