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martes, 2 de abril de 2024

España, guarida de nazis. El ensayo ‘Bajo el manto del Caudillo’ presenta la España de Franco como el país europeo donde se ocultaron más altos cargos y colaboracionistas del Tercer Reich

París ya había sido liberada. La caída de Berlín parecía inminente. La guerra mundial acababa. Y cientos de nazis se refugiaron en España: país amigo, régimen hermano. No solo vinieron nazis de base, sino altos cargos del Tercer Reich, de la Italia de Mussolini, de otros regímenes fascistas como el Estado Independiente de Croacia o colaboracionistas de la Francia de Vichy. Los derrotados atravesaron a pie o en coche los Pirineos. También llegaron en pequeños barcos o aviones. Y permanecieron en secreto, ocultos en la España de los cuarenta.

Tenían la protección del régimen de Franco. Con nombres falsos. Hospedados en los balnearios de Sobrón (Álava), Urberuaga de Ubilla y Molinar de Carranza (Bizkaia), Jaraba (Zaragoza) o Caldas de Malavella (Girona). Alojados en el Palace (Madrid), en casas de El Viso (también en la capital) o en Marbella (Málaga). Intentaban evitar su deportación. Esquivaban a los espías extranjeros que venían a capturarlos o, directamente, a liquidarlos. Así los retrata Bajo el manto del Caudillo (Alianza), un ensayo escrito por el historiador José Luis Rodríguez Jiménez después de décadas de estudio y que constituye la mayor investigación hecha hasta ahora sobre un tema secreto y purgado de los archivos españoles.

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Un caso: Reinhard Spitzy. Capitán alemán de las SS. Espía militar del Abwehr (servicio de inteligencia) nazi. Sabía que lo buscaban en España y se escondió bien. Se acogió a lugar sagrado. Se metió en casa del cura de Oreña (Cantabria), luego en la colegiata de Santillana del Mar haciendo vida de monje, y así hasta acabar siendo conocido como “el hermano Ricardo de Irlanda” en el monasterio burgalés de San Pedro de Cardeña, en Castrillo del Val, donde pasaría más de un año. Cuenta el autor que para poder cumplir su plan de fuga a Argentina, Spitzy vendió los planos de construcción de un cohete antiaéreo al Ejército español a través del general falangista Juan Yagüe. Así recibió protección y documentación española falsa, para él y su familia, y en 1948 partieron hacia Argentina, el gran remanso de paz nazi en América.

Otro caso, con final bien distinto. Era junio de 1945. Policías franceses con identidad falsa penetraron en España en busca de Michel Szkolnikov, que vivía en la colonia madrileña de El Viso con su pareja berlinesa, Elfrieda Tietz, alias Hélène Samson. Ambos se había lucrado en la Francia ocupada traficando en el mercado negro para los alemanes. El plan era capturarlo, llevarlo a Francia e interrogarlo allí. Pero se les fueron las manos a los agentes de la Francia democrática. “A causa de la paliza que le propinaron para reducirle, Szkolnikov falleció en el coche, a solo unos 30 kilómetros de la capital. Los agentes franceses decidieron quemar el cadáver y desaparecer, pero serían detenidos poco después por la policía española”, cuenta el autor, profesor titular de Historia Contemporánea en la Universidad Rey Juan Carlos.

El libro es un recorrido por esas vidas secretas marcadas por la derrota europea del nazismo y el fascismo y el temor individual a los juicios y las posibles ejecuciones. Cazadores cazados. Es, también, una mirada a una realidad incómoda para el régimen de Franco. Primero, porque los aliados sabían que España se había convertido en el país europeo que acogía el mayor número de nazis, fascistas, ultraderechistas y colaboracionistas con el Tercer Reich desde la segunda mitad de 1944. Y esa presencia era motivo de tensión con los aliados en mitad del aislamiento internacional de España.

Sin embargo, el desembarco también se convirtió en una oportunidad para la dictadura franquista, que ayudó a nazis y colaboracionistas agazapados en España. Y no lo hizo solo por sintonía ideológica. Había intereses. Según explica a EL PAÍS el autor del libro, dos grandes razones influyeron en su protección. De entrada, “dados sus conocimientos sobre la colaboración España-Alemania, no convenía que fueran interrogados por personal de los aliados”. Y después, estos fugitivos alemanes y franceses habían desempeñado funciones de gestión económica, espionaje y policía política en primera línea y podían seguir aportando su experiencia en estas tareas. Eran, pues, un talento reciclable para la España de Franco. Espías potenciales.

Un ejemplo: el Alto Estado Mayor reclutó a varios espías alemanes que habían actuado en España y en el Marruecos español durante la II Guerra Mundial. El ensayo recorre los brumosos pasos de alguien que utilizó muchos nombres ―como Wilhelm Friedrich Heinrich Knipa, José Luis Gurruchaga Iturria o Friedrich-Ludwig Von Freienfels― para investigar a miembros del exilio republicano que hacían labores de oposición pacífica y violenta al franquismo.

Rodríguez Jiménez, que se doctoró con una tesis dedicada a la extrema derecha española desde el tardofranquismo a la consolidación de la democracia (1967-1982), pone de relieve un aspecto. No solo era la cantidad, sino la calidad. A la madriguera franquista llegaron nazis de alto rango como el jefe del Gobierno de la Francia de Vichy, el filonazi Pierre Laval. A este lo entregó Franco a las nuevas autoridades francesas, presionado y para congraciarse, y luego lo fusilaron. Después ya no hubo entregas tan dóciles. Lección aprendida.

También estaban en España sus ministros colaboracionistas Abel Bonnard, de Educación, y Maurice Gabolde, de Justicia. O Louis Darquier de Pellepoix, periodista antisemita y político ultra que dirigió el Comisariado General de Asuntos Judíos del Gobierno de Vichy y colaboró con la Gestapo en la deportación de judíos franceses a los campos de exterminio. En España tuvo una nueva identidad: Juan Esteve, profesor de Francés en la Escuela del Alto Estado Mayor del Ejército y en la Escuela Central de Idiomas, y traductor en el Ministerio de Exteriores.

Inadvertido en la sierra madrileña vivía Karl Bömelburg, jefe de la Gestapo en Francia. Lo habían dado por muerto, pero seguía en España hasta que su amigo Ramón Serrano Suñer lo acompañó al aeropuerto de Barajas rumbo a Suiza. También se escondía en España el principal colaboracionista belga con el Tercer Reich, Léon Degrelle, un político radical y narcisista de vida rocambolesca que sirve de hilo conductor a este ensayo que recorre unas vidas que pasaron de la hegemonía totalitaria a la clandestinidad.

Así lo fue para el jefe de las Juventudes Hitlerianas, Bernhard Feuerriegel. Él entró en España en julio de 1944. Asistido por la red de encubrimiento que coordinaba en Madrid Clara Stauffer, consiguió una nueva identidad. Ya era Bernardo Fernández, natural de Tarragona y de profesión perito mecánico. Así se recluyó en Madrid, en casa de una señora de confianza. Se enamoró de su hija. Se casó con ella. Y acabó trabajando como profesor de música en aquella España permisiva con los nazis huidos.

En el caso de Josef Hans Lazar, agregado de prensa de la Embajada alemana en España, gracias a sus amistades pudo fingir un ataque de apendicitis que le valió una larga estancia en la clínica Ruber. Después, según la hipótesis que maneja el autor, fue acogido en un convento de monjas irlandesas en Salamanca. Mucho menos discreto fue Meino Von Eitzen, espía nazi del Abwehr y jinete de prestigio, que se estableció en Vigo con la tapadera de ser el gerente de la empresa Depósito Español de Carbones SA y llenó sus cuadras de caballos.

Sí que hubo un efecto político telúrico, casi indetectable, entre tanto nazi oculto en la España de posguerra. “Degrelle y otros nazis —explica el autor— fueron impulsores en España de las teorías negacionistas sobre el Holocausto, con el propósito de blanquear el pasado nazi y el suyo propio para intentar hacer las ideas nazis más aceptables para las nuevas generaciones”.

En las altas esferas, sin embargo, no pasó de ahí. Dice José Luis Rodríguez Jiménez que “la influencia de los refugiados nazis y fascistas en España fue nula porque el régimen de Franco se había visto obligado a iniciar un proceso de desfascistización con la derrota de Hitler y Mussolini”. Ya estaban regresando del frente los últimos contingentes españoles en la División Azul. Ya el saludo fascista iba a dejar de ser oficial y obligatorio unos meses después. España se reinventaba. Nacía un síperono fascista llamado franquismo.