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lunes, 9 de septiembre de 2024

GUERRA CIVIL ESPAÑOLA. De Cuelgamuros a Granada: seis paisajes donde aún resuena el eco espantoso de la Guerra Civil.

Rutas de senderismo por montañas donde aún resuena el eco espantoso de la Guerra Civil española. Excursiones donde trincheras, memoriales, centros de interpretación o Orwell y Lorca son protagonistas.
 
CUERDA DE CUELGAMUROS (Madrid, Segovia y Ávila). Hay pocos paisajes en España más cargados de recuerdos que los que se ven caminando desde el alto del León hasta San Lorenzo de El Escorial por el cordal montañoso que domina el valle de Cuelgamuros, antes de los Caídos. El Alto del León era la llave que abría la sierra de Guadarrama, la puerta de Madrid. Por eso lo tomaron enseguida los sublevados y por eso los leales no les dejaron avanzar mucho más. Siguiendo las marcas rojas y blancas del sendero GR-10, en una hora y media se corona Cabeza Líjar, donde los primeros tuvieron su posición más avanzada. Justo enfrente, en el cerro de La Salamanca, los otros tenían la suya. A tres horas largas del inicio de la caminata, se descubren el ruinoso refugio de La Naranjera y el vecino mirador de Cuelgamuros, desde donde se ve con un escalofrío la cruz más alta del mundo —150 metros—. Tres horas más se tarda en alcanzar el monte Abantos y bajar a San Lorenzo, completando una ruta de 18 kilómetros (solo ida), difícil de hacer si no se cuenta con alguien que nos lleve al principio y nos recoja al final. Mucho más fácil es acercarse al mirador desde la Fuente de las Negras, en Peguerinos (Ávila). Es un paseo de 900 metros: unos 20 minutos de excursión.

1 CUERDA DE CUELGAMUROS (Madrid, Segovia y Ávila). 

Hay pocos paisajes en España más cargados de recuerdos que los que se ven caminando desde el alto del León hasta San Lorenzo de El Escorial por el cordal montañoso que domina el valle de Cuelgamuros, antes de los Caídos. El Alto del León era la llave que abría la sierra de Guadarrama, la puerta de Madrid. Por eso lo tomaron enseguida los sublevados y por eso los leales no les dejaron avanzar mucho más. Siguiendo las marcas rojas y blancas del sendero GR-10, en una hora y media se corona Cabeza Líjar, donde los primeros tuvieron su posición más avanzada. Justo enfrente, en el cerro de La Salamanca, los otros tenían la suya. A tres horas largas del inicio de la caminata, se descubren el ruinoso refugio de La Naranjera y el vecino mirador de Cuelgamuros, desde donde se ve con un escalofrío la cruz más alta del mundo —150 metros—. Tres horas más se tarda en alcanzar el monte Abantos y bajar a San Lorenzo, completando una ruta de 18 kilómetros (solo ida), difícil de hacer si no se cuenta con alguien que nos lleve al principio y nos recoja al final. Mucho más fácil es acercarse al mirador desde la Fuente de las Negras, en Peguerinos (Ávila). Es un paseo de 900 metros: unos 20 minutos de excursión.

 
MONTE NARANCO. (Asturias). Joyas del prerrománico, pozos de nieve, antiguas minas de hierro y carbón, la piedra caliza de la que está hecha Oviedo y el agua que se bebe en la ciudad… Además de todo esto, que ya es mucho, el monte Naranco ha servido para defender a la capital asturiana del viento norte. Pero no de los vientos de la guerra, que en estas alturas soplaron con violencia en 1936 insuflados por ambos bandos, uno para defender la ciudad sublevada y el otro para tratar de recuperarla. Todo lo que allí se puede ver y recordar del Sitio de Oviedo se cuenta en descubreelnaranco.com. También se describe con detalle la senda de Cama’l Moro —o de la Campa del Moro—, un recorrido circular, de tres horas de duración, que además de nidos de ametralladoras y trincheras permite contemplar neveros, fuentes, manantiales, lagunas y la iglesia prerrománica de San Miguel de Lillo.

2. MONTE NARANCO. (Asturias).
 

Joyas del prerrománico, pozos de nieve, antiguas minas de hierro y carbón, la piedra caliza de la que está hecha Oviedo y el agua que se bebe en la ciudad… Además de todo esto, que ya es mucho, el monte Naranco ha servido para defender a la capital asturiana del viento norte. Pero no de los vientos de la guerra, que en estas alturas soplaron con violencia en 1936 insuflados por ambos bandos, uno para defender la ciudad sublevada y el otro para tratar de recuperarla. Todo lo que allí se puede ver y recordar del Sitio de Oviedo se cuenta en descubreelnaranco.com. También se describe con detalle la senda de Cama’l Moro —o de la Campa del Moro—, un recorrido circular, de tres horas de duración, que además de nidos de ametralladoras y trincheras permite contemplar neveros, fuentes, manantiales, lagunas y la iglesia prerrománica de San Miguel de Lillo.

MONTE ARTXANDA (Bizkaia). Gernika, arrasada por la Legión Cóndor alemana, aún humeaba. Bilbao temblaba como una hoja, a punto de caer. El Cinturón de Hierro que debía defenderla del ejército sublevado resultó ser de papel. Para ganar tiempo, porque había que evacuar a miles de personas, el 16 de junio de 1937 varios batallones vascos subieron a Artxanda, el monte que domina Bilbao, cantando el Eusko Gudariak y allí libraron la última batalla, retrasando dos días lo inevitable. Para recordarlo, existe el Itinerario de la Memoria de Artxanda, una ruta de menos de dos kilómetros que va desde la estación superior del funicular hasta la ermita de San Roque. Se pasa por el mejor mirador de la ciudad y su ría, donde se alza la escultura ‘Aterpe 1936′, en recuerdo de los combatientes por la memoria y la libertad. Y también por una de las trincheras donde gudaris y milicianos soportaron aquellos días ¡12.700 kilos de bombas! Más información, en la web de Gogora, Instituto de la Memoria, la Convivencia y los Derechos Humanos.

3. MONTE ARTXANDA (Bizkaia). 

Gernika, arrasada por la Legión Cóndor alemana, aún humeaba. Bilbao temblaba como una hoja, a punto de caer. El Cinturón de Hierro que debía defenderla del ejército sublevado resultó ser de papel. Para ganar tiempo, porque había que evacuar a miles de personas, el 16 de junio de 1937 varios batallones vascos subieron a Artxanda, el monte que domina Bilbao, cantando el Eusko Gudariak y allí libraron la última batalla, retrasando dos días lo inevitable. Para recordarlo, existe el Itinerario de la Memoria de Artxanda, una ruta de menos de dos kilómetros que va desde la estación superior del funicular hasta la ermita de San Roque. Se pasa por el mejor mirador de la ciudad y su ría, donde se alza la escultura ‘Aterpe 1936′, en recuerdo de los combatientes por la memoria y la libertad. Y también por una de las trincheras donde gudaris y milicianos soportaron aquellos días ¡12.700 kilos de bombas! Más información, en la web de Gogora, Instituto de la Memoria, la Convivencia y los Derechos Humanos.
 

4. SIERRA DE HUÉTOR (Granada). 

En la sierra de Huétor, a solo 10 kilómetros al noreste de la ciudad de Granada, hay dos parajes que ponen los pelos de punta. Uno es el barranco de Víznar, donde recientes excavaciones han permitido exhumar 124 cadáveres de víctimas de la represión franquista y un monolito recuerda: “Lorca eran todos”. Porque Lorca, donde quiera que esté, fue el más famoso represaliado. Otro lugar de memoria turbulenta son las trincheras del cerro del Maúllo, una de las últimas posiciones defensivas de la Granada sublevada. En 20 minutos, paseando desde el Centro de Visitantes de Puerto Lobo por un camino bien señalizado, se llega a esta fortificación de 150 metros de circunferencia, con galerías, casamatas y parapetos almenados desde los que se ve Sierra Nevada entera y de frente, como en un cuadro. Dicen que el cerro se llama así por los maullidos de los gatos monteses, que los soldados imitaban para comunicarse a distancia. Oirían también los gritos de las rapaces sobre los picachos. Y los del cercano barranco de Víznar, claro. Más información, en universolorca.com y ayuntamientodeviznar.es


5. RUTA ORWELL (Huesca y Zaragoza).
 
“Hacía demasiado frío para que hubiera piojos”. Tampoco había mucha acción en la sierra de Alcubierre, recordaba George Orwell en Homenaje a Cataluña (1938), donde ambos bandos estaban parapetados a principios de 1937, a caballo entre Huesca y Zaragoza. Solo niños apuntando a niños: “La edad promedio debe de haber estado muy por debajo de 20″. A su lado, Orwell era un señor escritor de 33 años, un inglés alto y educado que había venido a España “a matar fascistas porque alguien debía hacerlo” y veía cómo la guerra se hacía con megáfonos: “Aquí estamos sentados”, gritaban desde su lado, “comiendo tostadas con mantequilla. ¡Deliciosas tostadas con mantequilla!”. Una mentira digna del Ministerio de la Verdad de ‘1984′. Las trincheras de Orwell y las de los fascistas, reconstruidas con todo detalle, se pueden visitar desde 2006, así como el Centro de Interpretación de la Guerra Civil, en Robres. Turismo de Los Monegros (turismolosmonegros.org) informa de todo esto y organiza recorridos guiados para grupos. Son en coche, pero en la web de Wikiloc se describen diversos senderos por estas trincheras. Cada dos años viene el hijo de Orwell a visitarlas, a hacer memoria.



6. TERRA ALTA (Tarragona). 

115 días de 1938 duró la Batalla del Ebro, la más larga, multitudinaria y mortífera (¡30.000 caídos!) de la Guerra Civil. Y de las más difíciles de olvidar: solo en la comarca de la Terra Alta (terra-alta.org), en el suroeste de Tarragona, hay cinco centros de interpretación, dos memoriales y una veintena de espacios históricos relacionados, ninguno tan impactante como Corbera d’Ebre, pueblo que se encontraba en primera línea del frente republicano y que las bombas de la Legión Cóndor y la artillería franquista dejaron como un cuadro cubista, otro ‘Guernica’. Arriba, en el Poble Vell, las ruinas conviven con obras de arte alegóricas. Abajo, en el pueblo nuevo, se explica todo en el Centro de Interpretación 115 días, cuyo nombre es lo único que no necesita explicación. En Gandesa, la capital de la comarca, hay otro centro imprescindible: el Museo Memorial de la Batalla del Ebro. Allí también espera una senda ideal para hacer ejercicio y memoria: la que asciende al Pico de la Muerte, que fue objeto de sangrientos enfrentamientos entre brigadistas británicos y legionarios. Si se recorre con un guía de Terra Enllà (terraenlla.com), mucho mejor.


martes, 13 de diciembre de 2022

-- Con Serrat

Serrat, el miércoles en su concierto en el Wizink Center, en Madrid._- Serrat, el miércoles en su concierto en el Wizink Center, en Madrid.
Sus canciones quedarán en el aire como una lección que el Mediterráneo ofrece de placer, de equilibrio y de locura de un amor olvidado tras las cañas 

Joan Manuel Serrat se despide. Si un artista se retira, puede volver, como sucede a menudo; en cambio, despedirse en este caso significa que Serrat se dispone a bajar definitivamente del escenario dejando atrás un caudal de belleza y de placer compartidos con su público durante más de 50 años. En el aire quedará el sonido de aquellos tranvías que transportaban hacia las playas los domingos a gente derrotada y la devolvían con los cuerpos llenos de sol de aquel Mediterráneo con olor a algas y a brea. En el aire quedarán los gritos de aquellas adolescentes que fueron las primeras en arañarse las mejillas en los conciertos de Serrat. Ignoras dónde estará aquella niña de 15 años cuyo nombre ya no recuerdas, que oyó tus primeras palabras de amor, sencillas y tiernas, con los labios salados de mar. Tal vez habrá engendrado a su hija en una noche de sábado oyendo una de las canciones de Serrat. Tal vez aquella niña estará sentada con esa hija y con alguna nieta en este último concierto y si te cruzaras con ella la reconocerías con la mirada. Atrás quedará intacta la rebeldía moral del artista, tenaz, comprometida, puesta a prueba en momentos muy aciagos de la dictadura, usando como arma la alegría de vivir. La voz de Joan Manuel Serrat dio a entender que existe una patria universal a la que te llevaba la belleza de aquellas palabras cantadas en catalán o en el castellano de Machado y de Miguel Hernández. Las canciones de Serrat quedarán en el aire como una lección que el Mediterráneo ofrece de placer, de equilibrio y de locura de un amor olvidado tras las cañas. Este mar le enseñó a un chaval del Poble Sec a ser un catalán de Barcelona, de Madrid, de Buenos Aires, de México, de Santiago de Chile, y también de cualquier taberna de Mahón sin más bandera que un vaso de vino enarbolado. Despedirse significa en este caso que en el aire siempre quedará Serrat.

viernes, 26 de noviembre de 2021

Rafael Alberti: los años romanos- Higinio Polo,

Fuentes: El Viejo Topo

En el número 88 de la Via Garibaldi romana, justo al lado de la Porta Settimiana, se halla un enorme palacio, transformado hoy en apartamentos. En la puerta de entrada, un mármol recuerda a Pío VI, “Pontífice Máximo”, un papa contemporáneo de la revolución francesa, y, tras el gran portón de madera verde, se llega a un patio con ese color naranja desvaído de Roma, una pequeña palmera, y parterres junto a las paredes.

Rafael Alberti vivía en el segundo piso, donde ahora se ven unas persianas verdes, y, donde, al parecer, sigue viviendo una amante de sus días romanos. Es un palacio de tres plantas y bajos, con ventanas de batientes verdes: delante del portón, el irregular empedrado que corre junto a toda la fachada, y las empinadas escaleras que bajan a la calzada de Via Garibaldi, también con adoquines, que sube hacia la cima del Gianicolo entre árboles por donde se filtra el sol de primavera. Ni una placa recuerda a Alberti. Aquí recibía a Fellini, y enviaba cartas respondiendo a Bergamín, su amigo de siempre. Es el Trastevere; al decir de Alberti, la “verdadera capital de Roma”, el barrio “de los artesanos, los muros rotos, pintarrajeados de inscripciones políticas o amorosas”, en esa ciudad “secreta, estática, nocturna y, de improviso, muda y solitaria.”

Vivió en Roma catorce años, y, entre ellos, algunos de los mejores de su vida. Alberti subía al Gianicolo, se demoraba en la Farnesina de Peruzzi (que acogió el esmero de Rafael y de Sebastiano del Piombo) donde, muchos años atrás, había paseado con Valle-Inclán; se perdía en el palazzo Corsini de la via Lungara a contemplar el Narciso del Caravaggio, o iba a escuchar a la Fornarina en su casa de la via di Santa Dorotea para esculpir los versos y dedicárselos a Picasso; se metía por la Via dei Riari para ir a su pequeño estudio de pintor junto al Jardín Botánico; se sentaba en una mesita del bar de la Porta Settimiana, uno de sus lugares preferidos, mirando al fondo de la Via Garibaldi el San Pietro in Montorio del Bramante; o se acercaba hasta la Piazza di Santa Maria in Trastevere, a unos pasos de su casa. Allí, en la terraza del Caffè di Marzio (donde ahora muestran en la pared, con orgullo, un poema y un dibujo que les regaló el poeta) se sentaba a comer a veces. Podía ver la fachada de la iglesia, el campanile románico con el reloj de números latinos; las palmeras, la virgen y las figuras femeninas del mosaico que adorna la fachada, la campana que corona la torre, las pinturas desvaídas del tímpano, la terraza sobre el pórtico de Fontana. Alberti debía mirar la vetusta basílica trasteverina, y los ociosos sentados en la escalinata de la fuente más antigua de Roma, los músicos callejeros y los buscavidas, el maestro con acordeón.

De esos años trasteverinos María Teresa León escribió: “Llaman a la puerta de esta casa nuestra de Roma personas que son como sueños que regresan.” Eran viejos conocidos de la España republicana, y jóvenes que habían nacido bajo el fascismo. Aquí, ambos frecuentaron también a Guttuso, Corrado Cagli, Pasolini, Guido Strazza, Vittorini, Carrà, de Chirico, Quasimodo, Ungaretti, Gassman. A Togliatti, a quien Alberti conocía de antes de la guerra, apenas pudo verlo, porque murió en Yalta, un año después de la llegada del poeta.

* * *

Desde la bahía de Cádiz, Alberti se fue a Madrid, en 1917, como quien va Moscú con la revolución, y lo hizo en un tren “lento y desvencijado”. Allí, con poco más de veinte años, frecuenta el Museo del Prado, aunque, pese a su temprano interés por la pintura, que nunca abandonaría, decide después dedicarse plenamente a la literatura. En la Residencia de Estudiantes conoce a Lorca, Dalí, Bergamín, Salinas, Aleixandre, Buñuel, y, en 1924, dueño de una juventud radiante, consigue el Premio Nacional de Literatura, dos años después de haber empezado a publicar sus versos. El homenaje a Góngora organizado por el Ateneo de Sevilla, en diciembre de 1927, congrega a los jóvenes poetas. Desde Madrid, van a Sevilla, Jorge Guillén, Rafael Alberti, Bergamín, García Lorca, Dámaso Alonso y Gerardo Diego, mientras que Salinas y Aleixandre no lo hacen, y Cernuda vivía en la capital andaluza. Ellos, junto con Bacarisse, Chabás y otros, conforman ese grupo, diverso e imprevisto, que será conocido como la generación del 27.

Participa en las protestas políticas de los años finales de la dictadura de Primo de Rivera, pasa estrecheces económicas, se casa con María Teresa León en 1930, y empieza a estrenar obras teatrales. En 1931, con la república, se incorpora al Partido Comunista de España, militancia que le acompañará durante toda su vida. A finales de 1932 hizo su primer viaje a la Unión Soviética, en tren, desde Berlín, y allí conoce a Boris Pasternak, a quien fue a ver a su dacha del bosque; también, a Fiódor Gladkov, Alexander Bezimenski, al mariscal Voroshílov, uno de los primeros bolcheviques (de quien Alberti resalta en sus memorias que bailó con María Teresa León en casa de Gorki); y a Babel, a Lilí Brik, compañera del difunto Maiakovski; a Eisenstein, y a Malraux y Louis Aragon; a Elsa Triolet, al príncipe Dmitri Mirski, que desde las filas blancas había evolucionado en el exilio hasta ingresar en el Partido Comunista británico, y, después, a su regreso, en el partido bolchevique. Y, también, a Meyerhold. Después, en Berlín, ve a Piscator, Toller, a Brecht. Fue un viaje inolvidable, e inquietante, para ellos: cuando Alberti y María Teresa León vuelven a Berlín, con la primavera, Hitler se ha adueñado del poder, y el poeta observa las legiones de mendigos en la Unter den Linden, sin saber aún que ya se había puesto en marcha la guadaña de la muerte y que los nazis avanzaban a paso ligero entre antorchas y canciones. En los años treinta, con Hitler en el gobierno alemán, Alberti viaja por Europa gracias a una beca de la Junta de Ampliación de Estudios de Madrid: recorre Francia, Alemania, Bélgica, la URSS. Le apasiona el teatro, como a Lorca, que lleva La Barraca por España.

En 1934, Alberti y María Teresa León fundan la revista Octubre, y allí están Buñuel, Antonio Machado, Cernuda, Aragon, Éluard. En octubre de ese año, el poeta está en Moscú otra vez, donde le llegan las noticias de la revolución de Asturias, mientras la policía del bienio negro allana su casa de Madrid: volver a España es una temeridad, y decide dirigirse a Italia, en un barco que hacía la ruta de Odessa a Nápoles. Después, llega a Roma, donde presencia una manifestación de partidarios de Mussolini, y anota la escena de grupos de fascistas meando en las piedras del Colosseo, como en un anticipo de esas insólitas costumbres urbanas que después retratará en Roma, peligro para caminantes. Más tarde, va a París, a Nueva York, La Habana, México, en tareas de solidaridad con los mineros asturianos. En México conoce a Frida Kahlo, Diego Rivera, Siqueiros, Orozco. En 1937, con la guerra civil ensangrentando a España, Alberti y María Teresa León conocerían también a Stalin, en Moscú, en una sala del Kremlin donde había “una mesa muy larga con carpetas y lápices”, impresionados por la atención y cercanía del georgiano.

En 1934, el poeta había pasado quince días en Roma, con Valle-Inclán, que entonces era el director de la Academia Española de Bellas Artes, cargo que le había encomendado el gobierno republicano después de que el autor de Divinas palabras amenazase con que, si no lo ayudaban con algún empleo, pediría limosna ante la Cibeles, en Madrid, con todos sus hijos. Alberti, sigue a Valle:

“Oigo tu voz de sátiro demente […]
y te sigo del Foro al Palatino,
del Gianicolo al Pincio, al Aventino
o a los jardines de la Farnesina.”

La sublevación fascista de 1936 le sorprende en Ibiza, donde tendrá que esconderse en el bosque, con María Teresa León y unos camaradas, hasta que la flota republicana recupera la isla, liberan a los presos, y Alberti se convierte, incluso, durante tres días, en miembro del gobierno provisional de Ibiza, antes de volver a Denia en el Almirante Miranda, y, después, a Madrid, para reencontrarse con sus camaradas comunistas, con Dolores Ibárruri. Dirige la revista El mono azul, y escribe, con la emoción de la resistencia al asalto fascista a la capital: “Madrid, que nunca se diga… que en el corazón de España, la sangre se volvió nieve”. Madrid, capital de la gloria.

La guerra civil cambia su vida, como les ocurre a todos, y vive entonces el trascendental episodio del traslado del Museo del Prado a Valencia. María Teresa León recibe el encargo, de Largo Caballero, de organizar el traslado de las obras del Prado: la aviación fascista ya había bombardeado el museo y las bombas habían caído hasta en la sala de Velázquez. No tienen materiales, se ven forzados a improvisar, a pedir ayuda a camaradas del frente, a obreros que facilitan madera, papel o utensilios. El titánico esfuerzo se inicia el 7 de diciembre de 1936, en la que sería “la noche más larga de nuestra vida”, como escribiría María Teresa León. De esa peripecia nace su obra Noche de guerra en el Museo del Prado, que Alberti publica en 1956. Recita en los frentes, impulsa la solidaridad con la España republicana, escribe, organiza, se incorpora como soldado en la aviación. Pero la República de abril es abandonada por casi todos, aunque cuente con los voluntarios de las Brigadas Internacionales y con la ayuda soviética.

La sublevación de Casado, la traición de quienes le siguen, tiñe de amargura los últimos días de la guerra civil. Los primeros días de marzo de 1939 le cogen en la sede de Marqués del Duero de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, al lado de Cibeles, en el palacete de Heredia Spínola por donde habían pasado Hemingway, Dos Passos, Pablo Neruda, Luis Cernuda, César Vallejo, Robert Capa, León Felipe, Nicolás Guillén. Allí verá por última vez a Miguel Hernández, vestido de soldado, que se niega a marchar al exilio. Después, vendrían los días amargos de Elda, y un vuelo agónico, casi sin gasolina, a Orán, a donde llegó también Dolores Ibárruri. Y, más tarde, París, donde trabaja en la radio de onda corta, París-Mondial, gracias a Picasso, en jornadas de doce horas, mientras viven acogidos por Neruda en su casa del quai de l’Horloge, en la aguja de la Cité, escribiendo, por fin, (“se equivocó la paloma”) tras la angustia de perder la guerra. Cuando llega la guerra de Hitler, ante el avance de las tropas nazis, Francia se vuelve peligrosa, y Alberti lanza una moneda al aire: México o Argentina. El 10 de febrero de 1940, con dos pasajes de tercera clase, se embarcan en la bodega de un buque francés, el Mendoza, desde Marsella a Buenos Aires, para empezar los años argentinos, un exilio americano que, entonces, no podían ni imaginar que duraría casi un cuarto de siglo. Por allí, escribió Alberti Baladas y canciones del Paraná: no en vano, María Teresa León explicaba que para ellos “los lugares tienen nombres de libros”. En Buenos Aires nace su hija, a quien llamarán Aitana por el nombre de una sierra de Alicante de pinos y carrascas: el último trozo de tierra española que vieron al partir hacia el exilio.

Ya instalado en Buenos Aires, Alberti recorre con sus poemas el país, expone sus pinturas, publica Buenos Aires en tinta china; habla con el ingenioso y sutil escritor Ramón Gómez de la Serna, convertido entonces en un franquista que se esconde; y con Juan Ramón Jiménez, León Felipe, que van a verlo; y con Manuel de Falla a quien visita en su oscuro retiro de Alta Gracia, la pequeña localidad cordobesa de la Argentina donde también vivía Ernesto Guevara, un muchacho que estaba destinado a romper la noche americana. Allí, en Buenos Aires, Alberti y María Teresa León despiden a Albert Camus, que les confiesa: “Cuando quiero conocer a alguien, le pregunto: ¿Con quién estaba usted durante la guerra de España?” Salen también de Argentina, a veces; para ir a Berlín, por ejemplo, en 1956, donde se encuentran de nuevo con Bertolt Brecht, pocos meses antes de su muerte. Y recorren Chile, Venezuela, Uruguay, Cuba, Perú, Colombia. Volverían a Moscú, en 1956, desde Argentina; y en 1958, para ir a China, cuya revolución había cambiado el destino de Asia.

A finales de mayo de 1963, acuciado por la nostalgia del sol mediterráneo, y por el recuerdo de sus abuelos italianos, Alberti y María Teresa León abandonan Argentina, tras veinticuatro años en América del sur. Llegan a Milán. Alcanzan después Roma, donde vivirán catorce años, y donde enseguida al poeta le acecha la nostalgia argentina:

“Dejé por ti todo lo que era mío.
Dame tu, Roma, a cambio de mis penas,
Tanto como dejé para tenerte.”

Vive, primero, en el número 20 de Via Monserrato, junto a la piazza de Ricci, en el tercer piso del palazzo Podocatari; se enamora del barrio de la Via Giulia y de Campo de Fiori, donde sonríe el “mar de verduras, pescados y zapatos”, unas calles llenas entonces de artesanos y de vida popular, y donde se considera “pariente de esos antiguos exiliados españoles” que por allí vivieron. En esa casa, recibe a Pasolini, Moravia, Ungaretti, Quasimodo, Carlo Levi, Fellini, Gassman, Guttuso. Escribe sus versos, y, siempre interesado en la pintura, se lanza también a los grabados de plomo, a la xilografía, los aguafuertes, elaborando libros, pintando, a veces para poco más de diez personas, soñando siempre con España.

Después, vive en el número 88 de Via Garibaldi, en el Trastevere, un “barrio de ladrones” del Pinturicchio, que birlan lo que pueden a pie o en motorino, donde consigue comprar un apartamento gracias al dinero recibido, en 1965, con el Premio Lenin de la Paz que le había otorgado la Unión Soviética: va a Moscú a recogerlo. También le agobia Roma, las motos, los coches, los basurales, los orines: “Oh ciudad mingitorio del universo”; “Nuevas basuras de mi barrio: mierda”, escribe en Roma, peligro para caminantes.

“Cuando Roma es cloaca,
mazmorra, calabozo,
catacumba, cisterna,
albañal, inmundicias”

Perfora las tinieblas del largo exilio a golpe de versos, expone sus pinturas, lucha con sus grabados, se enreda en serigrafías, y ve el otoño romano, observa la comunión de las hojas que caen con la dorada arquitectura de la ciudad,

“Venus de otoño, pálida y perdida
sobre los pinos altos del Gianicolo.”

Escucha en sueños las campanas del Trastevere. Y, dando vueltas a La lozana andaluza, acabará adaptando la novela de Delicado en un prólogo y tres actos; y en ese Roma, peligro para caminantes, que remite a Juan de Timoneda, se lamenta de haber perdido España y la Argentina, y ve las trampas y riesgos de la ciudad, aunque después consiga también amarla, en esa Roma popular que respira en el Trastevere y en el Campo de Fiori, y que ha dejado la huella, que Alberti recuerda, de Miguel Ángel y Galileo, de Keats, de Cervantes y Giordano Bruno, de la resistencia contra el fascismo, aunque él, a veces, se vea envuelto en la melancolía de quien, pese a todo, se sabe un extraño.

Después del minúsculo estudio de la Via dei Riari trasteverina, o de la buhardilla del Vicolo del Bologna, utilizada en los años en que el poeta tuvo sus amores con Beatriz Amposta (una catalana que vivía en Roma y que, dicen, sigue ahora viviendo allí, en el apartamento de Via Garibaldi, 88, mientras los herederos siguen disputando su legado), Alberti montó otro estudio en Anticoli Corrado, un pequeño pueblo colgado en los Monti Simbruini, más allá de Tívoli, donde pasó, según sus propias palabras, los días más felices de su interminable exilio, a donde se escapaba con Beatriz Amposta. Desde allí, encaramado en su pequeña terraza con olivo, miraba el valle del Aniene, un afluente del Tíber, y escribió Canciones del alto valle del Aniene.

En la capital italiana estrenó su Noche de guerra en el Museo del Prado, la obra que Brecht quiso trabajar antes de su muerte repentina. Se estrenó en el Piccolo Teatro de Roma, en marzo de 1973, con gran éxito. Pero Alberti también vio cómo la librería española de la piazza Navona sufría un atentado terrorista por exponer en el escaparate fotografías del poeta y sus libros publicados: los fascistas italianos saben quién es y conocen su condición de comunista. En 1975, Alberti está feliz: participa en el homenaje a Dolores Ibárruri, que cumple ochenta años, y que se celebra en Roma, pocos días después de la muerte del dictador fascista. El poeta aún no lo sabe, porque la situación en España es muy tensa y el régimen, aun sin Franco, se resiste a morir, pero los años romanos de Alberti están llegando a su fin. Así, el 27 de abril de 1977, abandona Italia, para volver a Madrid, tras un exilio interminable; vuelve para ondear otra vez las banderas rojas de la hoz y el martillo, para derramar sus versos por España, para recuperar el tiempo perdido del exilio, para recorrer la bahía de Cádiz, para encontrarse con su marinero en tierra. Las elecciones están a punto de celebrarse: Alberti ha aceptado ser candidato a diputado por Cádiz, en las listas del Partido Comunista. En su retorno, congrega multitudes, apela al recuerdo de los días republicanos, descubre la alegría de quienes sueñan con una España nueva, pero, en vez de largas intervenciones políticas, lanza sus coplas, entrega sus poemas, hablando como Rafael Alberti o como Juan Panadero. Sale elegido diputado, y entrará en las Cortes con Dolores Ibárruri. Después, renunciará al acta, porque el poeta no estaba hecho para parlamentos.

Acumula distinciones, el Premio Lenin de la Paz, el Cervantes, aunque no les dé mucha importancia, y salda una vieja deuda consigo mismo y con el recuerdo del poeta asesinado. El 24 de febrero de 1980, más de cincuenta años después, Alberti entra en Granada, una obligación pendiente con Federico García Lorca, a quien había conocido en la Residencia de Estudiantes “una tarde de otoño” de 1922. Se lo había prometido a García Lorca antes de que llegase la república, pero la historia se atropellaba a sí misma, y ya no pudo ser.

“¡Qué lejos por mares, campos y montañas!
Ya otros soles miran mi cabeza cana.
Nunca fui a Granada.”

Después, en el amanecer granadino, Alberti se fue, solo, a recorrer el camino por donde los falangistas se llevaron a Federico García Lorca para fusilarlo.

* * *

Alberti, que había nacido con el siglo XX, muere casi a punto de ver el siglo XXI, sin haber visto morir por completo a la España hosca de El adefesio, pese a tantos cambios. Los mismos, aunque fueran otros, que vio en la Italia que abandonaba la claridad humilde y la geografía popular de sus años romanos. Una de la últimas veces que volvió a Roma, se dio cuenta de que la ciudad se volvía cada vez más oscura, y creyó ver el Trastevere agonizando por la noche. Todo ha cambiado, en efecto. Donde antes pasaba una carrozella camino de la cuadra del Vicolo del Mattonato, entre la gente que se sentaba en los portales para tomar el fresco, pasan ahora los turistas, mientras llega la sombra intranquila del miedo al futuro.

Alberti se sentaba en la terraza de la Porta Settimiana o en Santa Maria in Trastevere, o miraba desde las ventanas de sus últimos días en Ora Marítima, en el Puerto de Santa María, mientras seguía velando con Robert Capa el cuerpo de Gerda Taro en el jardín de invierno del caserón de Marqués del Duero, recordando las cartas que le enviaban los viejos milicianos de la guerra civil española, pensando en Vittorio Vidali, el comandante Carlos, o en Buñuel, que murieron el mismo año, y en Picasso, Lorca, Miguel Hernández, Dolores Ibárruri y María Teresa León, al tiempo que el Alberti, poeta, pintor y dramaturgo, andaba por las calles madrileñas y por los pueblos andaluces, por los vicolos romanos, mirando las palomas en Santa Maria in Trastevere, allí donde una rusa tocaba el violín, mientras Madrid, rompeolas de todas las Españas, capital de la gloria, “sonreía con plomo en las entrañas”; caminando por la calle de Alcalá con Bergamín, Neruda, Cernuda y Altolaguirre, hablando en un mitin en la plaza de toros de Madrid, abarrotada; leyendo poemas en el frente. 

martes, 7 de septiembre de 2021

Ian Gibson: “Sigo llorando por Lorca y por mi hermano”

La mentira ofende a quien la escucha y hace vulgar a quien la dice. A. Chéjov. (1)

La pasión por Federico García Lorca hizo a un casi adolescente Ian Gibson (Dublín, 82 años) un irlandés con alma española. Y ahora es español, así que se siente libre para opinar sobre este país del poeta. En 1978, con su libro El asesinato de Lorca bajo el brazo, vino a Madrid sin saber dónde guardar las mantas que traía como equipaje básico. Desde hace años vive en Lavapiés, que para él es la más bella de las capitales del mundo.

Pregunta. Ahora escribe de su infancia…
Respuesta. Es un libro pequeño; se llama provisionalmente Nunca en domingo. Mi familia era metodista, muy puritana, y el domingo no podíamos hacer nada. ¡No podíamos ni usar la canoa preciosa que teníamos! El domingo no podíamos pasarlo bien ni comprar nada. Crecí con esto, con las prohibiciones.

P. Y contra eso ha sido su vida.
R. Contra eso. España me ayudó a ser algo más libre, pero vine con esas voces interiores: “Eso no lo puedes hacer”. El tema sexual era tabú en Irlanda. Me liberó la escuela, un internado de cuáqueros, los más liberales de las islas británicas. Ese es el arranque del libro, que escribo en español.

P. ¿Por qué ha tardado tanto tiempo en contar ese tiempo de prohibiciones?
R. No me atreví a contar todo en una novela, Viento del sur, pero oculté todo el trasfondo irlandés. Inventé los nombres. Pero esta vez lo digo todo.

P. ¿Qué verdad le ha dolido más?
R. La relación con mi madre, tan difícil. Fui el segundo. Mi hermano Allan me llevaba cinco años. Él era el hijo preferido, y yo me sentí rechazado por mi madre. Ese es el meollo. Fue un matrimonio muy infeliz. Ella despreciaba a mi padre, lo decía: “No lo aguanto. Quiero que se muera”. Quería decir esto en letra de molde, para aliviar esta amargura…

“Crecí con las prohibiciones de una familia metodista muy puritana

P. ¿Ha llorado escribiéndolo?
R. Mucho, sí. Soy bastante llorón. Un poco cobarde también. Mi tendencia a irme corriendo en vez de afrontar un peligro, contra la que he luchado desde niño.

P. ¿Por qué ha llorado más?
R. Por la muerte de mi hermano. No solo resultó ser gay, sino con una tendencia sadomasoquista muy fuerte, y se volvió loco. Terminó sus días en una clínica. Fue terrible para la familia tener este problema en casa. Me ayudó a entender a Lorca. Tener un gay en la Irlanda de los cincuenta era terrible para una familia puritana. Para mi padre, tener un hijo gay fue terrible; eso y la riña con mi madre acabaron con su corazón y su vida.

P. Nunca ha dicho nada de esa vinculación de Lorca con su hermano en su experiencia personal.
R. No, pero le dediqué a Allan Lorca y el mundo gay. Le puse: “No pudo con sus dramones”. Dramón era la palabra que usaba Federico para referirse a sus malos ratos, a sus amores contrariados, de los que la gente no sabía. Allan me contaba sus penas, aquellos dramones.

P. ¿Le habló de Lorca a su hermano?
R. Él no sabía nada de España, y yo llevaba mucho tiempo fuera cuando ocurrió todo esto. Cuando empecé a estudiar a Lorca no se hablaba de su sexualidad, sobre todo aquí. La familia no dejaba acceso a los documentos. Ni Francisco ni Isabel García Lorca, sus hermanos, permitían tocar el tema.

P. ¿Y Lorca sí hablaba de su homosexualidad?
R. Según con quién. Al final de su vida se fue liberando, pero, como cada vez era más famoso, huía más de la pregunta. Para eso tenía mucha mano izquierda. Y la derecha política, por cierto, todavía hoy hace mofa por ese asunto.

En España la asignatura pendiente es la memoria histórica”

P. ¿Lorca fue para usted una chispa humana o literaria?
R. Todo junto. Cuando entré en la obra empecé a pensar: “Aquí hay mucho que no sabes. De la muerte, de las circunstancias”. Era un pozo sin fondo. Tiene la muerte, tiene Nueva York, tiene el surrealismo... Aun hoy hay mucho por hacer, por ejemplo, cuando una diputada de Vox dice que el poeta les daría su voto (1). Aquí la asignatura pendiente es la memoria histórica. Esa ignorancia lleva a decir a políticos de derechas que están hasta el moño de la fosa del abuelo, refiriéndose al dictador.

P. ¿Qué sentimiento le produjo aquella alusión a Lorca?
R. Demuestra incultura y maldad con respecto al poeta más conocido, más amado y más llorado. ¡Decir que Lorca fue apolítico! ¡En su tiempo era imposible ser apolítico! ¡El poeta que escribió el Romance de la Guardia Civil, el firmante de manifiestos antifascistas!

P. ¿Por Lorca ha llorado?
R. Sí, claro; me sigue conmoviendo. Anoche leí 1910 (Intermedio), uno de sus poemas en Nueva York, donde habla de la vega de Granada, su paraíso perdido, y me hizo llorar por la fuerza de las imágenes. Y este libro de infancia, al tratar de mi hermano, también me hace llorar. Me siento como un niño, llorando. La sensación de que nunca he alcanzado la madurez. Eso llevo dentro, y eso me llevó a Lorca, pero también a Dalí, y a Machado… Y ahora a mi infancia.

https://elpais.com/cultura/2021-09-04/ian-gibson-sigo-llorando-por-lorca-y-por-mi-hermano.html#?rel=lom