¿Será posible que esta entrevista con el escritor, poeta, cineasta, pintor y crítico de arte John Berger (1926- 2017) finalmente no se publicase en su día? Tuve la fortuna de dar con su obra hacia 1987, y de tratarle en varias ocasiones, algunos años después. Cambiamos alguna carta; compartimos alguna manifestación del 1º de mayo en Madrid; planeé un libro con textos suyos que finalmente no llegó a buen puerto. En nuestro tiempo de conciencias sonámbulas, su voz es una de las que nos seguirán ayudando a vivir. La conversación tuvo lugar el 14 de noviembre de 1995 en Barcelona, adonde el escritor había acudido para presentar su última novela por entonces (Hacia la boda, Eds. Alfaguara, Madrid 1995, 234 págs.), publicada simultáneamente en inglés y en castellano.
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Jorge Riechmann.- Querría empezar con una pregunta sobre la traducción y las traducciones. Alfaguara, que se distingue favorablemente de la mayoría de las editoriales por consignar el nombre de sus traductores y traductoras en la portada, en esta ocasión lo ha olvidado en su novela Hacia la boda (To the Wedding). Supongo que la traductora es Pilar Vázquez, que ha vertido casi todos sus textos al castellano…
JOHN BERGER.- Es un error lamentable. Se trata efectivamente de Pilar Vázquez, que es una traductora excelente. De hecho, puedo juzgar sus traducciones incluso sin leer español, sólo a partir de las conversaciones que tenemos acerca de los textos, de las preguntas que me hace. Es un privilegio contar con una única traductora al español como Pilar, que va traduciendo todo lo que escribo. Es una de mis primeras lectoras y de alguna forma conoce lo que hago incluso mejor que yo. Ve detrás de las palabras, que es lo que realmente importa.
A menudo se minusvalora la labor de los traductores. ¿Ha tenido usted experiencias interesantes al ser traducido a otras lenguas? ¿Siente que en algún país se le lee mejor que en otros?
En primer lugar: yo mismo he trabajado como traductor, y por eso siento una fuerte solidaridad con los traductores. En los años cincuenta fui el primer traductor al inglés del Cahier d’un retour au pays natal de Aimé Césaire; una obra difícil de traducir pero extraordinaria. Del francés traduje también dos novelas de Nella Bielsky, con quien escribí una obra de teatro acerca de Goya titulada El último retrato de Goya (Goya’s Last Portrait). En colaboración, he traducido poemas de Brecht.
Dejé Gran Bretaña definitivamente hace treinta años. No me siento un escritor británico: si tuviera que definirme, diría que soy un escritor europeo. Me da la impresión que los dos países donde se lee mi trabajo con mayor atención son España y Alemania. Pero creo que eso no me atañe sólo a mí: quizá los dos países europeos que en la actualidad están más abiertos a pensamientos y literaturas extranjeras sean Alemania y España. Por ejemplo Francia, donde vivo, en este momento se halla muy cerrada sobre sí misma.
Tanto Alemania como España vivieron años de fascismo; por eso, quizá, cuando se liberaron han sido más abiertas. Si uno se pregunta qué es Gran Bretaña, a pesar de la actual crisis de identidad nacional, la imagen de Gran Bretaña sigue siendo de algún modo la que se forjó en el siglo XIX. Si se pregunta a un francés por su imagen de Francia, aunque parezca una locura, se trata de la imagen que proviene de la Revolución Francesa de 1789. Aún más curioso: si preguntamos a un ruso qué es Rusia, seguro que toparemos con una imagen del siglo XIX, anterior a la Revolución de Octubre. Pero en el caso de España y Alemania, su historia reciente hace que hayan tenido que examinarse a sí mismas a la luz del siglo XX, preguntándose qué es España, qué es Alemania, en qué consiste ser español o ser alemán, a partir de experiencias del siglo XX. Quizá por ello sean países más abiertos a lo que sucede fuera de sus fronteras.
Mi experiencia más positiva de traducción tuvo lugar cuando escribí un libro titulado El séptimo hombre (The Seventh Man), junto con el fotógrafo John Mohr, con quien he colaborado en muchas otras ocasiones. Trata de los trabajadores inmigrantes en Europa. El séptimo hombre es un libro singular: contiene debate político, poemas, fotografías, historias, todo ello acerca de las experiencias que hicieron a finales de los años sesenta y comienzos de los setenta trabajadores españoles, portugueses, turcos, griegos, magrebíes, que trabajaban en Suiza, Suecia, Alemania o Francia. Este libro se tradujo muy deprisa al griego, al turco, al árabe y al español. Fue una experiencia muy grata, porque el libro –en ediciones baratas– llegó efectivamente a las manos de sus protagonistas. Algunos años más tarde visité a un amigo turco en Estambul y juntos fuimos a ver a un sindicalista amigo suyo que vivía en un poblado de chabolas. Nos recibió con la extraordinaria hospitalidad que se practica en las chabolas, y entre sus pocos libros estaba éste. Cuando una cosa así le sucede a un escritor, uno piensa que vale la pena seguir escribiendo.
Ha hablado de la cerrazón cultural en Francia, el país donde vive. ¿Tiene usted relación con la sociedad literaria francesa?
No tengo relación con la vida literaria parisina. Escribo de vez en cuando para Le Monde Diplomatique, que en mi opinión es la revista francesa más interesante. Su director, por lo demás, es español: Ignacio Ramonet.
Si a alguien que todavía no ha leído su última novela, Hacia la boda, se le dice que el narrador es griego y es ciego, seguramente pensará en Homero, el origen convencional de la literatura Occidental. Sin embargo, no hay en su narrativa movimientos regresivos, ni nostalgia de ningún imposible origen. La mirada no se dirige al pasado por nostalgia. La memoria del origen es condición necesaria para que pueda existir futuro, pero el origen no es un valor en sí mismo, ¿no cree?
La nostalgia no es un sentimiento que me interese en absoluto. Cuando comencé a escribir la trilogía acerca de los campesinos, De sus trabajos (Into Their Labours), mucha gente –incluyendo gente de izquierda– me reprochó nostalgia, escapismo, como si intentase buscar refugio en el pasado y en la vida rural, en una especie de paraíso bucólico. Pero no era verdad.
Por otro lado, si hablamos de Homero o de los trágicos griegos, creo que está sucediendo un fenómeno interesante en casi toda Europa. Hace veinticinco años estas obras apenas se representaban ni atraían a mucho público. La cosa ha cambiado profundamente en los últimos diez o quince años: no sé si también en España, pero desde luego en Gran Bretaña, Francia o Alemania ha cambiado. Esto es muy interesante, no con la perspectiva de reencontrar un valor con el que vivir hoy. No insinúo en absoluto que la gente esté hoy viviendo tragedias griegas; pero se ve que éstas, de alguna forma, son relevantes para su vida.
En la misma semana en que Hacia la boda llegaba a las librerías españolas aparecía una reseña en el diario El País. Alfaguara es una editorial importante, El País es el “diario de referencia” en España –así lo afirman con orgullo los periodistas que trabajan en él– y tanto el periódico como la editorial pertenecen al mismo grupo empresarial, muy poderoso en el sector de las comunicaciones. La reseña es inteligente y comprensiva, aunque algo llama la atención: se presenta la novela como “una historia de amor en los tiempos del SIDA”, pero ni se menciona la reflexión sobre el comunismo y sobre la “esperanza al borde del abismo” que es uno de los hilos centrales de la trama que forma el libro. La omisión es significativa.
En el ensayo de hace unos años “Perdido en Cape Wrath” escribía usted: “En el mundo moderno, en el que miles de personas mueren a cada hora por problemas políticos, ningún escrito de ninguna parte puede llegar a ser creíble a menos que esté dotado de conciencia política y de principios”. En otro ensayo, “El pájaro blanco”, señalaba que “No se puede dar una charla sobre estética sin hablar del principio de esperanza y de la existencia del mal”. Se diría que esto es lo que no quiere oír el reseñador de El País.
Hay dos vías para contestar. Puedo en primer lugar hablar sobre lo que significa ser escritor y publicar. En todo el mundo hay bolsas de resistencia; no grandes movimientos sociales, pero sí bolsas de resistencia. Algunos intelectuales, escritores y artistas trabajamos desde estas posiciones. Me parece que tenemos que comprender y aceptar esta situación. Desde la perspectiva de estas bolsas de resistencia, creo que debemos intentar pasar de contrabando en los medios masivos lo que tenemos que decir. Publico artículos en El País y me alegro de poder hacerlo. Sin identificarme con el periódico, me parece bien que publiquen lo que gente como yo o como Eduardo Galeano escribimos. Claro que hay límites en esto: no aceptaría publicar en un periódico fascista o de extrema derecha.
Por otro lado, es absolutamente cierto que en los medios audiovisuales masivos y en los periódicos de gran tirada prevalece eso que los rusos solían llamar “lenguas de madera” en los tiempos del estalinismo. Es decir: un blablablá átono, y el rechazo a acoger ninguna experiencia real. Uno tiene la impresión de que lo que se escribe en estos medios tiene cada vez menos relación con las vidas de la gente.
Hay un escritor y periodista a quien admiro mucho, el escritor polaco Kapuczinsky. En su último libro acerca del imperio ruso dice que existen en el mundo actual dos escalas temporales distintas. Por una parte la escala temporal de los medios masivos, donde cada día y cada hora hay noticias nuevas, cambios y decisiones, muchas veces con urgencia, sacudidas continuas: podríamos representarla con una línea ascendente dentada y llena de altibajos. Pero además hay otra escala: el tiempo de las vidas de la gente, y de sus esfuerzos por sobrevivir. En esta segunda escala no cambia casi nada, excepto que las cosas van empeorando poco a poco. La representación sería una curva que declina lentamente. Esta es una de las razones que explican el creciente escepticismo de la gente en lo que atañe al discurso político oficial: tiene cada vez menos que ver con la realidad. Esta situación crea la posiblidad de que la extrema derecha –que no emplea una lengua de madera– gane atractivo.
Hace unos pocos meses, después de que cincuenta pensadores y artistas españoles escribiesen una carta abierta al gobierno mejicano pidiendo que negociasen con los zapatistas en lugar de intentar liquidarlos, el subcomandante Marcos les contestó. Esta carta de respuesta se publicó en El País y también –sorprendentemente– en Le Monde. ¡Una página entera en Le Monde! Leerla fue una experiencia extraordinaria: un hombre, de repente, estaba hablando realmente. Hablando de política, de poesía, de lo que está en los corazones de la gente. Fue extraordinario: de golpe, en medio de este desierto de discurso petrificado, había una voz.
1968: la “primavera de Praga”. Un acontecimiento que ocupa un lugar central en nuestro siglo, y también en Hacia la boda. “Ninguno de vosotros tendréis nunca el futuro por el que lo sacrificamos todo”, dice Zdena, la arquitecta checoslovaca y madre de Ninon, en la página 31. Y dice Tomas, el taxista/ enciclopedista de Bratislava: “Para que algo esté muerto tiene que haber estado vivo antes. Y éste no fue el caso del comunismo” (p. 163). También es Tomas quien afirma: “Estamos viviendo al borde, y es difícil porque hemos perdido la costumbre. (…) Estamos al borde de un acantilado pero no desesperanzados” (p. 172 y 175).
La observación de Tomas la hace él. Es posible que yo la comparta, pero eso no importa, es él quien la enuncia. Los pasados de Zdena y de Tomas son muy opuestos: ella apoyó a Dubcek en 1968 mientras que Tomas, quizá por cansancio o cobardía y también para no perder su trabajo, continuó apoyando al régimen. No muy activamente, pero apoyándolo al fin y al cabo.
Por otro lado, me opongo totalmente a la hipocresía que determinados intelectuales occidentales practican ahora respecto a los intelectuales de Alemania Oriental que defendieron el Muro de Berlín o tuvieron que ver con la polícía secreta. Es un juicio que uno no podría hacer más que si hubiese vivido también bajo aquellas circunstancias. Hasta yo mismo, con mi limitada experiencia de Europa Oriental durante los años cincuenta y sesenta, sé más al respecto que estos intelectuales nuestros. Es tan fácil hacer frívolos juicios morales retrospectivos, juicios que no tienen nada que ver con la vida.
Tuve la suerte de estar en Praga en agosto de 1968, y escribí con frenesí sobre lo que estaba sucediendo. Volví al año siguiente invitado por la Unión de Estudiantes de Praga, en la última ocasión en que tuvieron libertad para organizar una reunión. Invitaron a algunos escritores e intelectuales occidentales. Fue una ocasión singular. Estábamos unas cien personas, la mayoría estudiantes checos, y dieciocho occidentales. Nos pidieron que habláramos y lo fuimos haciendo uno a uno. Un trotskista expuso la típica argumentación trotskista sobre la necesidad de armar al pueblo, etc. Un holandés dijo que lo que hacía falta eran acciones civiles noviolentas, que había que confiar en la fuerza de una opinión pública movilizada, y rememoró las acciones con las “bicicletas blancas” en el Amsterdam de los sesenta, bicis que no pertenecían a nadie y todos podían usar. Así fuimos hablando todos, cada uno con su receta. Esta gente había ido para apoyar a los estudiantes: pero estábamos tan lejos de todo aquello, la distancia era tan enorme. Al final un estudiante checo se levantó y dijo: “Compañeros, gracias por venir. Os deseo felices sueños. Para nosotros, el único problema ahora es cómo sobrevivir sin perder el mínimo de respeto por uno mismo que es necesario para sobrevivir.”
El mal natural en To the Wedding: el SIDA, la Peste Negra en el siglo XIV, las pestes venecianas de los siglos XVII y XVIII. Y el mal social omnipresente. En cierto momento, uno de los personajes de Hacia la boda –la anciana que llena para su marido la nevera salvada del vertedero– dice: “Apenas se puede hacer nada, y lo que se hace nunca es suficiente. Pero hay que seguir” (p. 75).
Sí, es la anciana que intenta llevar al frigorífico algo que tiente el apetito de su marido, que envejece y no quiere comer.
Yo pondría en entredicho el concepto de mal natural. No me parece que el SIDA o la Peste Negra representen el mal. Suponen terror, penalidades y sufrimiento, pero el mal no tiene que ver con la naturaleza. El mal pertenece al ámbito del hombre, que tiene libre albedrío. En la naturaleza, después de la creación, sólo hay necesidad. Lo que llamas “mal social” yo lo llamaría sencillamente mal, aunque muchas veces, por descontado, los mecanismos que lo producen son sociales.
Me parece que uno de los males de este siglo ha sido creer demasiado en las soluciones, especialmente soluciones globales. Como si un día las luchas fuesen a acabar. Quizá ahora estemos en mejor situación para entender que las luchas no tienen fin. Hay cambios, derrotas y logros, pero la lucha es continua. No hay ninguna nostalgia en lo que digo, aunque con esto nos situamos en la cercanía de los pensadores, observadores, comentaristas políticos que vivieron antes del siglo XVIII, de la Ilustración. Es con la Ilustración cuando comienza el sueño de las soluciones globales.
No estoy diciendo que no haya soluciones en absoluto: pueden hacerse muchas cosas. Mis observaciones se refieren a la manera en que uno se vincula con las luchas para resolver o mejorar las cosas, con las luchas por la justicia. Esta idea de solución, la idea de utopía en cierto sentido, se relaciona de forma bastante estrecha con creencias milenaristas sobre la posibilidad de construir un paraíso aquí en la Tierra. Desde luego que semejante paraíso no se ha alcanzado nunca, pero en las luchas por alcanzarlo se desarrollaron toda una serie de cualidades humanas muy importantes, como la solidaridad, la valentía, la conciencia de la injusticia y el deseo de justicia. Hace ya muchos años que me dije a mí mismo: supongamos que en lugar de hallarnos en un paraíso terrenal o aproximarnos a él, lo que vivimos sobre la Tierra se asemeja bastante al infierno. ¿No serían entonces aquellas cualidades humanas más importantes todavía, en lo que atañe al alma y la imaginación humana, con independencia de la cuestión del paraíso? Y pienso que efectivamente ésa es nuestra situación.
Hacia la boda y todos sus demás libros están llenos de animales y de reflexión sobre los animales.
Es verdad que los animales desempeñan un papel muy importante para mí. No sé si podré responder con mucha claridad, porque no tengo teoría ninguna al respecto. A los diez años quería ser veterinario: mucho antes de querer ser pintor, fotógrafo o escritor quería ser veterinario. Con el paso del tiempo he aprendido una cosa sobre mí mismo: cuando me deprimo –me pasa a veces–, una de las cosas que me ayuda y en ocasiones me saca de la depresión es ir a un zoológico. No para mirar a los animales más grandes, por supuesto, que viven en condiciones espantosas, sino para mirar a los animales pequeños que están menos traumatizados por las condiciones del zoo. Esto se refiere más bien a una etapa anterior, cuando vivía en la ciudad. Ahora que estoy en el campo, me basta con ir al establo para estar con las vacas o las ovejas. La contemplación de estos animales me devuelve a una vida con sentido. Sigo dibujando mucho, y lo que dibujo mejor son animales.
Hay una argumentación ecológica sobre el trato y maltrato a los animales que hasta cierto punto comparto, desde luego. Pero hay también cierta sentimentalidad de la que me siento distante. Estando –como he dicho– muy apegado emocionalmente a los animales, hubo por ejemplo un período de mi vida en que me convertí en una especie de experto en mataderos. Iba a los mataderos de las ciudades siempre que podía, en París, Londres o Estambul, para ver lo que pasaba allí. Y entablaba relación con los trabajadores del matadero.
Antes del siglo XIX, los animales y su mera existencia ofrecían una vía a través de la cual los seres humanos podían definirse a sí mismos. Eran una compañía de metáforas y paralelismos. Una vez eliminamos a los animales, el hombre se queda completamente solo. Una vez hice un programa para la televisión británica en el que todos llevábamos máscaras de animales. La idea era que todos íbamos a volver al Arca de Noé para abandonar al ser humano, que nos había abandonado a nosotros.
Si nos tomamos este asunto en serio, tendríamos que acabar hablando de la creación, la creación del universo o de la vida. Mi posición es bastante compleja. Acepto, por supuesto, la mayor parte de la teoría de la evolución de las especies. Pero también creo en una creación divina. No se trata en absoluto de ideas irreconciliables, ya que las cuestiones cruciales se refieren al tiempo, a la relación entre el tiempo –donde tiene lugar la evolución– y lo intemporal. Me parece que la creación es algo instantáneo y a la vez eterno. El dualismo de esta forma de pensar, es decir, la aceptación de un tiempo biológico e histórico en el tiene lugar la evolución y al mismo tiempo la creencia en Dios y en una creación divina, me ha acompañado toda ni vida; no se trata de ningún cambio de posición reciente. Y personalmente nunca lo encontré incompatible con el marxismo.
Una pregunta sobre el dar nombre y el cambiar los nombres de las cosas. “En lugar de llamarlo SIDA –le dice Marella a Ninon–, entre tú y yo, sólo entre tú y yo, podríamos llamarlo STELLA” en un paso crucial de la novela (p. 94).
Pensé que este era un paso importante, pero no sé muy bien por qué. Simplemente pensé que podría ocurrir, que Marella diría eso. Responderé con un ejemplo. Cuando alguien es muy desdichado y sufre, creo que una de las formas de hacer frente a esa desdicha y sobrevivir empieza por darle nombre. Esta desdicha o este dolor no son de nadie más: son los de John. De inmediato algo cambia un poco. Con el acto de nombrar arrojamos luz sobre lo anónimo, que siempre está en la frontera de lo absurdo. Y la fuente real de todo dolor y sufrimiento es el espectro de la absurdidad. Acaso el renombrar sea una finta de espadachín en el combate contra lo absurdo.
Ninon no puede matar al hombre-mejillón, el chico que le ha contagiado el SIDA; y Federico, el padre de Gino, se propone matar a Ninon para proteger a su hijo, pero tampoco puede. ¿Cuáles son las circunstancias de la venganza y cuáles las del perdón?
El perdón no es posible sin cierto arrepentimiento por parte de quien ha de ser perdonado: no tiene por qué tratarse de un arrepentimiento verbalizado, ni estoy hablando de arrodillarse para suplicar. Pero si la persona que ha causado un grave daño persiste en la misma línea de acción, entonces el perdón es humanamente imposible. No creo que pueda decirse “perdonad” sin más: hay ciertas condiciones previas para el perdón.
Me parece que la venganza tiene la pureza a la que aspira. De hecho, el acto de venganza aspira a una especie de pureza. Aspira a poner fin a un mal o algo percibido como un mal. Me refiero a un acto de venganza espontáneo, no a nada calculado ni premeditado, y creo que el matiz es importante. Este sentimiento espontáneo de venganza, por supuesto, es un tema muy frecuente en la tragedia griega.
El acto de venganza –ahora estoy hablando de matar– es el acto de exclusión final: supone excluir a una persona de la vida. La condición previa para tal acto de venganza estriba en decir: “Esta persona es diferente. Ya no pertenece a la comunidad humana”. Si a esa persona la representa solamente el acto por el que se quiere cobrar venganza, entonces la exclusión probablemente estaría justificada. Pero de hecho, sólo en muy contadas ocasiones puede un acto único representar a una persona en su totalidad. Si esa persona muestra la persistencia en el mal de que antes hablábamos, y que hace imposible el perdón, ello confirma que esa persona puede ser representada por su acto único y la venganza estaría justificada. Pero lo que sucede a menudo es que, al enfrentarte a esa persona, ves también todo el resto (que es lo que ocurre en los dos casos de la novela que mencionabas antes) y entonces quizá el perdón es posible.
Escribir la trilogía sobre los campesinos Into Their Labours le llevó unos quince años; parece que To the Wedding –cuya acción transcurre en 1994– fue escrita más deprisa. ¿Ha sucedido algo importante, ha aparecido alguna urgencia?
En general todos los libros me llevan mucho tiempo. La trilogía Into Their Labours me llevó quince años, pero son tres libros; en escribir G., que es uno solo, tardé ocho. No tardo tanto porque sea perezoso sino porque reescribo muchas veces. Reescribo cada página entre seis y nueve veces.
Es verdad que To the Wedding es el libro que más deprisa he escrito, con diferencia. Me llevó aproximadamente dos años, aunque también hubo mucha reescritura. Quizá sea porque se trata de un libro de voces. No tuve que calcular estas voces, ellas se presentaban. Parte del libro la escribí casi en trance.
Para usted “el arte es un mediador entre lo que nos es dado y lo que deseamos” (“Magritte y lo imposible”, en Mirar). Por otro lado: “Allá arriba en el cielo no hay necesidad de estética. Aquí, en la tierra, la gente busca la belleza porque les recuerda vagamente el bien. Esa es la única razón de la estética. Nos recuerda algo que ha desaparecido” (Hacia la boda, p. 144). ¿Qué podemos desear en los años finales del siglo XX? ¿Qué hay de la metamorfosis y del anhelo de metamorfosis?
Es una pregunta que resulta imposible responder en general. Se puede responder desde una situación concreta: si estuviéramos en el sur de Méjico, el deseo sería que el gobierno escuche las peticiones de los zapatistas y negocie con ellos. Es un deseo muy sencillo, pero importantísimo.
Acaso se pueda aventurar una respuesta más general sin empantanarnos en la trampa de las soluciones globales que antes señalaba. La práctica de la política en nuestro continente, por ejemplo, no puede reencontrar una conexión con la vida hasta que se haga frente públicamente al siguiente hecho: cada día personas que nunca han sido elegidas ni se presentarán nunca a elecciones, y que tienen más poder que ningún estado en el mundo, toman decisiones que afectan al presente y al futuro del mundo. Cobrar conciencia de esta situación es previo a cualquier posibilidad de cambio fundamental.
La necesidad humana elemental de entender la conexión entre causa y efecto, para poder tomar decisiones a partir de ello, se ve oscurecida y mistificada de una forma increíble. Un deseo general podría ser que cesase esa mistificación. Ello no supondría ningún cambio radical en sí mismo, pero por lo menos existiría la posibilidad de tomar decisiones.
De su práctica como escritor se deduce, en mi opinión, una ética por fortuna más mostrada que enunciada. Si yo tuviera que formularla lo haría así: fidelidad a la propia experiencia; negativa a aceptar la mutilación de la realidad, la amputación de dimensiones importantes de la realidad; arraigo en el momento histórico que a uno le toca vivir. ¿Se reconocería usted en estos principios?
Creo que sólo puedo responder de forma personal. Los últimos veinte años he vivido entre los campesinos de la montaña. No fui a la universidad, pero he aprendido de estos campesinos más de lo que la gente aprende en ninguna universidad. Tengo con ellos una deuda enorme, contraída sólo por haber vivido con ellos, haberles escuchado y haber entendido algunas de sus actitudes. Los campesinos de montaña son muy especiales, diferentes a otros tipos de campesinos. Son tolerantes respecto a las debilidades humanas, sobre todo las que derivan de las pasiones humanas. Saben –como los antiguos griegos– que la pasión es más fuerte que ningún ser humano. Pero hay algo que no toleran. La condena moral más fuerte es cuando llaman a alguien fainéant, haragán. Esto es imperdonable. También para mí es ésta la debilidad humana que me resulta más difícil perdonar. Seguramente resulta bastante injusto, pero es cierto.
Las mentiras a menudo son una forma de la cobardía. Las mentiras me enfurecen, tanto las mentiras personales como las públicas. No es que piense que todo el mundo tiene siempre que estar diciendo siempre toda la verdad, desde luego; el tacto es algo muy importante, y el sentido de la oportunidad. Pero intentar no mentir es muy importante para mí.
No estamos viviendo el mismo momento histórico en todo el mundo. La geografía se ha convertido en historia: viajas a otro continente, o unos cuantos cientos de kilómetros, y de hecho te encuentras en un tiempo histórico diferente. Dominado por el mismo sistema político- económico, pero sin embargo diferente. De hecho, cuando se trata de historia, no necesitamos decir: pensemos ahora en el siglo XVIII, o en el XIX, o en la Edad Media. Basta con decir: pensemos en Bolivia, o en Perú.
Abro aquí un pequeño paréntesis. Hace pocas semanas fui a Roma a mirar la Capilla Sixtina, que no había contemplado después de su limpieza y restauración (pese a las opiniones en contra que se han expresado, yo creo que el trabajo de limpieza es excelente). Escribí entonces un artículo sobre los frescos de la Capilla y también sobre el Juicio Final de nuestro mundo. Y de repente me asaltó una intuición. Vi que algunas fotografías de Sebastiao Salgado son comparables al Juicio Final que pintó Miguel Ángel. Puse las imágenes unas al lado de otras: la semejanza es absolutamente extraordinaria, las correspondencias sobrecogen. Ya ves: aquí tenemos una visión del infierno que históricamente pertenece a los tiempos de la Contrarreforma, cuando Miguel Ángel pintó los frescos. Y sin embargo todo lo que tienes que hacer es ir a Perú o a Bolivia… Es un ejemplo de lo que estaba diciendo antes.
En muchas situaciones, mi daimon protector me induce a pensar en otro lugar, en lo que está sucediendo en alguna otra parte. Pienso: lo que ahora esta ocurriendo allí es tan diferente de lo que ocurre aquí. Muy a menudo, mi imaginación está de viaje por esos otros lugares. Acaso esta sea la forma en que el contexto histórico está presente en mi trabajo; es más bien esto que el buscar referencias históricas.
Hace algunas semanas Salman Rushdie viajó a España, donde –entre otras actividades– visitó Granada en compañía del novelista Antonio Muñoz Molina; éste, además, lo entrevistó para El País. En cierto momento de la entrevista Rushdie se refirió a usted. Decía que John Berger había criticado, en un artículo publicado en The Guardian, la protección que le ofrecían los gobiernos europeos, y en cierto modo asimilaba su actitud a la de los integristas islámicos. ¿Podría esclarecer su posición en este asunto y quizá, más en general, respecto a los integrismos?
Es mentira que yo haya criticado que se le ofrezca protección. Nunca escribí nada semejante. Lo que es cierto –y quizá le haya llevado a lanzar esas injustas acusaciones– es que después de la publicación de su libro Los versículos satánicos, cuando se había dictado la fatwa contra él y algunas otras personas ya habían perdido la vida (traductores y editores del libro en diversos países) y otras la estaban arriesgando a causa de este libro, escribí un artículo donde decía que lo que estaba en juego eran dos ideas diferentes de lo sagrado. Nosotros, en Occidente, hemos santificado el derecho a la libre expresión. Deberíamos ser capaces de entender que para millones de personas el Corán es sagrado: más sagrado que la Biblia, de hecho, porque el Islam cree que en él se contienen las palabras textuales de Dios. Se confrontan, así, dos nociones de lo sagrado; y deberíamos poder reconocer el sentimiento legítimo de ofensa que el libro de Rushdie originó. Por supuesto que condené y condeno su condena a muerte.
Mi artículo resultó disonante en aquel contexto y él lo consideró algo extremadamente hostil: como si yo apoyase a los integristas islámicos, lo cual no es cierto. Se da la circunstancia, sin embargo, de que ahora que ha desaparecido el espectro del comunismo, se construye un espectro del Islam para que vaya ocupando su lugar. Creo que hay que cuestionar esta operación y oponer resistencia. El atractivo del Islam en Argelia o en los suburbios de París puede explicarse en términos estrictamente marxistas, si se quiere: ofrece a poblaciones desheredadas y oprimidas un mínimo de protección social y de sentimiento de identidad. Esto es lo que Rushdie parece ignorar totalmente.
Yo no condeno a Rushdie en absoluto. Lo que pongo en entredicho es la lógica de algunos pensamientos y decisiones suyas, que le afectaban no sólo a él sino también a otras personas. Por otra parte, lo que ha sufrido y está sufriendo es espantoso; su valor –incluso su empecinamiento– merecen respeto.
Usted vive desde hace muchos años en Quincy, un pueblecito de la Alta Saboya francesa. Pero seguramente sabe que existe otro Quincy en EE.UU., a orillas del río Mississipi, unos 150 km. al norte de Saint Louis. No sé si existe algún vínculo histórico…
No creo. Hay varios Quincys en Francia, incluso un vino llamado Quincy que proviene de una zona al sur de París.
Para usted hace mucho que son temas centrales la emigración y el desarraigo.
En nuestro siglo, muchos más millones de personas se han visto obligadas a abandonar su lugar natal y emigrar –por razones económicas y políticas– que en ninguna época anterior. Este es sin duda uno de los fenómenos más importantes del siglo, y ha influido en mi trabajo. Un abuelo mío –el padre de mi padre– fue un emigrante de Trieste: es decir, yo mismo provengo de una familia de emigrantes. Cuando tenía dieciséis años dejé de estudiar y marché a Londres. En muy poco tiempo, mi círculo de amigos –en aquella época eran sobre todo pintores y escultores– se componía casi exclusivamente de emigrantes. Eran polacos, alemanes o húngaros que habían huido del fascismo. Con ellos me sentía como en casa, y por una u otra razón ellos también se encontraban a gusto conmigo, aunque yo era mucho más joven. El primer libro que escribí, una novela titulada A Painter of Our Time, se basaba de hecho en uno de aquellos pintores: no de forma literal, evidentemente, pero sí se inspiraba en él como tipo humano. Así que mis experiencias con emigrantes comenzaron muy pronto.
Me sentía más en casa entre ellos que entre los ingleses. Quizá sea porque los ingleses –de todas las clases sociales, como muestra muy hermosamente la película de Ken Loach Tierra y libertad— viven dentro de un cierto estoicismo. Hay un estoicismo enorme y muy impresionante. No es un rasgo que censure, pero implica que la gente no habla acerca del dolor. Lo sufren, lo soportan, pero no hablan de ello. Mis amigos refugiados y emigrantes de Europa Central y los países eslavos, bastantes de ellos judíos, hablaban mucho acerca del dolor. Lloraban en situaciones en las que ningún inglés lo haría. Yo me sentía más cercano a aquellas expresiones de dolor que al estoicismo inglés. No hay ningún juicio moral en ello, sencillamente era así.
Por último, hace poco tiempo me he dado cuenta de lo siguiente. Cuando escribo me pasa algo bastante extraño: trato de abandonar mi propia ficción. Dejo el lugar donde estoy, me abandono a mí mismo, e intento acercarme todo lo que puedo a otras experiencias o las experiencias de otras personas. Para mí, cada libro ha dado en ser una especie de emigración, una emigración de mi imaginación. Y como en las emigraciones de verdad, sin billete de vuelta. Al final acaba uno volviendo cerca del punto de partida: pero es otro lugar y uno no es la misma persona. Nunca seré la misma persona que se puso a escribir Hacia la boda.
¿Alguna cosa más que quiera añadir para el lector o la lectora españoles, antes de acabar la conversación?
Hay algo de España que me gustaría alabar –pero con toda sinceridad, no por cortesía. Aunque conozco mejor otros países europeos…
¿Cuándo vino a España por primera vez? Por ejemplo, cuando escribía el libro sobre Picasso (Exito y fracaso de Picasso), ¿ya conocía España?
No, no vine a España hasta después de la muerte de Franco, como mucha otra gente de izquierdas. Considerado retrospectivamente, pienso que quizá se trataba de una posición equivocada, pero así fue.
Como decía, aunque conozco mejor otros países europeos, cuando pienso en España hay una cosa que me gusta extraordinariamente. Es un poco difícil de expresar. La mayoría de la gente tiene aquí una manera especial de estar plantada sobre el suelo. No se trata de una actitud, sino la forma de estar de pie viendo alguna cosa: a veces algo bueno –no muy a menudo–, más frecuentemente algo que no es ni bueno ni malo, o algo decididamente malo. Hay una forma española de estar erguido así, bastante diferente de la italiana, la rusa, la francesa o la alemana, y es algo que valoro.
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