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lunes, 27 de mayo de 2024

John Berger, un hombre provisional

Fuentes: El viejo topo
Por Higinio Polo 
Pronto hará un siglo que nació John Berger, y Jonás es ya casi un cincuentón.

Cuando, en 1976, Tanner y Berger escribieron el guion de la película le dieron un título que hizo fortuna: Jonás, que cumplirá veinticinco años en el año 2000.
Entonces, parecían referirse a un lejano futuro. Era la edad que tenía Berger cuando empezó a colaborar en New Statesman en la crítica de arte, muchos de cuyos textos serían agrupados después, en 1960, en Permanent Red. Berger murió hace pocos años y, ahora, vuelve. 

Casi quince años después de que Isabel Coixet dedicara su homenaje al escritor británico en el Centre d’Arts Santa Mònica de Barcelona, Valentín Roma ha vuelto a examinar su trayectoria en la muestra reunida en La Virreina que estará abierta hasta octubre de 2023.

Desde su juventud, Berger escribió en publicaciones comunistas, New Statesman, Marxism Today, Modern Quarterly, World News, y Realism: the Journal of the Artist Group of the Communist Party, pero también para el Sunday Times, e hizo mirar con otros ojos el arte, la fotografía, el dibujo, el trabajo en las fábricas, la vida de los emigrantes o el mundo campesino, siempre atento a la aparición de nuevas ideas, propuestas y figuras, como hizo con el subcomandante Marcos. A esos campesinos olvidados, ajenos al nuevo mundo que bullía en la miseria de las ciudades industriales, les dedicó varios libros, seguro de que tantos siglos de historia agraria no podían dejarse de lado, porque habían marcado por completo la existencia de los seres humanos, aunque ellos se estuvieran convirtiendo en invisibles.

A Berger le gustaba dibujar, pero confesó que no sabía para qué, con qué objeto, aunque puede discutirse su afirmación; también impartió clases de dibujo en St. Mary’s Teacher Training College. A veces, sus dibujos, casi bocetos que parecen inacabados, nos atrapan como en el esbozo inspirado en el Retrato de una mujer loca, de Géricault, donde se atisba la mirada desconfiada, enloquecida, envidiosa, de la mujer. Tal vez no tenía objeto hacerlo, como creía, aunque se sintió obligado a dibujar animales, a recoger el rostro de su padre muerto, y el del subcomandante Marcos, a quien conoció después de la rebelión zapatista mexicana en un encuentro clandestino en la capital de Chiapas en 2008 y que representó escuetamente con sus ojos encerrados en el pasamontañas. Y a Rosa Luxemburg, a quien dibujó con gruesos labios de mujer africana; Berger contó que, aunque hubiera sido asesinada casi un siglo antes, guardaba para ella una caja con un papamoscas collarino pintado en la tapa, y que tenía, en cirílico, la leyenda «pájaros cantores»: estaba llena de estuches de cerillas con otras aves pintadas, porque a la comunista polaca le gustaban las aves. La caja la había comprado en Moscú su amiga Janine, una polaca de Zamość, la ciudad donde nació Rosa Luxemburg, y se la dio a Berger el hijo de su amiga, Witek. En la carta que le escribió para enviarle la caja de pájaros, Berger criticaba la represión en la Polonia socialista de una huelga obrera en los astilleros del Báltico, recordando que «la libertad es siempre la libertad de aquéllos que piensan diferente», pero Berger no olvidaba que Luxemburg vivía en el ejemplo que ofreció al mundo. También dibujó, y tradujo, al poeta palestino Mahmud Darwish, con quien le unía, además de la defensa de la causa palestina, una visión del mundo reflejada en la lucha antiimperialista y anticolonial: Darwish había ingresado en su juventud en el Partido Comunista de Israel y también en la Organización para la Liberación de Palestina, OLP. Berger se implicó mucho en la defensa del pueblo palestino, contra la ocupación sionista, denunciando, por ejemplo, la matanza de Gaza de 2008.

Desde muy joven, Berger convivía con el pasado, con el peso de las generaciones desaparecidas; llegó a decir que los muertos «están entre nosotros», porque la vida está hecha con el recuerdo de los otros. En su juventud le influyó la visión del historiador húngaro Adler Frigyes (nacionalizado británico como Friedrich Antal), que había sido subdirector del Museo de Bellas Artes de Budapest durante la revolución comunista de Béla Kun, y que tuvo que exiliarse después de que la república soviética húngara fuese aplastada, y fue uno de los primeros en relacionar el arte con la sociedad en que se producía. En su texto comentando la fotografía de André Kertesz, La partida de un húsar rojo, hecha en junio de 1919 en Budapest, Berger presiente la despedida de un soldado, la mirada hacia su mujer y su hijo que encierra la vida de todos ellos, y recuerda las amenazas del general francés Foch y el ultimátum de Clemenceau a la joven República Socialista soviética húngara, la heroica resistencia del Ejército Rojo húngaro y el baño de sangre para ahogar la revolución e imponer la primera dictadura fascista en Europa, la del vicealmirante Horthy, que inició los asesinatos en masa de miles de comunistas húngaros. Horthy gobernó hasta la Segunda Guerra Mundial, fue cómplice de Hitler, y terminó sus días en Portugal porque Estados Unidos, que lo detuvo en Baviera tras la guerra, cerró los ojos a sus crímenes y le permitieron vivir en Estoril, en otra dictadura fascista. Berger veía esos hechos en una simple fotografía, desvelaba las mentiras que se encontraban tras la pintura cortesana, sumergía al lector en la desventura de los pobres.

Berger tenía en gran estima a autores como Ernst Fischer, Walter Benjamin y Max Raphael, y con apenas treinta años empezó a notar la censura y la persecución: el Congress for Cultural Freedom (Congreso por la Libertad de la Cultura, una organización creada por la CIA estadounidense que actuaba en casi cuarenta países editando publicaciones, financiando artistas y escritores, organizando congresos y campañas para impulsar el anticomunismo y el descrédito de la Unión Soviética, con abundante dinero sucio) y la embajada estadounidense de Londres forzaron a sus editores a que retirasen la primera novela de Berger de las librerías, cuando apenas llevaba expuesta unos días. Esa primera novela fue Un pintor de nuestro tiempo, y exactamente eso fue Berger, aunque abandonase la pintura a los treinta años siguió recogiendo dibujos de personas que le habían conmovido, reflexionando en su vejez que la pintura solo refleja lo que nos han legado, recordando a Shitao, el paisajista y calígrafo chino. Berger fue un prolífico autor; escribía (una treintena de ensayos, una docena de novelas, tres obras de teatro, poesía, colaboraciones diversas), dibujaba, colaboraba con el cine, hacía collages, ejercía como crítico de arte esquivando el mandarinato que imponía el gusto y la sensibilidad, y todo lo hacía impugnando el capitalismo que devoraba el mundo, trituraba a los trabajadores y aplastaba a los inmigrantes. Como hoy. Pero Berger, con modestia, insistía en que era, sobre todo, un narrador de historias.

En sus ensayos sobre arte no «explicaba» las obras, las relacionaba, sabiendo que el lector y el espectador completarían sus palabras, como él mismo escribió sobre los dos óleos de Magritte, Au seuil de la liberté. En sus dibujos está presente el mundo del trabajo, aunque fue abandonando progresivamente el arte por la literatura y la reflexión teórica. En sus dibujos de los años cincuenta aparece la fábrica, la explotación, el obrero consciente, la pasión por la libertad y la emancipación. El texto que escribió sobre Tranvía de Barcelona, de Raymond Mason, un alto relieve en bronce de un tranvía frente a la Estación de Francia de la ciudad, refleja la existencia de los trabajadores que se dirigen a su destino, realizado después de la huelga de 1951. Berger decidió abandonar Gran Bretaña para vivir en la Francia rural, sin desligarse de los combates obreros y campesinos, inclinado a la soledad aunque fuese muy consciente de que era necesaria la intervención, de que había que contar la verdad y luchar contra los mercaderes de mentiras, a veces con las tristes armas de la crítica artística. Berger también se preocupó por abordar el arte con una perspectiva cercana a la experiencia vital de las mujeres, aunque fuera un hombre, abriendo con ello un nuevo espacio que contribuiría a la denuncia de la marginación histórica de la mitad de la humanidad y reforzaría las convicciones feministas de la izquierda.

Sus poemas sobre la emigración, el trabajo en las fábricas, la denuncia del esclavismo que hizo en la recepción del Premio Booker, la lucha por evitar una nueva guerra mundial, todo eso le llevó a la escritura, porque escribir es también una militancia. Berger no fue nunca miembro formal del Partido Comunista británico, pero siempre militó en el comunismo: cuando le acusaban de ser comunista, nunca lo negaba, como él mismo confesó, y de hecho fue uno de sus más destacados intelectuales en Gran Bretaña, colaborando con el Artists’ Group of the Comumunist Party, un centro de relación de artistas como Paul Hogarth (que fue a España con las Brigadas Internacionales para defender a la República), la pintora Barbara Niven y su compañero Ern Brooks, Clifford Rowe, el historiador y profesor Raymond Watkinson (despedido de Watford por su militancia comunista), Gerald Marks, Reg Turner, entre otros muchos. Eran tiempos duros: la policía y el MI5 vigilaban y acosaban a los miembros del Partido Comunista británico, como le ocurrió a Marks y a numerosos militantes. En esos círculos del Artists’ Group of the Comumunist Party, Berger criticó el realismo socialista que imperaba en la Unión Soviética, y debatió el peso de las ideas de Andréi Zhdánov, el formalismo y la función de los artistas en el capitalismo, y se mostró contrario a la presión política a artistas británicos sobre el contenido de su trabajo, resaltando que podían colaborar en la gran campaña mundial por la paz durante los inicios de la guerra fría. Berger también colaboró con la AIA, Artists International Association, una entidad que se había creado en 1933 por el arquitecto Misha Black, el pintor James Fitton, y la escritora Pearl Binder, entre otros, y que se implicó en la solidaridad con la República española y el combate contra el nazismo.

Siempre tuvo opinión propia. Berger hizo una intervención en el comité de cultura del Partido Comunista británico, que reunía a artistas, escritores y científicos, y que publicó después la revista semanal World News en diciembre de 1955. En ese texto, «El partido comunista y las artes», critica algunas propuestas del partido y de su periódico, el Daily Worker, y expresa los fundamentos estéticos que deben presidir la acción comunista, dejando de lado la rigidez del realismo socialista. Es un texto revelador de su inquietud intelectual, siempre ligada a la acción política. Abordó la función del artista moderno en su conocido The Success and Failure of Picasso, éxito y fracaso del más relevante pintor de la modernidad, donde Berger hace notar que mientras era celebrado como una personalidad mundial en la Unión Soviética, al mismo tiempo se limitaba la difusión de su obra porque rompía con los preceptos del realismo. Berger no tuvo reparo en criticar los rasgos negativos que detectaba en la URSS. No suscribía la beligerancia del Partido Comunista británico contra algunos artistas, aunque al mismo tiempo era consciente de la función que podían desempeñar: en su libro sobre Picasso escribió: «En principio, puede parecer poco razonable esperar que el simple hecho de unirse a un partido político pueda resolver las contradicciones de toda una vida. Pero es razonable esperar que un partido comunista no se parezca a ningún otro. Es más que un partido político. Es una escuela de filosofía, un ejército, un agente del futuro; en su forma más noble, es una fraternidad.»

Se interesó por los animales para adoptar otro punto de vista desde el que observar la condición humana, y su frecuente presencia en televisión abordando artistas como Picasso, Giacometti, Caravaggio, marcó una nueva forma de mirar, como atendió también con sus dibujos a Velázquez o Ribera; era capaz de relacionar a El Bosco con el mexicano Ejército Zapatista de Liberación Nacional; estaba interesado en Léger, en quien veía a un pintor de los trabajadores, o en las imágenes de Paul Strand o de August Sander, a quien ya había citado Walter Benjamin en su pequeña historia de la fotografía y a quien Berger relaciona con Eisenstein o Pudovkin. Y descubría el veneno en la fotografía. La imagen del túnel que construyen obreros emigrantes en el subsuelo de Ginebra, todos agachados trabajando en una tarea sucia y agotadora, con el capataz oscuro y gigantesco vigilando en primer término, mirando con los brazos en jarras a los trabajadores, o la de los obreros españoles esperando el tren en la estación de Ginebra para volver a casa una vez al año, que parece un instante anodino de calma pero muestra la soledad en las notas que se intuyen del trabajador que rasguea una guitarra sentado en el andén entre maletas, revelaban el mundo de Berger, aunque dejó de captar imágenes porque perdió interés en la fotografía.

Las colaboraciones de Berger para la televisión también fueron notables. El primer programa de Ways of Seeing (todos, dirigidos por Mike Dibb), se hizo público después de la huelga de mineros de 1972 que dirigió Scargill y que tan duramente persiguió Margaret Thatcher. Los cuatro episodios de la serie fueron emitidos por la BBC y rompían con la mirada tradicional, masculina y conservadora, del arte: eran, en verdad, otros modos de ver, una respuesta directa al solemne Kenneth Clark, el historiador del arte vástago de una familia de rentistas de la industria textil que urdió y presentó un célebre programa televisivo sobre el arte en los años sesenta, Civilization: A Personal View. Diez años después, Berger visitó también Creswell, un pueblo en Derbyshire, compartiendo con los mineros, viendo las duras condiciones de trabajo en las galerías, comparando sus vidas con las de sus camaradas del Germinal de Zola. Berger siempre hablaba de los pobres, de los excluidos, de los marginados por el capitalismo y la globalización de los mercaderes que pretendían apoderarse de todo el planeta, con una aparente sencillez que revelaba los agujeros negros de la existencia.

Berger debatió durante décadas con el fotógrafo Jean Mohr el mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial, la acción de las organizaciones de izquierda y las duras condiciones de trabajo de los inmigrantes en Europa, y de su relación surgieron A fortunate man y A seventh man, entre otras peculiares obras que conjugan texto y fotografías, y que la revuelta francesa de las banlieu contra Macron ha puesto, otra vez, de actualidad, aunque casi nadie las haya citado ahora. En 1972 Berger había obtenido el Premio Booker, cuya dotación (21.000 libras esterlinas, una considerable cantidad entonces) destinó a investigar la explotación de los inmigrantes en Europa que originó A seventh man; y a ayudar al British Black Panthers fundado en 1968 y que desde 1970 soportaba una dura represión, cárcel e infiltración de la policía, que consiguió acabar con la organización en 1973. La fotografía de Jean Mohr de un centenar de emigrantes turcos que escuchan instrucciones para viajar a Alemania, en los años setenta, para alimentar las fábricas, que apareció en el libro A seventh man. Migrant workers in Europe, es todo un manifiesto contra la explotación y la tristeza. Ninguno sonríe, todos tienen el ceño fruncido y una mirada preocupada y temerosa.

El asesinato del Che Guevara lo conmovió. Con la célebre fotografía que muestra a un coronel boliviano señalando su cadáver en un camastro y con otro militar posando su mano sobre la cabeza del guerrillero, junto un agente de la CIA estadounidense y varios periodistas, Berger recordó dos cuadros, La lección de anatomía del Profesor Tulp, de Rembrandt; y la Lamentación sobre Cristo muerto, de Mantegna, por su semejanza con la escena de Guevara asesinado. Pero señaló las diferencias: «Guevara descubrió que la condición del mundo real resulta intolerable. Ésta, sin embargo, sólo recientemente se ha manifestado como tal. Las condiciones bajo las que vivían dos tercios de la población mundial eran las mismas entonces que ahora. El grado de explotación y esclavitud era también enorme. El sufrimiento involucrado era igual de intenso y extendido. El desperdicio de recursos era asimismo gigantesco. Pero nada de esto resultaba intolerable, porque se ignoraba la dimensión real de la verdad sobre esta condición, incluso para aquellos que la sufrían. Las verdades no son siempre evidentes en las circunstancias a las que se refieren: nacen a veces demasiado tarde. Esta verdad, en particular, nació con las luchas y las guerras de liberación nacional. A la luz de esa naciente verdad, el significado del imperialismo cambió.» El Che Guevara asesinado «es una imagen que, tanto como cualquier imagen muda podrá jamás hacerlo, nos convoca a una decisión.»

Berger colaboró también en la radio con el director Mike Dibb, mirando el pasado del arte, y con Alain Tanner creó esa película de Jonás. Curiosamente, en los carteles que anunciaban el largometraje aparecía el nombre del director y de los productores Yves Gasser e Yves Peyrot, pero no el de Berger. Escribió también el guion de la película que miraba y reflexionaba sobre la Chandigarh que había creado Le Corbusier, una ciudad del Punjab que quería leer la arquitectura moderna, recorriendo las calles de lo que pretendía ser la nueva India. Berger había escrito un obituario a la muerte del urbanista suizo-francés calificándolo de «el arquitecto más práctico, democrático y visionario de nuestro tiempo», aunque no ignoraba sus simpatías fascistas, su complicidad con la ocupación nazi de Francia, su colaboración con Vichy y su aversión a judíos y musulmanes argelinos. Berger se embarcó con Tanner en esa aventura de Chandigarh, y después en La salamandra y El centro del mundo. Como también colaboró con el escultor español Juan Muñoz, y trabajó con Dibb y Chris Rawlence en un programa para la televisión británica que rodaron en la casa de Berger en la Saboya francesa. En él, el escritor reflexiona sobre el tiempo fugitivo, ligándolo a un poema de Anna Ajmátova, y a Budapest, de André Kertesz, y al asesinato de Orlando Letelier en Washington ordenado por Pinochet; y también a propósito de algunos textos suyos y relatos que rememoraba y que se integraron en esa serie About Time. Dibb y Rawlence utilizaron páginas de Berger sobre los animales para la película Parting shots from animals para la BBC, una amarga sátira sobre la condición humana y la crueldad.

«Sin la ética el hombre no tiene futuro», escribió Berger en el Guardian inglés en un texto en defensa de Günter Grass, a quien los moralistas acosaban entonces por haber pertenecido a las Juventudes Hitlerianas cuando era un inconsciente chaval de quince años, sin que tuviese ningún crimen sobre su conciencia. Y en otro artículo publicado en La Jornada, de México, apuntó: «El fin de la Historia, lema global de las corporaciones, no es un vaticinio: es una orden para borrar el pasado y lo que nos legó en todas partes. El mercado requiere que consumidores y empleados se hallen brutalmente solos en el presente.» Berger desvelaba la hipocresía de quienes gobiernan el capitalismo: pocos días después de la catástrofe causada por el huracán Katrina en la Louisiana estadounidene, el presidente Bush visitó Nueva Orléans y la pequeña población de Biloxi, en helicóptero. Antes de que Bush llegara a Biloxi, el gobierno envió equipos de limpieza para retirar los cadáveres y los escombros del breve recorrido que el presidente y su séquito iban a realizar. Bush saludó, caminó unos minutos y subió de nuevo al helicóptero; tras él, abandonaron el lugar los barrenderos y enterradores, dejando todo el resto de Biloxi sumido en el caos y la destrucción. Ya no era necesario limpiarlo.

Berger vivió la mitad de su vida en Francia, entre campesinos, guardando sus recuerdos, como hizo John Sassall, el hombre afortunado del libro de Berger, el médico que tanto le impresionó, que atendía a sus pacientes, a todos aquellos que lo necesitaban, a pobres y moribundos, y guardaba también sus recuerdos con una entrega, afecto y comprensión a los demás que le llevaban a sufrir con ellos y que, cuando murió su esposa, Sassall fue a China para aprender de los «médicos descalzos» que había organizado la revolución de Mao Zedong. Había conocido al médico cuando Berger tenía poco más de treinta años, y creyó que debía guardar su memoria. Al final de su vida, el escritor británico seguía manteniendo sus convicciones: veía a buena parte del mundo dominado por el capitalismo financiero y por el conglomerado que denominaba «el fascismo económico». Era un hombre libre, a quien el sistema no pudo arrancar su libertad. Tenía ya casi ochenta años y le apremiaban los periódicos que siempre trabajan para enterrar a la izquierda buscando que renegase de sus ideas y sus convicciones comunistas. Pero Berger no se amilanaba: «sigo siendo marxista», decía, remarcando la evidencia, porque esa militancia por los trabajadores, los campesinos, los emigrantes, los pobres, era su forma de estar en el mundo.

Dejó su archivo, sus dibujos, todos los documentos que guardaba en su casa, a la British Library, y dos años antes de morir, Berger se definió a sí mismo como «un hombre provisional», como todos los seres humanos, expuestos al castigo de la soledad, pero no hay duda de que para nosotros continúa siendo imprescindible. «La muerte vino y nos sorprendió» cantaba Pérez Prado, y así fue el final de Le Corbusier en la playa de Roquebrune-Cap-Martin; y el de Tanner, que murió en 2022 con 92 años, y el de Godard que solo esperó dos días al director suizo y murió con 91 años. Y el de Berger, aunque acabase de cumplir noventa años.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

jueves, 16 de enero de 2020

John Berger

Pertenecer a una superpotencia inigualada deteriora la inteligencia militar de los estrategas. Pensar estratégicamente implica que uno se imagine en los zapatos del enemigo. Entonces es posible prever, amagar, tomar por sorpresa, desbordar por los flancos, etcétera. Malinterpretar al enemigo puede conducir, a largo plazo, a la derrota; la propia. Así se derrumban a veces los imperios.

Hoy, una cuestión crucial es: qué hace a un terrorista mundial y, en el extremo, qué es lo que crea a un mártir suicida. (Hablo aquí de los voluntarios anónimos: los líderes terroristas son otro cantar. Y distingo a los terroristas mundiales de los locales porque estos últimos —como en Irlanda, el País Vasco o Sri Lanka— son parte de una historia que dura siglos.) En este momento, lo que produce a un terrorista mundial es, de inicio, una forma de la desesperación. O para expresarlo con mayor precisión: los actos de estos voluntarios anónimos son un modo de trascender esa forma de la desesperación y, mediante la ofrenda de la propia vida, darle sentido.

Por ese motivo, el término suicida es un tanto inapropiado, porque la trascendencia le confiere al mártir un sentido de triunfo. ¿Un triunfo sobre aquellos a quienes supuestamente odia? Lo dudo. Es un triunfo sobre la pasividad y la amargura, sobre la sensación de absurdo que emana de cierta profundidad de la desesperación.

Es difícil que el Primer Mundo imagine una desesperación así. No tanto por su riqueza relativa (la abundancia produce sus propias congojas), sino porque el Primer Mundo se distrae con frecuencia y su atención se entretiene. La desesperación a la que me refiero aflige a aquellos que sufren condiciones tales que los obligan a ser inflexibles. Décadas de vivir en un campo de refugiados, por ejemplo.

¿En qué consiste tal desesperación? En que el sentido de tu vida o las vidas de la gente cercana a ti no cuentan para nada. Es algo que se palpa a muchos niveles diferentes, hasta que se hace total. Es decir, inapelable, como en el totalitarismo.­

Buscar cada mañana
y hallar las sobras
con que subsistir un día más.
Saber al despertar
que en esta maleza legal
no existen los derechos.
Experimentar por años
que nada mejora,
todo va peor.
La humillación de no ser capaz
de cambiar casi nada,
y de aferrarse al casi
que conduce a otra espera.
Creer las mil promesas
que inexorables se alejan
de tu lado, de los tuyos.
El ejemplo de aquellos
reducidos a escombro por resistir.
El peso de los tuyos asesinados,
un peso que cancela
para siempre la inocencia;
porque son tantos.

Éstos son los siete niveles de la desesperación —uno por cada día de la semana— que conducen, para algunos de los más valientes, a la revelación de que ofrecer la propia vida contra las fuerzas que han empujado al mundo a donde está es la única manera de invocar un todo, más grande que aquel de la desesperación.

Cualquier estrategia planeada por los líderes políticos para quienes es inimaginable dicha desesperación fracasará y reclutará más y más enemigos.

https://www.elviejotopo.com/topoexpress/john-berger/

lunes, 16 de enero de 2017

John Berger. Dónde hallar nuestro lugar. Diez comunicados

1
Alguien pregunta: ¿todavía eres marxista? Nunca antes ha sido tan extensa como hoy la devastación ocasionada por la búsqueda de la ganancia, según la define el capitalismo. Casi todo mundo lo sabe. Cómo entonces es posible no hacerle caso a Marx, quien profetizó y analizó tal devastación. La respuesta sería que la gente, mucha gente, ha perdido sus coordenadas políticas. Sin mapa alguno, no saben a dónde se dirigen.

2
Todos los días, la gente sigue señales que apuntan a algún sitio que no es su hogar, sino a un destino elegido. Señales carreteras, señales de embarque en algún aeropuerto, avisos en las terminales. Algunos hacen sus viajes por placer, otros por negocios, muchos motivados por la pérdida o la desesperación. Al llegar, terminan por darse cuenta que no están en el sitio indicado por la señales que siguieron. Donde se encuentran tiene la latitud, la longitud, el tiempo local y la moneda correctos, y no obstante no tiene la gravedad específica del destino que escogieron.

Se hallan junto al lugar al que escogieron llegar. La distancia que los separa de éste es incalculable. Puede ser únicamente la anchura de un vía pública, puede estar a un mundo de distancia. El sitio ha perdido lo que lo convertía en un destino. Ha perdido su territorio de experiencia.

Algunas veces algunos cuantos de estos viajeros emprenden un viaje privado y hallan el lugar que anhelaban alcanzar, que a veces es más rudo de lo que imaginaban, aunque lo descubren con alivio sin límites. Muchos nunca lo logran. Aceptan los signos que siguieron y es como si no viajaran, como si se quedaran siempre donde ya estaban.

...

9
A un kilómetro de distancia de donde escribo, hay un campo donde pastan cuatro burros, dos hembras y dos burritos. Son de una especie particularmente pequeña. Cuando las madres aguzan sus orejas ribeteadas de negro, me llegan a la altura del mentón. Los burritos, de unas cuantas semanas de edad, son del tamaño de unos perros terrier grandes, con la diferencia de que sus cabezas son casi tan grandes como sus costados.

Me brinco la barda y me siento en el campo apoyando la espalda en el tronco de un manzano. Ya tienen sus rutas propias por todo el campo y pasan por debajo de ramas tan bajas que yo tendría que ir a gatas. Me observan. Hay dos áreas en donde no hay pasto alguno, sólo tierra rojiza, y es en uno de estos anillos a donde vienen varias veces en el día a rodarse sobre su lomo. Primero las madres, luego los burritos. Éstos tienen ya una franja negra en los lomos.

Ahora se aproximan. El olor de los burros y el salvado --no el de los caballos, que es más discreto. Las madres rozan mi cabeza con sus quijadas. Son blancos sus hocicos. Alrededor de sus ojos hay moscas, mucho más agitadas que sus propias miradas interrogantes.

Cuando se quedan a la sombra, en el lindero del bosque, las moscas se marchan y pueden quedarse casi inmóviles por media hora. En la sombra del medio día, el tiempo se alenta. Cuando uno de los burritos mama (la leche de burra es la más semejante a la humana), las orejas de la madre se echan hacia atrás y apuntan a la cola.

Rodeado de los cuatro burros en la luz del día, mi atención se fija en sus patas, dieciséis de ellas. Son esbeltas, contundentes, contienen concentración, seguridad. (Las patas de los caballos parecen histéricas en comparación.). Estas son patas para cruzar montañas que ningún caballo se atrevería, patas para soportar cargas inimaginables si se consideran tan sólo las rodillas, las espinillas, las cernejas, los jarretes, las canillas, los cuartos, las pezuñas. Patas de burro.

Deambulan, con la cabeza baja, pastando, mientras sus orejas no se pierden de nada; los observo, con sus ojos cubiertos de piel. En nuestros intercambios, tal como ocurren, en la compañía de mediodía que nos ofrecemos ellos y yo, hay un sustrato de algo que sólo puedo describir como gratitud. Cuatro burros en un campo, mes de junio, año 2005.

10
Si, entre otras muchas cosas sigo siendo marxista.

John Berger

Fuente y leer más
http://www.sinpermiso.info/textos/dnde-hallar-nuestro-lugar-diez-comunicados

miércoles, 11 de enero de 2017

Una conversación con John Berger en 1995. Al borde del abismo, pero no sin esperanza


¿Será posible que esta entrevista con el escritor, poeta, cineasta, pintor y crítico de arte John Berger (1926- 2017) finalmente no se publicase en su día? Tuve la fortuna de dar con su obra hacia 1987, y de tratarle en varias ocasiones, algunos años después. Cambiamos alguna carta; compartimos alguna manifestación del 1º de mayo en Madrid; planeé un libro con textos suyos que finalmente no llegó a buen puerto. En nuestro tiempo de conciencias sonámbulas, su voz es una de las que nos seguirán ayudando a vivir. La conversación tuvo lugar el 14 de noviembre de 1995 en Barcelona, adonde el escritor había acudido para presentar su última novela por entonces (Hacia la boda, Eds. Alfaguara, Madrid 1995, 234 págs.), publicada simultáneamente en inglés y en castellano.

————————————

Jorge Riechmann.- Querría empezar con una pregunta sobre la traducción y las traducciones. Alfaguara, que se distingue favorablemente de la mayoría de las editoriales por consignar el nombre de sus traductores y traductoras en la portada, en esta ocasión lo ha olvidado en su novela Hacia la boda (To the Wedding). Supongo que la traductora es Pilar Vázquez, que ha vertido casi todos sus textos al castellano…

JOHN BERGER.- Es un error lamentable. Se trata efectivamente de Pilar Vázquez, que es una traductora excelente. De hecho, puedo juzgar sus traducciones incluso sin leer español, sólo a partir de las conversaciones que tenemos acerca de los textos, de las preguntas que me hace. Es un privilegio contar con una única traductora al español como Pilar, que va traduciendo todo lo que escribo. Es una de mis primeras lectoras y de alguna forma conoce lo que hago incluso mejor que yo. Ve detrás de las palabras, que es lo que realmente importa.

A menudo se minusvalora la labor de los traductores. ¿Ha tenido usted experiencias interesantes al ser traducido a otras lenguas? ¿Siente que en algún país se le lee mejor que en otros?

En primer lugar: yo mismo he trabajado como traductor, y por eso siento una fuerte solidaridad con los traductores. En los años cincuenta fui el primer traductor al inglés del Cahier d’un retour au pays natal de Aimé Césaire; una obra difícil de traducir pero extraordinaria. Del francés traduje también dos novelas de Nella Bielsky, con quien escribí una obra de teatro acerca de Goya titulada El último retrato de Goya (Goya’s Last Portrait). En colaboración, he traducido poemas de Brecht.

Dejé Gran Bretaña definitivamente hace treinta años. No me siento un escritor británico: si tuviera que definirme, diría que soy un escritor europeo. Me da la impresión que los dos países donde se lee mi trabajo con mayor atención son España y Alemania. Pero creo que eso no me atañe sólo a mí: quizá los dos países europeos que en la actualidad están más abiertos a pensamientos y literaturas extranjeras sean Alemania y España. Por ejemplo Francia, donde vivo, en este momento se halla muy cerrada sobre sí misma.

Tanto Alemania como España vivieron años de fascismo; por eso, quizá, cuando se liberaron han sido más abiertas. Si uno se pregunta qué es Gran Bretaña, a pesar de la actual crisis de identidad nacional, la imagen de Gran Bretaña sigue siendo de algún modo la que se forjó en el siglo XIX. Si se pregunta a un francés por su imagen de Francia, aunque parezca una locura, se trata de la imagen que proviene de la Revolución Francesa de 1789. Aún más curioso: si preguntamos a un ruso qué es Rusia, seguro que toparemos con una imagen del siglo XIX, anterior a la Revolución de Octubre. Pero en el caso de España y Alemania, su historia reciente hace que hayan tenido que examinarse a sí mismas a la luz del siglo XX, preguntándose qué es España, qué es Alemania, en qué consiste ser español o ser alemán, a partir de experiencias del siglo XX. Quizá por ello sean países más abiertos a lo que sucede fuera de sus fronteras.

Mi experiencia más positiva de traducción tuvo lugar cuando escribí un libro titulado El séptimo hombre (The Seventh Man), junto con el fotógrafo John Mohr, con quien he colaborado en muchas otras ocasiones. Trata de los trabajadores inmigrantes en Europa. El séptimo hombre es un libro singular: contiene debate político, poemas, fotografías, historias, todo ello acerca de las experiencias que hicieron a finales de los años sesenta y comienzos de los setenta trabajadores españoles, portugueses, turcos, griegos, magrebíes, que trabajaban en Suiza, Suecia, Alemania o Francia. Este libro se tradujo muy deprisa al griego, al turco, al árabe y al español. Fue una experiencia muy grata, porque el libro –en ediciones baratas– llegó efectivamente a las manos de sus protagonistas. Algunos años más tarde visité a un amigo turco en Estambul y juntos fuimos a ver a un sindicalista amigo suyo que vivía en un poblado de chabolas. Nos recibió con la extraordinaria hospitalidad que se practica en las chabolas, y entre sus pocos libros estaba éste. Cuando una cosa así le sucede a un escritor, uno piensa que vale la pena seguir escribiendo.

Ha hablado de la cerrazón cultural en Francia, el país donde vive. ¿Tiene usted relación con la sociedad literaria francesa?

No tengo relación con la vida literaria parisina. Escribo de vez en cuando para Le Monde Diplomatique, que en mi opinión es la revista francesa más interesante. Su director, por lo demás, es español: Ignacio Ramonet.

Si a alguien que todavía no ha leído su última novela, Hacia la boda, se le dice que el narrador es griego y es ciego, seguramente pensará en Homero, el origen convencional de la literatura Occidental. Sin embargo, no hay en su narrativa movimientos regresivos, ni nostalgia de ningún imposible origen. La mirada no se dirige al pasado por nostalgia. La memoria del origen es condición necesaria para que pueda existir futuro, pero el origen no es un valor en sí mismo, ¿no cree?

La nostalgia no es un sentimiento que me interese en absoluto. Cuando comencé a escribir la trilogía acerca de los campesinos, De sus trabajos (Into Their Labours), mucha gente –incluyendo gente de izquierda– me reprochó nostalgia, escapismo, como si intentase buscar refugio en el pasado y en la vida rural, en una especie de paraíso bucólico. Pero no era verdad.

Por otro lado, si hablamos de Homero o de los trágicos griegos, creo que está sucediendo un fenómeno interesante en casi toda Europa. Hace veinticinco años estas obras apenas se representaban ni atraían a mucho público. La cosa ha cambiado profundamente en los últimos diez o quince años: no sé si también en España, pero desde luego en Gran Bretaña, Francia o Alemania ha cambiado. Esto es muy interesante, no con la perspectiva de reencontrar un valor con el que vivir hoy. No insinúo en absoluto que la gente esté hoy viviendo tragedias griegas; pero se ve que éstas, de alguna forma, son relevantes para su vida.

En la misma semana en que Hacia la boda llegaba a las librerías españolas aparecía una reseña en el diario El País. Alfaguara es una editorial importante, El País es el “diario de referencia” en España –así lo afirman con orgullo los periodistas que trabajan en él– y tanto el periódico como la editorial pertenecen al mismo grupo empresarial, muy poderoso en el sector de las comunicaciones. La reseña es inteligente y comprensiva, aunque algo llama la atención: se presenta la novela como “una historia de amor en los tiempos del SIDA”, pero ni se menciona la reflexión sobre el comunismo y sobre la “esperanza al borde del abismo” que es uno de los hilos centrales de la trama que forma el libro. La omisión es significativa.

En el ensayo de hace unos años “Perdido en Cape Wrath” escribía usted: “En el mundo moderno, en el que miles de personas mueren a cada hora por problemas políticos, ningún escrito de ninguna parte puede llegar a ser creíble a menos que esté dotado de conciencia política y de principios”. En otro ensayo, “El pájaro blanco”, señalaba que “No se puede dar una charla sobre estética sin hablar del principio de esperanza y de la existencia del mal”. Se diría que esto es lo que no quiere oír el reseñador de El País.

Hay dos vías para contestar. Puedo en primer lugar hablar sobre lo que significa ser escritor y publicar. En todo el mundo hay bolsas de resistencia; no grandes movimientos sociales, pero sí bolsas de resistencia. Algunos intelectuales, escritores y artistas trabajamos desde estas posiciones. Me parece que tenemos que comprender y aceptar esta situación. Desde la perspectiva de estas bolsas de resistencia, creo que debemos intentar pasar de contrabando en los medios masivos lo que tenemos que decir. Publico artículos en El País y me alegro de poder hacerlo. Sin identificarme con el periódico, me parece bien que publiquen lo que gente como yo o como Eduardo Galeano escribimos. Claro que hay límites en esto: no aceptaría publicar en un periódico fascista o de extrema derecha.

Por otro lado, es absolutamente cierto que en los medios audiovisuales masivos y en los periódicos de gran tirada prevalece eso que los rusos solían llamar “lenguas de madera” en los tiempos del estalinismo. Es decir: un blablablá átono, y el rechazo a acoger ninguna experiencia real. Uno tiene la impresión de que lo que se escribe en estos medios tiene cada vez menos relación con las vidas de la gente.

Hay un escritor y periodista a quien admiro mucho, el escritor polaco Kapuczinsky. En su último libro acerca del imperio ruso dice que existen en el mundo actual dos escalas temporales distintas. Por una parte la escala temporal de los medios masivos, donde cada día y cada hora hay noticias nuevas, cambios y decisiones, muchas veces con urgencia, sacudidas continuas: podríamos representarla con una línea ascendente dentada y llena de altibajos. Pero además hay otra escala: el tiempo de las vidas de la gente, y de sus esfuerzos por sobrevivir. En esta segunda escala no cambia casi nada, excepto que las cosas van empeorando poco a poco. La representación sería una curva que declina lentamente. Esta es una de las razones que explican el creciente escepticismo de la gente en lo que atañe al discurso político oficial: tiene cada vez menos que ver con la realidad. Esta situación crea la posiblidad de que la extrema derecha –que no emplea una lengua de madera– gane atractivo.

Hace unos pocos meses, después de que cincuenta pensadores y artistas españoles escribiesen una carta abierta al gobierno mejicano pidiendo que negociasen con los zapatistas en lugar de intentar liquidarlos, el subcomandante Marcos les contestó. Esta carta de respuesta se publicó en El País y también –sorprendentemente– en Le Monde. ¡Una página entera en Le Monde! Leerla fue una experiencia extraordinaria: un hombre, de repente, estaba hablando realmente. Hablando de política, de poesía, de lo que está en los corazones de la gente. Fue extraordinario: de golpe, en medio de este desierto de discurso petrificado, había una voz.

1968: la “primavera de Praga”. Un acontecimiento que ocupa un lugar central en nuestro siglo, y también en Hacia la boda. “Ninguno de vosotros tendréis nunca el futuro por el que lo sacrificamos todo”, dice Zdena, la arquitecta checoslovaca y madre de Ninon, en la página 31. Y dice Tomas, el taxista/ enciclopedista de Bratislava: “Para que algo esté muerto tiene que haber estado vivo antes. Y éste no fue el caso del comunismo” (p. 163). También es Tomas quien afirma: “Estamos viviendo al borde, y es difícil porque hemos perdido la costumbre. (…) Estamos al borde de un acantilado pero no desesperanzados” (p. 172 y 175).

La observación de Tomas la hace él. Es posible que yo la comparta, pero eso no importa, es él quien la enuncia. Los pasados de Zdena y de Tomas son muy opuestos: ella apoyó a Dubcek en 1968 mientras que Tomas, quizá por cansancio o cobardía y también para no perder su trabajo, continuó apoyando al régimen. No muy activamente, pero apoyándolo al fin y al cabo.

Por otro lado, me opongo totalmente a la hipocresía que determinados intelectuales occidentales practican ahora respecto a los intelectuales de Alemania Oriental que defendieron el Muro de Berlín o tuvieron que ver con la polícía secreta. Es un juicio que uno no podría hacer más que si hubiese vivido también bajo aquellas circunstancias. Hasta yo mismo, con mi limitada experiencia de Europa Oriental durante los años cincuenta y sesenta, sé más al respecto que estos intelectuales nuestros. Es tan fácil hacer frívolos juicios morales retrospectivos, juicios que no tienen nada que ver con la vida.

Tuve la suerte de estar en Praga en agosto de 1968, y escribí con frenesí sobre lo que estaba sucediendo. Volví al año siguiente invitado por la Unión de Estudiantes de Praga, en la última ocasión en que tuvieron libertad para organizar una reunión. Invitaron a algunos escritores e intelectuales occidentales. Fue una ocasión singular. Estábamos unas cien personas, la mayoría estudiantes checos, y dieciocho occidentales. Nos pidieron que habláramos y lo fuimos haciendo uno a uno. Un trotskista expuso la típica argumentación trotskista sobre la necesidad de armar al pueblo, etc. Un holandés dijo que lo que hacía falta eran acciones civiles noviolentas, que había que confiar en la fuerza de una opinión pública movilizada, y rememoró las acciones con las “bicicletas blancas” en el Amsterdam de los sesenta, bicis que no pertenecían a nadie y todos podían usar. Así fuimos hablando todos, cada uno con su receta. Esta gente había ido para apoyar a los estudiantes: pero estábamos tan lejos de todo aquello, la distancia era tan enorme. Al final un estudiante checo se levantó y dijo: “Compañeros, gracias por venir. Os deseo felices sueños. Para nosotros, el único problema ahora es cómo sobrevivir sin perder el mínimo de respeto por uno mismo que es necesario para sobrevivir.”

El mal natural en To the Wedding: el SIDA, la Peste Negra en el siglo XIV, las pestes venecianas de los siglos XVII y XVIII. Y el mal social omnipresente. En cierto momento, uno de los personajes de Hacia la boda –la anciana que llena para su marido la nevera salvada del vertedero– dice: “Apenas se puede hacer nada, y lo que se hace nunca es suficiente. Pero hay que seguir” (p. 75).

Sí, es la anciana que intenta llevar al frigorífico algo que tiente el apetito de su marido, que envejece y no quiere comer.

Yo pondría en entredicho el concepto de mal natural. No me parece que el SIDA o la Peste Negra representen el mal. Suponen terror, penalidades y sufrimiento, pero el mal no tiene que ver con la naturaleza. El mal pertenece al ámbito del hombre, que tiene libre albedrío. En la naturaleza, después de la creación, sólo hay necesidad. Lo que llamas “mal social” yo lo llamaría sencillamente mal, aunque muchas veces, por descontado, los mecanismos que lo producen son sociales.

Me parece que uno de los males de este siglo ha sido creer demasiado en las soluciones, especialmente soluciones globales. Como si un día las luchas fuesen a acabar. Quizá ahora estemos en mejor situación para entender que las luchas no tienen fin. Hay cambios, derrotas y logros, pero la lucha es continua. No hay ninguna nostalgia en lo que digo, aunque con esto nos situamos en la cercanía de los pensadores, observadores, comentaristas políticos que vivieron antes del siglo XVIII, de la Ilustración. Es con la Ilustración cuando comienza el sueño de las soluciones globales.

No estoy diciendo que no haya soluciones en absoluto: pueden hacerse muchas cosas. Mis observaciones se refieren a la manera en que uno se vincula con las luchas para resolver o mejorar las cosas, con las luchas por la justicia. Esta idea de solución, la idea de utopía en cierto sentido, se relaciona de forma bastante estrecha con creencias milenaristas sobre la posibilidad de construir un paraíso aquí en la Tierra. Desde luego que semejante paraíso no se ha alcanzado nunca, pero en las luchas por alcanzarlo se desarrollaron toda una serie de cualidades humanas muy importantes, como la solidaridad, la valentía, la conciencia de la injusticia y el deseo de justicia. Hace ya muchos años que me dije a mí mismo: supongamos que en lugar de hallarnos en un paraíso terrenal o aproximarnos a él, lo que vivimos sobre la Tierra se asemeja bastante al infierno. ¿No serían entonces aquellas cualidades humanas más importantes todavía, en lo que atañe al alma y la imaginación humana, con independencia de la cuestión del paraíso? Y pienso que efectivamente ésa es nuestra situación.

Hacia la boda y todos sus demás libros están llenos de animales y de reflexión sobre los animales.

Es verdad que los animales desempeñan un papel muy importante para mí. No sé si podré responder con mucha claridad, porque no tengo teoría ninguna al respecto. A los diez años quería ser veterinario: mucho antes de querer ser pintor, fotógrafo o escritor quería ser veterinario. Con el paso del tiempo he aprendido una cosa sobre mí mismo: cuando me deprimo –me pasa a veces–, una de las cosas que me ayuda y en ocasiones me saca de la depresión es ir a un zoológico. No para mirar a los animales más grandes, por supuesto, que viven en condiciones espantosas, sino para mirar a los animales pequeños que están menos traumatizados por las condiciones del zoo. Esto se refiere más bien a una etapa anterior, cuando vivía en la ciudad. Ahora que estoy en el campo, me basta con ir al establo para estar con las vacas o las ovejas. La contemplación de estos animales me devuelve a una vida con sentido. Sigo dibujando mucho, y lo que dibujo mejor son animales.

Hay una argumentación ecológica sobre el trato y maltrato a los animales que hasta cierto punto comparto, desde luego. Pero hay también cierta sentimentalidad de la que me siento distante. Estando –como he dicho– muy apegado emocionalmente a los animales, hubo por ejemplo un período de mi vida en que me convertí en una especie de experto en mataderos. Iba a los mataderos de las ciudades siempre que podía, en París, Londres o Estambul, para ver lo que pasaba allí. Y entablaba relación con los trabajadores del matadero.

Antes del siglo XIX, los animales y su mera existencia ofrecían una vía a través de la cual los seres humanos podían definirse a sí mismos. Eran una compañía de metáforas y paralelismos. Una vez eliminamos a los animales, el hombre se queda completamente solo. Una vez hice un programa para la televisión británica en el que todos llevábamos máscaras de animales. La idea era que todos íbamos a volver al Arca de Noé para abandonar al ser humano, que nos había abandonado a nosotros.

Si nos tomamos este asunto en serio, tendríamos que acabar hablando de la creación, la creación del universo o de la vida. Mi posición es bastante compleja. Acepto, por supuesto, la mayor parte de la teoría de la evolución de las especies. Pero también creo en una creación divina. No se trata en absoluto de ideas irreconciliables, ya que las cuestiones cruciales se refieren al tiempo, a la relación entre el tiempo –donde tiene lugar la evolución– y lo intemporal. Me parece que la creación es algo instantáneo y a la vez eterno. El dualismo de esta forma de pensar, es decir, la aceptación de un tiempo biológico e histórico en el tiene lugar la evolución y al mismo tiempo la creencia en Dios y en una creación divina, me ha acompañado toda ni vida; no se trata de ningún cambio de posición reciente. Y personalmente nunca lo encontré incompatible con el marxismo.

Una pregunta sobre el dar nombre y el cambiar los nombres de las cosas. “En lugar de llamarlo SIDA –le dice Marella a Ninon–, entre tú y yo, sólo entre tú y yo, podríamos llamarlo STELLA” en un paso crucial de la novela (p. 94).

Pensé que este era un paso importante, pero no sé muy bien por qué. Simplemente pensé que podría ocurrir, que Marella diría eso. Responderé con un ejemplo. Cuando alguien es muy desdichado y sufre, creo que una de las formas de hacer frente a esa desdicha y sobrevivir empieza por darle nombre. Esta desdicha o este dolor no son de nadie más: son los de John. De inmediato algo cambia un poco. Con el acto de nombrar arrojamos luz sobre lo anónimo, que siempre está en la frontera de lo absurdo. Y la fuente real de todo dolor y sufrimiento es el espectro de la absurdidad. Acaso el renombrar sea una finta de espadachín en el combate contra lo absurdo.

Ninon no puede matar al hombre-mejillón, el chico que le ha contagiado el SIDA; y Federico, el padre de Gino, se propone matar a Ninon para proteger a su hijo, pero tampoco puede. ¿Cuáles son las circunstancias de la venganza y cuáles las del perdón?

El perdón no es posible sin cierto arrepentimiento por parte de quien ha de ser perdonado: no tiene por qué tratarse de un arrepentimiento verbalizado, ni estoy hablando de arrodillarse para suplicar. Pero si la persona que ha causado un grave daño persiste en la misma línea de acción, entonces el perdón es humanamente imposible. No creo que pueda decirse “perdonad” sin más: hay ciertas condiciones previas para el perdón.

Me parece que la venganza tiene la pureza a la que aspira. De hecho, el acto de venganza aspira a una especie de pureza. Aspira a poner fin a un mal o algo percibido como un mal. Me refiero a un acto de venganza espontáneo, no a nada calculado ni premeditado, y creo que el matiz es importante. Este sentimiento espontáneo de venganza, por supuesto, es un tema muy frecuente en la tragedia griega.

El acto de venganza –ahora estoy hablando de matar– es el acto de exclusión final: supone excluir a una persona de la vida. La condición previa para tal acto de venganza estriba en decir: “Esta persona es diferente. Ya no pertenece a la comunidad humana”. Si a esa persona la representa solamente el acto por el que se quiere cobrar venganza, entonces la exclusión probablemente estaría justificada. Pero de hecho, sólo en muy contadas ocasiones puede un acto único representar a una persona en su totalidad. Si esa persona muestra la persistencia en el mal de que antes hablábamos, y que hace imposible el perdón, ello confirma que esa persona puede ser representada por su acto único y la venganza estaría justificada. Pero lo que sucede a menudo es que, al enfrentarte a esa persona, ves también todo el resto (que es lo que ocurre en los dos casos de la novela que mencionabas antes) y entonces quizá el perdón es posible.

Escribir la trilogía sobre los campesinos Into Their Labours le llevó unos quince años; parece que To the Wedding –cuya acción transcurre en 1994– fue escrita más deprisa. ¿Ha sucedido algo importante, ha aparecido alguna urgencia?

En general todos los libros me llevan mucho tiempo. La trilogía Into Their Labours me llevó quince años, pero son tres libros; en escribir G., que es uno solo, tardé ocho. No tardo tanto porque sea perezoso sino porque reescribo muchas veces. Reescribo cada página entre seis y nueve veces.

Es verdad que To the Wedding es el libro que más deprisa he escrito, con diferencia. Me llevó aproximadamente dos años, aunque también hubo mucha reescritura. Quizá sea porque se trata de un libro de voces. No tuve que calcular estas voces, ellas se presentaban. Parte del libro la escribí casi en trance.

Para usted “el arte es un mediador entre lo que nos es dado y lo que deseamos” (“Magritte y lo imposible”, en Mirar). Por otro lado: “Allá arriba en el cielo no hay necesidad de estética. Aquí, en la tierra, la gente busca la belleza porque les recuerda vagamente el bien. Esa es la única razón de la estética. Nos recuerda algo que ha desaparecido” (Hacia la boda, p. 144). ¿Qué podemos desear en los años finales del siglo XX? ¿Qué hay de la metamorfosis y del anhelo de metamorfosis?

Es una pregunta que resulta imposible responder en general. Se puede responder desde una situación concreta: si estuviéramos en el sur de Méjico, el deseo sería que el gobierno escuche las peticiones de los zapatistas y negocie con ellos. Es un deseo muy sencillo, pero importantísimo.

Acaso se pueda aventurar una respuesta más general sin empantanarnos en la trampa de las soluciones globales que antes señalaba. La práctica de la política en nuestro continente, por ejemplo, no puede reencontrar una conexión con la vida hasta que se haga frente públicamente al siguiente hecho: cada día personas que nunca han sido elegidas ni se presentarán nunca a elecciones, y que tienen más poder que ningún estado en el mundo, toman decisiones que afectan al presente y al futuro del mundo. Cobrar conciencia de esta situación es previo a cualquier posibilidad de cambio fundamental.

La necesidad humana elemental de entender la conexión entre causa y efecto, para poder tomar decisiones a partir de ello, se ve oscurecida y mistificada de una forma increíble. Un deseo general podría ser que cesase esa mistificación. Ello no supondría ningún cambio radical en sí mismo, pero por lo menos existiría la posibilidad de tomar decisiones.

De su práctica como escritor se deduce, en mi opinión, una ética por fortuna más mostrada que enunciada. Si yo tuviera que formularla lo haría así: fidelidad a la propia experiencia; negativa a aceptar la mutilación de la realidad, la amputación de dimensiones importantes de la realidad; arraigo en el momento histórico que a uno le toca vivir. ¿Se reconocería usted en estos principios?

Creo que sólo puedo responder de forma personal. Los últimos veinte años he vivido entre los campesinos de la montaña. No fui a la universidad, pero he aprendido de estos campesinos más de lo que la gente aprende en ninguna universidad. Tengo con ellos una deuda enorme, contraída sólo por haber vivido con ellos, haberles escuchado y haber entendido algunas de sus actitudes. Los campesinos de montaña son muy especiales, diferentes a otros tipos de campesinos. Son tolerantes respecto a las debilidades humanas, sobre todo las que derivan de las pasiones humanas. Saben –como los antiguos griegos– que la pasión es más fuerte que ningún ser humano. Pero hay algo que no toleran. La condena moral más fuerte es cuando llaman a alguien fainéant, haragán. Esto es imperdonable. También para mí es ésta la debilidad humana que me resulta más difícil perdonar. Seguramente resulta bastante injusto, pero es cierto.

Las mentiras a menudo son una forma de la cobardía. Las mentiras me enfurecen, tanto las mentiras personales como las públicas. No es que piense que todo el mundo tiene siempre que estar diciendo siempre toda la verdad, desde luego; el tacto es algo muy importante, y el sentido de la oportunidad. Pero intentar no mentir es muy importante para mí.

No estamos viviendo el mismo momento histórico en todo el mundo. La geografía se ha convertido en historia: viajas a otro continente, o unos cuantos cientos de kilómetros, y de hecho te encuentras en un tiempo histórico diferente. Dominado por el mismo sistema político- económico, pero sin embargo diferente. De hecho, cuando se trata de historia, no necesitamos decir: pensemos ahora en el siglo XVIII, o en el XIX, o en la Edad Media. Basta con decir: pensemos en Bolivia, o en Perú.

Abro aquí un pequeño paréntesis. Hace pocas semanas fui a Roma a mirar la Capilla Sixtina, que no había contemplado después de su limpieza y restauración (pese a las opiniones en contra que se han expresado, yo creo que el trabajo de limpieza es excelente). Escribí entonces un artículo sobre los frescos de la Capilla y también sobre el Juicio Final de nuestro mundo. Y de repente me asaltó una intuición. Vi que algunas fotografías de Sebastiao Salgado son comparables al Juicio Final que pintó Miguel Ángel. Puse las imágenes unas al lado de otras: la semejanza es absolutamente extraordinaria, las correspondencias sobrecogen. Ya ves: aquí tenemos una visión del infierno que históricamente pertenece a los tiempos de la Contrarreforma, cuando Miguel Ángel pintó los frescos. Y sin embargo todo lo que tienes que hacer es ir a Perú o a Bolivia… Es un ejemplo de lo que estaba diciendo antes.

En muchas situaciones, mi daimon protector me induce a pensar en otro lugar, en lo que está sucediendo en alguna otra parte. Pienso: lo que ahora esta ocurriendo allí es tan diferente de lo que ocurre aquí. Muy a menudo, mi imaginación está de viaje por esos otros lugares. Acaso esta sea la forma en que el contexto histórico está presente en mi trabajo; es más bien esto que el buscar referencias históricas.

Hace algunas semanas Salman Rushdie viajó a España, donde –entre otras actividades– visitó Granada en compañía del novelista Antonio Muñoz Molina; éste, además, lo entrevistó para El País. En cierto momento de la entrevista Rushdie se refirió a usted. Decía que John Berger había criticado, en un artículo publicado en The Guardian, la protección que le ofrecían los gobiernos europeos, y en cierto modo asimilaba su actitud a la de los integristas islámicos. ¿Podría esclarecer su posición en este asunto y quizá, más en general, respecto a los integrismos?

Es mentira que yo haya criticado que se le ofrezca protección. Nunca escribí nada semejante. Lo que es cierto –y quizá le haya llevado a lanzar esas injustas acusaciones– es que después de la publicación de su libro Los versículos satánicos, cuando se había dictado la fatwa contra él y algunas otras personas ya habían perdido la vida (traductores y editores del libro en diversos países) y otras la estaban arriesgando a causa de este libro, escribí un artículo donde decía que lo que estaba en juego eran dos ideas diferentes de lo sagrado. Nosotros, en Occidente, hemos santificado el derecho a la libre expresión. Deberíamos ser capaces de entender que para millones de personas el Corán es sagrado: más sagrado que la Biblia, de hecho, porque el Islam cree que en él se contienen las palabras textuales de Dios. Se confrontan, así, dos nociones de lo sagrado; y deberíamos poder reconocer el sentimiento legítimo de ofensa que el libro de Rushdie originó. Por supuesto que condené y condeno su condena a muerte.

Mi artículo resultó disonante en aquel contexto y él lo consideró algo extremadamente hostil: como si yo apoyase a los integristas islámicos, lo cual no es cierto. Se da la circunstancia, sin embargo, de que ahora que ha desaparecido el espectro del comunismo, se construye un espectro del Islam para que vaya ocupando su lugar. Creo que hay que cuestionar esta operación y oponer resistencia. El atractivo del Islam en Argelia o en los suburbios de París puede explicarse en términos estrictamente marxistas, si se quiere: ofrece a poblaciones desheredadas y oprimidas un mínimo de protección social y de sentimiento de identidad. Esto es lo que Rushdie parece ignorar totalmente.

Yo no condeno a Rushdie en absoluto. Lo que pongo en entredicho es la lógica de algunos pensamientos y decisiones suyas, que le afectaban no sólo a él sino también a otras personas. Por otra parte, lo que ha sufrido y está sufriendo es espantoso; su valor –incluso su empecinamiento– merecen respeto.

Usted vive desde hace muchos años en Quincy, un pueblecito de la Alta Saboya francesa. Pero seguramente sabe que existe otro Quincy en EE.UU., a orillas del río Mississipi, unos 150 km. al norte de Saint Louis. No sé si existe algún vínculo histórico…

No creo. Hay varios Quincys en Francia, incluso un vino llamado Quincy que proviene de una zona al sur de París.

Para usted hace mucho que son temas centrales la emigración y el desarraigo.

En nuestro siglo, muchos más millones de personas se han visto obligadas a abandonar su lugar natal y emigrar –por razones económicas y políticas– que en ninguna época anterior. Este es sin duda uno de los fenómenos más importantes del siglo, y ha influido en mi trabajo. Un abuelo mío –el padre de mi padre– fue un emigrante de Trieste: es decir, yo mismo provengo de una familia de emigrantes. Cuando tenía dieciséis años dejé de estudiar y marché a Londres. En muy poco tiempo, mi círculo de amigos –en aquella época eran sobre todo pintores y escultores– se componía casi exclusivamente de emigrantes. Eran polacos, alemanes o húngaros que habían huido del fascismo. Con ellos me sentía como en casa, y por una u otra razón ellos también se encontraban a gusto conmigo, aunque yo era mucho más joven. El primer libro que escribí, una novela titulada A Painter of Our Time, se basaba de hecho en uno de aquellos pintores: no de forma literal, evidentemente, pero sí se inspiraba en él como tipo humano. Así que mis experiencias con emigrantes comenzaron muy pronto.

Me sentía más en casa entre ellos que entre los ingleses. Quizá sea porque los ingleses –de todas las clases sociales, como muestra muy hermosamente la película de Ken Loach Tierra y libertad— viven dentro de un cierto estoicismo. Hay un estoicismo enorme y muy impresionante. No es un rasgo que censure, pero implica que la gente no habla acerca del dolor. Lo sufren, lo soportan, pero no hablan de ello. Mis amigos refugiados y emigrantes de Europa Central y los países eslavos, bastantes de ellos judíos, hablaban mucho acerca del dolor. Lloraban en situaciones en las que ningún inglés lo haría. Yo me sentía más cercano a aquellas expresiones de dolor que al estoicismo inglés. No hay ningún juicio moral en ello, sencillamente era así.

Por último, hace poco tiempo me he dado cuenta de lo siguiente. Cuando escribo me pasa algo bastante extraño: trato de abandonar mi propia ficción. Dejo el lugar donde estoy, me abandono a mí mismo, e intento acercarme todo lo que puedo a otras experiencias o las experiencias de otras personas. Para mí, cada libro ha dado en ser una especie de emigración, una emigración de mi imaginación. Y como en las emigraciones de verdad, sin billete de vuelta. Al final acaba uno volviendo cerca del punto de partida: pero es otro lugar y uno no es la misma persona. Nunca seré la misma persona que se puso a escribir Hacia la boda.

¿Alguna cosa más que quiera añadir para el lector o la lectora españoles, antes de acabar la conversación?

Hay algo de España que me gustaría alabar –pero con toda sinceridad, no por cortesía. Aunque conozco mejor otros países europeos…

¿Cuándo vino a España por primera vez? Por ejemplo, cuando escribía el libro sobre Picasso (Exito y fracaso de Picasso), ¿ya conocía España?

No, no vine a España hasta después de la muerte de Franco, como mucha otra gente de izquierdas. Considerado retrospectivamente, pienso que quizá se trataba de una posición equivocada, pero así fue.

Como decía, aunque conozco mejor otros países europeos, cuando pienso en España hay una cosa que me gusta extraordinariamente. Es un poco difícil de expresar. La mayoría de la gente tiene aquí una manera especial de estar plantada sobre el suelo. No se trata de una actitud, sino la forma de estar de pie viendo alguna cosa: a veces algo bueno –no muy a menudo–, más frecuentemente algo que no es ni bueno ni malo, o algo decididamente malo. Hay una forma española de estar erguido así, bastante diferente de la italiana, la rusa, la francesa o la alemana, y es algo que valoro.

domingo, 8 de enero de 2017

John Berger, 5-11-1926, RU, 2-01-2017, Francia..

Su compasión era infinita y legendaria. Con ella como guía, John Berger, se impuso la tarea más difícil, y la que más falta nos hace ahora mismo: vivir con los ojos abiertos sin dejarse derrotar por el nihilismo. Ser testigo del mundo sin caer en el odio ni la desesperación. Nuestra tarea y tributo es seguirlo como un faro en la densa oscuridad que nos ciega, para que nos salve del desprecio, la angustia y la desidia.

http://www.eldiario.es/cultura/libros/Cosas-puedes-John-Berger-ahora_0_597390803.html