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domingo, 31 de diciembre de 2017

1917-2017. El porvenir de la revolución

Las revoluciones son momentos 
de arrebatadora inspiración de la historia. 
(León Trotsky)

Para conmemorar el centenario de la revolución rusa de 1917 hemos seguido mes a mes los acontecimientos que sucedieron y analizando los diversos problemas políticos que tuvo que afrontar el movimiento revolucionario. La revolución rusa sigue siendo motivo de un gran interés, se han publicado innumerables libros, se han escrito miles de artículos, convocado actos, debates y congresos, porque es uno de los acontecimientos que ha marcado la historia contemporánea y continúa siendo una fuente de lecciones para quienes quieren transformar el mundo. Este aniversario ha servido también para repensar la actualidad de la revolución. En los ataques contra la revolución de 1917 se ha hecho un coctel imbebible entre la situación actual en Rusia, la degeneración estalinista o que toda la evolución histórica estaba ya en las ideas y práctica de Lenin y Trotsky, con el declarado fin de negar que sea posible un cambio social y político, un cambio de contenido revolucionario. Hemos intentado lo contrario: las causas de la revolución están dentro del sistema capitalista, ni son un sueño ni las inventamos.

La revolución se enfrentó a tareas inmensas, nada estaba escrito por anticipado. Sobre la base de las anteriores experiencias, sobre todo la Comuna de París de 1871 y la revolución rusa de 1905, los revolucionarios rusos tuvieron que emprender un camino hasta entonces nunca explorado: construir el socialismo sobre las ruinas de una larga guerra imperialista y una posterior intervención militar de los ejércitos imperialistas en la Rusia de los soviets. Hay que tener muy presente estos hechos para poder entender las posteriores dificultades del proceso revolucionario. Los capitalistas utilizaron toda la resistencia posible antes de ser derrotados. Lo más importante para ellos era mantener sus propiedades y beneficios, lo de menos todos los sufrimientos que pudieran causar al pueblo. Esa es la eterna lucha de clases de los capitalistas, aún hoy. Si la guerra imperialista entre 1914-1917 causó en Rusia más de 2 millones de muertos y unos 5 millones de personas heridas, la llamada guerra civil entre 1918-1923 causó alrededor de 9 millones de muertos. La producción industrial era en 1921 el 31% de la de 1913 y solo el 21% en la industria pesada. En ese mismo año, la extensión de tierra cultivada era sólo el 62% de la de 1913. Dejaron un país arrasado sobre el que hubo que empezar a construir la nueva sociedad. Trotsky escribiría en su autobiografía Mi vida: “Entonces no podía preverse si habíamos de seguir en el poder o íbamos a ser arrollados pero lo que desde luego era indispensable, cualesquiera que fuesen las eventualidades del mañana, era poner la mayor claridad posible en las experiencias revolucionarias de la humanidad. Más tarde o más temprano, vendrían otros y seguirían avanzando sobre los jalones que nosotros dejásemos puestos. Tal era la preocupación de los trabajos legislativos en todo el primer período”.

En pocos años el proyecto de construcción socialista demostró su superioridad sobre el capitalismo, tanto en el terreno del desarrollo industrial y agrícola como en el de los derechos y libertades, participación en el ejercicio del poder, reconocimiento de derechos de las mujeres, ambiciosos planes contra el analfabetismo, desarrollo de la cultura y las artes, etc. La previsión de los revolucionarios rusos contaba con el éxito de la revolución en los países más desarrollados para poder avanzar en la vía del socialismo y, sin embargo, la revolución en Europa no triunfó. Rosa Luxemburg escribió acertadamente: "En Rusia, el problema solo podía plantearse. No se puede resolver en Rusia, solo se puede resolver a nivel internacional". Sobre el fondo de una revolución aislada en un país destruido y atrasado fue surgiendo una burocracia que se impuso sobre las conquistas de la revolución y a la que Stalin representó. La victoria de la burocracia estalinista representó la degeneración política y social definitiva de las conquistas socialistas. Citando al poeta ruso Óssip Mandelstam, “lo que podría haber sido un amanecer se convierte en un ocaso”. La movilización popular y una sociedad colapsada económicamente acabó con el poder burocrático en 1989. Los procesos sociales no se desarrollan sobre una línea recta, se aceleran o se enlentecen, avanzan o retroceden. La revolución francesa acabó con la monarquía y la nobleza, pero años después se reinstauró la monarquía y fue necesaria otra revolución para volver a instaurar la república. Es evidente que el camino hacia el socialismo será mucho más complejo de lo que nos habíamos imaginado, pero no hay ninguna duda de que son las revoluciones quienes modifican el mundo y permiten que la humanidad avance en la mejora de sus condiciones de vida y en sus derechos.

[Muchos balances y artículos de reflexión se han escrito en este centenario, de todos ellos recomiendo la lectura del escrito por Adolfo Gily y publicado en Sin Permiso
http://www.sinpermiso.info/textos/los-destinos-de-una-revolucion]

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viernes, 29 de diciembre de 2017

El porqué de una respuesta tan apagada a su centenario: La Revolución Rusa y su legado.

El conocido historiador inglés, Mark Mazower, radicado en los Estados Unidos reseña algunos libros de reciente aparición sobre la historia rusa y soviética.

Hubo una época, no mucho después de la terminación de la Guerra Fría, en que parecía como si la ingente inversión hecha por Occidente en la kremlinología estuviera a punto de ser liquidada. Tras mostrarse incapaces de prever el derrumbe del comunismo, los expertos soviéticos de Occidente se enfrentaban a sombrías perspectivas en un mundo que les había dejado aparentemente atrás. Qué rápido cambian las cosas: hoy, Rusia ha vuelto a las noticias, retomando para la era de Internet su papel familiar de antihéroe frente a un Occidente amante de la libertad. Que Putin sacara músculo ha producido conflictos territoriales a la vieja usanza en Ucrania y Crimea; la ultramoderna ciberguerra del Kremlin ha generado una tormenta de fuego en los EE.UU. y los resultados de las elecciones presidenciales de 2016, lejos de calmar las relaciones entre las dos superpotencias, las han vuelto más tensas de que lo habían sido durante años.

Y sin embargo, en medio de este drama, la respuesta al centenario de la revolución bolchevique ha sido curiosamente apagada, y no sólo en la misma Rusia. Hace cincuenta años, hubo un derroche de trabajos de gran calibre que testimoniaban el deseo de Occidente de comprender a su adversario. Este año, eso ha sido relativamente escaso. Una razón para ello resulta obvia. El comunismo mismo, como sistema de pensamiento contrapuesto al capitalismo y la propiedad privada, está más o menos muerto en Rusia y moribundo fuera de ella.

Y con el comunismo desaparecido, el anticomunismo se ha vuelto algo sin sentido. Pero no sólo el comunismo. El socialismo, en sentido más amplio, sufrió un duro golpe después de 1989. La mayoría de los partidos de izquierdas se desviaron al centro, atraídos por el sueño de una nueva tercera vía, y sólo la economía de la austeridad ha hecho algo por contener la tendencia.

Hay, creo, otra razón para esa respuesta estrangulada a 1917, y es que las cosas de la Revolución Rusa que parecían importar hace dos décadas ya no resultan en absoluto importantes hoy en día. ¿De verdad nos importan cuáles fueron las causas de la Revolución, ahora que ya no creemos en la revolución en absoluto? ¿Importa de qué modo tomó Lenin el poder o si existió alguna vez la oportunidad de que se afianzara una democracia liberal al estilo occidental en Rusia? Para algunos, Rusia sigue siendo una forma de pensar acerca del liberalismo, aunque sea como contra ejemplo. The Future Is History: How Totalitarianism Reclaimed Russia [Riverhead Books, Nueva York, 2017], de Masha Gessen, excelente y ameno, se acerca de este modo a los años de Putin, una historia de totalitarismo y represión, que vuelven tras otro breve momento de esperanza liberal. Pero, considerando el pesimismo que subyace a su relato, no resulta la verdad sorprendente que parezca existir nulo interés en todas las nobles revoluciones que no tuvieron lugar en 1917, ya fueran liberales o mencheviques.

En Lost Kingdom: A History of Russian Nationalism From Ivan the Great to Vladimir Putin [Allen Lane, Londres, 2017], de Serhii Plokhy, los años bolcheviques se convierten meramente en un episodio de una historia más prolongada del nacionalismo ruso. Reducido esto principalmente a la pregunta de la torturada relación de Rusia con sus límites fronterizos occidentales, el estudio de Plokhy se lee como una sesión informativa sobre la actual situación de Ucrania. Ambos libros presentan una Rusia que sucumbe constantemente a la tentación totalitaria y plantean una alternativa occidental que siempre resulta inalcanzable.

Si queremos llegar a palpar lo que en otro tiempo significó el totalitarismo en Rusia, tenemos que acudir a dos estudios colosales que se centran en los años de Stalin. Yuri Slezkine ha escrito un libro descomunal acerca de un edificio descomunal, la llamada Casa de Gobierno, House of Government: A Saga of the Russian Revolution [Princeton University Press, Princeton, 2017], que se edificó a principios de los años 30 en el centro de Moscú para albergar a buena parte de la nueva élite. Allí vivían más de dos mil personas y el libro les dedica por encima del millar de páginas para contar su historia.

“Saga de la Revolución Rusa” de gran extensión, tiene en su centro un tema de notable interés: los hábitos domésticos y el hábitat de los hombres y mujeres que estaban convirtiendo Rusia en una sociedad socialista. Con frecuencia, la arquitectura dice la verdad allí donde las palabras mienten y lo que resultaba tan llamativo de la Casa de Gobierno eran los supuestos incrustados en su diseño. Su arquitecto la describió como de “transición”, pero “tradicional” podría ser un término mejor. Centenares de antiguos activistas de la clandestinidad endurecidos en la cárcel entraron en una domesticidad de madurez con sus mujeres e hijos en habitaciones forradas de estanterías hechas a mano repletas de los tesoros de la literatura del mundo, comedores de elegante mobiliario, manteles de lino y hasta espacio para una litera destinada a la doncella. Leían (sin parar), jugaban al tenis y asistían al teatro.

En muchos aspectos, su forma de vida no era enormemente distinta de sus equivalentes en el [edificio] Dakota o en Central Park Oeste, en Nueva York, salvo en que la familia de su sirvienta podría estar muriéndose de hambre en Ucrania en lugar de vivir en la pobreza en Alabama u Oklahoma. Se trataba de totalitarismo comprometido con la vida familiar. Pero al mismo tiempo la vieja ética revolucionaria conservaba su fuerza. Slezkine sostiene que el bolchevismo era una suerte de secta milenaria, pero recalca este extremo con tanta frecuencia y extensión que al final no parece explicar gran cosa.

Para una comprensión más abarcadora y totalizante de lo que movía a un viejo bolchevique, adonde hay que volverse es hacia Stalin Vol II: Waiting for Hitler 1928-1941 [Allen Lane, Londres, 2017], de Stephen Kotkin. Se trata del segundo volumen de su proyectada trilogía biográfica y es una obra maestra, seguramente uno de los libros más notables sobre historia del siglo XX que se hayan publicado en muchos años. No sólo es que deje sin aliento la profundidad de la investigación; es el volumen y extensión del encuadre que usa Kotkin para su tema y la agudeza de sus observaciones.

El autor debe su reputación a un estudio pionero de una ciudad estalinista del acero, pero decía poco en él acerca del terror. En este libro, el terror se cierne por encima de todo y Stalin es su dueño. No importa el milenarismo – Stalin había sido creyente durante años antes del terror – ni la psicopatología, Kotkin es categórico: lo que llevó a la muerte de millones de personas fue la repercusión sobre Stalin de un estilo de gobierno, una concepción de su propio papel en la construcción del socialismo y el dilema geopolítico del país.

La narración episódica de Kotkin, en stacatto, se ve animada por un humor ceñudo. Lo que tenemos es la URSS tal como la vio Stalin; la vista desde su despacho en la Esquinita, sus oficinas privadas en el Kremlin, o desde la dacha de Sochi, donde le gustaba pasar semanas seguidas en verano, leyendo docenas de informes o tomando las aguas. Se trata de historia a modo de crónica, un género atrevidamente anticuado para una historia mu y contemporánea, como pasar las páginas de una agenda con la mesa de trabajo del déspota atravesada de informes. En un momento dado, Stalin cae enfermo durante unos días. No sucede nada. El relato se reanuda una vez que mejora. Sospechando de sus propios guardias, se va de paseo, en un arrebato del momento, por el metro de Moscú, con lo que a su séquito casi le da un ataque al corazón. Sin haber estado jamás gravemente amenazado de asesinato, está a punto de morir cuando un concienzudo guardia de fronteras abre fuego sobre su embarcación mientra navegan por el Mar Negro.

Es esta la historia de las cosas por las que se preocupaba Stalin, lo que significa densos relatos de luchas intestinas en la NKVD [policía política estalinista], un compromiso con la teoría marxista y la tecnología de tanques y, por encima de todo, una visión del mundo que abarca las amenazas que acosaban al socialismo soviético desde dentro y fuera, el este y el oeste. El volumen termina con un momento de suspense, el tour de force de la reconstrucción de las últimas horas antes de que Hitler lleve a cabo la invasión el 22 de junio de 1941. Tiranía a escala mundial, una guerra que le ofrecería su mayor prueba: la Revolución bolchevique tiene todavía cosas que enseñarnos.

Mark Mazower (1958), especialista británico en los Balcanes y la historia europea del siglo XX, es director del Centro Heyman para las Humanidades de la Universidad de Columbia. Entre sus libros se cuentan Hitler's Empire: Nazi Rule in Occupied Europe, Dark Continent: Europe's Twentieth Century y Governing the World: The History of an Idea. Su último libro publicado es What You Did Not Tell: A Russian Past and the Journey Home.

Fuente:
The Guardian, 13 de noviembre de 2017
http://www.sinpermiso.info/textos/el-porque-de-una-respuesta-tan-apagada-a-su-centenario-la-revolucion-rusa-y-su-legado

viernes, 27 de octubre de 2017

En el centenario de la revolución rusa. 1. El proyecto educativo bolchevique: la escuela única del trabajo.

Jaume Carbonell

¿Cuál es el sentido y el contenido de los debates, propuestas y realizaciones para fomentar al "hombre nuevo" en la primera época de la revolución socialista? ¿Y cuáles sus logros y dificultades? Qué se hizo y qué quedó por hacer.

Marx y Engels sentaron las bases de la pedagogía socialista. Pero hay que esperar al triunfo de la revolución soviética, liderada por Lenin al frente del partido bolchevique, para que dichos principios se profundicen e intenten plasmarse en una realidad concreta que se propone la transformación de una sociedad regida por la explotación de las clases dominantes en una sociedad comunista al servicio de las clases trabajadoras. Una oportunidad histórica y hasta cierto punto inesperada -multitud de previsiones situaban este estallido revolucionario en un país industrializado- y un reto mayúsculo.

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miércoles, 26 de julio de 2017

Octubre rojo un siglo después

Higinio Polo

Un siglo después de su triunfo, la revolución bolchevique sigue suscitando furiosos ataques de la derecha política y de sus terminales ideológicos en la prensa y en las televisiones, en la investigación universitaria dirigida y subvencionada, y en los centros de elaboración ideológica liberal, que, sin embargo, apenas se interrogan sobre el infierno capitalista del que surgió la revolución: el barro y la muerte en las trincheras de la Primera Guerra Mundial y la oprobiosa autocracia zarista que ahogaba al pueblo ruso y lo condenaba a la miseria y la explotación. Para los beneficiarios del capitalismo realmente existente y para los vendedores de mentiras, el socialismo soviético se resume en error y represión, en furia y crueldad, mientras que el horror causado por el capitalismo, en las dos guerras mundiales y en la esclavitud colonial, en las guerras imperiales y matanzas lanzadas desde entonces en cuatro continentes, en Vietnam y en Corea, en Indonesia y en Afganistán, en Yugoslavia y en Ucrania, en Brasil y en Argentina, en Angola y en Libia, en Siria y en Iraq, por citar sólo algunos ejemplos de la infamia, ese horror, se diluye en lejanas causas y décadas perdidas de las que, como por ensalmo, el capitalismo no es responsable.

Los marineros y milicianos que se lanzaron al asalto del Palacio de Invierno, que vemos en las imágenes recreadas de Eisenstein, no son un accidente de la historia; los obreros que se atrevieron a derribar el trono imperial, a convertir las iglesias en almacenes útiles, y a dispersar las sombras de la explotación, no eran una ráfaga transitoria de años convulsos, sino el rumor de siglos de protestas y de gritos de honestidad y trabajo proletario. En 1917, los bolcheviques supieron expresar el ansia de justicia de los rusos, la ambición de una vida digna que dejase atrás las argollas de la miseria y la opresión bajo los zares; supieron traducir el deseo de los trabajadores de terminar con la explotación en las fábricas. y de los campesinos de romper la soga que les ataba a una nobleza parasitaria y casi medieval. La exigencia de paz, en el matadero de la gran guerra, los gritos reclamando pan, los campesinos exigiendo la tierra, y los trabajadores las fábricas, resumen la decisión de Lenin y los bolcheviques protagonizando la revolución que cambió el mundo. Porque fue la aspiración a la igualdad y la justicia la que creó el poder soviético, la que levantó el socialismo en condiciones difícilmente imaginables hoy: suele olvidarse, pero la revolución bolchevique tuvo que construir el socialismo en un país que perdió, en un lapso de treinta años, a casi cuarenta millones de personas, víctimas de la guerra civil impuesta tras la revolución por veinte países capitalistas, y por las dos guerras mundiales desatadas por las rivalidades de esas mismas potencias. Sólo en la guerra de Hitler, la Unión Soviética vio morir a veintisiete millones de trabajadores y soldados.

Tras 1017, la revolución bolchevique se extendió por el mundo, y su voz llegó a los campesinos malayos y a los obreros de los frigoríficos argentinos, a los labradores chinos y a los trabajadores alemanes; desde entonces, las ideas y propuestas del socialismo y del comunismo han seguido galopando por el planeta, iluminando revoluciones, en China o en Vietnam, en Cuba o en Nicaragua, cambiando el mundo, aunque esa voz haya sufrido duras derrotas, como la matanza en Indonesia, los campos de la muerte de Oriente Medio, o la desaparición de la propia URSS y el retroceso social en Europa y América durante las dos últimas décadas. Pero, ni en Moscú ni en Madrid, la revolución bolchevique no se ha olvidado, y la historia no ha terminado.

Hoy, de forma abrumadora, los rusos siguen viendo a Lenin como un dirigente excepcional, que desempeñó un papel histórico trascendental, y siguen juzgándolo de manera positiva: apenas un 14 % de la población aceptaría retirar sus estatuas de las ciudades rusas, y una abrumadora mayoría lamenta la desaparición de la Unión Soviética. La popularidad de Lenin crece, y, según el centro Levada, en la última década ha aumentado de forma notable el número de ciudadanos rusos que consideran positiva su aportación al país y al mundo. Las estrellas rojas siguen coronando las torres del Kremlin moscovita, y la presencia de Lenin, aunque no se traduzca todavía en cambios políticos y sociales, no va a desaparecer, pese a los interesados augurios de la derecha.

Para conmemorar el centenario, el Partido Comunista ruso organizará una gran manifestación en Moscú, el 7 de noviembre, así como otros actos en la gran mayoría de las ciudades del país, y el gobierno de Putin también ha publicado un calendario de actividades para destacarlo, intentando atraer hacia el partido del poder las movilizaciones populares de celebración de la revolución de octubre, hasta el punto de que el comité gubernamental encargado de organizarlas está lleno de anticomunistas: el poder actual no puede obviar la importancia de la revolución bolchevique, ni tampoco las aportaciones de la Unión Soviética, como no puede ignorar el prestigio creciente de Lenin y del socialismo entre la población, por lo que se ve obligado a nadar entre dos aguas.

No será sólo en Rusia. En los cinco continentes habitados, se sucederán las celebraciones entre los trabajadores, acompañadas por la monótona y reiterada condena de los centros del poder capitalista, que busca arrojar a la hoguera el persistente susurro de décadas de la revolución bolchevique y del socialismo. De Bolivia a China, de Cuba a Alemania, de Venezuela a Vietnam, de Sudáfrica a Australia, ese centenario recorre durante este año conferencias y congresos, seminarios y libros, ondea en las banderas rojas de las manifestaciones y en las huelgas que siguen reclamando el fin de la explotación y un mundo mejor; se interroga por los excesos y errores cometidos, trabaja en los laboratorios que alumbran el progreso humano, y brilla en los ojos de las mujeres del mundo que contemplan la desventura y la marginación de la mitad del cielo sin renunciar a nada; se manifiesta en el esfuerzo de los campesinos por salvar la vida y el planeta, se escucha en el ruido de las cadenas de montaje y centellea en el parpadeo de las pantallas de ordenador, y se revela en la noche maltratada de los pobres, en las gargantas de los esclavos, en las lágrimas de los apátridas y en el sufrimiento de los inmigrantes perseguidos por el odio.

Un siglo después, el capitalismo se empeña en desacreditar la idea de una sociedad justa e igualitaria, y destruye paulatinamente las conquistas obreras; reduce salarios, convierte la seguridad en el trabajo en la precariedad de empleos temporales o de trabajadores autónomos, y mantiene legiones de operarios con empleos-basura, mientras sus terminales ideológicas y sus medios de comunicación siguen intentando demoler la razón socialista, destruir el recuerdo de la dignidad obrera y de las luchas por la emancipación social; al tiempo que los empresarios arrojan el socialismo y la revolución bolchevique a las tinieblas como un prescindible vestigio del pasado, y presentan a sindicatos y partidos obreros como herramientas inútiles superadas por la historia, atreviéndose a postularse a sí mismos como los creadores de la modernidad y del progreso, aunque tengan las manos sucias de la explotación y la mentira.

Sin embargo, la huella de la revolución bolchevique está ahí, y se encuentra en los territorios cotidianos conquistados por las mujeres y en las leyes que aseguraron los derechos de los trabajadores (en la reducción de las horas de trabajo diarias y en el derecho a vacaciones pagadas, en la asistencia sanitaria gratuita y en los permisos de maternidad, en el derecho a tener pensiones y en la jubilación a una edad antes impensable), como se encuentra en la derrota del monstruo nazi y en el proceso que dio inicio de la emancipación de las colonias que los países capitalistas oprimieron, y en los espacios de libertad contemporánea que se salvaron por el esfuerzo soviético de ser enterrados en la cal viva del nazismo.

Cien años después, el impulso de la revolución bolchevique no ha desaparecido, aunque los partidos comunistas vivan años de debilidad, que no les afecta sólo a ellos, sino a toda la izquierda. Ese agotamiento debe terminar con el abandono de cualquier esperanza de reforma capitalista y con la adopción de un programa radical que luche por el socialismo en todos los continentes, porque el capitalismo ahoga a millones de trabajadores, ensucia el mundo, aplasta a la humanidad, vende nuestro futuro, pero alberga también en su seno a quienes tienen el fermento de la revuelta, con la seguridad de que el comunismo y la revolución bolchevique son la juventud del mundo de la que nos habló Alberti, y la fraternidad que le dio a Neruda el verso tierno del comunismo chileno: un siglo después del octubre rojo, son los trabajadores que se manifestaron en la gigantesca huelga general de la India en 2016, son las manos que acarician a los niños en medio de las catástrofes con las que nos hace convivir el capitalismo, y las que se aferran a las alambradas de los campos de refugiados.