-- El 16 de diciembre de 2022 se han cumplido 120 años del nacimiento de uno de los más destacados poetas españoles del siglo XX. Pretexto oportuno para un breve tratamiento de su itinerario vital, en el que la política ocupó un lugar eminente, al lado de su labor literaria.
Rafael Alberti Merello nació en 1902, en una ciudad costera de la provincia de Cádiz, Puerto de Santa María. Fue en el seno de una familia burguesa. Su padre trabajaba en la exportación de vinos de la prestigiosa bodega Osborne.
Fue un deficiente alumno en su ciclo de estudios. Al tiempo que desatendía las asignaturas obligatorias, creyó encontrar en la pintura una vocación definitiva.
Veinteañero, y recluido por una enfermedad, afianzó un rumbo en la escritura. Comenzó a trabajar en su primer libro, que alcanzaría un triunfo tal que lo llevaría a una temprana consagración. Nos referimos a Marinero en tierra, publicado en 1924 y por el que recibiría ese mismo año el Premio Nacional de Literatura.
Tiempo después trabó relación con los principales poetas de su tiempo, la que sería llamada “Generación del 27” y considerada la “Edad de plata de la poesía española”. Entre ellos Pedro Salinas, Jorge Guillén, Vicente Aleixandre, Gerardo Diego y Federico García Lorca. Aunque no correspondiera a la secuencia cronológica estricta, también Miguel Hernández fue adscripto a esa brillante generación.
Incluido en ese entorno, Alberti fue pasando de las tendencias populares iniciales de su obra a los refinamientos del llamado “gongorismo”, por Luis de Góngora, dilecto representante del barroco hispano. También experimentó una etapa “surrealista”, como tantos artistas de su época.
En esos años el poeta de Puerto de Santa María sufrió una crisis emocional. Parecen haber influido en su decaimiento diversos elementos. Uno de ellos fue la ruptura de su relación con la brillante pintora gallega Maruja Mallo. Se ha considerado que su libro Sobre los ángeles refleja un período de desolación afectiva.
La opción militante, la guerra, la “Alianza”
Salió de ese “pozo” anímico por dos senderos: En primer lugar su compromiso político, que lo llevó de la lucha contra la dictadura del general Miguel Primo de Rivera a la afiliación y activa militancia en el Partido Comunista de España, por entonces una disciplinada, entusiasta, pero pequeña fuerza,
Y tuvo un papel central en su recuperación el vínculo con la también escritora María Teresa León, iniciado en 1930 y destinado a una larga perduración.
Establecida la Segunda República la fuerte implicación política seguiría en pie, incluso acrecentándose. En 1933, la pareja fundó la revista Octubre, orientada a constituirse en órgano oficial de los “escritores españoles revolucionarios”.
Con ocasión de la insurrección obrera de Asturias, María Teresa y Alberti emprendieron una gira de propaganda y solidaridad por varios países de distintas partes del mundo. Todo a favor de los millares de encarcelados por su participación en la rebelión.
Estallada la guerra de España con el golpe parcialmente fracasado de julio de 1936, Alberti quedó desde el primer momento involucrado en la causa “leal”. Estuvo entre quienes se pusieron al frente de la Alianza de Escritores Antifascistas, encargada de vastas acciones prorrepublicanas.
Una de las realizaciones tempranas de la Alianza fue el periódico El mono azul. Salió a la luz rápidamente, antes de terminar agosto de 1936. Asumió la dirección del mismo, junto a María Teresa.
Allí colaboraron, entre otros, José Bergamín, Manuel Altolaguirre, Antonio Machado, Luis Cernuda, Ramón J. Sender, Miguel Hernández, Arturo Cuadrado… También extranjeros como John Dos Passos, André Malraux; o los chilenos Vicente Huidobro y Pablo Neruda.
La publicación estaba dirigida a los soldados del frente. Procuraba hacerlos conscientes de su labor en defensa de la república frente a la agresión fascista. Sus temas incluían desde instrucción militar a literatura y política.
En unas milicias integradas en gran parte por analfabetos la lectura era a menudo grupal. Un soldado “letrado” leía los artículos de interés a quienes no sabían hacerlo.
El poeta escribía con su firma una sección de la revista titulada “A paseo” en la que cuestionaba a intelectuales contrarios a la causa republicana o que incluso no se habían pronunciado con claridad a favor de la misma.
Años después se inferiría que al autor de Marinero en tierra no podía escapársele la oscura resonancia del título de la sección con los “paseos”. Ésa era la denominación que se le daba a las ejecuciones clandestinas de los enemigos.
En las páginas de El mono azul aparecieron por primera vez los poemas del Romancero de la guerra civil, poderosa herramienta de cultivo literario y estímulo moral al combate a partir del camino estético. Ya en el exilio el poeta gaditano compilaría el conjunto de esos poemas en el titulado Romancero general de la guerra civil española. El compilado fue publicado en forma de libro en Buenos Aires, en 1944.
Más allá de las profusas acciones de agitación y propaganda en las que jugaba un rol principal, el hombre de Cádiz no llegó a ser soldado, como sí lo fue Miguel Hernández, que compartió a pleno la precaria vida de los combatientes, desde los peligros de las trincheras en torno a Madrid, a los fríos glaciares del frente de Teruel.
Sus críticos señalaron más tarde que siempre permaneció en la retaguardia y que aprovechó su lugar destacado en el ámbito político-cultural de los defensores de la República para llevar una vida bastante cómoda.
Tal vez el más duro de los detractores fue Juan Ramón Jiménez. Él atacó sin ambages a escritores a los que caracterizó como “señoritos, imitadores de guerrilleros” que exhibían por Madrid “sus rifles y sus pistolas de juguete” mientras vestían “monos azules muy planchados”.
Sin mencionarlo, no cabe duda que Alberti estaba en primer lugar entre los aludidos por el futuro Premio Nobel. Éste sí hizo explícito el contraste con la actitud de Hernández, al que caracterizó como el único militante auténtico de entre la pléyade de poetas que acompañó el esfuerzo de guerra.
Alberti ocupaba buena parte de su tiempo en una residencia nobiliaria expropiada por la república en guerra como tantas otras, la de los marqueses de Heredia-Spinola. Allí se celebraban frecuentes tertulias y fiestas que algunxs veían como actividades frívolas, incongruentes con las aciagas circunstancias que se vivían en el frente.
Hasta hubo quien describió, como el afamado periodista libertario Eduardo de Guzmán, menús cargados de exquisiteces. Los que se servían en banquetes celebrados sólo a metros de las calles de Madrid, surcadas por la más aguda escasez, con sus habitantes siempre en el borde del hambre.
Más allá de las objeciones, hay que tomar en consideración que desde la Alianza de Escritores Antifascistas, Alberti y otros cumplieron una tarea importante, organizando múltiples trabajos de solidaridad con la República. Que incluían, por ejemplo, la realización de actos artísticos y literarios para el estímulo y el cultivo de los propios combatientes.
En la retaguardia podían cumplirse acciones necesarias y gravitantes, y Alberti estuvo involucrado en muchas de las mismas.
Actividades conexas, como las acciones que fueron decisivas para preservar los bienes artísticos del Museo del Prado, la Biblioteca Nacional y otras administraciones del patrimonio histórico español, se cuentan entre los méritos de la labor de la Alianza. El poeta gaditano tuvo directa injerencia en la ardua labor de preservarlas de los bombardeos y otras acciones bélicas. Y en su posterior remisión a Francia.
Los pasos por Moscú
Como resulta previsible en el clima de la época, Rafael y María Teresa viajaron a la Unión Soviética durante el conflicto. Un itinerario que ya había transitado con anterioridad. Se le puede dar la palabra en esto al propio Alberti, si se nos perdona una cita algo extensa:
“Mi tercera visita a Moscú. Mi tercera despedida. Esta vez, más que nunca, me siento como si fuera un viajero que se marchara sin irse, que pudiera verse a sí mismo de camino y a la vez quedándose entre vosotros. Me vuelvo a España, a Madrid. En 1934, cuando vine como delegado al Congreso de escritores soviéticos, embarqué en Odessa. Era el mes de octubre. Embarcaba entonces hacia la España de la revolución de Asturias; luego, la de Gil Robles y la represión más violenta. En 1937, ahora, salgo de Leningrado hacia la misma España que dejé hace dos meses: La heroica de la guerra civil, de los defensores de Madrid, de los más bravos antifascistas del mundo. Siempre que vine a la Unión Soviética encontré algo de mi país entre vosotros. Esta última vez, desde que atravesé la frontera, me encontré con él por entero. Desde Belosostrov, el nombre de España empezó a llenarme los oídos, a hacerme la respiración más profunda.
¿Qué queréis, camaradas y amigos? Mi Moscú de este año es el de la fraternidad y el entusiasmo por mi patria. Parece como si nuestro mapa se hubiese prolongado hasta el vuestro y mis pies siguieran pisando su propia tierra. He visto las nuevas construcciones de vuestra capital, la aparición de nuevos cafés, tiendas, almacenes. “
Las convicciones comunistas del poeta se sostuvieron impertérritas frente al paso del tiempo y los cambios de orientación del movimiento al que pertenecía. Al sobrevenir el fallecimiento de Stalin le dedicó un elogioso poema que mereció juicios adversos por constituir un tributo excesivo.
A diferencia de otros intelectuales, la revisión crítica de la actuación del líder georgiano en el XXº Congreso del partido soviético no conmovió la firmeza de sus ideas. Su adscripción al PC español lo acompañó hasta la muerte.
Hernández y Lorca: Controversiales relaciones
Fue cerca del final de la guerra, en una fiesta, en honor de la mujer antifascista, cuando se produjo un grave desencuentro entre Alberti y Miguel Hernández. El poeta alicantino, exasperado ante el lujo que reinaba en el acontecimiento, en medio de la derrota ya cercana de la causa antifascista, dijo públicamente que allí había “mucha p…” y “mucho hijo de…”.
Alberti trató de obligarle a que se rectificara, pero él escribió sus palabras en una gran pizarra para que no pasaran inadvertidas.
Se enfrentaban dos concepciones diversas de la actividad política y guerrera. En momentos más apacibles habían podido coexistir, pero lo agudo de las circunstancias de principios de 1939 las llevó al choque.
Acerca de la comparación desfavorable con Hernández, incluso se debe tener en cuenta una cuestión generacional. El poeta de Orihuela y otros que lo acompañaron en el frente de batalla eran de mucha menor edad. Veinteañeros en plenitud de facultades para lanzarse a la durísima vida del soldado. Rafael tenía treinta y cuatro años al comenzar la contienda.
Esa brecha etaria pudo ser determinante a la hora de establecer quién se dirigió a las trincheras y quién no.
Con anterioridad, el nativo de Puerto de Santa María mantuvo algunas discrepancias con Federico García Lorca. A diferencia de las que hemos relatado respecto de Hernández, éstas no sobrepasaron el campo de la controversia literaria.
Para Alberti la poesía era un arma para sacudir conciencias, una contribución al avance de transformaciones revolucionarias. Lorca situaba a la poesía en el terreno de los afectos, no susceptibles de ser regidos por un compromiso político.
Esto debe ser relativizado, ya que el granadino no fue para nada “apolítico”. A través de la conducción del teatro trashumante La Barraca, o desde poemas como el “dedicado” a la Guardia Civil u obras teatrales enfiladas contra las injusticias de la vida rural, Federico también asignó un sentido político a su obra, si bien ajeno a adscripciones partidarias.
Algo concreto es que trabaron temprana amistad, desde los días juveniles en que García Lorca vivía en el torbellino intelectual (y sensual) de la Residencia de Estudiantes de Madrid, una de las ramificaciones de la fecunda Institución Libre de Enseñanza. Alberti no vivía allí, pero iba todo el tiempo y trababa relación con sus talentosos huéspedes.
Las desavenencias llegaron después, por distintas formas de moverse en la efervescencia social, política y cultural que acompañó al establecimiento de la República.
Alberti se había convertido en un propagandista de las ideas comunistas y Lorca se abstuvo de enrolarse en una postura política circunscripta. Esas posiciones divergentes no podían sino llevar a algunos encontronazos.
A la hora de sopesar el papel jugado por Alberti, hay que poner en la cuenta que junto con críticas sinceras y fundamentadas, hay otras que pueden estar inspiradas por cierta “industria” del ataque contra intelectuales comprometidos. Y peor si además eran comunistas.
A Rafael, por ejemplo, se le ha endilgado hasta haber festejado el asesinato de Pedro Muñoz Seca, literato destacado, partidario de los sublevados. Asimismo existieron afirmaciones de que la Alianza mantuvo su propia “checa”, para retener e interrogar a detenidos cuya trayectoria y pertenencia les interesaba elucidar.
Cuando la República estaba perdida, el gaditano y su esposa tuvieron un sitial de privilegio para su salida de España. Fue por avión desde el aeropuerto de Monóvar en Alicante, el mismo aeródromo del que partieron las máximas jerarquías del Partido Comunista.
De nuevo según sus críticos pudo evitar que Miguel Hernández quedara desamparado y a merced de los vencedores, pero no lo hizo.
El exilio y el regreso
Con el final de la guerra, su primer lugar de destino fue Francia. El matrimonio Alberti-León fue hostigado, bajo el estigma de ser “comunistas peligrosos”. Le retiraron sus permisos de trabajo y al tiempo atravesaron el océano, para refugiarse en Argentina.
Permanecieron en nuestro país hasta principios de la década de 1960. Sus días transcurrían entre un departamento en la zona de Recoleta, en Buenos Aires, una estancia en Córdoba llamada “El Totoral” y frecuentes visitas a Punta del Este y a Chile, bajo la protección de Neruda estas últimas.
La experiencia de la estadía en Argentina fue relatada por Rafael y María Teresa en sus respectivos volúmenes de memorias. La arboleda perdida, de Alberti y Memoria de la melancolía, de León. Ambos guardaban gratitud al trato recibido aquí, dónde los dos pudieron continuar su producción y adquirir un lugar en la vida cultural local.
Finalmente mudaron su lugar de residencia a Roma, en 1963. Desde allí volvieron a España en 1977, muerto el dictador Francisco Franco e iniciada la “transición” pretendidamente “democrática”.
Será allí diputado al Congreso por el Partido Comunista, aunque al tiempo renunciará al puesto para dedicarse a su labor artística. Declinó ser postulado al premio “Príncipe de Asturias” a causa de sus ideales republicanos.
Su ingreso como diputado tuvo aristas complejas, por su manifiesta utilización política. Su presencia en la cámara legislativa, junto con Dolores Ibárruri, “Pasionaria”, ambos por el PC, fue exhibida como una muestra de las supuestas virtudes de la “transición española”.
Los dos ancianos comunistas eran tomados a guisa de símbolo de “reconciliación”, al compartir amablemente el recinto con ex franquistas de diversos tintes.
En sus años postreros, Alberti asistió a la difusión de su obra en ámbitos más masivos que los que recorre de modo habitual la literatura, y más en particular la poesía.
Dos jóvenes cantautores de su patria de origen convirtieron en éxitos populares a un par de sus poemas. Lo hizo Joan Manuel Serrat con Se equivocó la paloma y Paco Ibáñez en el caso de Galope. Sobre todo el primero fue suceso en nuestro país. La atención hacia el gran poeta cruzó de nuevo el océano.
El gobierno español le otorgó el Premio Cervantes en 1983. Falleció ya muy anciano, de regreso en su ciudad natal, el 28 de octubre de 1999.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
Mostrando entradas con la etiqueta Rafael Alberti. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Rafael Alberti. Mostrar todas las entradas
lunes, 26 de diciembre de 2022
viernes, 26 de noviembre de 2021
Rafael Alberti: los años romanos- Higinio Polo,
En el número 88 de la Via Garibaldi romana, justo al lado de la Porta Settimiana, se halla un enorme palacio, transformado hoy en apartamentos. En la puerta de entrada, un mármol recuerda a Pío VI, “Pontífice Máximo”, un papa contemporáneo de la revolución francesa, y, tras el gran portón de madera verde, se llega a un patio con ese color naranja desvaído de Roma, una pequeña palmera, y parterres junto a las paredes.
Rafael Alberti vivía en el segundo piso, donde ahora se ven unas persianas verdes, y, donde, al parecer, sigue viviendo una amante de sus días romanos. Es un palacio de tres plantas y bajos, con ventanas de batientes verdes: delante del portón, el irregular empedrado que corre junto a toda la fachada, y las empinadas escaleras que bajan a la calzada de Via Garibaldi, también con adoquines, que sube hacia la cima del Gianicolo entre árboles por donde se filtra el sol de primavera. Ni una placa recuerda a Alberti. Aquí recibía a Fellini, y enviaba cartas respondiendo a Bergamín, su amigo de siempre. Es el Trastevere; al decir de Alberti, la “verdadera capital de Roma”, el barrio “de los artesanos, los muros rotos, pintarrajeados de inscripciones políticas o amorosas”, en esa ciudad “secreta, estática, nocturna y, de improviso, muda y solitaria.”
Vivió en Roma catorce años, y, entre ellos, algunos de los mejores de su vida. Alberti subía al Gianicolo, se demoraba en la Farnesina de Peruzzi (que acogió el esmero de Rafael y de Sebastiano del Piombo) donde, muchos años atrás, había paseado con Valle-Inclán; se perdía en el palazzo Corsini de la via Lungara a contemplar el Narciso del Caravaggio, o iba a escuchar a la Fornarina en su casa de la via di Santa Dorotea para esculpir los versos y dedicárselos a Picasso; se metía por la Via dei Riari para ir a su pequeño estudio de pintor junto al Jardín Botánico; se sentaba en una mesita del bar de la Porta Settimiana, uno de sus lugares preferidos, mirando al fondo de la Via Garibaldi el San Pietro in Montorio del Bramante; o se acercaba hasta la Piazza di Santa Maria in Trastevere, a unos pasos de su casa. Allí, en la terraza del Caffè di Marzio (donde ahora muestran en la pared, con orgullo, un poema y un dibujo que les regaló el poeta) se sentaba a comer a veces. Podía ver la fachada de la iglesia, el campanile románico con el reloj de números latinos; las palmeras, la virgen y las figuras femeninas del mosaico que adorna la fachada, la campana que corona la torre, las pinturas desvaídas del tímpano, la terraza sobre el pórtico de Fontana. Alberti debía mirar la vetusta basílica trasteverina, y los ociosos sentados en la escalinata de la fuente más antigua de Roma, los músicos callejeros y los buscavidas, el maestro con acordeón.
De esos años trasteverinos María Teresa León escribió: “Llaman a la puerta de esta casa nuestra de Roma personas que son como sueños que regresan.” Eran viejos conocidos de la España republicana, y jóvenes que habían nacido bajo el fascismo. Aquí, ambos frecuentaron también a Guttuso, Corrado Cagli, Pasolini, Guido Strazza, Vittorini, Carrà, de Chirico, Quasimodo, Ungaretti, Gassman. A Togliatti, a quien Alberti conocía de antes de la guerra, apenas pudo verlo, porque murió en Yalta, un año después de la llegada del poeta.
Desde la bahía de Cádiz, Alberti se fue a Madrid, en 1917, como quien va Moscú con la revolución, y lo hizo en un tren “lento y desvencijado”. Allí, con poco más de veinte años, frecuenta el Museo del Prado, aunque, pese a su temprano interés por la pintura, que nunca abandonaría, decide después dedicarse plenamente a la literatura. En la Residencia de Estudiantes conoce a Lorca, Dalí, Bergamín, Salinas, Aleixandre, Buñuel, y, en 1924, dueño de una juventud radiante, consigue el Premio Nacional de Literatura, dos años después de haber empezado a publicar sus versos. El homenaje a Góngora organizado por el Ateneo de Sevilla, en diciembre de 1927, congrega a los jóvenes poetas. Desde Madrid, van a Sevilla, Jorge Guillén, Rafael Alberti, Bergamín, García Lorca, Dámaso Alonso y Gerardo Diego, mientras que Salinas y Aleixandre no lo hacen, y Cernuda vivía en la capital andaluza. Ellos, junto con Bacarisse, Chabás y otros, conforman ese grupo, diverso e imprevisto, que será conocido como la generación del 27.
Participa en las protestas políticas de los años finales de la dictadura de Primo de Rivera, pasa estrecheces económicas, se casa con María Teresa León en 1930, y empieza a estrenar obras teatrales. En 1931, con la república, se incorpora al Partido Comunista de España, militancia que le acompañará durante toda su vida. A finales de 1932 hizo su primer viaje a la Unión Soviética, en tren, desde Berlín, y allí conoce a Boris Pasternak, a quien fue a ver a su dacha del bosque; también, a Fiódor Gladkov, Alexander Bezimenski, al mariscal Voroshílov, uno de los primeros bolcheviques (de quien Alberti resalta en sus memorias que bailó con María Teresa León en casa de Gorki); y a Babel, a Lilí Brik, compañera del difunto Maiakovski; a Eisenstein, y a Malraux y Louis Aragon; a Elsa Triolet, al príncipe Dmitri Mirski, que desde las filas blancas había evolucionado en el exilio hasta ingresar en el Partido Comunista británico, y, después, a su regreso, en el partido bolchevique. Y, también, a Meyerhold. Después, en Berlín, ve a Piscator, Toller, a Brecht. Fue un viaje inolvidable, e inquietante, para ellos: cuando Alberti y María Teresa León vuelven a Berlín, con la primavera, Hitler se ha adueñado del poder, y el poeta observa las legiones de mendigos en la Unter den Linden, sin saber aún que ya se había puesto en marcha la guadaña de la muerte y que los nazis avanzaban a paso ligero entre antorchas y canciones. En los años treinta, con Hitler en el gobierno alemán, Alberti viaja por Europa gracias a una beca de la Junta de Ampliación de Estudios de Madrid: recorre Francia, Alemania, Bélgica, la URSS. Le apasiona el teatro, como a Lorca, que lleva La Barraca por España.
En 1934, Alberti y María Teresa León fundan la revista Octubre, y allí están Buñuel, Antonio Machado, Cernuda, Aragon, Éluard. En octubre de ese año, el poeta está en Moscú otra vez, donde le llegan las noticias de la revolución de Asturias, mientras la policía del bienio negro allana su casa de Madrid: volver a España es una temeridad, y decide dirigirse a Italia, en un barco que hacía la ruta de Odessa a Nápoles. Después, llega a Roma, donde presencia una manifestación de partidarios de Mussolini, y anota la escena de grupos de fascistas meando en las piedras del Colosseo, como en un anticipo de esas insólitas costumbres urbanas que después retratará en Roma, peligro para caminantes. Más tarde, va a París, a Nueva York, La Habana, México, en tareas de solidaridad con los mineros asturianos. En México conoce a Frida Kahlo, Diego Rivera, Siqueiros, Orozco. En 1937, con la guerra civil ensangrentando a España, Alberti y María Teresa León conocerían también a Stalin, en Moscú, en una sala del Kremlin donde había “una mesa muy larga con carpetas y lápices”, impresionados por la atención y cercanía del georgiano.
En 1934, el poeta había pasado quince días en Roma, con Valle-Inclán, que entonces era el director de la Academia Española de Bellas Artes, cargo que le había encomendado el gobierno republicano después de que el autor de Divinas palabras amenazase con que, si no lo ayudaban con algún empleo, pediría limosna ante la Cibeles, en Madrid, con todos sus hijos. Alberti, sigue a Valle:
“Oigo tu voz de sátiro demente […]
y te sigo del Foro al Palatino,
del Gianicolo al Pincio, al Aventino
o a los jardines de la Farnesina.”
La sublevación fascista de 1936 le sorprende en Ibiza, donde tendrá que esconderse en el bosque, con María Teresa León y unos camaradas, hasta que la flota republicana recupera la isla, liberan a los presos, y Alberti se convierte, incluso, durante tres días, en miembro del gobierno provisional de Ibiza, antes de volver a Denia en el Almirante Miranda, y, después, a Madrid, para reencontrarse con sus camaradas comunistas, con Dolores Ibárruri. Dirige la revista El mono azul, y escribe, con la emoción de la resistencia al asalto fascista a la capital: “Madrid, que nunca se diga… que en el corazón de España, la sangre se volvió nieve”. Madrid, capital de la gloria.
La guerra civil cambia su vida, como les ocurre a todos, y vive entonces el trascendental episodio del traslado del Museo del Prado a Valencia. María Teresa León recibe el encargo, de Largo Caballero, de organizar el traslado de las obras del Prado: la aviación fascista ya había bombardeado el museo y las bombas habían caído hasta en la sala de Velázquez. No tienen materiales, se ven forzados a improvisar, a pedir ayuda a camaradas del frente, a obreros que facilitan madera, papel o utensilios. El titánico esfuerzo se inicia el 7 de diciembre de 1936, en la que sería “la noche más larga de nuestra vida”, como escribiría María Teresa León. De esa peripecia nace su obra Noche de guerra en el Museo del Prado, que Alberti publica en 1956. Recita en los frentes, impulsa la solidaridad con la España republicana, escribe, organiza, se incorpora como soldado en la aviación. Pero la República de abril es abandonada por casi todos, aunque cuente con los voluntarios de las Brigadas Internacionales y con la ayuda soviética.
La sublevación de Casado, la traición de quienes le siguen, tiñe de amargura los últimos días de la guerra civil. Los primeros días de marzo de 1939 le cogen en la sede de Marqués del Duero de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, al lado de Cibeles, en el palacete de Heredia Spínola por donde habían pasado Hemingway, Dos Passos, Pablo Neruda, Luis Cernuda, César Vallejo, Robert Capa, León Felipe, Nicolás Guillén. Allí verá por última vez a Miguel Hernández, vestido de soldado, que se niega a marchar al exilio. Después, vendrían los días amargos de Elda, y un vuelo agónico, casi sin gasolina, a Orán, a donde llegó también Dolores Ibárruri. Y, más tarde, París, donde trabaja en la radio de onda corta, París-Mondial, gracias a Picasso, en jornadas de doce horas, mientras viven acogidos por Neruda en su casa del quai de l’Horloge, en la aguja de la Cité, escribiendo, por fin, (“se equivocó la paloma”) tras la angustia de perder la guerra. Cuando llega la guerra de Hitler, ante el avance de las tropas nazis, Francia se vuelve peligrosa, y Alberti lanza una moneda al aire: México o Argentina. El 10 de febrero de 1940, con dos pasajes de tercera clase, se embarcan en la bodega de un buque francés, el Mendoza, desde Marsella a Buenos Aires, para empezar los años argentinos, un exilio americano que, entonces, no podían ni imaginar que duraría casi un cuarto de siglo. Por allí, escribió Alberti Baladas y canciones del Paraná: no en vano, María Teresa León explicaba que para ellos “los lugares tienen nombres de libros”. En Buenos Aires nace su hija, a quien llamarán Aitana por el nombre de una sierra de Alicante de pinos y carrascas: el último trozo de tierra española que vieron al partir hacia el exilio.
Ya instalado en Buenos Aires, Alberti recorre con sus poemas el país, expone sus pinturas, publica Buenos Aires en tinta china; habla con el ingenioso y sutil escritor Ramón Gómez de la Serna, convertido entonces en un franquista que se esconde; y con Juan Ramón Jiménez, León Felipe, que van a verlo; y con Manuel de Falla a quien visita en su oscuro retiro de Alta Gracia, la pequeña localidad cordobesa de la Argentina donde también vivía Ernesto Guevara, un muchacho que estaba destinado a romper la noche americana. Allí, en Buenos Aires, Alberti y María Teresa León despiden a Albert Camus, que les confiesa: “Cuando quiero conocer a alguien, le pregunto: ¿Con quién estaba usted durante la guerra de España?” Salen también de Argentina, a veces; para ir a Berlín, por ejemplo, en 1956, donde se encuentran de nuevo con Bertolt Brecht, pocos meses antes de su muerte. Y recorren Chile, Venezuela, Uruguay, Cuba, Perú, Colombia. Volverían a Moscú, en 1956, desde Argentina; y en 1958, para ir a China, cuya revolución había cambiado el destino de Asia.
A finales de mayo de 1963, acuciado por la nostalgia del sol mediterráneo, y por el recuerdo de sus abuelos italianos, Alberti y María Teresa León abandonan Argentina, tras veinticuatro años en América del sur. Llegan a Milán. Alcanzan después Roma, donde vivirán catorce años, y donde enseguida al poeta le acecha la nostalgia argentina:
“Dejé por ti todo lo que era mío.
Dame tu, Roma, a cambio de mis penas,
Tanto como dejé para tenerte.”
Vive, primero, en el número 20 de Via Monserrato, junto a la piazza de Ricci, en el tercer piso del palazzo Podocatari; se enamora del barrio de la Via Giulia y de Campo de Fiori, donde sonríe el “mar de verduras, pescados y zapatos”, unas calles llenas entonces de artesanos y de vida popular, y donde se considera “pariente de esos antiguos exiliados españoles” que por allí vivieron. En esa casa, recibe a Pasolini, Moravia, Ungaretti, Quasimodo, Carlo Levi, Fellini, Gassman, Guttuso. Escribe sus versos, y, siempre interesado en la pintura, se lanza también a los grabados de plomo, a la xilografía, los aguafuertes, elaborando libros, pintando, a veces para poco más de diez personas, soñando siempre con España.
Después, vive en el número 88 de Via Garibaldi, en el Trastevere, un “barrio de ladrones” del Pinturicchio, que birlan lo que pueden a pie o en motorino, donde consigue comprar un apartamento gracias al dinero recibido, en 1965, con el Premio Lenin de la Paz que le había otorgado la Unión Soviética: va a Moscú a recogerlo. También le agobia Roma, las motos, los coches, los basurales, los orines: “Oh ciudad mingitorio del universo”; “Nuevas basuras de mi barrio: mierda”, escribe en Roma, peligro para caminantes.
“Cuando Roma es cloaca,
mazmorra, calabozo,
catacumba, cisterna,
albañal, inmundicias”
Perfora las tinieblas del largo exilio a golpe de versos, expone sus pinturas, lucha con sus grabados, se enreda en serigrafías, y ve el otoño romano, observa la comunión de las hojas que caen con la dorada arquitectura de la ciudad,
“Venus de otoño, pálida y perdida
sobre los pinos altos del Gianicolo.”
Escucha en sueños las campanas del Trastevere. Y, dando vueltas a La lozana andaluza, acabará adaptando la novela de Delicado en un prólogo y tres actos; y en ese Roma, peligro para caminantes, que remite a Juan de Timoneda, se lamenta de haber perdido España y la Argentina, y ve las trampas y riesgos de la ciudad, aunque después consiga también amarla, en esa Roma popular que respira en el Trastevere y en el Campo de Fiori, y que ha dejado la huella, que Alberti recuerda, de Miguel Ángel y Galileo, de Keats, de Cervantes y Giordano Bruno, de la resistencia contra el fascismo, aunque él, a veces, se vea envuelto en la melancolía de quien, pese a todo, se sabe un extraño.
Después del minúsculo estudio de la Via dei Riari trasteverina, o de la buhardilla del Vicolo del Bologna, utilizada en los años en que el poeta tuvo sus amores con Beatriz Amposta (una catalana que vivía en Roma y que, dicen, sigue ahora viviendo allí, en el apartamento de Via Garibaldi, 88, mientras los herederos siguen disputando su legado), Alberti montó otro estudio en Anticoli Corrado, un pequeño pueblo colgado en los Monti Simbruini, más allá de Tívoli, donde pasó, según sus propias palabras, los días más felices de su interminable exilio, a donde se escapaba con Beatriz Amposta. Desde allí, encaramado en su pequeña terraza con olivo, miraba el valle del Aniene, un afluente del Tíber, y escribió Canciones del alto valle del Aniene.
En la capital italiana estrenó su Noche de guerra en el Museo del Prado, la obra que Brecht quiso trabajar antes de su muerte repentina. Se estrenó en el Piccolo Teatro de Roma, en marzo de 1973, con gran éxito. Pero Alberti también vio cómo la librería española de la piazza Navona sufría un atentado terrorista por exponer en el escaparate fotografías del poeta y sus libros publicados: los fascistas italianos saben quién es y conocen su condición de comunista. En 1975, Alberti está feliz: participa en el homenaje a Dolores Ibárruri, que cumple ochenta años, y que se celebra en Roma, pocos días después de la muerte del dictador fascista. El poeta aún no lo sabe, porque la situación en España es muy tensa y el régimen, aun sin Franco, se resiste a morir, pero los años romanos de Alberti están llegando a su fin. Así, el 27 de abril de 1977, abandona Italia, para volver a Madrid, tras un exilio interminable; vuelve para ondear otra vez las banderas rojas de la hoz y el martillo, para derramar sus versos por España, para recuperar el tiempo perdido del exilio, para recorrer la bahía de Cádiz, para encontrarse con su marinero en tierra. Las elecciones están a punto de celebrarse: Alberti ha aceptado ser candidato a diputado por Cádiz, en las listas del Partido Comunista. En su retorno, congrega multitudes, apela al recuerdo de los días republicanos, descubre la alegría de quienes sueñan con una España nueva, pero, en vez de largas intervenciones políticas, lanza sus coplas, entrega sus poemas, hablando como Rafael Alberti o como Juan Panadero. Sale elegido diputado, y entrará en las Cortes con Dolores Ibárruri. Después, renunciará al acta, porque el poeta no estaba hecho para parlamentos.
Acumula distinciones, el Premio Lenin de la Paz, el Cervantes, aunque no les dé mucha importancia, y salda una vieja deuda consigo mismo y con el recuerdo del poeta asesinado. El 24 de febrero de 1980, más de cincuenta años después, Alberti entra en Granada, una obligación pendiente con Federico García Lorca, a quien había conocido en la Residencia de Estudiantes “una tarde de otoño” de 1922. Se lo había prometido a García Lorca antes de que llegase la república, pero la historia se atropellaba a sí misma, y ya no pudo ser.
“¡Qué lejos por mares, campos y montañas!
Ya otros soles miran mi cabeza cana.
Nunca fui a Granada.”
Después, en el amanecer granadino, Alberti se fue, solo, a recorrer el camino por donde los falangistas se llevaron a Federico García Lorca para fusilarlo.
Alberti, que había nacido con el siglo XX, muere casi a punto de ver el siglo XXI, sin haber visto morir por completo a la España hosca de El adefesio, pese a tantos cambios. Los mismos, aunque fueran otros, que vio en la Italia que abandonaba la claridad humilde y la geografía popular de sus años romanos. Una de la últimas veces que volvió a Roma, se dio cuenta de que la ciudad se volvía cada vez más oscura, y creyó ver el Trastevere agonizando por la noche. Todo ha cambiado, en efecto. Donde antes pasaba una carrozella camino de la cuadra del Vicolo del Mattonato, entre la gente que se sentaba en los portales para tomar el fresco, pasan ahora los turistas, mientras llega la sombra intranquila del miedo al futuro.
Alberti se sentaba en la terraza de la Porta Settimiana o en Santa Maria in Trastevere, o miraba desde las ventanas de sus últimos días en Ora Marítima, en el Puerto de Santa María, mientras seguía velando con Robert Capa el cuerpo de Gerda Taro en el jardín de invierno del caserón de Marqués del Duero, recordando las cartas que le enviaban los viejos milicianos de la guerra civil española, pensando en Vittorio Vidali, el comandante Carlos, o en Buñuel, que murieron el mismo año, y en Picasso, Lorca, Miguel Hernández, Dolores Ibárruri y María Teresa León, al tiempo que el Alberti, poeta, pintor y dramaturgo, andaba por las calles madrileñas y por los pueblos andaluces, por los vicolos romanos, mirando las palomas en Santa Maria in Trastevere, allí donde una rusa tocaba el violín, mientras Madrid, rompeolas de todas las Españas, capital de la gloria, “sonreía con plomo en las entrañas”; caminando por la calle de Alcalá con Bergamín, Neruda, Cernuda y Altolaguirre, hablando en un mitin en la plaza de toros de Madrid, abarrotada; leyendo poemas en el frente.
Rafael Alberti vivía en el segundo piso, donde ahora se ven unas persianas verdes, y, donde, al parecer, sigue viviendo una amante de sus días romanos. Es un palacio de tres plantas y bajos, con ventanas de batientes verdes: delante del portón, el irregular empedrado que corre junto a toda la fachada, y las empinadas escaleras que bajan a la calzada de Via Garibaldi, también con adoquines, que sube hacia la cima del Gianicolo entre árboles por donde se filtra el sol de primavera. Ni una placa recuerda a Alberti. Aquí recibía a Fellini, y enviaba cartas respondiendo a Bergamín, su amigo de siempre. Es el Trastevere; al decir de Alberti, la “verdadera capital de Roma”, el barrio “de los artesanos, los muros rotos, pintarrajeados de inscripciones políticas o amorosas”, en esa ciudad “secreta, estática, nocturna y, de improviso, muda y solitaria.”
Vivió en Roma catorce años, y, entre ellos, algunos de los mejores de su vida. Alberti subía al Gianicolo, se demoraba en la Farnesina de Peruzzi (que acogió el esmero de Rafael y de Sebastiano del Piombo) donde, muchos años atrás, había paseado con Valle-Inclán; se perdía en el palazzo Corsini de la via Lungara a contemplar el Narciso del Caravaggio, o iba a escuchar a la Fornarina en su casa de la via di Santa Dorotea para esculpir los versos y dedicárselos a Picasso; se metía por la Via dei Riari para ir a su pequeño estudio de pintor junto al Jardín Botánico; se sentaba en una mesita del bar de la Porta Settimiana, uno de sus lugares preferidos, mirando al fondo de la Via Garibaldi el San Pietro in Montorio del Bramante; o se acercaba hasta la Piazza di Santa Maria in Trastevere, a unos pasos de su casa. Allí, en la terraza del Caffè di Marzio (donde ahora muestran en la pared, con orgullo, un poema y un dibujo que les regaló el poeta) se sentaba a comer a veces. Podía ver la fachada de la iglesia, el campanile románico con el reloj de números latinos; las palmeras, la virgen y las figuras femeninas del mosaico que adorna la fachada, la campana que corona la torre, las pinturas desvaídas del tímpano, la terraza sobre el pórtico de Fontana. Alberti debía mirar la vetusta basílica trasteverina, y los ociosos sentados en la escalinata de la fuente más antigua de Roma, los músicos callejeros y los buscavidas, el maestro con acordeón.
De esos años trasteverinos María Teresa León escribió: “Llaman a la puerta de esta casa nuestra de Roma personas que son como sueños que regresan.” Eran viejos conocidos de la España republicana, y jóvenes que habían nacido bajo el fascismo. Aquí, ambos frecuentaron también a Guttuso, Corrado Cagli, Pasolini, Guido Strazza, Vittorini, Carrà, de Chirico, Quasimodo, Ungaretti, Gassman. A Togliatti, a quien Alberti conocía de antes de la guerra, apenas pudo verlo, porque murió en Yalta, un año después de la llegada del poeta.
* * *
Desde la bahía de Cádiz, Alberti se fue a Madrid, en 1917, como quien va Moscú con la revolución, y lo hizo en un tren “lento y desvencijado”. Allí, con poco más de veinte años, frecuenta el Museo del Prado, aunque, pese a su temprano interés por la pintura, que nunca abandonaría, decide después dedicarse plenamente a la literatura. En la Residencia de Estudiantes conoce a Lorca, Dalí, Bergamín, Salinas, Aleixandre, Buñuel, y, en 1924, dueño de una juventud radiante, consigue el Premio Nacional de Literatura, dos años después de haber empezado a publicar sus versos. El homenaje a Góngora organizado por el Ateneo de Sevilla, en diciembre de 1927, congrega a los jóvenes poetas. Desde Madrid, van a Sevilla, Jorge Guillén, Rafael Alberti, Bergamín, García Lorca, Dámaso Alonso y Gerardo Diego, mientras que Salinas y Aleixandre no lo hacen, y Cernuda vivía en la capital andaluza. Ellos, junto con Bacarisse, Chabás y otros, conforman ese grupo, diverso e imprevisto, que será conocido como la generación del 27.
Participa en las protestas políticas de los años finales de la dictadura de Primo de Rivera, pasa estrecheces económicas, se casa con María Teresa León en 1930, y empieza a estrenar obras teatrales. En 1931, con la república, se incorpora al Partido Comunista de España, militancia que le acompañará durante toda su vida. A finales de 1932 hizo su primer viaje a la Unión Soviética, en tren, desde Berlín, y allí conoce a Boris Pasternak, a quien fue a ver a su dacha del bosque; también, a Fiódor Gladkov, Alexander Bezimenski, al mariscal Voroshílov, uno de los primeros bolcheviques (de quien Alberti resalta en sus memorias que bailó con María Teresa León en casa de Gorki); y a Babel, a Lilí Brik, compañera del difunto Maiakovski; a Eisenstein, y a Malraux y Louis Aragon; a Elsa Triolet, al príncipe Dmitri Mirski, que desde las filas blancas había evolucionado en el exilio hasta ingresar en el Partido Comunista británico, y, después, a su regreso, en el partido bolchevique. Y, también, a Meyerhold. Después, en Berlín, ve a Piscator, Toller, a Brecht. Fue un viaje inolvidable, e inquietante, para ellos: cuando Alberti y María Teresa León vuelven a Berlín, con la primavera, Hitler se ha adueñado del poder, y el poeta observa las legiones de mendigos en la Unter den Linden, sin saber aún que ya se había puesto en marcha la guadaña de la muerte y que los nazis avanzaban a paso ligero entre antorchas y canciones. En los años treinta, con Hitler en el gobierno alemán, Alberti viaja por Europa gracias a una beca de la Junta de Ampliación de Estudios de Madrid: recorre Francia, Alemania, Bélgica, la URSS. Le apasiona el teatro, como a Lorca, que lleva La Barraca por España.
En 1934, Alberti y María Teresa León fundan la revista Octubre, y allí están Buñuel, Antonio Machado, Cernuda, Aragon, Éluard. En octubre de ese año, el poeta está en Moscú otra vez, donde le llegan las noticias de la revolución de Asturias, mientras la policía del bienio negro allana su casa de Madrid: volver a España es una temeridad, y decide dirigirse a Italia, en un barco que hacía la ruta de Odessa a Nápoles. Después, llega a Roma, donde presencia una manifestación de partidarios de Mussolini, y anota la escena de grupos de fascistas meando en las piedras del Colosseo, como en un anticipo de esas insólitas costumbres urbanas que después retratará en Roma, peligro para caminantes. Más tarde, va a París, a Nueva York, La Habana, México, en tareas de solidaridad con los mineros asturianos. En México conoce a Frida Kahlo, Diego Rivera, Siqueiros, Orozco. En 1937, con la guerra civil ensangrentando a España, Alberti y María Teresa León conocerían también a Stalin, en Moscú, en una sala del Kremlin donde había “una mesa muy larga con carpetas y lápices”, impresionados por la atención y cercanía del georgiano.
En 1934, el poeta había pasado quince días en Roma, con Valle-Inclán, que entonces era el director de la Academia Española de Bellas Artes, cargo que le había encomendado el gobierno republicano después de que el autor de Divinas palabras amenazase con que, si no lo ayudaban con algún empleo, pediría limosna ante la Cibeles, en Madrid, con todos sus hijos. Alberti, sigue a Valle:
“Oigo tu voz de sátiro demente […]
y te sigo del Foro al Palatino,
del Gianicolo al Pincio, al Aventino
o a los jardines de la Farnesina.”
La sublevación fascista de 1936 le sorprende en Ibiza, donde tendrá que esconderse en el bosque, con María Teresa León y unos camaradas, hasta que la flota republicana recupera la isla, liberan a los presos, y Alberti se convierte, incluso, durante tres días, en miembro del gobierno provisional de Ibiza, antes de volver a Denia en el Almirante Miranda, y, después, a Madrid, para reencontrarse con sus camaradas comunistas, con Dolores Ibárruri. Dirige la revista El mono azul, y escribe, con la emoción de la resistencia al asalto fascista a la capital: “Madrid, que nunca se diga… que en el corazón de España, la sangre se volvió nieve”. Madrid, capital de la gloria.
La guerra civil cambia su vida, como les ocurre a todos, y vive entonces el trascendental episodio del traslado del Museo del Prado a Valencia. María Teresa León recibe el encargo, de Largo Caballero, de organizar el traslado de las obras del Prado: la aviación fascista ya había bombardeado el museo y las bombas habían caído hasta en la sala de Velázquez. No tienen materiales, se ven forzados a improvisar, a pedir ayuda a camaradas del frente, a obreros que facilitan madera, papel o utensilios. El titánico esfuerzo se inicia el 7 de diciembre de 1936, en la que sería “la noche más larga de nuestra vida”, como escribiría María Teresa León. De esa peripecia nace su obra Noche de guerra en el Museo del Prado, que Alberti publica en 1956. Recita en los frentes, impulsa la solidaridad con la España republicana, escribe, organiza, se incorpora como soldado en la aviación. Pero la República de abril es abandonada por casi todos, aunque cuente con los voluntarios de las Brigadas Internacionales y con la ayuda soviética.
La sublevación de Casado, la traición de quienes le siguen, tiñe de amargura los últimos días de la guerra civil. Los primeros días de marzo de 1939 le cogen en la sede de Marqués del Duero de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, al lado de Cibeles, en el palacete de Heredia Spínola por donde habían pasado Hemingway, Dos Passos, Pablo Neruda, Luis Cernuda, César Vallejo, Robert Capa, León Felipe, Nicolás Guillén. Allí verá por última vez a Miguel Hernández, vestido de soldado, que se niega a marchar al exilio. Después, vendrían los días amargos de Elda, y un vuelo agónico, casi sin gasolina, a Orán, a donde llegó también Dolores Ibárruri. Y, más tarde, París, donde trabaja en la radio de onda corta, París-Mondial, gracias a Picasso, en jornadas de doce horas, mientras viven acogidos por Neruda en su casa del quai de l’Horloge, en la aguja de la Cité, escribiendo, por fin, (“se equivocó la paloma”) tras la angustia de perder la guerra. Cuando llega la guerra de Hitler, ante el avance de las tropas nazis, Francia se vuelve peligrosa, y Alberti lanza una moneda al aire: México o Argentina. El 10 de febrero de 1940, con dos pasajes de tercera clase, se embarcan en la bodega de un buque francés, el Mendoza, desde Marsella a Buenos Aires, para empezar los años argentinos, un exilio americano que, entonces, no podían ni imaginar que duraría casi un cuarto de siglo. Por allí, escribió Alberti Baladas y canciones del Paraná: no en vano, María Teresa León explicaba que para ellos “los lugares tienen nombres de libros”. En Buenos Aires nace su hija, a quien llamarán Aitana por el nombre de una sierra de Alicante de pinos y carrascas: el último trozo de tierra española que vieron al partir hacia el exilio.
Ya instalado en Buenos Aires, Alberti recorre con sus poemas el país, expone sus pinturas, publica Buenos Aires en tinta china; habla con el ingenioso y sutil escritor Ramón Gómez de la Serna, convertido entonces en un franquista que se esconde; y con Juan Ramón Jiménez, León Felipe, que van a verlo; y con Manuel de Falla a quien visita en su oscuro retiro de Alta Gracia, la pequeña localidad cordobesa de la Argentina donde también vivía Ernesto Guevara, un muchacho que estaba destinado a romper la noche americana. Allí, en Buenos Aires, Alberti y María Teresa León despiden a Albert Camus, que les confiesa: “Cuando quiero conocer a alguien, le pregunto: ¿Con quién estaba usted durante la guerra de España?” Salen también de Argentina, a veces; para ir a Berlín, por ejemplo, en 1956, donde se encuentran de nuevo con Bertolt Brecht, pocos meses antes de su muerte. Y recorren Chile, Venezuela, Uruguay, Cuba, Perú, Colombia. Volverían a Moscú, en 1956, desde Argentina; y en 1958, para ir a China, cuya revolución había cambiado el destino de Asia.
A finales de mayo de 1963, acuciado por la nostalgia del sol mediterráneo, y por el recuerdo de sus abuelos italianos, Alberti y María Teresa León abandonan Argentina, tras veinticuatro años en América del sur. Llegan a Milán. Alcanzan después Roma, donde vivirán catorce años, y donde enseguida al poeta le acecha la nostalgia argentina:
“Dejé por ti todo lo que era mío.
Dame tu, Roma, a cambio de mis penas,
Tanto como dejé para tenerte.”
Vive, primero, en el número 20 de Via Monserrato, junto a la piazza de Ricci, en el tercer piso del palazzo Podocatari; se enamora del barrio de la Via Giulia y de Campo de Fiori, donde sonríe el “mar de verduras, pescados y zapatos”, unas calles llenas entonces de artesanos y de vida popular, y donde se considera “pariente de esos antiguos exiliados españoles” que por allí vivieron. En esa casa, recibe a Pasolini, Moravia, Ungaretti, Quasimodo, Carlo Levi, Fellini, Gassman, Guttuso. Escribe sus versos, y, siempre interesado en la pintura, se lanza también a los grabados de plomo, a la xilografía, los aguafuertes, elaborando libros, pintando, a veces para poco más de diez personas, soñando siempre con España.
Después, vive en el número 88 de Via Garibaldi, en el Trastevere, un “barrio de ladrones” del Pinturicchio, que birlan lo que pueden a pie o en motorino, donde consigue comprar un apartamento gracias al dinero recibido, en 1965, con el Premio Lenin de la Paz que le había otorgado la Unión Soviética: va a Moscú a recogerlo. También le agobia Roma, las motos, los coches, los basurales, los orines: “Oh ciudad mingitorio del universo”; “Nuevas basuras de mi barrio: mierda”, escribe en Roma, peligro para caminantes.
“Cuando Roma es cloaca,
mazmorra, calabozo,
catacumba, cisterna,
albañal, inmundicias”
Perfora las tinieblas del largo exilio a golpe de versos, expone sus pinturas, lucha con sus grabados, se enreda en serigrafías, y ve el otoño romano, observa la comunión de las hojas que caen con la dorada arquitectura de la ciudad,
“Venus de otoño, pálida y perdida
sobre los pinos altos del Gianicolo.”
Escucha en sueños las campanas del Trastevere. Y, dando vueltas a La lozana andaluza, acabará adaptando la novela de Delicado en un prólogo y tres actos; y en ese Roma, peligro para caminantes, que remite a Juan de Timoneda, se lamenta de haber perdido España y la Argentina, y ve las trampas y riesgos de la ciudad, aunque después consiga también amarla, en esa Roma popular que respira en el Trastevere y en el Campo de Fiori, y que ha dejado la huella, que Alberti recuerda, de Miguel Ángel y Galileo, de Keats, de Cervantes y Giordano Bruno, de la resistencia contra el fascismo, aunque él, a veces, se vea envuelto en la melancolía de quien, pese a todo, se sabe un extraño.
Después del minúsculo estudio de la Via dei Riari trasteverina, o de la buhardilla del Vicolo del Bologna, utilizada en los años en que el poeta tuvo sus amores con Beatriz Amposta (una catalana que vivía en Roma y que, dicen, sigue ahora viviendo allí, en el apartamento de Via Garibaldi, 88, mientras los herederos siguen disputando su legado), Alberti montó otro estudio en Anticoli Corrado, un pequeño pueblo colgado en los Monti Simbruini, más allá de Tívoli, donde pasó, según sus propias palabras, los días más felices de su interminable exilio, a donde se escapaba con Beatriz Amposta. Desde allí, encaramado en su pequeña terraza con olivo, miraba el valle del Aniene, un afluente del Tíber, y escribió Canciones del alto valle del Aniene.
En la capital italiana estrenó su Noche de guerra en el Museo del Prado, la obra que Brecht quiso trabajar antes de su muerte repentina. Se estrenó en el Piccolo Teatro de Roma, en marzo de 1973, con gran éxito. Pero Alberti también vio cómo la librería española de la piazza Navona sufría un atentado terrorista por exponer en el escaparate fotografías del poeta y sus libros publicados: los fascistas italianos saben quién es y conocen su condición de comunista. En 1975, Alberti está feliz: participa en el homenaje a Dolores Ibárruri, que cumple ochenta años, y que se celebra en Roma, pocos días después de la muerte del dictador fascista. El poeta aún no lo sabe, porque la situación en España es muy tensa y el régimen, aun sin Franco, se resiste a morir, pero los años romanos de Alberti están llegando a su fin. Así, el 27 de abril de 1977, abandona Italia, para volver a Madrid, tras un exilio interminable; vuelve para ondear otra vez las banderas rojas de la hoz y el martillo, para derramar sus versos por España, para recuperar el tiempo perdido del exilio, para recorrer la bahía de Cádiz, para encontrarse con su marinero en tierra. Las elecciones están a punto de celebrarse: Alberti ha aceptado ser candidato a diputado por Cádiz, en las listas del Partido Comunista. En su retorno, congrega multitudes, apela al recuerdo de los días republicanos, descubre la alegría de quienes sueñan con una España nueva, pero, en vez de largas intervenciones políticas, lanza sus coplas, entrega sus poemas, hablando como Rafael Alberti o como Juan Panadero. Sale elegido diputado, y entrará en las Cortes con Dolores Ibárruri. Después, renunciará al acta, porque el poeta no estaba hecho para parlamentos.
Acumula distinciones, el Premio Lenin de la Paz, el Cervantes, aunque no les dé mucha importancia, y salda una vieja deuda consigo mismo y con el recuerdo del poeta asesinado. El 24 de febrero de 1980, más de cincuenta años después, Alberti entra en Granada, una obligación pendiente con Federico García Lorca, a quien había conocido en la Residencia de Estudiantes “una tarde de otoño” de 1922. Se lo había prometido a García Lorca antes de que llegase la república, pero la historia se atropellaba a sí misma, y ya no pudo ser.
“¡Qué lejos por mares, campos y montañas!
Ya otros soles miran mi cabeza cana.
Nunca fui a Granada.”
Después, en el amanecer granadino, Alberti se fue, solo, a recorrer el camino por donde los falangistas se llevaron a Federico García Lorca para fusilarlo.
* * *
Alberti, que había nacido con el siglo XX, muere casi a punto de ver el siglo XXI, sin haber visto morir por completo a la España hosca de El adefesio, pese a tantos cambios. Los mismos, aunque fueran otros, que vio en la Italia que abandonaba la claridad humilde y la geografía popular de sus años romanos. Una de la últimas veces que volvió a Roma, se dio cuenta de que la ciudad se volvía cada vez más oscura, y creyó ver el Trastevere agonizando por la noche. Todo ha cambiado, en efecto. Donde antes pasaba una carrozella camino de la cuadra del Vicolo del Mattonato, entre la gente que se sentaba en los portales para tomar el fresco, pasan ahora los turistas, mientras llega la sombra intranquila del miedo al futuro.
Alberti se sentaba en la terraza de la Porta Settimiana o en Santa Maria in Trastevere, o miraba desde las ventanas de sus últimos días en Ora Marítima, en el Puerto de Santa María, mientras seguía velando con Robert Capa el cuerpo de Gerda Taro en el jardín de invierno del caserón de Marqués del Duero, recordando las cartas que le enviaban los viejos milicianos de la guerra civil española, pensando en Vittorio Vidali, el comandante Carlos, o en Buñuel, que murieron el mismo año, y en Picasso, Lorca, Miguel Hernández, Dolores Ibárruri y María Teresa León, al tiempo que el Alberti, poeta, pintor y dramaturgo, andaba por las calles madrileñas y por los pueblos andaluces, por los vicolos romanos, mirando las palomas en Santa Maria in Trastevere, allí donde una rusa tocaba el violín, mientras Madrid, rompeolas de todas las Españas, capital de la gloria, “sonreía con plomo en las entrañas”; caminando por la calle de Alcalá con Bergamín, Neruda, Cernuda y Altolaguirre, hablando en un mitin en la plaza de toros de Madrid, abarrotada; leyendo poemas en el frente.
Etiquetas:
Aleixandre,
Berlín,
Buenos Aires,
Buñuel,
Cádiz,
Caravaggio,
Góngora,
Higinio Polo,
Lorca,
Madrid,
María Teresa León,
Moscú,
Museo del Prado,
Narciso,
Rafael Alberti,
Roma,
Togliatti,
Trastevere,
Vía Garibaldi
lunes, 7 de enero de 2019
_- Milagro de la luz y otras poesías.
_- Milagro de la luz:
la sombra nace,
choca en silencio contra las montañas,
se desploma sin peso sobre el suelo
desvelando a las hierbas delicadas.
Los eucaliptos dejan en la tierra
la temblorosa piel de su alargada
silueta, en la que vuelan fríos
pájaros que no cantan.
Una sombra más leve y más sencilla,
que nace de tus piernas, se adelanta
para anunciar el último, el más puro
milagro de la luz: tú contra el alba.
¿Cómo seré cuando no sea yo?,
de Ángel González
¿Cómo seré
cuando no sea yo?
Cuando el tiempo
haya modificado mi estructura,
y mi cuerpo sea otro,
otra mi sangre,
otros mis ojos y otros mis cabellos.
Pensaré en ti, tal vez.
Seguramente,
mis sucesivos cuerpos
-prolongándome, vivo, hacia la muerte-
se pasarán de mano en mano
de corazón a corazón,
de carne a carne,
el elemento misterioso
que determina mi tristeza
cuando te vas,
que me impulsa a buscarte ciegamente,
que me lleva a tu lado
sin remedio:
lo que la gente llama amor, en suma.
Y los ojos
-qué importa que no sean estos ojos-
te seguirán a donde vayas, fieles.
Amaranta
(Rafael Alberti)
Rubios, pulidos senos de Amaranta,
por una lengua de lebrel limados
pórticos de limones desviados
por el canal que asciende a tu garganta.
Rojo, un puente de rizos se adelanta
e incendia tus marfiles ondulados.
Muerde, heridor, tus dientes desangrados,
y corvo, en vilo, al viento te levanta.
La soledad, dormida en la espesura
calza su pie de céfiro y desciende
del olmo alto al mar de la llanura.
Su cuerpo en sombra, oscuro, se le enciende,
y gladiadora, como un ascua impura
entre Amaranta y su amador se tiende
Aquí
en esta orilla blanca
del lecho donde duermes
estoy al borde mismo
de tu sueño. Si diera
un paso mas, caerla
en sus ondas, rompiéndolo
como un cristal. Me sube
el calor de tu sueño
hasta el rostro. Tu hálito
te mide la andadura
del soñar: va despacio.
Un soplo alterno, leve
me entrega ese tesoro
exactamente: el ritmo
de tu vivir soñando.
Miro. Veo la estofa
de que está hecho tu sueño.
La tienes sobre el cuerpo
como coraza ingrávida.
Te cerca de respeto.
A tu virgen te vuelves
toda entera, desnuda,
cuando te vas al sueño.
En la orilla se paran
las ansias y los besos:
esperan, ya sin prisa,
a que abriendo los ojos
renuncies a tu ser
invulnerable. Busco
tu sueño. Con mi alma
doblada sobre ti
las miradas recorren,
traslúcida, tu carne
y apartan dulcemente
las señas corporales,
por ver si hallan detrás
las formas de tu sueño.
No lo encuentran. Y entonces
pienso en tu sueño. Quiero
descifrarlo. Las cifras
no sirven, no es secreto.
Es sueño y no misterio.
Y de pronto, en el alto
silencio de la noche,
un soñar mío empieza
al borde de tu cuerpo;
en él el tuyo siento.
Tú dormida, yo en vela,
hacíamos lo mismo.
No había que buscar:
tu sueño era mi sueño.
Contigo
(Luis Cernuda)
¿Mi tierra?
Mi tierra eres tú.
¿Mi gente?
Mi gente eres tú.
El destierro y la muerte
para mi están adonde
no estés tú.
¿Y mi vida?
Dime, mi vida,
¿qué es, si no eres tú?
la sombra nace,
choca en silencio contra las montañas,
se desploma sin peso sobre el suelo
desvelando a las hierbas delicadas.
Los eucaliptos dejan en la tierra
la temblorosa piel de su alargada
silueta, en la que vuelan fríos
pájaros que no cantan.
Una sombra más leve y más sencilla,
que nace de tus piernas, se adelanta
para anunciar el último, el más puro
milagro de la luz: tú contra el alba.
¿Cómo seré cuando no sea yo?,
de Ángel González
¿Cómo seré
cuando no sea yo?
Cuando el tiempo
haya modificado mi estructura,
y mi cuerpo sea otro,
otra mi sangre,
otros mis ojos y otros mis cabellos.
Pensaré en ti, tal vez.
Seguramente,
mis sucesivos cuerpos
-prolongándome, vivo, hacia la muerte-
se pasarán de mano en mano
de corazón a corazón,
de carne a carne,
el elemento misterioso
que determina mi tristeza
cuando te vas,
que me impulsa a buscarte ciegamente,
que me lleva a tu lado
sin remedio:
lo que la gente llama amor, en suma.
Y los ojos
-qué importa que no sean estos ojos-
te seguirán a donde vayas, fieles.
Amaranta
(Rafael Alberti)
Rubios, pulidos senos de Amaranta,
por una lengua de lebrel limados
pórticos de limones desviados
por el canal que asciende a tu garganta.
Rojo, un puente de rizos se adelanta
e incendia tus marfiles ondulados.
Muerde, heridor, tus dientes desangrados,
y corvo, en vilo, al viento te levanta.
La soledad, dormida en la espesura
calza su pie de céfiro y desciende
del olmo alto al mar de la llanura.
Su cuerpo en sombra, oscuro, se le enciende,
y gladiadora, como un ascua impura
entre Amaranta y su amador se tiende
Aquí
en esta orilla blanca
del lecho donde duermes
estoy al borde mismo
de tu sueño. Si diera
un paso mas, caerla
en sus ondas, rompiéndolo
como un cristal. Me sube
el calor de tu sueño
hasta el rostro. Tu hálito
te mide la andadura
del soñar: va despacio.
Un soplo alterno, leve
me entrega ese tesoro
exactamente: el ritmo
de tu vivir soñando.
Miro. Veo la estofa
de que está hecho tu sueño.
La tienes sobre el cuerpo
como coraza ingrávida.
Te cerca de respeto.
A tu virgen te vuelves
toda entera, desnuda,
cuando te vas al sueño.
En la orilla se paran
las ansias y los besos:
esperan, ya sin prisa,
a que abriendo los ojos
renuncies a tu ser
invulnerable. Busco
tu sueño. Con mi alma
doblada sobre ti
las miradas recorren,
traslúcida, tu carne
y apartan dulcemente
las señas corporales,
por ver si hallan detrás
las formas de tu sueño.
No lo encuentran. Y entonces
pienso en tu sueño. Quiero
descifrarlo. Las cifras
no sirven, no es secreto.
Es sueño y no misterio.
Y de pronto, en el alto
silencio de la noche,
un soñar mío empieza
al borde de tu cuerpo;
en él el tuyo siento.
Tú dormida, yo en vela,
hacíamos lo mismo.
No había que buscar:
tu sueño era mi sueño.
Contigo
(Luis Cernuda)
¿Mi tierra?
Mi tierra eres tú.
¿Mi gente?
Mi gente eres tú.
El destierro y la muerte
para mi están adonde
no estés tú.
¿Y mi vida?
Dime, mi vida,
¿qué es, si no eres tú?
jueves, 19 de abril de 2012
Día del Libro, 23 de abril.
Un libro abierto
Un libro abierto es un cerebro que habla;
cerrado, un amigo que espera;
olvidado, un alma que perdona;
destruido, un corazón que llora
(Rabindranath Tagore)
Ver aquí las palabras del Alberti ingenioso
Un libro abierto es un cerebro que habla;
cerrado, un amigo que espera;
olvidado, un alma que perdona;
destruido, un corazón que llora
(Rabindranath Tagore)
Ver aquí las palabras del Alberti ingenioso
viernes, 23 de abril de 2010
Día del Libro, 2010
Este es el PREGÓN de Alberti
La primavera ha venido,
colgando las golondrinas
un libro de cada nido.
La paloma equivocada
hoy ya no se equivocó,
leyendo a la madrugada.
Y el saltarín gorrión,
saltando a saltitos, quiso
seguir también la lección.
Pero el asno preocupado
quiso leer el Quijote,
comiéndolo de un bocado.
El sabiondo elefante,
a trompazos con su trompa,
recitó a Homero y al Dante.
El lobo feroz se cita
con un librero y le compra
un cuento a Caperucita.
Y aquí está lo más bonito:
una pulga un diccionario
le regala a Pulgarcito.
La rosa también leyó,
pero llegando la noche,
ya cansada, se durmió.
Todos los peces quisieron
también leer, y al compás
de las espumas leyeron.
Y el sol y la noche oscura
pasaron toda la noche,
hasta el alba de lectura.
Y hasta la Pájara Pinta
leyó y quiso hacer un libro,
pero se manchó de tinta.
...
¡Vivir leyendo, leyendo!
mientras la paz en el mundo
no se nos vaya muriendo.
Etiquetas:
California,
canción,
día del libro,
Family,
Hannah,
Israel Kamakawiwo'ole,
libro,
Rafael Alberti,
Somewhere over the rainbow,
Yago
viernes, 17 de julio de 2009
Salutación al ángel bueno
Salutación al ángel bueno
César López • La Habana
Ha transcurrido una década de la muerte de Rafael Alberti, y se aprovecha la oportunidad para celebrar un Seminario que tanto agradecemos. Quien les habla agradece el honor y el placer que le proporciona el poder pronunciar estas palabras de inauguración y bienvenida. Pero aquella vez, hace diez años, el periódico me trajo la noticia. Esa noticia obligó a recordar, desde luego, un verso por demás inolvidable: "Verte y no verte. / Yo, lejos navegando; / tú, por la muerte"
...
Yo me voy a la mar de junio,
A la mar de junio, niña.
Lunes. Hay sol. Novilunio.
...
Yo me voy a la mar de junio
A la mar, niña,
Por sal, saladita
¡Qué dulce!
(Para leer el artículo clik en el titular)
Suscribirse a:
Entradas (Atom)