El plan para hacernos adquirir cosas que no necesitamos hechas para durar menos de lo que deberían no es nuevo, nació hace un siglo. Hoy no solo triunfan objetos destinados a estropearse pronto, sino objetos que no funcionan desde el principio.
De Alfred P. Sloan, directivo de General Motors, suele decirse que fue el inventor del capitalismo de la caducidad. En la década de 1920, la venta de automóviles en Estados Unidos se acercaba al punto de saturación por primera vez en la historia. Los coches estaban dejando de venderse como rosquillas sobre ruedas. La clase media ya se había motorizado masivamente y la obrera aún no podía permitírselo.
Para esquivar una recesión inminente, Sloan y sus colegas lanzaron una idea que acabaría revolucionando no solo la industria automovilística, sino la economía en su conjunto: la obsolescencia dinámica. Se trataba de incitar a los consumidores a comprarse un vehículo nuevo cada pocos años, y para ello resultaba imprescindible convencerlos de que el que ya tenían se había transformado en una reliquia. El paso decisivo lo dieron los principales fabricantes muy pocos años después, autorizando la producción de autos de diseño más atractivo pero menor calidad mecánica y, en consecuencia, más susceptibles de averiarse y con una vida útil potencialmente más breve.
Recuperaban así una idea puesta en práctica 10 años antes por la asociación norteamericana de grandes fabricantes de bombillas de tungsteno, el llamado cártel Phoebus, que obligó a sus miembros a fabricar productos que no durasen más de 1.000 horas pese a que la tecnología disponible permitía superar sin problemas las 2.000. En palabras de Gary Cross, catedrático en Historia del Consumo en la Universidad de Pensilvania, “Sloan llevó la idea del cártel a sus últimas consecuencias convirtiendo una necesidad práctica de consumo en un hábito”.
Llévense uno ahora y vuelvan luego a por más
El concepto, rebautizado por los analistas como obsolescencia programada, explica en gran medida la historia del capitalismo de las últimas décadas. En 1960, Vance Packard ya explicaba que el principal pilar del sistema consistía en “vendernos la mayor cantidad posible de productos cada vez peores forzándonos incluso a incurrir en deudas insostenibles para mantenernos inmersos en la absurda y extenuante espiral de consumo”. En The Waste Makers (Los creadores de desperdicios), este pionero deploraba el advenimiento de “un capitalismo a crédito, sucio, feo y precario”.
A juzgar por lo que explicaba John Herman el 30 de enero en un incisivo artículo en The New York Magazine, esta lógica se está acelerando con la generalización del consumo electrónico. Hemos entrado en la era de la obsolescencia vertiginosa, caracterizada por la proliferación de productos que no solo caducan cada vez más deprisa, sino que con frecuencia resultan inadecuados para cumplir su función desde el minuto cero. Aspiradoras con una capacidad de succión tan limitada que a duras penas absorben el polvo, hornos que apenas calientan, martillos que no clavan clavos...
Vivimos inmersos en una constelación de objetos pensados para no durar y, en algunos casos, para ni siquiera funcionar como es debido. Herman lo ilustra con un ejemplo, el de la espátula comprada a través de Amazon. Una sencilla búsqueda de producto en la página del mayorista electrónico arroja “81 resultados ordenados de mejor a peor según un algoritmo que recoge y pondera las valoraciones de los propios usuarios”. Los perfiles de cada artículo en concreto incluyen “fotos perfectamente intercambiables entre sí, descripciones en lenguaje robótico, precios muy similares y marcas comerciales en su mayoría desconocidas”. El proceso de compra se ha convertido para el usuario en una especie de laberíntica cata ciega, porque esas evaluaciones demoscópicas (de cero a cinco estrellas) pensadas inicialmente para puntuar libros a duras penas distinguen una espátula de otra.
Al final, el comprador recibirá en casa una herramienta elemental, una lámina metálica con mango de plástico, que es probable que se rompa en cuanto intentemos rascar el arroz del fondo de una olla. ¿Por qué? Según Herman, porque las espátulas, casi todas las espátulas de hoy en día, están mucho peor diseñadas y fabricadas que las de hace 20 y no digamos 50 años. No han sido concebidas para rascar ollas con un mínimo de fiabilidad y solvencia, sino para ser vendidas a través de Amazon a un precio competitivo.
El país de los tuertos
Es más, que una espátula sea sensiblemente mejor que el resto ni siquiera resulta deseable en términos generales, porque la esencia del modelo estriba en que el consumidor pueda elegir entre centenares de opciones virtualmente idénticas, de manera que todas tengan una oportunidad. Empezando por, según Herman, “las que más inviertan en publicidad a través de los canales de Amazon”. La cata ciega no es una consecuencia indeseada del sistema. Es el sistema. Y quien habla de espátulas podría hacerlo sobre casi cualquier producto: resulta muy significativo que, según Consumers International, el porcentaje de electrodomésticos defectuosos pasó en casi 10 años, entre 2004 y 2013, del 3,5% al 8,5%. En una época en que se estaban registrando notables avances tecnológicos, eso no redundaba en la calidad de los productos. Más bien todo lo contrario.
Herman habla de Amazon por su carácter de plataforma disruptiva que ha transformado el comercio electrónico. Pero su análisis no pretende denunciar la presunta malevolencia corporativa de una compañía en concreto, sino identificar un nuevo estadio en la ya larga historia de la obsolescencia programada: la mierdificación (junkification). En otras palabras, la lógica perversa que explica que, de repente todo sea (y parezca) una mierda.
Myriam Robinson-Puche, redactora de la revista tecnológica Morning Brew, considera que el capitalismo de la caducidad hace un uso alterno de dos estrategias básicas: en los productos caros, da prioridad a la obsolescencia percibida (es decir, nos convence de que el automóvil que hemos adquirido, pese a funcionar aún de manera razonable, es una antigualla que debería avergonzarnos y que exige una sustitución inmediata) y la programada (el resto de los productos, simple y llanamente, deja de funcionar). Se trata de una “insidiosa conjura” que ha crecido exponencialmente en paralelo a la consolidación de nuevos canales de adquisición y la emergencia de nuevas necesidades de compra. Y resulta muy perceptible, en opinión de Robinson-Puche, en “la electrónica de consumo, el éxito de cuyas novedades ya no depende solo de la pulsión consumista de tecnófilos y esnobs, sino, cada vez más, de lo mucho que se está acortando la vida útil objetiva de la mayoría de los artículos”.
La analista ofrece una sencilla guía de resistencia ciudadana activa contra la conjura obsolescente y sus aliados: “No deje que le creen falsas necesidades. No consuma en caliente, medite y planifique. Siempre que sea posible, repare y reutilice”. En general, haga lo que esté en su mano para alargar la vida útil, percibida y objetiva, de sus objetos viejos, “porque lo más probable es que los nuevos sean objetivamente peores y le duren mucho menos”. Ya que está usted metido de bruces en un agujero, al menos hágase un favor y deje de cavar. Como decía el sociólogo Erich Fromm, “no me resigno a la idea de que la libertad consista en elegir entre cientos de marcas de cigarrillos distintos, tal vez empezaré a sentirme libre el día que deje de comprar cigarrillos”.
Consejos para no morder el anzuelo
Marta D. Riezu, escritora y periodista especializada en moda que ha abordado el tema de la calidad menguante en sus libros La moda justa y Agua y jabón, ambos editados por Anagrama, también cree que existe un cierto margen de resistencia para los consumidores: “Hay un asunto que me obsesiona, y es la educación en la calidad. Si has tenido la suerte de criarte en una casa donde todo era bello y útil, tu espíritu crece sensibilizado y atento al objeto bien hecho. Interiorizas que comprar siempre lo mejor que te puedas permitir es una inversión a largo plazo”.
La obsolescencia programada nos obliga a entrar en un ciclo sin fin de consumo y desperdicio, pero se plantean otras vías para salir del ciclo comprar-tirar-comprar
Por desgracia, no todo el mundo ha recibido en la infancia ese tipo de alfabetización que permite adoptar decisiones de consumo estratégicas: “La mayoría nos hemos criado en ambientes modestos o humildes, donde se compraba lo que se podía. Se era respetuoso y cuidadoso con las cosas, eso sí, porque se les tenía apego y eso alargaba su vida”. Sin embargo, no hay respeto ni cuidado que resista a la obsolescencia programada cuando esta se acelera. “Para defendernos, debemos educarnos, niños y adultos, en la buena compra”. De no hacerlo, estaremos condenados “a malgastar sin orden ni concierto y ser esclavos del marketing”.
A veces, en su opinión, “el simple hecho de exponerse a la calidad resulta educativo”. Riezu asegura que ha dedicado horas (“de un tiempo que no me sobra”) a frecuentar tiendas sin comprar nada, a observar, mirar etiquetas, comparar productos y luego investigar online. Su receta ganadora consiste en “tener curiosidad, autocontrol, paciencia y resignación: si no se puede y no resulta imprescindible, no se compra y punto”.
Riezu añade que la renuncia a comprar es también, con mucha frecuencia, un posicionamiento ético: “No compro una determinada marca porque sé lo que implica. La fast fashion [el equivalente a la fast food en el mundo de la moda, productos baratos y de calidad muy cuestionable] hizo que se tambaleasen las percepciones sobre valor, durabilidad o uso. El precio barato invita a derrochar sin mala conciencia”. “A falta de una regulación adecuada por parte de los gobiernos de las calidades y prácticas de producción, soy yo la que hace uso de su poder de decisión como consumidora”, dice la periodista. Robinson-Puche también se muestra partidaria de “ejercer el poder de compra”, premiando las buenas prácticas y castigando “las estrategias desaprensivas y mezquinas”. Uno de sus artículos al respecto tiene un título esclarecedor: Eso lo has hecho a propósito. Y las malas prácticas no pueden quedar impunes, por mucho que se remitan a una tradición centenaria como la que inauguró Alfred P. Sloan.
Mostrando entradas con la etiqueta comprar. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta comprar. Mostrar todas las entradas
Suscribirse a:
Entradas (Atom)