Carl Bergstrom tiene un consejo: si le llega una noticia dudosa, no la comparta. El estadounidense es coautor de ‘Contra la charlatanería’, un manual de supervivencia para aprender a informarse menos, pero mucho mejor.
El estadounidense Carl Bersgtrom, biólogo teórico y evolutivo, es profesor de la Universidad de Washington y autor del libro 'Bullshit: contra la charlatanería' (Capitán Swing).
VICENS GIMENEZ (© VICENS GIMENEZ)
Miquel Echarri
Carl Bergstrom (Estados Unidos, 51 años) ha venido a hablar de su libro, pero sus interlocutores españoles, periodistas o no, insisten en preguntarle por Donald Trump, el asalto al Capitolio, la convulsa situación geopolítica en que estamos inmersos o el (presunto) declive del imperio estadounidense.
Algunas de esas cuestiones son abordadas, de refilón, pero con inteligencia, originalidad y rigor, en Contra la charlatanería (Calling Bullshit. The Art of Scepticism in a Data-Driven World), un ensayo editado en España por Capitán Swing y escrito a cuatro manos con el experto en información y comunicación Jevin West. Bergstrom es biólogo evolutivo y, “desde luego”, según nos cuenta, “no un experto en Trump ni en el auge imparable de la República Popular China”, pero comparte con su socio un interés por la deriva del mundo en general y del bullshit, la charlatanería, en particular.
Bullshit es una expresión de uso muy común en el argot anglosajón que también podría traducirse, en función del contexto, como patraña, falacia, idiotez o, sencillamente, tontería. Consiste, en definitiva, en un amplio espectro de mentiras más o menos interesadas que va de la propaganda política, la posverdad y las fake news al simple fanfarroneo pasando por la falta de seriedad y rigor intelectual.
Hay bullshit alevoso y contumaz en las campañas de desinformación sistemática de regímenes como los de China y Rusia, pero también en los tuits incendiarios de Trump y su caterva de supremacistas, en “los medios de comunicación basura que venderían a sus madres por un par de clics”, en estadísticas absurdas que se esgrimen como armas arrojadizas contra los escépticos o en estudios académicos que “pretenden convencernos, con datos pésimamente cocinados, de que existe una correlación directa entre tus perspectivas de éxito socioeconómico en la vida y la edad en que diste tu primer beso”.
Mal de muchos, epidemia
El bullshit, concluye Bergstrom con humor, pero también un cierto desánimo, “está en todas partes”. Prolifera por doquier y a un ritmo inédito gracias “a la caja de resonancia formidable que ha encontrado últimamente en medios de comunicación digital y en redes sociales”. Él empezó a ser consciente de la existencia de las patrañas sin fundamento siendo un niño, con apenas siete años: “Mi amigo Eric tenía cualidades asombrosas. Era fuerte, hábil, rápido, patinaba, nadaba o iba en bici mejor que nadie, y todos nos preguntábamos dónde y cómo había aprendido a hacer todo aquello. Un día nos contó que había estado en el ejército japonés y que era allí donde se lo habían enseñado. Nos lo creímos. Incluso se lo conté a mis padres, que se rieron a carcajadas de mi candidez y me hicieron sentirme un pobre crédulo. Fin de la historia. Ese fue mi primer contacto con el bullshit”.
Otras formas de charlatanería resultan, por supuesto, bastante menos infantiles e inocuas. De ahí que Bergstrom y West, “tras múltiples conversaciones amistosas sobre el auge de la posverdad y la tiranía de los falsos expertos”, planteasen, hace ya cinco años, impartir un curso de alfabetización digital avanzada en la Universidad de Washington, en Seattle, la institución en que ambos trabajan. ¿Su contenido?
“Enseñar a los alumnos a informarse mejor, estimular su espíritu crítico y, en general, darles herramientas para protegerse de la proliferación abrumadora de patrañas”. Tenían incluso el título, Calling Bullshit: denunciar (o reconocer) las patrañas.
“La Universidad fue algo reticente al principio”, explica Bergstrom, “no les parecía serio que un experto en comunicación y un biólogo evolutivo se aliasen para combatir la proliferación de mentiras en los medios y las redes sociales. También encontraban poco adecuado que quisiésemos tratar el bullshit como una especie de planta infecciosa que hay que extirpar de raíz”. El caso es que, en un intento de vencer esas reticencias, los dos investigadores lanzaron una página web para explicar en qué consistiría el curso. Fue tal la expectación despertada entre los potenciales alumnos que los jerarcas universitarios acabaron dando luz verde al experimento. Las 150 plazas de la primera edición se agotaron en cuestión de minutos.
Carl Bersgtrom, retratado en Barcelona.
VICENS GIMENEZ (© VICENS GIMENEZ)
Números que no cuentan la verdad
“Con el tiempo”, explica Bergstrom, “nos fuimos especializando en un tipo muy específico de bullshit, el que mejor conocemos”. Se trata de la numerología barata, una enfermedad contemporánea que consiste en
“abrumar a tus interlocutores con datos y estadísticas que, en teoría, dan a tu tesis una base empírica, pero en realidad no son más que trucos de prestidigitador barato”. Bergstrom considera ahora que “en esta era de supuesto escepticismo en que vivimos, la nueva religión ya no es ni siquiera la ciencia, sino los números”. Con frecuencia, tratamos las estadísticas como si fuesen argumentos demoledores, algo así como las pruebas periciales en un juicio, obviando que
“detrás de toda estadística hay una metodología, un cierto sesgo cognitivo y, sobre todo, seres humanos que, en muchos casos, hacen un uso interesado o torpe de los números”.
Los alumnos de su curso “aprenden con relativa facilidad a detectar este tipo concreto de patrañas”. Algunos de ellos se presentan en clase “con ejemplos de bullshit basado en números francamente curiosos, no siempre fáciles de detectar”. Suelen aparecer en fuentes digitales de muy dudoso pelaje, pero a veces, “por desgracia”, se infiltran también en “medios de comunicación de tanto prestigio como The New York Times o la CNN o en revistas científicas como Nature o The Lancet”. Que la charlatanería encuentre acomodo incluso entre los que consideramos pilares del rigor y del conocimiento contemporáneo puede resultar descorazonador, pero Bergstrom lo asume con pragmatismo: “Somos humanos. Todos podemos incurrir en el bullshit de vez en cuando. Yo mismo me esfuerzo por evitarlo, pero es probable, muy a mi pesar, que al menos una décima parte de lo que digo en mis clases, mis entrevistas o mis perfiles en las redes sociales sea bullshit”.
Bergstrom y West dieron a continuación el paso de convertir la experiencia acumulada en las aulas en un libro, un auténtico manual de supervivencia en tiempos extraños con tesis tan sugerentes como que
“informarse menos es el primer paso para informarse mucho mejor: hay que ignorar el falso periodismo, el de los oportunistas y advenedizos, y exigir rigor, opiniones sólidas, interpretaciones coherentes y buenos datos”. Dos tercios del libro están dedicados al análisis de ejemplos concretos, algunos de ellos muy elocuentes e incluso divertidos, “si no tuviesen consecuencias tan nefastas”. El tercio restante consiste en un completo decálogo para combatir el bullshit por tierra mar y aire.
Mentir para destruir la idea de verdad
A Bergstrom le preocupa muy especialmente el clima de impunidad y desprecio a la verdad que ha traído la creciente polarización política: “En Estados Unidos, va camino de convertirse en un problema endémico, y mucho me temo que lo estamos exportando al mundo”.
Cita ejemplos “escandalosos”, como el enorme predicamento que conserva
Alex Jones, periodista y teórico de la conspiración, al que califica de “mentiroso patológico”: “Un tribunal le condena por mentir a sabiendas sobre una masacre cometida en un centro escolar y sus seguidores se toman esa condena como la prueba de que quieren silenciarlo porque está en lo cierto”.
La mentira, pese a todo, no es patrimonio exclusivo de la derecha populista y sus adláteres: “Donald Trump o Mike Pence son productores de bullshit muy nocivos, pero no particularmente eficaces, porque su desprecio a la verdad es tan palmario que les condena a predicar solo para conversos”. Más eficiente resultaba, en su opinión,
“Bill Clinton, un hombre que hizo un uso sistemático de la mentira como arma política, pero mentía con astucia y sutileza”. Otra paradoja que ha constatado Bergstrom es que
“el bullshit es tan contagioso que con frecuencia infecta también a los que se esfuerzan por combatirlo”. Aunque aclara que no es un experto en filosofía, se atreve con un ejemplo concreto extraído de este campo:
“Platón denunció las artimañas dialécticas de los grandes generadores de bullshit de su época, los sofistas, pero él mismo incurrió en argumentos tramposos y falaces en sus diálogos, porque la persuasión es un arma de doble filo, y cuando intentamos desmontar argumentos ajenos que nos irritan u ofenden es cuando más tentados estamos de recurrir al bullshit. Luego, Aristóteles, discípulo de Platón, intentó corregir el bullshit de su maestro echando mano, él mismo, de argumentos francamente dudosos”. Bergstrom describe estas derivas como
“una cadena de bullshit que tiene a perpetuarse incluso entre la gente más lúcida”.
¿Cómo romper de una vez por todas el nudo gordiano? ¿Por dónde empezamos? El autor aporta un
primer consejo, adaptado a la lógica viral de nuestra época:
“Intente no forma parte del problema. Si le llega una información dudosa, sospechosa o que su intuición le indica que podría no ser correcta, hágase un favor y no la comparta, no la difunda”. El bullshit solo necesita un punto de apoyo para dominar el mundo, no incurramos en el error de proporcionárselo “por frivolidad, por inercia o por pereza”.
El bullshit no pretende convencernos de nada. En palabras del ajedrecista Gari Kaspárov, al que se cita en el libro, solo aspira a
“sembrar dudas, crear confusión y, en última instancia, destruir la noción de verdad enturbiando así el debate público y degradando y debilitando nuestras sociedades”. Por desgracia, “es cierto que la mentira vuela y la verdad va a rastras. Es mucho más sencillo lanzar y viralizar un bulo que desmentirlo de manera eficaz y contundente”, concluye Bergstrom. Pero al menos
“no propaguemos el virus, no reguemos la planta tóxica”.
El País semanal