jueves, 16 de enero de 2020

John Berger

Pertenecer a una superpotencia inigualada deteriora la inteligencia militar de los estrategas. Pensar estratégicamente implica que uno se imagine en los zapatos del enemigo. Entonces es posible prever, amagar, tomar por sorpresa, desbordar por los flancos, etcétera. Malinterpretar al enemigo puede conducir, a largo plazo, a la derrota; la propia. Así se derrumban a veces los imperios.

Hoy, una cuestión crucial es: qué hace a un terrorista mundial y, en el extremo, qué es lo que crea a un mártir suicida. (Hablo aquí de los voluntarios anónimos: los líderes terroristas son otro cantar. Y distingo a los terroristas mundiales de los locales porque estos últimos —como en Irlanda, el País Vasco o Sri Lanka— son parte de una historia que dura siglos.) En este momento, lo que produce a un terrorista mundial es, de inicio, una forma de la desesperación. O para expresarlo con mayor precisión: los actos de estos voluntarios anónimos son un modo de trascender esa forma de la desesperación y, mediante la ofrenda de la propia vida, darle sentido.

Por ese motivo, el término suicida es un tanto inapropiado, porque la trascendencia le confiere al mártir un sentido de triunfo. ¿Un triunfo sobre aquellos a quienes supuestamente odia? Lo dudo. Es un triunfo sobre la pasividad y la amargura, sobre la sensación de absurdo que emana de cierta profundidad de la desesperación.

Es difícil que el Primer Mundo imagine una desesperación así. No tanto por su riqueza relativa (la abundancia produce sus propias congojas), sino porque el Primer Mundo se distrae con frecuencia y su atención se entretiene. La desesperación a la que me refiero aflige a aquellos que sufren condiciones tales que los obligan a ser inflexibles. Décadas de vivir en un campo de refugiados, por ejemplo.

¿En qué consiste tal desesperación? En que el sentido de tu vida o las vidas de la gente cercana a ti no cuentan para nada. Es algo que se palpa a muchos niveles diferentes, hasta que se hace total. Es decir, inapelable, como en el totalitarismo.­

Buscar cada mañana
y hallar las sobras
con que subsistir un día más.
Saber al despertar
que en esta maleza legal
no existen los derechos.
Experimentar por años
que nada mejora,
todo va peor.
La humillación de no ser capaz
de cambiar casi nada,
y de aferrarse al casi
que conduce a otra espera.
Creer las mil promesas
que inexorables se alejan
de tu lado, de los tuyos.
El ejemplo de aquellos
reducidos a escombro por resistir.
El peso de los tuyos asesinados,
un peso que cancela
para siempre la inocencia;
porque son tantos.

Éstos son los siete niveles de la desesperación —uno por cada día de la semana— que conducen, para algunos de los más valientes, a la revelación de que ofrecer la propia vida contra las fuerzas que han empujado al mundo a donde está es la única manera de invocar un todo, más grande que aquel de la desesperación.

Cualquier estrategia planeada por los líderes políticos para quienes es inimaginable dicha desesperación fracasará y reclutará más y más enemigos.

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