Mostrando entradas con la etiqueta Higinio Polo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Higinio Polo. Mostrar todas las entradas

lunes, 27 de mayo de 2024

John Berger, un hombre provisional

Fuentes: El viejo topo
Por Higinio Polo 
Pronto hará un siglo que nació John Berger, y Jonás es ya casi un cincuentón.

Cuando, en 1976, Tanner y Berger escribieron el guion de la película le dieron un título que hizo fortuna: Jonás, que cumplirá veinticinco años en el año 2000.
Entonces, parecían referirse a un lejano futuro. Era la edad que tenía Berger cuando empezó a colaborar en New Statesman en la crítica de arte, muchos de cuyos textos serían agrupados después, en 1960, en Permanent Red. Berger murió hace pocos años y, ahora, vuelve. 

Casi quince años después de que Isabel Coixet dedicara su homenaje al escritor británico en el Centre d’Arts Santa Mònica de Barcelona, Valentín Roma ha vuelto a examinar su trayectoria en la muestra reunida en La Virreina que estará abierta hasta octubre de 2023.

Desde su juventud, Berger escribió en publicaciones comunistas, New Statesman, Marxism Today, Modern Quarterly, World News, y Realism: the Journal of the Artist Group of the Communist Party, pero también para el Sunday Times, e hizo mirar con otros ojos el arte, la fotografía, el dibujo, el trabajo en las fábricas, la vida de los emigrantes o el mundo campesino, siempre atento a la aparición de nuevas ideas, propuestas y figuras, como hizo con el subcomandante Marcos. A esos campesinos olvidados, ajenos al nuevo mundo que bullía en la miseria de las ciudades industriales, les dedicó varios libros, seguro de que tantos siglos de historia agraria no podían dejarse de lado, porque habían marcado por completo la existencia de los seres humanos, aunque ellos se estuvieran convirtiendo en invisibles.

A Berger le gustaba dibujar, pero confesó que no sabía para qué, con qué objeto, aunque puede discutirse su afirmación; también impartió clases de dibujo en St. Mary’s Teacher Training College. A veces, sus dibujos, casi bocetos que parecen inacabados, nos atrapan como en el esbozo inspirado en el Retrato de una mujer loca, de Géricault, donde se atisba la mirada desconfiada, enloquecida, envidiosa, de la mujer. Tal vez no tenía objeto hacerlo, como creía, aunque se sintió obligado a dibujar animales, a recoger el rostro de su padre muerto, y el del subcomandante Marcos, a quien conoció después de la rebelión zapatista mexicana en un encuentro clandestino en la capital de Chiapas en 2008 y que representó escuetamente con sus ojos encerrados en el pasamontañas. Y a Rosa Luxemburg, a quien dibujó con gruesos labios de mujer africana; Berger contó que, aunque hubiera sido asesinada casi un siglo antes, guardaba para ella una caja con un papamoscas collarino pintado en la tapa, y que tenía, en cirílico, la leyenda «pájaros cantores»: estaba llena de estuches de cerillas con otras aves pintadas, porque a la comunista polaca le gustaban las aves. La caja la había comprado en Moscú su amiga Janine, una polaca de Zamość, la ciudad donde nació Rosa Luxemburg, y se la dio a Berger el hijo de su amiga, Witek. En la carta que le escribió para enviarle la caja de pájaros, Berger criticaba la represión en la Polonia socialista de una huelga obrera en los astilleros del Báltico, recordando que «la libertad es siempre la libertad de aquéllos que piensan diferente», pero Berger no olvidaba que Luxemburg vivía en el ejemplo que ofreció al mundo. También dibujó, y tradujo, al poeta palestino Mahmud Darwish, con quien le unía, además de la defensa de la causa palestina, una visión del mundo reflejada en la lucha antiimperialista y anticolonial: Darwish había ingresado en su juventud en el Partido Comunista de Israel y también en la Organización para la Liberación de Palestina, OLP. Berger se implicó mucho en la defensa del pueblo palestino, contra la ocupación sionista, denunciando, por ejemplo, la matanza de Gaza de 2008.

Desde muy joven, Berger convivía con el pasado, con el peso de las generaciones desaparecidas; llegó a decir que los muertos «están entre nosotros», porque la vida está hecha con el recuerdo de los otros. En su juventud le influyó la visión del historiador húngaro Adler Frigyes (nacionalizado británico como Friedrich Antal), que había sido subdirector del Museo de Bellas Artes de Budapest durante la revolución comunista de Béla Kun, y que tuvo que exiliarse después de que la república soviética húngara fuese aplastada, y fue uno de los primeros en relacionar el arte con la sociedad en que se producía. En su texto comentando la fotografía de André Kertesz, La partida de un húsar rojo, hecha en junio de 1919 en Budapest, Berger presiente la despedida de un soldado, la mirada hacia su mujer y su hijo que encierra la vida de todos ellos, y recuerda las amenazas del general francés Foch y el ultimátum de Clemenceau a la joven República Socialista soviética húngara, la heroica resistencia del Ejército Rojo húngaro y el baño de sangre para ahogar la revolución e imponer la primera dictadura fascista en Europa, la del vicealmirante Horthy, que inició los asesinatos en masa de miles de comunistas húngaros. Horthy gobernó hasta la Segunda Guerra Mundial, fue cómplice de Hitler, y terminó sus días en Portugal porque Estados Unidos, que lo detuvo en Baviera tras la guerra, cerró los ojos a sus crímenes y le permitieron vivir en Estoril, en otra dictadura fascista. Berger veía esos hechos en una simple fotografía, desvelaba las mentiras que se encontraban tras la pintura cortesana, sumergía al lector en la desventura de los pobres.

Berger tenía en gran estima a autores como Ernst Fischer, Walter Benjamin y Max Raphael, y con apenas treinta años empezó a notar la censura y la persecución: el Congress for Cultural Freedom (Congreso por la Libertad de la Cultura, una organización creada por la CIA estadounidense que actuaba en casi cuarenta países editando publicaciones, financiando artistas y escritores, organizando congresos y campañas para impulsar el anticomunismo y el descrédito de la Unión Soviética, con abundante dinero sucio) y la embajada estadounidense de Londres forzaron a sus editores a que retirasen la primera novela de Berger de las librerías, cuando apenas llevaba expuesta unos días. Esa primera novela fue Un pintor de nuestro tiempo, y exactamente eso fue Berger, aunque abandonase la pintura a los treinta años siguió recogiendo dibujos de personas que le habían conmovido, reflexionando en su vejez que la pintura solo refleja lo que nos han legado, recordando a Shitao, el paisajista y calígrafo chino. Berger fue un prolífico autor; escribía (una treintena de ensayos, una docena de novelas, tres obras de teatro, poesía, colaboraciones diversas), dibujaba, colaboraba con el cine, hacía collages, ejercía como crítico de arte esquivando el mandarinato que imponía el gusto y la sensibilidad, y todo lo hacía impugnando el capitalismo que devoraba el mundo, trituraba a los trabajadores y aplastaba a los inmigrantes. Como hoy. Pero Berger, con modestia, insistía en que era, sobre todo, un narrador de historias.

En sus ensayos sobre arte no «explicaba» las obras, las relacionaba, sabiendo que el lector y el espectador completarían sus palabras, como él mismo escribió sobre los dos óleos de Magritte, Au seuil de la liberté. En sus dibujos está presente el mundo del trabajo, aunque fue abandonando progresivamente el arte por la literatura y la reflexión teórica. En sus dibujos de los años cincuenta aparece la fábrica, la explotación, el obrero consciente, la pasión por la libertad y la emancipación. El texto que escribió sobre Tranvía de Barcelona, de Raymond Mason, un alto relieve en bronce de un tranvía frente a la Estación de Francia de la ciudad, refleja la existencia de los trabajadores que se dirigen a su destino, realizado después de la huelga de 1951. Berger decidió abandonar Gran Bretaña para vivir en la Francia rural, sin desligarse de los combates obreros y campesinos, inclinado a la soledad aunque fuese muy consciente de que era necesaria la intervención, de que había que contar la verdad y luchar contra los mercaderes de mentiras, a veces con las tristes armas de la crítica artística. Berger también se preocupó por abordar el arte con una perspectiva cercana a la experiencia vital de las mujeres, aunque fuera un hombre, abriendo con ello un nuevo espacio que contribuiría a la denuncia de la marginación histórica de la mitad de la humanidad y reforzaría las convicciones feministas de la izquierda.

Sus poemas sobre la emigración, el trabajo en las fábricas, la denuncia del esclavismo que hizo en la recepción del Premio Booker, la lucha por evitar una nueva guerra mundial, todo eso le llevó a la escritura, porque escribir es también una militancia. Berger no fue nunca miembro formal del Partido Comunista británico, pero siempre militó en el comunismo: cuando le acusaban de ser comunista, nunca lo negaba, como él mismo confesó, y de hecho fue uno de sus más destacados intelectuales en Gran Bretaña, colaborando con el Artists’ Group of the Comumunist Party, un centro de relación de artistas como Paul Hogarth (que fue a España con las Brigadas Internacionales para defender a la República), la pintora Barbara Niven y su compañero Ern Brooks, Clifford Rowe, el historiador y profesor Raymond Watkinson (despedido de Watford por su militancia comunista), Gerald Marks, Reg Turner, entre otros muchos. Eran tiempos duros: la policía y el MI5 vigilaban y acosaban a los miembros del Partido Comunista británico, como le ocurrió a Marks y a numerosos militantes. En esos círculos del Artists’ Group of the Comumunist Party, Berger criticó el realismo socialista que imperaba en la Unión Soviética, y debatió el peso de las ideas de Andréi Zhdánov, el formalismo y la función de los artistas en el capitalismo, y se mostró contrario a la presión política a artistas británicos sobre el contenido de su trabajo, resaltando que podían colaborar en la gran campaña mundial por la paz durante los inicios de la guerra fría. Berger también colaboró con la AIA, Artists International Association, una entidad que se había creado en 1933 por el arquitecto Misha Black, el pintor James Fitton, y la escritora Pearl Binder, entre otros, y que se implicó en la solidaridad con la República española y el combate contra el nazismo.

Siempre tuvo opinión propia. Berger hizo una intervención en el comité de cultura del Partido Comunista británico, que reunía a artistas, escritores y científicos, y que publicó después la revista semanal World News en diciembre de 1955. En ese texto, «El partido comunista y las artes», critica algunas propuestas del partido y de su periódico, el Daily Worker, y expresa los fundamentos estéticos que deben presidir la acción comunista, dejando de lado la rigidez del realismo socialista. Es un texto revelador de su inquietud intelectual, siempre ligada a la acción política. Abordó la función del artista moderno en su conocido The Success and Failure of Picasso, éxito y fracaso del más relevante pintor de la modernidad, donde Berger hace notar que mientras era celebrado como una personalidad mundial en la Unión Soviética, al mismo tiempo se limitaba la difusión de su obra porque rompía con los preceptos del realismo. Berger no tuvo reparo en criticar los rasgos negativos que detectaba en la URSS. No suscribía la beligerancia del Partido Comunista británico contra algunos artistas, aunque al mismo tiempo era consciente de la función que podían desempeñar: en su libro sobre Picasso escribió: «En principio, puede parecer poco razonable esperar que el simple hecho de unirse a un partido político pueda resolver las contradicciones de toda una vida. Pero es razonable esperar que un partido comunista no se parezca a ningún otro. Es más que un partido político. Es una escuela de filosofía, un ejército, un agente del futuro; en su forma más noble, es una fraternidad.»

Se interesó por los animales para adoptar otro punto de vista desde el que observar la condición humana, y su frecuente presencia en televisión abordando artistas como Picasso, Giacometti, Caravaggio, marcó una nueva forma de mirar, como atendió también con sus dibujos a Velázquez o Ribera; era capaz de relacionar a El Bosco con el mexicano Ejército Zapatista de Liberación Nacional; estaba interesado en Léger, en quien veía a un pintor de los trabajadores, o en las imágenes de Paul Strand o de August Sander, a quien ya había citado Walter Benjamin en su pequeña historia de la fotografía y a quien Berger relaciona con Eisenstein o Pudovkin. Y descubría el veneno en la fotografía. La imagen del túnel que construyen obreros emigrantes en el subsuelo de Ginebra, todos agachados trabajando en una tarea sucia y agotadora, con el capataz oscuro y gigantesco vigilando en primer término, mirando con los brazos en jarras a los trabajadores, o la de los obreros españoles esperando el tren en la estación de Ginebra para volver a casa una vez al año, que parece un instante anodino de calma pero muestra la soledad en las notas que se intuyen del trabajador que rasguea una guitarra sentado en el andén entre maletas, revelaban el mundo de Berger, aunque dejó de captar imágenes porque perdió interés en la fotografía.

Las colaboraciones de Berger para la televisión también fueron notables. El primer programa de Ways of Seeing (todos, dirigidos por Mike Dibb), se hizo público después de la huelga de mineros de 1972 que dirigió Scargill y que tan duramente persiguió Margaret Thatcher. Los cuatro episodios de la serie fueron emitidos por la BBC y rompían con la mirada tradicional, masculina y conservadora, del arte: eran, en verdad, otros modos de ver, una respuesta directa al solemne Kenneth Clark, el historiador del arte vástago de una familia de rentistas de la industria textil que urdió y presentó un célebre programa televisivo sobre el arte en los años sesenta, Civilization: A Personal View. Diez años después, Berger visitó también Creswell, un pueblo en Derbyshire, compartiendo con los mineros, viendo las duras condiciones de trabajo en las galerías, comparando sus vidas con las de sus camaradas del Germinal de Zola. Berger siempre hablaba de los pobres, de los excluidos, de los marginados por el capitalismo y la globalización de los mercaderes que pretendían apoderarse de todo el planeta, con una aparente sencillez que revelaba los agujeros negros de la existencia.

Berger debatió durante décadas con el fotógrafo Jean Mohr el mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial, la acción de las organizaciones de izquierda y las duras condiciones de trabajo de los inmigrantes en Europa, y de su relación surgieron A fortunate man y A seventh man, entre otras peculiares obras que conjugan texto y fotografías, y que la revuelta francesa de las banlieu contra Macron ha puesto, otra vez, de actualidad, aunque casi nadie las haya citado ahora. En 1972 Berger había obtenido el Premio Booker, cuya dotación (21.000 libras esterlinas, una considerable cantidad entonces) destinó a investigar la explotación de los inmigrantes en Europa que originó A seventh man; y a ayudar al British Black Panthers fundado en 1968 y que desde 1970 soportaba una dura represión, cárcel e infiltración de la policía, que consiguió acabar con la organización en 1973. La fotografía de Jean Mohr de un centenar de emigrantes turcos que escuchan instrucciones para viajar a Alemania, en los años setenta, para alimentar las fábricas, que apareció en el libro A seventh man. Migrant workers in Europe, es todo un manifiesto contra la explotación y la tristeza. Ninguno sonríe, todos tienen el ceño fruncido y una mirada preocupada y temerosa.

El asesinato del Che Guevara lo conmovió. Con la célebre fotografía que muestra a un coronel boliviano señalando su cadáver en un camastro y con otro militar posando su mano sobre la cabeza del guerrillero, junto un agente de la CIA estadounidense y varios periodistas, Berger recordó dos cuadros, La lección de anatomía del Profesor Tulp, de Rembrandt; y la Lamentación sobre Cristo muerto, de Mantegna, por su semejanza con la escena de Guevara asesinado. Pero señaló las diferencias: «Guevara descubrió que la condición del mundo real resulta intolerable. Ésta, sin embargo, sólo recientemente se ha manifestado como tal. Las condiciones bajo las que vivían dos tercios de la población mundial eran las mismas entonces que ahora. El grado de explotación y esclavitud era también enorme. El sufrimiento involucrado era igual de intenso y extendido. El desperdicio de recursos era asimismo gigantesco. Pero nada de esto resultaba intolerable, porque se ignoraba la dimensión real de la verdad sobre esta condición, incluso para aquellos que la sufrían. Las verdades no son siempre evidentes en las circunstancias a las que se refieren: nacen a veces demasiado tarde. Esta verdad, en particular, nació con las luchas y las guerras de liberación nacional. A la luz de esa naciente verdad, el significado del imperialismo cambió.» El Che Guevara asesinado «es una imagen que, tanto como cualquier imagen muda podrá jamás hacerlo, nos convoca a una decisión.»

Berger colaboró también en la radio con el director Mike Dibb, mirando el pasado del arte, y con Alain Tanner creó esa película de Jonás. Curiosamente, en los carteles que anunciaban el largometraje aparecía el nombre del director y de los productores Yves Gasser e Yves Peyrot, pero no el de Berger. Escribió también el guion de la película que miraba y reflexionaba sobre la Chandigarh que había creado Le Corbusier, una ciudad del Punjab que quería leer la arquitectura moderna, recorriendo las calles de lo que pretendía ser la nueva India. Berger había escrito un obituario a la muerte del urbanista suizo-francés calificándolo de «el arquitecto más práctico, democrático y visionario de nuestro tiempo», aunque no ignoraba sus simpatías fascistas, su complicidad con la ocupación nazi de Francia, su colaboración con Vichy y su aversión a judíos y musulmanes argelinos. Berger se embarcó con Tanner en esa aventura de Chandigarh, y después en La salamandra y El centro del mundo. Como también colaboró con el escultor español Juan Muñoz, y trabajó con Dibb y Chris Rawlence en un programa para la televisión británica que rodaron en la casa de Berger en la Saboya francesa. En él, el escritor reflexiona sobre el tiempo fugitivo, ligándolo a un poema de Anna Ajmátova, y a Budapest, de André Kertesz, y al asesinato de Orlando Letelier en Washington ordenado por Pinochet; y también a propósito de algunos textos suyos y relatos que rememoraba y que se integraron en esa serie About Time. Dibb y Rawlence utilizaron páginas de Berger sobre los animales para la película Parting shots from animals para la BBC, una amarga sátira sobre la condición humana y la crueldad.

«Sin la ética el hombre no tiene futuro», escribió Berger en el Guardian inglés en un texto en defensa de Günter Grass, a quien los moralistas acosaban entonces por haber pertenecido a las Juventudes Hitlerianas cuando era un inconsciente chaval de quince años, sin que tuviese ningún crimen sobre su conciencia. Y en otro artículo publicado en La Jornada, de México, apuntó: «El fin de la Historia, lema global de las corporaciones, no es un vaticinio: es una orden para borrar el pasado y lo que nos legó en todas partes. El mercado requiere que consumidores y empleados se hallen brutalmente solos en el presente.» Berger desvelaba la hipocresía de quienes gobiernan el capitalismo: pocos días después de la catástrofe causada por el huracán Katrina en la Louisiana estadounidene, el presidente Bush visitó Nueva Orléans y la pequeña población de Biloxi, en helicóptero. Antes de que Bush llegara a Biloxi, el gobierno envió equipos de limpieza para retirar los cadáveres y los escombros del breve recorrido que el presidente y su séquito iban a realizar. Bush saludó, caminó unos minutos y subió de nuevo al helicóptero; tras él, abandonaron el lugar los barrenderos y enterradores, dejando todo el resto de Biloxi sumido en el caos y la destrucción. Ya no era necesario limpiarlo.

Berger vivió la mitad de su vida en Francia, entre campesinos, guardando sus recuerdos, como hizo John Sassall, el hombre afortunado del libro de Berger, el médico que tanto le impresionó, que atendía a sus pacientes, a todos aquellos que lo necesitaban, a pobres y moribundos, y guardaba también sus recuerdos con una entrega, afecto y comprensión a los demás que le llevaban a sufrir con ellos y que, cuando murió su esposa, Sassall fue a China para aprender de los «médicos descalzos» que había organizado la revolución de Mao Zedong. Había conocido al médico cuando Berger tenía poco más de treinta años, y creyó que debía guardar su memoria. Al final de su vida, el escritor británico seguía manteniendo sus convicciones: veía a buena parte del mundo dominado por el capitalismo financiero y por el conglomerado que denominaba «el fascismo económico». Era un hombre libre, a quien el sistema no pudo arrancar su libertad. Tenía ya casi ochenta años y le apremiaban los periódicos que siempre trabajan para enterrar a la izquierda buscando que renegase de sus ideas y sus convicciones comunistas. Pero Berger no se amilanaba: «sigo siendo marxista», decía, remarcando la evidencia, porque esa militancia por los trabajadores, los campesinos, los emigrantes, los pobres, era su forma de estar en el mundo.

Dejó su archivo, sus dibujos, todos los documentos que guardaba en su casa, a la British Library, y dos años antes de morir, Berger se definió a sí mismo como «un hombre provisional», como todos los seres humanos, expuestos al castigo de la soledad, pero no hay duda de que para nosotros continúa siendo imprescindible. «La muerte vino y nos sorprendió» cantaba Pérez Prado, y así fue el final de Le Corbusier en la playa de Roquebrune-Cap-Martin; y el de Tanner, que murió en 2022 con 92 años, y el de Godard que solo esperó dos días al director suizo y murió con 91 años. Y el de Berger, aunque acabase de cumplir noventa años.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

viernes, 26 de noviembre de 2021

Rafael Alberti: los años romanos- Higinio Polo,

Fuentes: El Viejo Topo

En el número 88 de la Via Garibaldi romana, justo al lado de la Porta Settimiana, se halla un enorme palacio, transformado hoy en apartamentos. En la puerta de entrada, un mármol recuerda a Pío VI, “Pontífice Máximo”, un papa contemporáneo de la revolución francesa, y, tras el gran portón de madera verde, se llega a un patio con ese color naranja desvaído de Roma, una pequeña palmera, y parterres junto a las paredes.

Rafael Alberti vivía en el segundo piso, donde ahora se ven unas persianas verdes, y, donde, al parecer, sigue viviendo una amante de sus días romanos. Es un palacio de tres plantas y bajos, con ventanas de batientes verdes: delante del portón, el irregular empedrado que corre junto a toda la fachada, y las empinadas escaleras que bajan a la calzada de Via Garibaldi, también con adoquines, que sube hacia la cima del Gianicolo entre árboles por donde se filtra el sol de primavera. Ni una placa recuerda a Alberti. Aquí recibía a Fellini, y enviaba cartas respondiendo a Bergamín, su amigo de siempre. Es el Trastevere; al decir de Alberti, la “verdadera capital de Roma”, el barrio “de los artesanos, los muros rotos, pintarrajeados de inscripciones políticas o amorosas”, en esa ciudad “secreta, estática, nocturna y, de improviso, muda y solitaria.”

Vivió en Roma catorce años, y, entre ellos, algunos de los mejores de su vida. Alberti subía al Gianicolo, se demoraba en la Farnesina de Peruzzi (que acogió el esmero de Rafael y de Sebastiano del Piombo) donde, muchos años atrás, había paseado con Valle-Inclán; se perdía en el palazzo Corsini de la via Lungara a contemplar el Narciso del Caravaggio, o iba a escuchar a la Fornarina en su casa de la via di Santa Dorotea para esculpir los versos y dedicárselos a Picasso; se metía por la Via dei Riari para ir a su pequeño estudio de pintor junto al Jardín Botánico; se sentaba en una mesita del bar de la Porta Settimiana, uno de sus lugares preferidos, mirando al fondo de la Via Garibaldi el San Pietro in Montorio del Bramante; o se acercaba hasta la Piazza di Santa Maria in Trastevere, a unos pasos de su casa. Allí, en la terraza del Caffè di Marzio (donde ahora muestran en la pared, con orgullo, un poema y un dibujo que les regaló el poeta) se sentaba a comer a veces. Podía ver la fachada de la iglesia, el campanile románico con el reloj de números latinos; las palmeras, la virgen y las figuras femeninas del mosaico que adorna la fachada, la campana que corona la torre, las pinturas desvaídas del tímpano, la terraza sobre el pórtico de Fontana. Alberti debía mirar la vetusta basílica trasteverina, y los ociosos sentados en la escalinata de la fuente más antigua de Roma, los músicos callejeros y los buscavidas, el maestro con acordeón.

De esos años trasteverinos María Teresa León escribió: “Llaman a la puerta de esta casa nuestra de Roma personas que son como sueños que regresan.” Eran viejos conocidos de la España republicana, y jóvenes que habían nacido bajo el fascismo. Aquí, ambos frecuentaron también a Guttuso, Corrado Cagli, Pasolini, Guido Strazza, Vittorini, Carrà, de Chirico, Quasimodo, Ungaretti, Gassman. A Togliatti, a quien Alberti conocía de antes de la guerra, apenas pudo verlo, porque murió en Yalta, un año después de la llegada del poeta.

* * *

Desde la bahía de Cádiz, Alberti se fue a Madrid, en 1917, como quien va Moscú con la revolución, y lo hizo en un tren “lento y desvencijado”. Allí, con poco más de veinte años, frecuenta el Museo del Prado, aunque, pese a su temprano interés por la pintura, que nunca abandonaría, decide después dedicarse plenamente a la literatura. En la Residencia de Estudiantes conoce a Lorca, Dalí, Bergamín, Salinas, Aleixandre, Buñuel, y, en 1924, dueño de una juventud radiante, consigue el Premio Nacional de Literatura, dos años después de haber empezado a publicar sus versos. El homenaje a Góngora organizado por el Ateneo de Sevilla, en diciembre de 1927, congrega a los jóvenes poetas. Desde Madrid, van a Sevilla, Jorge Guillén, Rafael Alberti, Bergamín, García Lorca, Dámaso Alonso y Gerardo Diego, mientras que Salinas y Aleixandre no lo hacen, y Cernuda vivía en la capital andaluza. Ellos, junto con Bacarisse, Chabás y otros, conforman ese grupo, diverso e imprevisto, que será conocido como la generación del 27.

Participa en las protestas políticas de los años finales de la dictadura de Primo de Rivera, pasa estrecheces económicas, se casa con María Teresa León en 1930, y empieza a estrenar obras teatrales. En 1931, con la república, se incorpora al Partido Comunista de España, militancia que le acompañará durante toda su vida. A finales de 1932 hizo su primer viaje a la Unión Soviética, en tren, desde Berlín, y allí conoce a Boris Pasternak, a quien fue a ver a su dacha del bosque; también, a Fiódor Gladkov, Alexander Bezimenski, al mariscal Voroshílov, uno de los primeros bolcheviques (de quien Alberti resalta en sus memorias que bailó con María Teresa León en casa de Gorki); y a Babel, a Lilí Brik, compañera del difunto Maiakovski; a Eisenstein, y a Malraux y Louis Aragon; a Elsa Triolet, al príncipe Dmitri Mirski, que desde las filas blancas había evolucionado en el exilio hasta ingresar en el Partido Comunista británico, y, después, a su regreso, en el partido bolchevique. Y, también, a Meyerhold. Después, en Berlín, ve a Piscator, Toller, a Brecht. Fue un viaje inolvidable, e inquietante, para ellos: cuando Alberti y María Teresa León vuelven a Berlín, con la primavera, Hitler se ha adueñado del poder, y el poeta observa las legiones de mendigos en la Unter den Linden, sin saber aún que ya se había puesto en marcha la guadaña de la muerte y que los nazis avanzaban a paso ligero entre antorchas y canciones. En los años treinta, con Hitler en el gobierno alemán, Alberti viaja por Europa gracias a una beca de la Junta de Ampliación de Estudios de Madrid: recorre Francia, Alemania, Bélgica, la URSS. Le apasiona el teatro, como a Lorca, que lleva La Barraca por España.

En 1934, Alberti y María Teresa León fundan la revista Octubre, y allí están Buñuel, Antonio Machado, Cernuda, Aragon, Éluard. En octubre de ese año, el poeta está en Moscú otra vez, donde le llegan las noticias de la revolución de Asturias, mientras la policía del bienio negro allana su casa de Madrid: volver a España es una temeridad, y decide dirigirse a Italia, en un barco que hacía la ruta de Odessa a Nápoles. Después, llega a Roma, donde presencia una manifestación de partidarios de Mussolini, y anota la escena de grupos de fascistas meando en las piedras del Colosseo, como en un anticipo de esas insólitas costumbres urbanas que después retratará en Roma, peligro para caminantes. Más tarde, va a París, a Nueva York, La Habana, México, en tareas de solidaridad con los mineros asturianos. En México conoce a Frida Kahlo, Diego Rivera, Siqueiros, Orozco. En 1937, con la guerra civil ensangrentando a España, Alberti y María Teresa León conocerían también a Stalin, en Moscú, en una sala del Kremlin donde había “una mesa muy larga con carpetas y lápices”, impresionados por la atención y cercanía del georgiano.

En 1934, el poeta había pasado quince días en Roma, con Valle-Inclán, que entonces era el director de la Academia Española de Bellas Artes, cargo que le había encomendado el gobierno republicano después de que el autor de Divinas palabras amenazase con que, si no lo ayudaban con algún empleo, pediría limosna ante la Cibeles, en Madrid, con todos sus hijos. Alberti, sigue a Valle:

“Oigo tu voz de sátiro demente […]
y te sigo del Foro al Palatino,
del Gianicolo al Pincio, al Aventino
o a los jardines de la Farnesina.”

La sublevación fascista de 1936 le sorprende en Ibiza, donde tendrá que esconderse en el bosque, con María Teresa León y unos camaradas, hasta que la flota republicana recupera la isla, liberan a los presos, y Alberti se convierte, incluso, durante tres días, en miembro del gobierno provisional de Ibiza, antes de volver a Denia en el Almirante Miranda, y, después, a Madrid, para reencontrarse con sus camaradas comunistas, con Dolores Ibárruri. Dirige la revista El mono azul, y escribe, con la emoción de la resistencia al asalto fascista a la capital: “Madrid, que nunca se diga… que en el corazón de España, la sangre se volvió nieve”. Madrid, capital de la gloria.

La guerra civil cambia su vida, como les ocurre a todos, y vive entonces el trascendental episodio del traslado del Museo del Prado a Valencia. María Teresa León recibe el encargo, de Largo Caballero, de organizar el traslado de las obras del Prado: la aviación fascista ya había bombardeado el museo y las bombas habían caído hasta en la sala de Velázquez. No tienen materiales, se ven forzados a improvisar, a pedir ayuda a camaradas del frente, a obreros que facilitan madera, papel o utensilios. El titánico esfuerzo se inicia el 7 de diciembre de 1936, en la que sería “la noche más larga de nuestra vida”, como escribiría María Teresa León. De esa peripecia nace su obra Noche de guerra en el Museo del Prado, que Alberti publica en 1956. Recita en los frentes, impulsa la solidaridad con la España republicana, escribe, organiza, se incorpora como soldado en la aviación. Pero la República de abril es abandonada por casi todos, aunque cuente con los voluntarios de las Brigadas Internacionales y con la ayuda soviética.

La sublevación de Casado, la traición de quienes le siguen, tiñe de amargura los últimos días de la guerra civil. Los primeros días de marzo de 1939 le cogen en la sede de Marqués del Duero de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, al lado de Cibeles, en el palacete de Heredia Spínola por donde habían pasado Hemingway, Dos Passos, Pablo Neruda, Luis Cernuda, César Vallejo, Robert Capa, León Felipe, Nicolás Guillén. Allí verá por última vez a Miguel Hernández, vestido de soldado, que se niega a marchar al exilio. Después, vendrían los días amargos de Elda, y un vuelo agónico, casi sin gasolina, a Orán, a donde llegó también Dolores Ibárruri. Y, más tarde, París, donde trabaja en la radio de onda corta, París-Mondial, gracias a Picasso, en jornadas de doce horas, mientras viven acogidos por Neruda en su casa del quai de l’Horloge, en la aguja de la Cité, escribiendo, por fin, (“se equivocó la paloma”) tras la angustia de perder la guerra. Cuando llega la guerra de Hitler, ante el avance de las tropas nazis, Francia se vuelve peligrosa, y Alberti lanza una moneda al aire: México o Argentina. El 10 de febrero de 1940, con dos pasajes de tercera clase, se embarcan en la bodega de un buque francés, el Mendoza, desde Marsella a Buenos Aires, para empezar los años argentinos, un exilio americano que, entonces, no podían ni imaginar que duraría casi un cuarto de siglo. Por allí, escribió Alberti Baladas y canciones del Paraná: no en vano, María Teresa León explicaba que para ellos “los lugares tienen nombres de libros”. En Buenos Aires nace su hija, a quien llamarán Aitana por el nombre de una sierra de Alicante de pinos y carrascas: el último trozo de tierra española que vieron al partir hacia el exilio.

Ya instalado en Buenos Aires, Alberti recorre con sus poemas el país, expone sus pinturas, publica Buenos Aires en tinta china; habla con el ingenioso y sutil escritor Ramón Gómez de la Serna, convertido entonces en un franquista que se esconde; y con Juan Ramón Jiménez, León Felipe, que van a verlo; y con Manuel de Falla a quien visita en su oscuro retiro de Alta Gracia, la pequeña localidad cordobesa de la Argentina donde también vivía Ernesto Guevara, un muchacho que estaba destinado a romper la noche americana. Allí, en Buenos Aires, Alberti y María Teresa León despiden a Albert Camus, que les confiesa: “Cuando quiero conocer a alguien, le pregunto: ¿Con quién estaba usted durante la guerra de España?” Salen también de Argentina, a veces; para ir a Berlín, por ejemplo, en 1956, donde se encuentran de nuevo con Bertolt Brecht, pocos meses antes de su muerte. Y recorren Chile, Venezuela, Uruguay, Cuba, Perú, Colombia. Volverían a Moscú, en 1956, desde Argentina; y en 1958, para ir a China, cuya revolución había cambiado el destino de Asia.

A finales de mayo de 1963, acuciado por la nostalgia del sol mediterráneo, y por el recuerdo de sus abuelos italianos, Alberti y María Teresa León abandonan Argentina, tras veinticuatro años en América del sur. Llegan a Milán. Alcanzan después Roma, donde vivirán catorce años, y donde enseguida al poeta le acecha la nostalgia argentina:

“Dejé por ti todo lo que era mío.
Dame tu, Roma, a cambio de mis penas,
Tanto como dejé para tenerte.”

Vive, primero, en el número 20 de Via Monserrato, junto a la piazza de Ricci, en el tercer piso del palazzo Podocatari; se enamora del barrio de la Via Giulia y de Campo de Fiori, donde sonríe el “mar de verduras, pescados y zapatos”, unas calles llenas entonces de artesanos y de vida popular, y donde se considera “pariente de esos antiguos exiliados españoles” que por allí vivieron. En esa casa, recibe a Pasolini, Moravia, Ungaretti, Quasimodo, Carlo Levi, Fellini, Gassman, Guttuso. Escribe sus versos, y, siempre interesado en la pintura, se lanza también a los grabados de plomo, a la xilografía, los aguafuertes, elaborando libros, pintando, a veces para poco más de diez personas, soñando siempre con España.

Después, vive en el número 88 de Via Garibaldi, en el Trastevere, un “barrio de ladrones” del Pinturicchio, que birlan lo que pueden a pie o en motorino, donde consigue comprar un apartamento gracias al dinero recibido, en 1965, con el Premio Lenin de la Paz que le había otorgado la Unión Soviética: va a Moscú a recogerlo. También le agobia Roma, las motos, los coches, los basurales, los orines: “Oh ciudad mingitorio del universo”; “Nuevas basuras de mi barrio: mierda”, escribe en Roma, peligro para caminantes.

“Cuando Roma es cloaca,
mazmorra, calabozo,
catacumba, cisterna,
albañal, inmundicias”

Perfora las tinieblas del largo exilio a golpe de versos, expone sus pinturas, lucha con sus grabados, se enreda en serigrafías, y ve el otoño romano, observa la comunión de las hojas que caen con la dorada arquitectura de la ciudad,

“Venus de otoño, pálida y perdida
sobre los pinos altos del Gianicolo.”

Escucha en sueños las campanas del Trastevere. Y, dando vueltas a La lozana andaluza, acabará adaptando la novela de Delicado en un prólogo y tres actos; y en ese Roma, peligro para caminantes, que remite a Juan de Timoneda, se lamenta de haber perdido España y la Argentina, y ve las trampas y riesgos de la ciudad, aunque después consiga también amarla, en esa Roma popular que respira en el Trastevere y en el Campo de Fiori, y que ha dejado la huella, que Alberti recuerda, de Miguel Ángel y Galileo, de Keats, de Cervantes y Giordano Bruno, de la resistencia contra el fascismo, aunque él, a veces, se vea envuelto en la melancolía de quien, pese a todo, se sabe un extraño.

Después del minúsculo estudio de la Via dei Riari trasteverina, o de la buhardilla del Vicolo del Bologna, utilizada en los años en que el poeta tuvo sus amores con Beatriz Amposta (una catalana que vivía en Roma y que, dicen, sigue ahora viviendo allí, en el apartamento de Via Garibaldi, 88, mientras los herederos siguen disputando su legado), Alberti montó otro estudio en Anticoli Corrado, un pequeño pueblo colgado en los Monti Simbruini, más allá de Tívoli, donde pasó, según sus propias palabras, los días más felices de su interminable exilio, a donde se escapaba con Beatriz Amposta. Desde allí, encaramado en su pequeña terraza con olivo, miraba el valle del Aniene, un afluente del Tíber, y escribió Canciones del alto valle del Aniene.

En la capital italiana estrenó su Noche de guerra en el Museo del Prado, la obra que Brecht quiso trabajar antes de su muerte repentina. Se estrenó en el Piccolo Teatro de Roma, en marzo de 1973, con gran éxito. Pero Alberti también vio cómo la librería española de la piazza Navona sufría un atentado terrorista por exponer en el escaparate fotografías del poeta y sus libros publicados: los fascistas italianos saben quién es y conocen su condición de comunista. En 1975, Alberti está feliz: participa en el homenaje a Dolores Ibárruri, que cumple ochenta años, y que se celebra en Roma, pocos días después de la muerte del dictador fascista. El poeta aún no lo sabe, porque la situación en España es muy tensa y el régimen, aun sin Franco, se resiste a morir, pero los años romanos de Alberti están llegando a su fin. Así, el 27 de abril de 1977, abandona Italia, para volver a Madrid, tras un exilio interminable; vuelve para ondear otra vez las banderas rojas de la hoz y el martillo, para derramar sus versos por España, para recuperar el tiempo perdido del exilio, para recorrer la bahía de Cádiz, para encontrarse con su marinero en tierra. Las elecciones están a punto de celebrarse: Alberti ha aceptado ser candidato a diputado por Cádiz, en las listas del Partido Comunista. En su retorno, congrega multitudes, apela al recuerdo de los días republicanos, descubre la alegría de quienes sueñan con una España nueva, pero, en vez de largas intervenciones políticas, lanza sus coplas, entrega sus poemas, hablando como Rafael Alberti o como Juan Panadero. Sale elegido diputado, y entrará en las Cortes con Dolores Ibárruri. Después, renunciará al acta, porque el poeta no estaba hecho para parlamentos.

Acumula distinciones, el Premio Lenin de la Paz, el Cervantes, aunque no les dé mucha importancia, y salda una vieja deuda consigo mismo y con el recuerdo del poeta asesinado. El 24 de febrero de 1980, más de cincuenta años después, Alberti entra en Granada, una obligación pendiente con Federico García Lorca, a quien había conocido en la Residencia de Estudiantes “una tarde de otoño” de 1922. Se lo había prometido a García Lorca antes de que llegase la república, pero la historia se atropellaba a sí misma, y ya no pudo ser.

“¡Qué lejos por mares, campos y montañas!
Ya otros soles miran mi cabeza cana.
Nunca fui a Granada.”

Después, en el amanecer granadino, Alberti se fue, solo, a recorrer el camino por donde los falangistas se llevaron a Federico García Lorca para fusilarlo.

* * *

Alberti, que había nacido con el siglo XX, muere casi a punto de ver el siglo XXI, sin haber visto morir por completo a la España hosca de El adefesio, pese a tantos cambios. Los mismos, aunque fueran otros, que vio en la Italia que abandonaba la claridad humilde y la geografía popular de sus años romanos. Una de la últimas veces que volvió a Roma, se dio cuenta de que la ciudad se volvía cada vez más oscura, y creyó ver el Trastevere agonizando por la noche. Todo ha cambiado, en efecto. Donde antes pasaba una carrozella camino de la cuadra del Vicolo del Mattonato, entre la gente que se sentaba en los portales para tomar el fresco, pasan ahora los turistas, mientras llega la sombra intranquila del miedo al futuro.

Alberti se sentaba en la terraza de la Porta Settimiana o en Santa Maria in Trastevere, o miraba desde las ventanas de sus últimos días en Ora Marítima, en el Puerto de Santa María, mientras seguía velando con Robert Capa el cuerpo de Gerda Taro en el jardín de invierno del caserón de Marqués del Duero, recordando las cartas que le enviaban los viejos milicianos de la guerra civil española, pensando en Vittorio Vidali, el comandante Carlos, o en Buñuel, que murieron el mismo año, y en Picasso, Lorca, Miguel Hernández, Dolores Ibárruri y María Teresa León, al tiempo que el Alberti, poeta, pintor y dramaturgo, andaba por las calles madrileñas y por los pueblos andaluces, por los vicolos romanos, mirando las palomas en Santa Maria in Trastevere, allí donde una rusa tocaba el violín, mientras Madrid, rompeolas de todas las Españas, capital de la gloria, “sonreía con plomo en las entrañas”; caminando por la calle de Alcalá con Bergamín, Neruda, Cernuda y Altolaguirre, hablando en un mitin en la plaza de toros de Madrid, abarrotada; leyendo poemas en el frente. 

miércoles, 26 de julio de 2017

Octubre rojo un siglo después

Higinio Polo

Un siglo después de su triunfo, la revolución bolchevique sigue suscitando furiosos ataques de la derecha política y de sus terminales ideológicos en la prensa y en las televisiones, en la investigación universitaria dirigida y subvencionada, y en los centros de elaboración ideológica liberal, que, sin embargo, apenas se interrogan sobre el infierno capitalista del que surgió la revolución: el barro y la muerte en las trincheras de la Primera Guerra Mundial y la oprobiosa autocracia zarista que ahogaba al pueblo ruso y lo condenaba a la miseria y la explotación. Para los beneficiarios del capitalismo realmente existente y para los vendedores de mentiras, el socialismo soviético se resume en error y represión, en furia y crueldad, mientras que el horror causado por el capitalismo, en las dos guerras mundiales y en la esclavitud colonial, en las guerras imperiales y matanzas lanzadas desde entonces en cuatro continentes, en Vietnam y en Corea, en Indonesia y en Afganistán, en Yugoslavia y en Ucrania, en Brasil y en Argentina, en Angola y en Libia, en Siria y en Iraq, por citar sólo algunos ejemplos de la infamia, ese horror, se diluye en lejanas causas y décadas perdidas de las que, como por ensalmo, el capitalismo no es responsable.

Los marineros y milicianos que se lanzaron al asalto del Palacio de Invierno, que vemos en las imágenes recreadas de Eisenstein, no son un accidente de la historia; los obreros que se atrevieron a derribar el trono imperial, a convertir las iglesias en almacenes útiles, y a dispersar las sombras de la explotación, no eran una ráfaga transitoria de años convulsos, sino el rumor de siglos de protestas y de gritos de honestidad y trabajo proletario. En 1917, los bolcheviques supieron expresar el ansia de justicia de los rusos, la ambición de una vida digna que dejase atrás las argollas de la miseria y la opresión bajo los zares; supieron traducir el deseo de los trabajadores de terminar con la explotación en las fábricas. y de los campesinos de romper la soga que les ataba a una nobleza parasitaria y casi medieval. La exigencia de paz, en el matadero de la gran guerra, los gritos reclamando pan, los campesinos exigiendo la tierra, y los trabajadores las fábricas, resumen la decisión de Lenin y los bolcheviques protagonizando la revolución que cambió el mundo. Porque fue la aspiración a la igualdad y la justicia la que creó el poder soviético, la que levantó el socialismo en condiciones difícilmente imaginables hoy: suele olvidarse, pero la revolución bolchevique tuvo que construir el socialismo en un país que perdió, en un lapso de treinta años, a casi cuarenta millones de personas, víctimas de la guerra civil impuesta tras la revolución por veinte países capitalistas, y por las dos guerras mundiales desatadas por las rivalidades de esas mismas potencias. Sólo en la guerra de Hitler, la Unión Soviética vio morir a veintisiete millones de trabajadores y soldados.

Tras 1017, la revolución bolchevique se extendió por el mundo, y su voz llegó a los campesinos malayos y a los obreros de los frigoríficos argentinos, a los labradores chinos y a los trabajadores alemanes; desde entonces, las ideas y propuestas del socialismo y del comunismo han seguido galopando por el planeta, iluminando revoluciones, en China o en Vietnam, en Cuba o en Nicaragua, cambiando el mundo, aunque esa voz haya sufrido duras derrotas, como la matanza en Indonesia, los campos de la muerte de Oriente Medio, o la desaparición de la propia URSS y el retroceso social en Europa y América durante las dos últimas décadas. Pero, ni en Moscú ni en Madrid, la revolución bolchevique no se ha olvidado, y la historia no ha terminado.

Hoy, de forma abrumadora, los rusos siguen viendo a Lenin como un dirigente excepcional, que desempeñó un papel histórico trascendental, y siguen juzgándolo de manera positiva: apenas un 14 % de la población aceptaría retirar sus estatuas de las ciudades rusas, y una abrumadora mayoría lamenta la desaparición de la Unión Soviética. La popularidad de Lenin crece, y, según el centro Levada, en la última década ha aumentado de forma notable el número de ciudadanos rusos que consideran positiva su aportación al país y al mundo. Las estrellas rojas siguen coronando las torres del Kremlin moscovita, y la presencia de Lenin, aunque no se traduzca todavía en cambios políticos y sociales, no va a desaparecer, pese a los interesados augurios de la derecha.

Para conmemorar el centenario, el Partido Comunista ruso organizará una gran manifestación en Moscú, el 7 de noviembre, así como otros actos en la gran mayoría de las ciudades del país, y el gobierno de Putin también ha publicado un calendario de actividades para destacarlo, intentando atraer hacia el partido del poder las movilizaciones populares de celebración de la revolución de octubre, hasta el punto de que el comité gubernamental encargado de organizarlas está lleno de anticomunistas: el poder actual no puede obviar la importancia de la revolución bolchevique, ni tampoco las aportaciones de la Unión Soviética, como no puede ignorar el prestigio creciente de Lenin y del socialismo entre la población, por lo que se ve obligado a nadar entre dos aguas.

No será sólo en Rusia. En los cinco continentes habitados, se sucederán las celebraciones entre los trabajadores, acompañadas por la monótona y reiterada condena de los centros del poder capitalista, que busca arrojar a la hoguera el persistente susurro de décadas de la revolución bolchevique y del socialismo. De Bolivia a China, de Cuba a Alemania, de Venezuela a Vietnam, de Sudáfrica a Australia, ese centenario recorre durante este año conferencias y congresos, seminarios y libros, ondea en las banderas rojas de las manifestaciones y en las huelgas que siguen reclamando el fin de la explotación y un mundo mejor; se interroga por los excesos y errores cometidos, trabaja en los laboratorios que alumbran el progreso humano, y brilla en los ojos de las mujeres del mundo que contemplan la desventura y la marginación de la mitad del cielo sin renunciar a nada; se manifiesta en el esfuerzo de los campesinos por salvar la vida y el planeta, se escucha en el ruido de las cadenas de montaje y centellea en el parpadeo de las pantallas de ordenador, y se revela en la noche maltratada de los pobres, en las gargantas de los esclavos, en las lágrimas de los apátridas y en el sufrimiento de los inmigrantes perseguidos por el odio.

Un siglo después, el capitalismo se empeña en desacreditar la idea de una sociedad justa e igualitaria, y destruye paulatinamente las conquistas obreras; reduce salarios, convierte la seguridad en el trabajo en la precariedad de empleos temporales o de trabajadores autónomos, y mantiene legiones de operarios con empleos-basura, mientras sus terminales ideológicas y sus medios de comunicación siguen intentando demoler la razón socialista, destruir el recuerdo de la dignidad obrera y de las luchas por la emancipación social; al tiempo que los empresarios arrojan el socialismo y la revolución bolchevique a las tinieblas como un prescindible vestigio del pasado, y presentan a sindicatos y partidos obreros como herramientas inútiles superadas por la historia, atreviéndose a postularse a sí mismos como los creadores de la modernidad y del progreso, aunque tengan las manos sucias de la explotación y la mentira.

Sin embargo, la huella de la revolución bolchevique está ahí, y se encuentra en los territorios cotidianos conquistados por las mujeres y en las leyes que aseguraron los derechos de los trabajadores (en la reducción de las horas de trabajo diarias y en el derecho a vacaciones pagadas, en la asistencia sanitaria gratuita y en los permisos de maternidad, en el derecho a tener pensiones y en la jubilación a una edad antes impensable), como se encuentra en la derrota del monstruo nazi y en el proceso que dio inicio de la emancipación de las colonias que los países capitalistas oprimieron, y en los espacios de libertad contemporánea que se salvaron por el esfuerzo soviético de ser enterrados en la cal viva del nazismo.

Cien años después, el impulso de la revolución bolchevique no ha desaparecido, aunque los partidos comunistas vivan años de debilidad, que no les afecta sólo a ellos, sino a toda la izquierda. Ese agotamiento debe terminar con el abandono de cualquier esperanza de reforma capitalista y con la adopción de un programa radical que luche por el socialismo en todos los continentes, porque el capitalismo ahoga a millones de trabajadores, ensucia el mundo, aplasta a la humanidad, vende nuestro futuro, pero alberga también en su seno a quienes tienen el fermento de la revuelta, con la seguridad de que el comunismo y la revolución bolchevique son la juventud del mundo de la que nos habló Alberti, y la fraternidad que le dio a Neruda el verso tierno del comunismo chileno: un siglo después del octubre rojo, son los trabajadores que se manifestaron en la gigantesca huelga general de la India en 2016, son las manos que acarician a los niños en medio de las catástrofes con las que nos hace convivir el capitalismo, y las que se aferran a las alambradas de los campos de refugiados.