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miércoles, 8 de noviembre de 2017

_- Por la abolición de las armas nucleares



_- El Premio Nobel de la Paz, otorgado a la Campaña Internacional para la Abolición de las Armas Nucleares (ICAN), una coalición de cientos de ONG de decenas de países, pone de manifiesto la irresponsabilidad de los Estados al tratar de disuadir mediante el terror. Lejos de garantizar la paz, se extiende el riesgo de una catástrofe monstruosa, como lo ejemplifica la crisis coreana.

«El mundo es lo que es, es decir, poca cosa. Es lo que todos sabemos desde ayer». Así comienza el editorial del diario Combat (leer aquí el texto íntegro en francés), del 8 de agosto de 1945, escrito por su redactor jefe, Albert Camus. Dos días antes, el 6 de agosto, una bomba atómica lanzada desde un avión de la US Air Force había destruido la ciudad japonesa de Hiroshima y segado la vida de al menos 70.000 personas, antes de que una segunda, lanzada el 9 de agosto, en la ciudad de Nagasaki, provocase, según las cifras más optimistas, 40.000 muertes; el historiador norteamericano Howard Zinn cree que el número total de víctimas ascendió a 250.000.

En la soledad más absoluta, Camus fue uno de los pocos que no aplaudió a pesar de dirigir un diario salido de la Resistencia; quería desde luego la capitulación de Japón, aliado de la Alemania nazi, pero veía más allá del hecho inmediato y de la complacencia ciega por un progreso destructor que, en los medios de comunicación de la época, se imponía sobre cualquier otra consideración. «Nosotros lo resumiremos en una frase: la civilización mecánica acaba de alcanzar su último grado de salvajismo. Será preciso elegir, en un futuro más o menos próximo, entre el suicidio colectivo o la utilización inteligente de las conquistas científicas», escribirá.

En claro contraste, para ser conscientes de la audacia de Camus frente al espíritu de la época, baste con recordar la edición de Le Monde, de ese mismo 8 de agosto de 1945, fríamente aséptica en su primera, pero adornada con un antetítulo que resume la inconsciencia colectiva frente a las técnicas mortíferas: «Una revolución científica».

Nos separan 72 años de este editorial de Combat y, sin embargo, su conclusión parece una profecía más de actualidad que nunca: «Nosotros nos rehusamos a sacar de una noticia tan grave otra conclusión que no sea la decisión de abogar más enérgicamente aún a favor de una verdadera sociedad internacional, en la que las grandes potencias no tengan derechos superiores a los de las pequeñas y medianas naciones, en la que la guerra, azote hecho definitivo por el solo efecto de la inteligencia humana, no depende más de los apetitos o de las doctrinas de tal o cual Estado. Ante las perspectivas aterradoras que se abren a la humanidad, percibimos aún mejor que la paz es la única lucha que vale la pena entablar. No es ya un ruego, sino una orden que debe subir de los pueblos hacia los gobierno, la orden de elegir definitivamente entre el infierno y la razón».

Esta orden acaba de renovarla el Comité Nobel al distinguir, con el Premio de la Paz 2017, a la ICAN (International Campaign to Abolish Nuclear Weapons). «Vivimos en un mundo en el que el riesgo de que se empleen armas nucleares es más elevado de lo que lo ha sido en mucho tiempo», señaló la presidenta del comité noruego, Berit Reiss-Andersen. «Algunos países modernizan sus arsenales nucleares y el peligro de que más países se doten de armas nucleares es real, como ha demostrado Corea del Norte». Acto seguido, instó a las potencias nucleares a entablar «negociaciones serias» para acabar con sus arsenales.

Al destacar una campaña internacional que surge de la sociedad civil, el Nobel interpela a la ceguera colectiva de un mundo en el que la potencia establecida tiene como sinónimo la destrucción potencial. Esta ceguera también es el de cada uno de nosotros, incapaces de imaginar que lo peor pueda surgir de la modernidad científica más completa y, al mismo tiempo, la más perversa, la inteligencia humana que ha conseguido inventar el arma capaz de exterminar a nuestra propia especie mediante la destrucción de todos los seres vivos del planeta.

El mantenimiento de la bomba nuclear, su producción y su proliferación, pone de evidencia, hasta lo absurdo, el estado un mundo cuyo orden aparente no es sino un desorden persistente. Del mismo modo que son los cinco primeros compradores de armas del mundo –que alimentan con su comercio guerras que la ONU, en teoría, ha de hacer frente–, los cinco Estados miembros permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, que disponen de un derecho de veto, fueron las primeras naciones en dotarse de esta arma definitiva de destrucción masiva: Estados Unidos, Rusia (después de la URSS), Reino Unido, Francia y China.

Después se sumarían otras cuatro potencias nucleares: India, Pakistán, Israel, Corea del Norte, que se inscriben en zonas geopolíticas de conflictos de larga duración, donde su desarrollo es tan incierto como incontrolables pueden pasar a ser sus actores algún día. Y vendrán otros inevitablemente mañana en un mundo definitivamente transnacional, de conexión y de redes, como ha demostrado el papel activo de un científico pakistaní, Abdul Qadeer Khan, héroe nacional de su país donde es considerado el padre de la bomba atómica, en la proliferación internacional sobre todo hacia Corea del Norte.

Ayer consistía en un presunto argumento de equilibrio durante una guerra fría de dos ejes, americano y soviético –«La disuasión contiene la extrema violencia», resumía Raymon Aron–, las armas nucleares ahora se sueltan en un mundo multipolar, cuyos interventores tienen sus propias lógicas de supervivencia y protección, fuera del juego de las antiguas grandes potencias. Su posesión se ha convertido en el comodín de las dictaduras de naciones pobres, pequeñas o frágiles, frente a la arrogancia dominadora y predadora de las democracias de los países ricos.

Por peligrosa que sea para la paz del mundo, sobre todo frente a Estados Unidos país dirigido por el imprevisible Donald Trump, la actitud de la Corea del Norte de Kim Jong-un es racional, desde el punto de vista de su propio poder totalitario y de su propia supervivencia. Las caídas violentas de Sadam Hussein en Irak y después de Gadafi en Libia, provocadas por intervenciones militares extranjeras que han sumido a sus respectivos países en el caos, lo han convencido evidentemente, lo mismo que ellas convencerán mañana a otros tiranos opresores de sus pueblos, de que la posesión de armas nucleares es el único seguro de vida de su reino y de su persona.

De modo que la imprevisión y la irresponsabilidad están del lado de las viejas potencias que se apoyan en una estrategia de disuasión que ya no controlan en la medida en que su corolario, la no proliferación de armas nucleares, cada vez es más aleatorio. Por el contrario, el realismo y la lucidez están del lado de la ICAN, coalición formada por casi 500 ONG que actúan en más de cien países. Nacida en 2007, en diez años ha sabido llevar hasta la ONU un tratado de prohibición de las armas nucleares, aprobado en julio pasado por 122 países y sometido a ratificacióndesde el 20 de septiembre (el texto está disponible aquí y la presentación del ICAN aquí). Como las otras grandes potencias del Viejo Mundo, Francia se opone, por voz de sus gobernantes sin imaginación ni visión, definitivamente sordos a la llamada de Camus a elegir entre el infierno y la razón.

El Tratado de prohibición o la victoria de Günther Anders

Como sucede a menudo, las sociedades son más inteligentes que los Estados que fingen regentarlos. Lo mismo que con las minas antipersonas o las bombas de racimo –gracias a las campañas de opinión, hay convenciones internacionales que las prohíben desde 1997 y 2008–, la movilización ciudadana ha permitido paliar la incapacidad de las potencias a la hora de poner en marcha sus propios compromisos. El Tratado de No Proliferación Nuclear, de 1968, dice, en su artículo 6, que los Estados firmantes se comprometían «de buena fe a iniciar negociaciones sobre medidas eficaces relativas al cese de la carrera de armamentos nucleares en fecha cercana y al desarme nuclear y sobre un tratado de desarme general y completo bajo estricto y eficaz control internacional».

Ha ocurrido exactamente lo contrario. El número de potencias nucleares casi se ha duplicado, el privilegio del terror que se cernía sobre las primeras de entre ellas ha sido cuestionado cada vez más. Según un informe reciente del Senado francés, nueve Estados poseían, a principios de 2016, alrededor de 15.395 armas nucleares. La proliferación de estas armas de destrucción masiva es una realidad tangible, cinco naciones europeas, además de Francia, tienen, según la ICAN, bombas atómicas en el marco de los acuerdos de la OTAN. Y, siempre según la coalición internacional, los países que tienen armas nucleares gastan cada año al menos 105.000 millones de dólares para el mantenimiento y la modernización de sus arsenales, una suma increíble que podría ser destinada de forma útil al servicio del bien común de los respectivos pueblos, en sanidad, educación, equipamiento, etc. Y, por último, el audaz discurso de Barack Obama en 2009 en Praga instando a «un mundo sin armas nucleares» quedó en papel mojado.

Con este argumentario, tan concreto como pertinente, la ICAN consiguió imponer un tratado de prohibición de las armas nucleares, igual que existe con las armas biológicas y químicas. Dicho de otro modo, prohibir las armas de destrucción masiva cuyo uso amenaza el género humano y supone un crimen contra la humanidad. El artículo 1 de tratado dice que estará prohibido «en cualquier circunstancia desarrollar, probar, producir, fabricar, comprar, poseer o almacenar armas nucleares u otros dispositivos nucleares explosivos». Además, prohíbe también las políticas de disuasión y recuerda que es una pedagogía desastrosa del miedo: «Tal y como recoge la Carta de Naciones Unidas, los Estados deben abstenerse, en sus relaciones internacionales, de recurrir a la amenaza o al empleo de la fuerza», los firmantes del tratado deberán comprometerse a «no emplear nunca, ni amenazar con emplear, nunca, en ninguna circunstancia, armas nucleares».

Günther Anders ya no está en este mundo para ver el punto en que se encuentra el que fue su compromiso vital. Llamado en realidad Günther Stern (1902-1992), primer marido de otra gran figura de la intelectualidad del siglo pasado, Hannah Arendt, fue el primer filósofo de la era atómica y más esencialmente un pensador de la catástrofe. Conocido por el gran público, a comienzo de los 60, por su diálogo con Claude Eatherly, presentado como «el piloto de Hiroshima», es en realidad el hombre que transmitió a la tripulación del bombardeo la luz verde ("Go ahead") del presidente norteamericano y que vivió desde entonces lleno de remordimientos. Esta correspondencia, recientemente recuperada en la obra Hiroshima est partout, es una ilustración pedagógica –como lo será en 1988 su formidable Nous, fils Eichmann, interpelación del hijo arrepentido del artífice del exterminio de los judíos de Europa– de su reflexión decisiva sobre el significado de la bomba atómica, más allá mismo de su monstruosidad.

Para Anders, abruma un mundo prisionero de la técnica, de su eficacia a corta vista y de su irresponsabilidad más esencial, un mundo deshumanizado que ya no sabe imaginar, y sobre todo la posibilidad de la catástrofe, ni sentir, y especialmente el aumento de los peligros. Nuestra alienación, no dejó de repetir, es no llegar a pensar en la repetición, no conseguir entrever «que lo que se había producido una vez podía producirse una segunda vez e incluso con menos inhibición». Lo que llamaba «el síndrome Nagasaki», esta repetición a menudo eclipsada, «desenvuelta, irreflexiva, desmotivada», insistía, de la destrucción de Hiroshima. Basta con leer las reacciones oficiales francesas a la campaña de la ICAN –«El contexto internacional no permite ninguna debilidad», se deleitó el Ministerio de Asuntos Exteriores –para comprender cómo el pensamiento de Anders resuena aún como una saludable provocación.

En su obra principal, iniciada en los años 50, L’Obsolescence de l’homme, no duda en afirmar que «los señores de la bomba son nihilistas activos». Porque el que admite que el efecto de su acto pueda ser el aniquilamiento de la humanidad deberá ser considerado como culpable de nihilismo destructor a escala planetaria. «Cualquier hombre tiene los principios de la cosa que posee», enuncia Anders: por tanto, poseer la bomba atómica, es aceptar la posibilidad de la destrucción de la humanidad y de los seres vivos por parte de los hombres. En la era atómica, concluye, «existimos cual muertos vivientes. Y es verdaderamente la primera vez».

Mientras Donald Trump amenazaba, en la última asamblea general de Naciones Unidas, con «destruir totalmente» Corea del Norte, antes de evocar recientemente su enigmático «calma antes de la tempestad», seguido de un misterioso «una sola cosa funcionará». Francia socio de Estados Unidos y de Reino Unido, ha acabado con el tratado de prohibición de la bomba atómica al afirmar que «desprecia claramente las realidades del entorno de seguridad mundial». ¡Como si las armas nucleares nos fuesen de alguna ayuda frente a las inestabilidades del mundo que nutren injusticias económicas, negaciones democráticas, desordenes guerreros y cambios climáticos!

Como si, sobre todo Francia, no tuviese que meditar esta obstinación nuclear que, con la presidencia de François Mitterrand, promotor del mayor número de ensayos nucleares en el Pacífico, la cegó al nuevo mundo multipolar que venía. No es casualidad si Paul Quilès, ministro de Defensa socialista en 1985 fue testigo del desastre del caso Greenpeace, ese atentado ocurrido en Nueva Zelanda fruto de la arrogancia nuclear francesa, es hoy el político más comprometido con el desarme nuclear (ver aquí su blog). Como el piloto de Hiroshima, meditó la ceguera humana de una potencia basada en el dominio de los asesinatos masivos. Es hora de elegir entre el infierno y la razón.
Versión española : Mariola Moreno, infoLibre, socio editorial de Mediapart.
Edición Irene Casado Sánchez.
Edwy Plenel Periodista francés, antiguo militante de la LCR, director de la redacción de Le Monde de 1996 a 2004, fue despedido por divergencias en la dirección del periódico. Actualmente es director de Mediapart, el principal órgano informativo de la izquierda francesa en internet.

Fuente:
https://www.mediapart.fr/es/journal/international/171017/por-la-abolicion-de-las-armas-nucleares?onglet=full

Organizaciones por la paz y contra las armas nucleares:
http://www.icanw.org/campaign/partner-organizations/

jueves, 24 de septiembre de 2015

El niño (litle boy) más pequeño. Veinte años después de Hiroshima, tropas estadounidenses de élite se entrenaron para impedir una invasión soviética, con armas nucleares atadas a la espalda.

Mientras el capitán Tom Davis espera de pie junto a la puerta posterior del avión militar de carga, el aire nocturno barre la bodega. Davis recorre con los ojos la tierra negra 400 metros más abajo. Agarra con fuerza la lona de su paracaídas de reserva y respira hondo.

Davis y los hombres que forman su equipo-A (equipo Alfa de operaciones) de las Fuerzas Especiales están entre los soldados más preparados del ejército norteamericano. Estamos en 1972, y el capitán ha vuelto hace poco de un periodo de servicio en Vietnam, donde estuvo combatiendo en la frontera con Camboya. Su sargento de comunicaciones sirvió en el Mando y Control Norte, que era responsable de algunas de las operaciones más audaces en el corazón del territorio norvietnamita. Pero ninguno de ellos había estado antes en una misión como esta.

Su plan es saltar en paracaídas en Europa del este, avanzar sin que los descubran por unas montañas cubiertas de bosques y destruir una planta de agua pesada utilizada en la fabricación de armas nucleares.

Durante los cuatro días de preparación para la misión, militares expertos en la región les han informado sobre rutas de infiltración y las patrullas enemigas que pueden esperar. El equipo ha examinado fotografías aéreas y una elaborada simulación del objetivo, un gran edificio vagamente en forma de U. La planta está situada en una zona amplia y abierta, con guardias que la recorren sin cesar, pero, por lo menos, el equipo no necesita introducirse en el edificio. Del arnés del paracaídas que lleva el sargento de información de Davis cuelga en curiosa postura una bomba nuclear de 26 kilos. Con un arma tan poderosa, pueden limitarse a colocarla junto a un muro, activar el temporizador y dejar que la fisión cumpla su papel.

Davis tenía pensado seguir los pasos de los destacados juristas existentes en su familia --su padre era abogado, y su abuelo, juez de un tribunal federal-- hasta que la junta de reclutamiento puso un anuncio durante su primer año de Derecho. Sin esperar a que le llamaran, Davis se presentó voluntario a la escuela para formación de oficiales y en concreto a las Fuerzas Especiales, y terminó el durísimo “curso Q”, el curso de calificación, con el grado de subteniente. De ahí pasó a estudiar la lengua vietnamita y luego partió a la guerra en el sureste asiático, donde sirvió como oficial de asuntos civiles y operaciones psicológicas.

Cuando le nombraron teniente, Davis obtuvo su propio equipo-A. Su sargento sugirió que se ofrecieran voluntarios para entrenarse en lo que el ejército llamaba las Municiones Atómicas Especiales de Demolición (SADM en sus siglas en inglés), unas armas nucleares tácticas concebidas para utilizarse en el campo de batalla, en caso de una guerra con los soviéticos. “Qué demonios, ¿por qué no?”, respondió. El comandante de la compañía propuso sus nombres y el equipo fue aceptado en el entrenamiento.

A medida que el avión se acerca a la zona de salto, empiezan a oírse a toda velocidad las órdenes sobre el viento helado y ensordecedor. “¡Comprobad líneas de interferencia!” Los hombres responden para comprobar los equipos, empezando por atrás. “¡Preparados!” Se encienden las luces verdes y empiezan a dar un golpecito a cada hombre: “¡Adelante!” Los soldados, cada uno cargado con unos 30 kilogramos de material además de los 14 kilogramos de cuerda del paracaídas, más que saltar se tambalean y se dejan caer por la puerta trasera para saltar a tierra a alrededor de 6 metros por segundo.

Sus siluetas van saliendo del avión a intervalos de medio segundo, con los paracaídas deshinchados flotando detrás como colas de cometas hasta que se llenan de aire y se expanden, y el equipo vuela hacia abajo a la velocidad suficiente para evitar que les vean (o les disparen), pero con la lentitud necesaria para no matarse al chocar con el suelo. Después de aterrizar y soltar y esconder los paracaídas, se aproximan a un punto de reunión fijado previamente, oculto entre árboles y sombras, y allí abren el contenedor especial para comprobar si el contenido ha sufrido algún daño o está intacto y no se ha filtrado nada de radiación. Meten la bomba en una mochila, entierran el contenedor y se disponen a atravesar las montañas, avanzando solo de noche para no ser vistos.

Tardan aproximadamente dos días en llegar a su objetivo. En día D, colocan el dispositivo en la planta de agua pesada y salen corriendo.

La “misión” del capitán Davis, por supuesto, era un ejercicio. En realidad, sus hombres y él no se lanzaron sobre Europa del este, sino cerca del Bosque Nacional de White Mountain, en New Hampshire. La planta de agua pesada era en realidad una fábrica de papel abandonada en el pueblo vecino de Lincoln, y la bomba era una imitación para entrenamiento.

La misión no era real, pero el trabajo sí.

Durante 25 años, en la segunda mitad de la guerra fría, Estados Unidos desplegó unos dispositivos nucleares portátiles con capacidad de destrucción, la Munición Atómica Especial de Demolición B-54 (SADM).

Soldados de varias unidades de élite de las Fuerzas Especiales y el cuerpo de Ingenieros del Ejército, además de SEAL de la Armada y marines escogidos, se entrenaron para manipular las bombas, denominadas “bombas de mochila”, en frentes de batalla de Europa del este, Corea e Irán, como parte de los esfuerzos de las fuerzas armadas estadounidenses para asegurar la contención y, en caso necesario, la derrota de las tropas comunistas.

Durante el largo pulso con la Unión Soviética, Occidente tuvo que lidiar con el hecho de que, en personal y en armamento convencional, las fuerzas del Pacto de Varsovia superaban con mucho a sus homólogos de la OTAN. Para Estados Unidos, las armas nucleares fueron el gran factor capaz de igualar la situación. En los años cincuenta, el presidente Dwight Eisenhower fue un poco más allá y presentó la política del New Look, la nueva perspectiva consistente en tratar de disuadir a la Unión Soviética de posibles agresiones sin incurrir en grandes costes, mediante la amenaza de responder a cualquier ataque con una ofensiva nuclear de proporciones apocalípticas: la doctrina denominada de “la represalia masiva”. Ike pensaba que así podría mantener a raya tanto el comunismo en el extranjero como el complejo militar industrial en su propio país.

Sin embargo, esa estrategia tenía un fallo importante. Aunque la represalia masiva era barata, no permitía a Estados Unidos tener ninguna flexibilidad en su respuesta a una agresión del enemigo. Si las fuerzas comunistas lanzaban un ataque limitado y no nuclear, el presidente tendría que escoger entre la derrota frente a una fuerza convencional superior o un enfrentamiento nuclear estratégico totalmente desproporcionado (y tal vez incluso suicida) que mataría a cientos de millones de personas.

Para tener más opciones entre los extremos de caer ante los “rojos” y acabar “muertos”, Estados Unidos adoptó el concepto de guerra nuclear limitada, y empezó a proponer armas atómicas tácticas diseñadas para su utilización en combate. Si las fuerzas del Pacto de Varsovia saltaban alguna vez de Alemania del este y Checoslovaquia hacia Europa occidental, Estados Unidos podría recurrir a armas nucleares con el fin de, por lo menos, retrasar el avance comunista lo bastante como para dar tiempo a llegar a los refuerzos. Estas armas “pequeñas”, muchas de ellas más poderosas que la bomba arrojada sobre Hiroshima, habrían aniquilado cualquier campo de batalla e irradiado gran parte del área circundante. Pero ofrecían una alternativa.

La estrategia de la guerra fría estaba llena de oximorones como el concepto de “guerra nuclear limitada”, pero el dispositivo nuclear de mochila fue quizá el ejemplo más cómico y siniestro de una era obligada a afrontar la perspectiva muy real del Apocalipsis. La SADM fue un caso de realidad que imitaba a la sátira. Al fin y al cabo, igual que Slim Pickens en el simbólico final de Dr. Strangelove, volamos hacia Moscú, los soldados estadounidenses debían atarse a la espalda unas bombas atómicas y lanzarse desde unos aviones para dar paso a la Tercera Guerra Mundial.

Los años cincuenta y sesenta del siglo pasado fueron la edad de oro del diseño de armas nucleares. Los científicos y los técnicos de los laboratorios de armamento nuclear en Los Álamos y Sandia consiguieron miniaturizar los llamados “paquetes físicos” en el núcleo de las bombas atómicas, que dejaron atrás el monstruo de más de 4.500 kilogramos empleado en la primera prueba nuclear de la historia para constituir cabezas más pequeñas que podían encajarse en un misil. Y sus colegas especialistas en cohetes desarrollaron misiles balísticos de tierra y submarinos que, junto con los bombarderos, pronto formaron la “tríada” nuclear en la que se basaba la disuasión estratégica contra los soviéticos.

Desde el punto de vista del Ejército, el problema era que los bombarderos y los misiles estaban en manos de la Fuerza Aérea y la Armada, con lo que las fuerzas de tierra se habían quedado al margen del que probablemente era el avance más significativo en la historia de la guerra, a pesar de que serían sus soldados los principales encargados de detener una invasión soviética de Europa occidental. Por suerte para el Ejército de tierra, muchos estrategas norteamericanos seguían considerando las bombas nucleares como bombas convencionales salvo que más grandes, y el dominio que tenía Estados Unidos de la ciencia de la destrucción atómica desde Hiroshima había hecho que los diseñadores de armas pensaran mucho más en las posibilidades que en la prudencia. El resultado fue una serie de curiosas creaciones que llegaron al arsenal del Ejército, desde artillería atómica hasta misiles de defensa aérea con cabezas nucleares.

El Ejército empezó a fabricar municiones atómicas de demolición (ADM) en 1954. Los primeros productos eran armas engorrosas, que pesaban cientos de kilogramos y necesitaban a varios hombres para transportarlas, con la ayuda de camiones y helicópteros. Su principal objetivo era lo que podríamos llamar paisajismo nuclear: crear cráteres irradiados e intransitables o hacer que laderas de montañas se derrumbaran en algún paso estrecho para obstruir cualquier ruta de invasión e impedir el paso a las fuerzas enemigas. Un ingeniero recuerda colocar un ADM en medio de un bosque: “La idea era hacer volar aquellos árboles a través de un valle para crear un obstáculo físico radiactivo al paso de vehículos y tropas”, cuenta.

El manual de campo de contramovilidad del Ejército enseñaba a los soldados a utilizar los ADM para hacer “cráteres río”, explosiones atómicas junto a vías de agua de pequeño tamaño que “formaran un pantano temporal, un lago, una inundación, y de esa forma constituyeran un auténtico obstáculo hidrológico” para las fuerzas enemigas.

En el peor de los casos, los ingenieros atómicos del Ejército preveían impedir que las fuerzas enemigas utilizaran las infraestructuras, es decir, destruir puentes, túneles y pantanos. Explanadas ferroviarias, centrales eléctricas, aeropuertos... Todos esos elementos eran blancos apropiados para llevar a cabo una destrucción nuclear preventiva.

No obstante, el Ejército quería tener también un papel nuclear más activo. Sus partidarios decían que la doctrina de la represalia masiva dejaba a Estados Unidos sin preparación para toda una amplia gama de conflictos. Varios documentos de la Comisión de la Energía Atómica (CEA) muestran que los diseñadores de las armas nucleares estadounidenses estaban deseosos de apoyar al Ejército en ese intento de tener armas nucleares tácticas. En 1957, según varios relatos, el presidente de Sandia Corporation, James Mcrae, se lamentó de que “el uso indiscriminado de armas nucleares de alto rendimiento generara inevitablemente una reacción adversa de la opinión pública”. Dado que el futuro de la guerra iba a consistir en una “sucesión interminable de pequeños brotes bélicos, más que conflictos a gran escala”, McRae recomendaba que “se diera más importancia a las armas atómicas de pequeño tamaño”, que podían utilizarse en “combates de tierra locales”.

Los consejos de McRae prepararon el terreno para el desarrollo del Davy Crockett, un misil nuclear con rendimiento inferior a un kilotón que cabía en la trasera de un todoterreno. En 1958, cuando el Ejército empezó a buscar una munición atómica de demolición que pudiera llevar un soldado por sí solo, la CEA recurrió a la cabeza ligera Mark 54, de la serie de Davy Crockett. El arma así obtenida sería una versión más pequeña y portátil de las ADM. Sin embargo, el Ejército tendría que compartir el dispositivo con la Armada y los marines.

El último producto de la CEA, la munición atómica especial de demolición B-54, se incorporó al arsenal estadounidense en 1964. Tenía 45 centímetros de alto, con una carcasa de aluminio y fibra de vidrio. Un extremo estaba redondeado, en forma de bala, y el otro tenía un panel de control de 30 centímetros de diámetro. Según un manual militar, el rendimiento explosivo máximo del arma era inferior a 1 kilotón, es decir, el equivalente a mil toneladas de TNT. Para impedir un uso no autorizado de la bomba, el panel de control estaba tapado por una placa con un cierre de combinación. El cierre tenía pintura fosforescente para que los soldados pudieran abrirlo y colocar la bomba de noche.

A medida que las fuerzas soviéticas se adentraran en países como Alemania occidental, el SADM permitiría a las unidades de las Fuerzas Especiales (denominadas equipos de “Luz verde”) deslizarse tras las líneas enemigas con el fin de destruir infraestructuras y material. Pero su misión no se habría limitado solo a los países miembros de la OTAN. Lo que no saben muchos historiadores nucleares es que los equipos de Luz Verde estaban también preparados para utilizar los SADM en territorio del Pacto de Varsovia si era necesario para impedir una invasión. Los equipos estaban entrenados para destruir aeródromos, depósitos, núcleos de la red de defensas antiaéreas y cualquier infraestructura de transporte que pudiera ser útil para dificultar la circulación de vehículos acorazados enemigos y permitir que los aliados emplearan su fuerza aérea. Según un informe interno, el Ejército pensó también en enterrar SADM cerca de búnqueres enemigos “para destruir instalaciones esenciales de mando y comunicaciones”.

Los SEAL de la Armada y las Fuerzas Especiales del Ejército se entrenaban para alcanzar sus objetivos por aire, tierra y mar. Podían lanzarse en paracaídas desde aviones de carga o helicópteros para caer tras las líneas enemigas. Los equipos especializados en misiones submarinas eran capaces de bucear para llevar la bomba hasta su destino en caso necesario. (La CEA construyó un contenedor hermético y a presión que permitía a los buceadores sumergir la bomba hasta una profundidad de 61 metros.) Un equipo de las Fuerzas Especiales llegó a entrenarse para esquiar transportando el arma en los Alpes de Baviera, aunque con ciertas dificultades. “El arma esquiaba montaña abajo; tú, no”, dice Bill Flavin, que dirigió un equipo de SADM de las Fuerzas Especiales. “Si se movía solo un poco, no había nada que hacer. Con aquella cosa no había forma de mantener el control en la pendiente”.

Por consiguiente, las Fuerzas Especiales recurrieron a equipos entrenados en saltos de paracaídas a gran altitud y buceadores. Los jefes de equipo podían escoger cuáles de sus hombres se iban a entrenar en el uso del arma para garantizar que sus unidades superasen las exigentes inspecciones periódicas de seguridad nuclear que hacía el Ejército. “Los que tenían mejor historial, más experiencia, solían ser los que acababan incorporándose al equipo de la SADM, porque tenían que pasar la inspección de seguridad”, dice Flavin. Para recibir la autorización de manipular una SADM, los soldados además tenían que someterse al programa de fiabilidad del Departamento de Defensa, con el fin de asegurarse de que eran dignos de confianza y no tenían problemas mentales.

Algunos hombres a los que se proponía la misión eran de lo más entusiastas; otros, no tanto.

“Por supuesto, todo el mundo se presentaba voluntario. ese no era el problema”, dice el capitán Davis. “Lo hacíamos porque era, no sé, algo increíble, y yo quería aprender a hacerlo”. Pese a ello, cuando Ken Richter, miembro de un equipo Luz Verde, empezó a entrevistar a posibles candidatos, se encontró con que no todos tenían el mismo entusiasmo: “Entrevisté a mucha gente para nuestro equipo. Cuando se enteraban de en qué consistía la misión, decían: ‘No, gracias. Prefiero volverme a Vietnam’”.

Cuando le enseñaron el arma, Richter no daba crédito a lo que se había inventado la CEA. “Creo que mi primera reacción fue no creérmelo”, dice. “Porque todo lo que había visto hasta entonces, la Segunda Guerra Mundial, era un arma gigantesca. ¿Y nos la íbamos a atar a la espalda para transportarla? Creí que me estaban tomando el pelo”.

No era así. Los equipos de SADM de las Fuerzas Especiales como el de Davis asistían a un curso de una semana, entre ocho y 12 horas de clase cada día, en un aula de cemento en Fort Benning, Georgia. Además, recibían otros cursillos periódicos de actualización que impartía el comité de SADM de las Fuerzas Especiales, formado por suboficiales veteranos y expertos en SADM, y se sometían a inspecciones periódicas para evaluar su aptitud en el manejo de armas nucleares. Aun así, dado todo lo que estaba en juego, el entrenamiento no siempre inspiraba una gran confianza.

Para ser un arma nuclear, la bomba era compacta y ligera, pero, como material de infantería, era pesada e incómoda, y su peso muchas veces se inclinaba hacia un lado u otro sobre la espalda. “Cuando [el encargado de los saltos] dijo “Adelante”, prácticamente me empujó fuera del avión con la bomba”, recuerda Danny Powers, sargento de comunicaciones en un equipo de SADM.

El transporte del arma a pie era todavía más difícil. Dan Dawson, ingeniero de ADM, recuerda lo complicado que era correr con una bomba de mochila. Durante un ejercicio de entrenamiento, su unidad simuló una misión en la que tenían que hacer estallar un túnel de ferrocarril, pero descubrió que le costaba mucho trasladar una SADM a través de un terreno abierto. “Para llevar [al que transportaba la SADM] deprisa a través de aquel terreno, dos de nosotros tenían que agarrarle por los brazos y trotar con él para ayudarle. El arma se podía llevar, pero era imposible correr con ella a cuestas”.

Además, la norma de los dos hombres, que todavía hoy establece que ningún soldado sea capaz de montar por sí solo un arma nuclear, exigía que los equipos de Luz Verde se repartieran el código para abrir la placa que cubría el dispositivo. Y eso podía ser un problema si de camino al objetivo moría uno de los dos. “Llegaba uno al sitio con aquella mierda tan enorme en la mochila y sin poder hacer nada con ella”, dice Flavin. “Así que pensamos que no podíamos arriesgaros a que pasara”, y su equipo decidió que, en caso de una misión de verdad, todos sabrían el código.

Por otra parte, tampoco podían abandonar la SADM a mitad de misión si las cosas se ponían feas. Era un arma tan extraordinaria que no podían permitir que cayera en manos del adversario, y las placas que la cubrían, con un simple cierre de combinación, no iban a ofrecer una gran protección si las fuerzas enemigas capturaban a un equipo. “Se podía abrir con una barra de hierro”, dice Flavin. Por consiguiente, los equipos se entrenaban también para destruir el arma. “Siempre teníamos que llevar encima la cantidad necesaria de explosivos para destruirla sin que estallara”, dice Powers. “Quizá podía esparcir residuos nucleares, pero no habría una explosión con nube en forma de seta”.

Si el equipo alcanzaba el objetivo, los hombres debían quitar la cobertura y fijar los temporizadores. Luego metían la mano en el hueco de seguridad --un pequeño compartimento en la esquina superior izquierda del panel de control-- y sacaban una carga explosiva del tamaño de una mano que era la que detonaría la reacción nuclear en cadena de la bomba. Después de colocar la carga en posición activada y encender el interruptor, retrocedían a toda prisa.

Como es natural, en las horas o en los minutos previos a la detonación, cabía la posibilidad de que las tropas enemigas descubrieran y manipularan la bomba, así que se encargaba a algunos equipos que la mantuvieran vigilada hasta justo minutos antes. La distancia “correcta” para garantizar la seguridad del arma y la de los soldados variaba según cada inspector, recuerda Frank Antenori, que fue técnico de mantenimiento de armas nucleares del Ejército en un equipo de las Fuerzas Especiales y más tarde fue condecorado por el valor mostrado como Boina Verde en Irak y Afganistán. Algunos inspectores decían a los equipos que abandonaran la zona inmediatamente después de colocar el arma; otros insistían en que tenían que mantenerla a la vista hasta que estallara.

Incluso desde una distancia “segura”, los equipos de SADM se sentían demasiado cerca de la detonación. “Estábamos fuera de la zona de vaporización”, dice Antenori, “pero dentro de la zona de ‘Mmmm, cuando estalle, dentro de un segundo, voy a sentir el maravilloso aire caliente’”.

Por si resultaba poco absurda la idea de estar agazapados cerca de un arma nuclear que estaba a punto de explotar, los soldados no podían saber exactamente cuándo iba a explotar. La SADM era una bomba que tenía muy pocos componentes electrónicos, probablemente porque la CEA quería que así fuera resistente a las pulsaciones electromagnéticas de cualquier explosión nuclear próxima, que era algo previsible en caso de que estallara una guerra con los soviéticos. En su lugar, el dispositivo dependía de dos temporizadores mecánicos que, por desgracia, eran menos precisos cuando se fijaban con mucha antelación, y podían llegar a estallar incluso con ocho minutos de adelanto y 13 de retraso. Los manuales de campo del Ejército advertían que “no es posible estar seguros de que [los temporizadores] van a saltar en un momento determinado”, por lo que los equipos de las SADM se entrenaban para ser capaces de predecir el momento con cierta aproximación.

Aun así, dice Powers, “siempre pensábamos que, después de seguir todos aquellos meticulosos procedimientos y fijar los temporizadores para varias horas después, en cuanto apretáramos el botón íbamos a desaparecer”.

Si los equipos de Luz Verde tenían la suerte de seguir vivos después de detonar la bomba, todavía tendrían que superar enormes obstáculos para salir bien librados. Detrás de las líneas enemigas y sin ningún apoyo en el momento de comenzar la Tercera Guerra Mundial, tendrían que utilizar su ingenio y su entrenamiento para no acabar muertos o capturados. Contaban con ciertos recursos que se habían dispuesto para ayudarles: las Fuerzas Especiales que huyeran de la detonación de una SADM sabían que deberían buscar armas y suministros escondidos en determinados lugares de Europa del este que estaban señalados en mapas especiales. “Cuando cayó el Muro [de Berlín], recuperamos parte de todo lo que había oculto”, recuerda Flavin. “Me sorprendió ver que las armas y las demás cosas estaban en perfecto estado”.

Además de sus reservas, algunos equipos de SADM tenían acceso a otra arma secreta que les ayudaría a volver a casa: un sargento de las Fuerzas Especiales nacido en Checoslovaquia, llamado Julius Reinitzer. Cuando era adolescente, Reinitzer se había escapado dos veces de un campo de trabajo nazi en Polonia. Después contactó con los servicios militares de inteligencia de Estados Unidos y se movió por la frontera checa para establecer redes de resistencia. Después de que le detuvieran y le encarcelaran por espionaje en la Checoslovaquia comunista, volvió a escaparse. Al llegar al mundo libre, Reinitzer se alistó en el Ejército estadounidense, obtuvo la nacionalidad y se convirtió en Boina Verde. Le llamaban “el Oso”, y llegó a ser un profesor muy solicitado por los equipos de las Fuerzas Especiales que, como el de Flavin y sus hombres, querían un cursillo acelerado en el delicado arte de vivir a escondidas tras el Telón de Acero.

No obstante, los miembros de este mundo eran muy conscientes de que las misiones de Luz Verde serían con toda probabilidad unos viajes sin retorno. Volar a través del espacio aéreo enemigo, llevar a cabo operaciones clandestinas tras las líneas enemigas, aproximarse a las fuerzas hostiles con un arma nuclear y esperar increíblemente cerca de la bomba hasta que estallara: las misiones eran verdaderamente absurdas. Como dice Flavin: “Había muchas dudas sobre la sensatez operativa del programa, y los que íbamos a llevar a la práctica la misión estábamos seguros de que los que las habían pensado se habían fumado algo en mal estado”.

El humor servía para suavizar la siniestra realidad de trabajar con municiones atómicas de demolición. Las unidades de ingenieros de ADM creaban parches y logotipos adornados con nubes en forma de seta. Pronto surgió un lema extraoficial: “Bombardéalos hasta que reluzcan, y entonces dispárales en la oscuridad”. Lo que facilitaba las ganas de hacer chistes era que algunos pensaban que había muy pocas posibilidades de que la cadena de mando autorizara una de aquellas misiones. “En el fondo, sabíamos que nadie iba a dar el control de los dispositivos a un puñado de veteranos correteando por el campo”, dice Davis. “No creíamos que fuera a ser nunca realidad”.

Aparte de la “sensatez operativa” del programa, como dice escuetamente Flavin, algunos equipos de las Fuerzas Especiales se preguntaban si llegarían a recibir los aviones que debían transportarlos, y mucho más las armas propiamente dichas, en medio del caos y la destrucción que supondría el comienzo de la Tercera Guerra Mundial. Las unidades de SADM no solían tener acceso a armas nucleares reales, que se encontraban guardadas en depósitos muy controlados, como las instalaciones del Ejército en Miesau, Alemania occidental. En caso de guerra, transportarían las armas hasta unos aeródromos cercanos en los que estarían esperando los equipos de SADM. Flavin resume así las dificultades: “Había que llevarnos a nosotros a algún sitio. Había que llevar el arma a algún sitio. Había que llevar el avión a algún sitio. ¿Y cándo se iba a hacer todo eso? Supongo que, en teoría, antes de que el otro bando decidiese atacar”.

Otro obstáculo eran las susceptibilidades políticas. Los aliados de la OTAN, en particular Alemania occidental, sentían una lógica aprensión ante la idea de que las fuerzas estadounidenses activaran decenas de pequeñas bombas nucleares en su territorio. Se suponía que los ingenieros no debían utilizar las armas hasta después de que se hubiera evacuado a las poblaciones locales, pero el requisito no acababa de tranquilizar los nervios. Enterrar las bombas podía limitar los efectos radiactivos, pero la República Federal protestó públicamente cuando Estados Unidos pidió permiso para cavar por anticipado los hoyos en los que pensaba colocar las armas nucleares, cerca de sus infraestructuras de transporte.

Al final, las dudas sobre las SADM nunca tuvieron respuesta. En 1984, 20 años después de que se creara el arma, la opinión pública pudo hacerse una idea de cómo era y lo que podía hacer cuando William Arkin y sus colegas esbozaron una descripción a partir de documentos y manuales militares para presentársela al Consejo de Defensa de los Recursos Naturales de Estados Unidos. Sus revelaciones provocaron alguna reacción indignada en el Congreso y conmoción en los medios, pero las SADM tenían ya los días contados.

Al apagarse las tensiones de la guerra fría, Estados Unidos empezó a retirar las SADM. El fin oficial del arma llegó en 1989, cuando los Departamentos de Defensa y Energía declararon que era “obsoleta” y que “ya no existía ninguna necesidad operativa” para ella. Con la desaparición de la Unión Soviética en 1991, George H. W. Bush hizo grandes recortes en la armas nucleares no estratégicas de todos los sectores.

Seis años después se levantó oficialmente el secreto sobre algunos aspectos relacionados con el arma. Pero los detalles operativos de cómo se habrían utilizado las mochilas nucleares --las misiones en territorio del Pacto de Varsovia, las demandas que suponían las armas para los hombres encargados de desplegarlas y los riesgos que entrañaban las misiones-- no se han conocido hasta ahora, a través de entrevistas, documentos desclasificados en virtud de la Ley de Libertad de Información y manuales militares que se han obtenido ahora.

Lo que fue un arma del máximo secreto es hoy una atracción turística. Quienes visitan el Museo Nacional de Ciencia e Historia Nuclear en Albuquerque, Nuevo México, pueden hacerse una foto delante de un contenedor de SADM con su paracaídas. La Munición Atómica Especial de Demolición ha pasado de ser un arma de lo más seria, aunque extravagante, a ser un recuerdo pintoresco de la guerra fría.

Con la distancia que da la historia, es tentador decir que las SADM no fueron más que una aberración nacida de la histeria de la guerra fría. Pero Estados Unidos sigue teniendo armas nucleares tácticas en Europa, aunque en una forma menos osada, las bombas B-61, aerotransportadas. Y más inquietante resulta el hecho de que otros países están adoptándolas cada vez más como instrumentos de defensa nacional. Por ejemplo, al parecer, Pakistán tiene armas nucleares deplegadas en posiciones avanzadas, y sus tropas sobre el terreno tienen concedida de antemano la autoridad para utilizarlas, todo ello con el fin de compensar el hecho de que el ejército indio es mucho mayor. Y, con la situación contraria a la que era, ahora que Rusia está en una situación de inferioridad convencional respecto a la OTAN, Moscú ha dado más importancia al papel de las armas nucleares tácticas en su doctrina estratégica.

Ahora bien, para los veteranos de las SADM del Ejército, su pasado nuclear ha quedado muy atrás. Algunos tenían dudas sobre la misión; otros la aceptaron con entusiasmo. Todos llevaron el peso de las peores pesadillas de la guerra fría, literalmente sobre sus espaldas.

© Foreign Policy
Adam Rawnsley vive en Washington y escribe sobre tecnología y seguridad nacional.
David Brown es autor de Deep State: Inside the Government Secrecy Industry
http://internacional.elpais.com/internacional/2014/02/12/actualidad/1392228807_342184.html

sábado, 19 de junio de 2010

100 años de Fermi y Heisenberg. En bandos contrarios debido a la emergencia de la Alemania nazi, ambos se enfrentaron al reto de la energía nuclear.

Se celebra este año el centenario del nacimiento de dos de los más grandes físicos de la historia, el alemán Werner Heisenberg y el italiano (posteriormente estadounidense) Enrico Fermi. Físicos que, en unión de Einstein, forman la trilogía de los más influyentes no sólo en la ciencia, sino en todo el tejido social del siglo XX.

Heisenberg fue el principal creador de la mecánica cuántica, la mayor revolución intelectual de la física desde Galileo y Newton; y Fermi contribuyó de forma decisiva a su desarrollo. Pero, además de esto, los azares de la historia hacen que ambos participaran, simultáneamente, en uno de los desarrollos que han marcado la segunda mitad del siglo XX: el de la energía nuclear. Fermi, en primer lugar en Roma y, a partir de 1938, en el exitoso programa nuclear americano; y Heisenberg en el fallido de la Alemania nazi. Me referiré exclusivamente a esta faceta de ambos.

En el proceso de resolución del rompecabezas nuclear dos piezas clave fueron el italiano Fermi (que produjo las primeras fisiones nucleares) y los radioquímicos alemanes Otto Hahn, Fritz Strassman y Lisa Meitner y Otto Frisch (los últimos, de hecho austríacos, fueron los que explicaron el fenómeno). Resulta irónico que, todos ellos ciudadanos de países del eje, fueran obligados a exiliarse por el fanatismo antijudío de Hitler. Meitner y Fritsch, judíos, realizaron su descubrimiento en Suecia, y Fermi, cuya esposa era de origen judío, también se exilió, en 1938, al quedar claro que la alianza de Hitler con Mussolini les ponía en peligro.

Fermi fue quien primero se dio cuenta de la importancia de utilizar neutrones de poca energía (conocidos como neutrones térmicos) para penetrar en el interior de los núcleos, a partir de 1934, y quien realizase la irradiación sistemática de los elementos de la tabla periódica. No es casualidad que fuese Fermi quien realizó este descubrimiento y quien primero comprendió su significado: si no se le ocurría una teoría para progresar en el conocimiento de la naturaleza física, hacía los experimentos que le permitieran avanzar en este conocimiento; y si en el experimento le faltaba un aparato, lo fabricaba él mismo. Además, después de realizar el experimento, Fermi pasaba a un estudio teórico de los resultados encontrados, con lo que su capacidad para comprender rápidamente nuevos fenómenos era extraordinaria. En los años treinta se concentró en el estudio experimental del núcleo atómico: el grupo de Roma se dedicó a irradiar con neutrones todos los elementos conocidos. Las medidas obtenidas con esto, y los cálculos teóricos resultantes fueron esenciales en el desarrollo posterior de los reactores.

Los puntos clave que llevan a la utilización de la fisión nuclear son, primero, que al golpear núcleos de uranio con neutrones éstos se rompen y se genera una enorme cantidad de energía; y segundo, que se liberan mas neutrones de los que iniciaron la reacción. Los problemas son que sólo un isótopo (variedad) del uranio, el U-235, produce suficientes neutrones para obtener una reacción autosostenida; pero este isótopo se encuentra en ínfimas cantidades en la naturaleza. El segundo y el tercer problema para construir un reactor nuclear son: cómo frenar los neutrones (dado que únicamente los lentos reaccionarán antes de abandonar el material) y cómo controlar el proceso. Debido a que sólo un isótopo de uranio produce suficientes neutrones, era necesario enriquecer la mezcla de uranio, aumentando la proporción de isótopo U-235 (para una bomba necesitamos U-235 casi puro, o plutonio, obtenido éste en un reactor) y avanzar en la investigación con una mezcla de empirismo experimental y cálculos teóricos. Éstos últimos eran extraordinariamente complejos.

Reacción sostenida
En diciembre de 1972 Fermi consiguió, en los sótanos de la Universidad de Chicago, una reacción nuclear sostenida en una pila de capas de uranio y grafito (que frenaba a los neutrones), controladas por barras de cadmio que absorbían neutrones y, por lo tanto permitían el manejo de la reacción, en un delicado equilibrio. Hay pocas dudas de que la pericia de Fermi ahorró a los americanos años de difícil experimentación, y más de un fracaso. Como ejemplo, la primera explosión de una bomba atómica en Nevada, el 16 de julio de 1945, demostró que los cálculos teóricos de su potencia estaban equivocados casi en un factor 10. Sin la experiencia conseguida con el manejo del reactor los errores hubieran sido mucho mayores y habrían, tal vez, hecho imposible construir un ingenio explosivo.

Frente a la capacidad tanto teórica como experimental de Fermi, y el soberbio plantel de científicos reunidos en el proyecto norteamericano, al grupo alemán era muy inferior. Heisenberg, teórico de principio a fin, tuvo serios problemas incluso a la hora de obtener el título de doctor. Esto incluía, en Alemania, un examen de física del candidato: examen en el que Heisenberg mostró un desconocimiento total de todo lo que no fuese la más pura teoría. Wilhelm Wien, que estaba en el tribunal, era partidario de suspenderle, pero, aparentemente, Arnold Sommerfeld le convenció del error que sería no pasar a una persona tan brillante. Finalmente Heisenberg recibió su doctorado, pero con la calificación más baja posible.

Es probable que este desinterés de Heisenberg por la experimentación fuera una más de las causas del fracaso del programa alemán de fisión nuclear, encomendado al grupo dirigido por él, el cual, intentando bajo su recomendación utilizar agua pesada, muy escasa y difícil de producir (en lugar de grafito, como el grupo de Fermi), y con un importante desconocimiento de secciones eficaces y ritmos de producción de neutrones, no pasó de construir prototipos de laboratorio, ninguno de los cuales funcionó. No es extraña la reacción de Walther Gerlach cuando se enteró de que los norteamericanos habían hecho estallar las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Dirigiéndose al grupo (que incluía a Heisenberg) de científicos atómicos alemanes recluidos con él en la granja de Farm Hill, donde los aliados les llevaron al final de la guerra en Alemania, les espetó: '¡Si esto es cierto, ustedes son unos incompetentes!'

Efectivamente, lo eran; excepto el propio Gerlach, y Heisenberg, uno de los teóricos más brillantes del siglo, pero con serias carencias como experimentador.

Queda la pregunta de si los germanos podrían haber construido una bomba atómica si no hubiesen espantado a sus mejores científicos. La respuesta es: muy probablemente no. Y ello debido a la cuestión económica. Después del fin de la guerra, dos misiones norteamericanas se desplazaron a Alemania y a Japón con el fin de, entre otras cosas, estudiar la situación económica de estos países antes, durante y después de la guerra. El conocido economista John K. Galbraith formó parte de ambas, y cuenta algunos resultados en su autobiografía. La economía alemana, según estos estudios, superaba a la británica en un 30%, aunque estaba muy mal gestionada. El esfuerzo de guerra era tal que no quedaban recursos, en ninguno de estos dos paises, para dedicarlos a una incierta investigación nuclear: Gran Bretaña la abandonó completamente en 1943, al darse cuenta de lo costoso del programa y lo aleatorio de sus resultados. Los proyectos alemanes nunca tuvieron una financiación suficiente, ni de lejos. Únicamente los Estados Unidos, con un producto bruto que casi duplicaba al alemán (y que era diez veces superior al japonés) pudo permitirse el lujo de mantener una guerra con las dos, Alemania y Japón, y, además, en plena guerra, en 1944, gastar el billón de dólares que el proyecto Manhattan (nombre en clave del programa nuclear americano) consumía al año en una empresa cuya factibilidad no estaba garantizada.

La Unión Soviética consiguió resolver el problema de la utilización bélica de la energía nuclear en 1948: indudablemente, el saber que esta utilización era posible, y conocer los métodos empleados por los norteamericanos ayudó enormemente al programa nuclear soviético. Francia (uno de cuyos científicos, Frédéric Joliot, fue quien primero midió flujos de neutrones y consideró la posibilidad de producir reacciones en cadena) y Gran Bretaña hubieran podido fabricar ingenios autóctonos en las mismas fechas, si hubieran dedicado a tal fin el mismo esfuerzo que los rusos; al no hacerlo, retrasaron su incorporación al club. Sin embargo, tanto Francia como Gran Bretaña construyeron reactores nucleares experimentales ya en 1948 y Canadá, aunque con ayuda de científicos franceses y británicos, se les adelantó con un reactor, que utilizaba agua pesada como moderador, en 1945.

El ejemplo de Canadá pone claramente de manifiesto la falta de altura de los científicos que se alinearon con el III Reich. Es cierto que Alemania, como se ha dicho, no hubiese podido fabricar una bomba atómica, para lo que le faltaban los recursos económicos que requería la producción de plutonio en reactores o la separación masiva del U-235; pero si el grupo germano hubiese sido de mayor altura científica, en especial en la vertiente experimental y fenomenológica, podrían, muy probablemente, haber conseguido que funcionase un reactor de agua pesada antes que los canadienses. Pero los Bethe, Meitner, Frisch y tantos otros se habían marchado.

https://elpais.com/diario/2001/10/10/futuro/1002664801_850215.html