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miércoles, 26 de abril de 2023

MALO, FEO Y CARO. Comprar, tirar, sustituir: qué ha pasado para que los objetos que nos rodean sean cada vez de peor calidad.

El plan para hacernos adquirir cosas que no necesitamos hechas para durar menos de lo que deberían no es nuevo, nació hace un siglo. Hoy no solo triunfan objetos destinados a estropearse pronto, sino objetos que no funcionan desde el principio.

De Alfred P. Sloan, directivo de General Motors, suele decirse que fue el inventor del capitalismo de la caducidad. En la década de 1920, la venta de automóviles en Estados Unidos se acercaba al punto de saturación por primera vez en la historia. Los coches estaban dejando de venderse como rosquillas sobre ruedas. La clase media ya se había motorizado masivamente y la obrera aún no podía permitírselo.

Para esquivar una recesión inminente, Sloan y sus colegas lanzaron una idea que acabaría revolucionando no solo la industria automovilística, sino la economía en su conjunto: la obsolescencia dinámica. Se trataba de incitar a los consumidores a comprarse un vehículo nuevo cada pocos años, y para ello resultaba imprescindible convencerlos de que el que ya tenían se había transformado en una reliquia. El paso decisivo lo dieron los principales fabricantes muy pocos años después, autorizando la producción de autos de diseño más atractivo pero menor calidad mecánica y, en consecuencia, más susceptibles de averiarse y con una vida útil potencialmente más breve.

Recuperaban así una idea puesta en práctica 10 años antes por la asociación norteamericana de grandes fabricantes de bombillas de tungsteno, el llamado cártel Phoebus, que obligó a sus miembros a fabricar productos que no durasen más de 1.000 horas pese a que la tecnología disponible permitía superar sin problemas las 2.000. En palabras de Gary Cross, catedrático en Historia del Consumo en la Universidad de Pensilvania, “Sloan llevó la idea del cártel a sus últimas consecuencias convirtiendo una necesidad práctica de consumo en un hábito”.

Llévense uno ahora y vuelvan luego a por más
El concepto, rebautizado por los analistas como obsolescencia programada, explica en gran medida la historia del capitalismo de las últimas décadas. En 1960, Vance Packard ya explicaba que el principal pilar del sistema consistía en “vendernos la mayor cantidad posible de productos cada vez peores forzándonos incluso a incurrir en deudas insostenibles para mantenernos inmersos en la absurda y extenuante espiral de consumo”. En The Waste Makers (Los creadores de desperdicios), este pionero deploraba el advenimiento de “un capitalismo a crédito, sucio, feo y precario”.

A juzgar por lo que explicaba John Herman el 30 de enero en un incisivo artículo en The New York Magazine, esta lógica se está acelerando con la generalización del consumo electrónico. Hemos entrado en la era de la obsolescencia vertiginosa, caracterizada por la proliferación de productos que no solo caducan cada vez más deprisa, sino que con frecuencia resultan inadecuados para cumplir su función desde el minuto cero. Aspiradoras con una capacidad de succión tan limitada que a duras penas absorben el polvo, hornos que apenas calientan, martillos que no clavan clavos...

Vivimos inmersos en una constelación de objetos pensados para no durar y, en algunos casos, para ni siquiera funcionar como es debido. Herman lo ilustra con un ejemplo, el de la espátula comprada a través de Amazon. Una sencilla búsqueda de producto en la página del mayorista electrónico arroja “81 resultados ordenados de mejor a peor según un algoritmo que recoge y pondera las valoraciones de los propios usuarios”. Los perfiles de cada artículo en concreto incluyen “fotos perfectamente intercambiables entre sí, descripciones en lenguaje robótico, precios muy similares y marcas comerciales en su mayoría desconocidas”. El proceso de compra se ha convertido para el usuario en una especie de laberíntica cata ciega, porque esas evaluaciones demoscópicas (de cero a cinco estrellas) pensadas inicialmente para puntuar libros a duras penas distinguen una espátula de otra.

Al final, el comprador recibirá en casa una herramienta elemental, una lámina metálica con mango de plástico, que es probable que se rompa en cuanto intentemos rascar el arroz del fondo de una olla. ¿Por qué? Según Herman, porque las espátulas, casi todas las espátulas de hoy en día, están mucho peor diseñadas y fabricadas que las de hace 20 y no digamos 50 años. No han sido concebidas para rascar ollas con un mínimo de fiabilidad y solvencia, sino para ser vendidas a través de Amazon a un precio competitivo.

El país de los tuertos
Es más, que una espátula sea sensiblemente mejor que el resto ni siquiera resulta deseable en términos generales, porque la esencia del modelo estriba en que el consumidor pueda elegir entre centenares de opciones virtualmente idénticas, de manera que todas tengan una oportunidad. Empezando por, según Herman, “las que más inviertan en publicidad a través de los canales de Amazon”. La cata ciega no es una consecuencia indeseada del sistema. Es el sistema. Y quien habla de espátulas podría hacerlo sobre casi cualquier producto: resulta muy significativo que, según Consumers International, el porcentaje de electrodomésticos defectuosos pasó en casi 10 años, entre 2004 y 2013, del 3,5% al 8,5%. En una época en que se estaban registrando notables avances tecnológicos, eso no redundaba en la calidad de los productos. Más bien todo lo contrario.

Herman habla de Amazon por su carácter de plataforma disruptiva que ha transformado el comercio electrónico. Pero su análisis no pretende denunciar la presunta malevolencia corporativa de una compañía en concreto, sino identificar un nuevo estadio en la ya larga historia de la obsolescencia programada: la mierdificación (junkification). En otras palabras, la lógica perversa que explica que, de repente todo sea (y parezca) una mierda.

Myriam Robinson-Puche, redactora de la revista tecnológica Morning Brew, considera que el capitalismo de la caducidad hace un uso alterno de dos estrategias básicas: en los productos caros, da prioridad a la obsolescencia percibida (es decir, nos convence de que el automóvil que hemos adquirido, pese a funcionar aún de manera razonable, es una antigualla que debería avergonzarnos y que exige una sustitución inmediata) y la programada (el resto de los productos, simple y llanamente, deja de funcionar). Se trata de una “insidiosa conjura” que ha crecido exponencialmente en paralelo a la consolidación de nuevos canales de adquisición y la emergencia de nuevas necesidades de compra. Y resulta muy perceptible, en opinión de Robinson-Puche, en “la electrónica de consumo, el éxito de cuyas novedades ya no depende solo de la pulsión consumista de tecnófilos y esnobs, sino, cada vez más, de lo mucho que se está acortando la vida útil objetiva de la mayoría de los artículos”.

La analista ofrece una sencilla guía de resistencia ciudadana activa contra la conjura obsolescente y sus aliados: “No deje que le creen falsas necesidades. No consuma en caliente, medite y planifique. Siempre que sea posible, repare y reutilice”. En general, haga lo que esté en su mano para alargar la vida útil, percibida y objetiva, de sus objetos viejos, “porque lo más probable es que los nuevos sean objetivamente peores y le duren mucho menos”. Ya que está usted metido de bruces en un agujero, al menos hágase un favor y deje de cavar. Como decía el sociólogo Erich Fromm, “no me resigno a la idea de que la libertad consista en elegir entre cientos de marcas de cigarrillos distintos, tal vez empezaré a sentirme libre el día que deje de comprar cigarrillos”.

Consejos para no morder el anzuelo
Marta D. Riezu, escritora y periodista especializada en moda que ha abordado el tema de la calidad menguante en sus libros La moda justa y Agua y jabón, ambos editados por Anagrama, también cree que existe un cierto margen de resistencia para los consumidores: “Hay un asunto que me obsesiona, y es la educación en la calidad. Si has tenido la suerte de criarte en una casa donde todo era bello y útil, tu espíritu crece sensibilizado y atento al objeto bien hecho. Interiorizas que comprar siempre lo mejor que te puedas permitir es una inversión a largo plazo”.

La obsolescencia programada nos obliga a entrar en un ciclo sin fin de consumo y desperdicio, pero se plantean otras vías para salir del ciclo comprar-tirar-comprar

Por desgracia, no todo el mundo ha recibido en la infancia ese tipo de alfabetización que permite adoptar decisiones de consumo estratégicas: “La mayoría nos hemos criado en ambientes modestos o humildes, donde se compraba lo que se podía. Se era respetuoso y cuidadoso con las cosas, eso sí, porque se les tenía apego y eso alargaba su vida”. Sin embargo, no hay respeto ni cuidado que resista a la obsolescencia programada cuando esta se acelera. “Para defendernos, debemos educarnos, niños y adultos, en la buena compra”. De no hacerlo, estaremos condenados “a malgastar sin orden ni concierto y ser esclavos del marketing”.

A veces, en su opinión, “el simple hecho de exponerse a la calidad resulta educativo”. Riezu asegura que ha dedicado horas (“de un tiempo que no me sobra”) a frecuentar tiendas sin comprar nada, a observar, mirar etiquetas, comparar productos y luego investigar online. Su receta ganadora consiste en “tener curiosidad, autocontrol, paciencia y resignación: si no se puede y no resulta imprescindible, no se compra y punto”.

Riezu añade que la renuncia a comprar es también, con mucha frecuencia, un posicionamiento ético: “No compro una determinada marca porque sé lo que implica. La fast fashion [el equivalente a la fast food en el mundo de la moda, productos baratos y de calidad muy cuestionable] hizo que se tambaleasen las percepciones sobre valor, durabilidad o uso. El precio barato invita a derrochar sin mala conciencia”. “A falta de una regulación adecuada por parte de los gobiernos de las calidades y prácticas de producción, soy yo la que hace uso de su poder de decisión como consumidora”, dice la periodista. Robinson-Puche también se muestra partidaria de “ejercer el poder de compra”, premiando las buenas prácticas y castigando “las estrategias desaprensivas y mezquinas”. Uno de sus artículos al respecto tiene un título esclarecedor: Eso lo has hecho a propósito. Y las malas prácticas no pueden quedar impunes, por mucho que se remitan a una tradición centenaria como la que inauguró Alfred P. Sloan.

jueves, 26 de julio de 2018

La gentrificación, además de otras cosas, perjudica nuestra alimentación

FUHEM

FUHEM Ecosocial publica un nuevo dossier bajo el título: “Gentrificación, privilegios e injusticia alimentaria” que analiza como las transformaciones comerciales de nuestras ciudades están creando nuevos hábitos de alimentación y nuevas formas de exclusión social.

Algunos lo llaman food porn por la forma en la que la comida se presenta como un objeto de deseo inalcanzable. Los medios de comunicación, con programas de cocina, revistas de gastronomía o de estilo de vida, etc. aceleran lagourmetización de ciertos productos, prácticas o lugares. Son dinámicas que se insertan dentro de procesos más amplios de gentrificación y turistificación de las ciudades.

Las ciudades se han subido al carro de la gourmetización y el turismo gastronómico para atraer a más turistas y fomentar el consumo. Así, gourmetización y gentrificación entran en relación, trasformando los paisajes comerciales y gastronómicos de las ciudades y creando nuevas fronteras y segregación. La búsqueda de estas experiencias gastronómicas asociadas a espacios particulares en la ciudades no está solo restringida a los turistas, los propios residentes se comportan cada vez más como turistas locales.

La turistificación dirigida y promovida por el Estado mediante la gentrificación de los establecimientos comerciales, impregna las ciudades españolas. ”Sin intervenciones políticas que prevengan y retrasen la gentrificación o sin una redistribución equitativa del poder económico, seguiremos viendo cómo los alimentos sirven de herramienta para desplazar a la población con menor poder adquisitivo”, apunta Joshua Sbicca Profesor de Sociología en la Universidad Estatal de Colorado.

Mercados de abastos: escaparates gastronómicos
Los mercados de abastos fueron construidos en su mayoría entre la mitad del siglo XIX y principios del XX, cuando el Estado era más proclive a involucrarse en la organización o regulación del abastecimiento y su comercio. El modelo más famoso internacionalmente es el del Mercado San Miguel en Madrid, un mercado tradicional de hierro abierto en 1916 y localizado en el centro histórico de la ciudad que fue después remodelado y reabierto en 2009 como “meca de los sibaritas”. Este mercado está ya firmemente establecido como parte de rutas turísticas, tiene horarios nocturnos (hasta las 2 de la madrugada los fines de semana), y consta principalmente de puestos de degustación de comida y bebida con algún puesto selecto de comida preparada (pescadería especializada). En el mercado de la Boquería de Barcelona, el 20% de las paradas o los puestos vendían comida para llevar (tipo cestillos de fruta cortada), y el número de turistas con cámaras sobrepasa por mucho al de vecinos que hacen la compra.

Estas nuevas prácticas gastronómicas generan nuevas formas de exclusión: ”Por un lado de grupos vulnerables como personas de rentas bajas, minorías étnicas y emigrantes o personas mayores que usaban el mercado de abastos en su función de servicio o espacio público y, por otro lado, el desplazamiento de los comerciantes más “débiles” que no consiguen adaptarse a la nueva situación, es decir, los grupos más vulnerables de las ciudades ven cómo otro espacio más se hace inaccesible”, según argumenta Sara González, profesora asociada de Geografía en la Universidad de Leeds.

Desiertos alimentarios
En Estados Unidos, la distancia media para encontrar comercios de alimentación que cubran las necesidades básicas está entre 21 y 57 kilómetros. Un desierto alimentario es considerado una zona caracterizada por la ausencia o escasez significativa de comercios de alimentación, que impide la adquisición habitual de alimentos y su posterior consumo a la población que allí reside. “Esta situación podría implicar la aparición de problemas de salud pública, como consecuencia de las dificultades para acceder a una alimentación saludable y económicamente asequible” advierte Guadalupe Ramos Truchero, profesora del Departamento de Sociología y Trabajo Social de la Universidad de Valladolid y miembro del Grupo de investigación de Sociología de la alimentación de la Universidad de Oviedo.

Para considerar una zona como desierto alimentario se estableció una distancia entre 500 y 1.000 metros o un trayecto de 10 a 15 minutos a pie para llegar a un establecimiento comercial. Pero también se añadió la opción del uso del medio de transporte público, considerando una combinación de un viaje de 10 minutos y 50 metros de recorrido de ida y vuelta andando. Lo que venía a ser unos 3 kilómetros de distancia.

La alternativa ecológica
Los últimos informes indican que el gasto por persona en España en productos ecológicos es de 36,33 euros al año, un 69% superior al consumo medio del año 2012. Por su parte, las más de 3.800 empresas industriales de agricultura ecológica generan un volumen de mercado de 1.700 millones de euros y una ocupación de 85.000 puestos de trabajo.

A pesar de estos datos positivos, el poder de transformación de la alimentación ecológica presenta límites: la mercantilización (los sellos que determinan que un producto es ecológico impactan en su coste); la posible desconexión con la persona que lo produce, ya que podemos consumir un producto adquirido en una gran cadena comercial que no contemple las condiciones sociales de las personas que lo han cultivado o elaborado; escaso compromiso político, la aproximación al consumo ecológico no tiene un carácter de transformación que permita proponer o promocionar nuevos espacios políticos; y por último, el origen no es una prioridad, disponemos de productos ecológicos que han recorrido miles de kilómetros, por lo cual, la nominación eco no considera el impacto ambiental de su transporte.

“El hecho de que las grandes cadenas de distribución hayan entrado en la corriente de lo eco, no es una buena noticia. Se convierten en centros de poder, ya que ejercen un control sobre todo el proceso que recorre un alimento desde su producción a su comercialización”, afirma Ricard Espelt, investigador en Digital Commons (DIMMONS) e Internet Interdisciplinary Institute en la Universitat Oberta de Catalunya.

Más información:

Enlace al dossier: Gentrificación, privilegios e injusticia alimentaria
Departamento de Comunicación de FUHEM
Tel. 91 431 02 80. Extensión: 5 // comunicación@fuhem.es
Avda. de Portugal, 79 (posterior)
28011 Madrid
t +34 91 431 02 80. Ext. 161

Fuente: www.fuhem.es

viernes, 15 de junio de 2018

El vino en el mundo: Italia el que más produce, España el que más vende y EE UU donde se lo beben. Un informe mundial describe diferencias notables entre países productores, exportadores y consumidores de la bebida.

Consumo y producción de vino en el mundo en 2017

Cuatro países producen la mitad de todo el vino del mundo y cinco países se beben la mayor parte. Italia, Francia, España y EE UU lideraron en 2017 la producción mundial. En la lista de los principales consumidores, además de Italia, Francia y EEUU se encuentran Alemania y China. España queda en el séptimo lugar. Los datos proceden de la Organización Internacional de la Viña y el Vino (OIV), que presentó un informe este martes en París. Los datos del año pasado son estimaciones pendientes de confirmación.

En el mundo se produjeron 250 millones de hectolitros de vino en 2017, un 8,4% menos que el año anterior. La OIV atribuye la cifra a las condiciones meteorológicas desfavorables que afectaron a la producción especialmente en Europa. Italia se coloca como el principal productor de vino del mundo. Proporcionalmente, el mayor descenso entre los principales productores se dio en España (un 19,8% menos) y el mayor aumento, en Argentina (25,5% más).

España lidera la exportación, a costa del precio
Si lo que se mira es la exportación, aquí ganan los españoles. España es el líder mundial en ventas de vino, con 22,1 millones de hectolitros el año pasado (según el Observatorio Español de los Mercados del Vino fueron 22,8 millones de hectolitros). A España la siguen de cerca Italia (21,4 millones), Francia (15,4) y, a mayor distancia, Chile (9,8) y Australia (8).

Pero si en lugar del volumen se mide el importe de esas exportaciones, Francia e Italia ganan en ingresos. Porque el vino español se vende mucho, pero muy barato: España vende a 1,25 euros el litro; los franceses, a unos seis euros de media; los italianos, a 2,78 euros. Alemania, Reino Unido y Estados Unidos son los principales importadores en volumen de vino y gasto.

Por persona, los portugueses beben más
El consumo mundial (243 millones de hectolitros) se mantuvo prácticamente estable, con solo un millón más que el año anterior. Estados Unidos es el país que más vino consume en conjunto, con 32,6 millones de hectolitros. Los mayores incrementos entre los principales países consumidores se detectaron en Australia (5,4% más), España (4%) y China (3,5%). Descendió el consumo en Argentina (5,3%) y Rusia (2,2%).

Si en lugar del volumen total de vino consumido se tiene en cuenta el tamaño del país, Estados Unidos no es tan aficionado a los caldos como parece. Ahí hay un claro vencedor: en ingesta por habitante, Portugal ocupa el primer puesto mundial. Los portugueses, con sus más de 51 litros por persona y año doblan a los españoles, con 25.

Echando la vista atrás, la OIV constata una estabilización en el consumo mundial de vino después de la crisis económica, y una cierta recuperación en los últimos tres periodos. En 2007 y 2008 se consumieron 250 millones de hectolitros, el máximo en lo que va de siglo.

https://elpais.com/economia/2018/04/26/actualidad/1524755902_232432.html

jueves, 11 de agosto de 2016

Marx llevaba bastante razón

Vicenç Navarro
Catedrático de Ciencias Políticas y Políticas Públicas. Universidad Pompeu Fabra, y ex Catedrático de Economía. Universidad de Barcelona

Como consecuencia del enorme dominio que las fuerzas conservadoras tienen en los mayores medios de difusión y comunicación, incluso académicos, en España (incluyendo Catalunya), el grado de desconocimiento de las distintas teorías económicas derivadas de los escritos de Karl Marx en estos medios es abrumador. Por ejemplo, si alguien sugiere que para salir de la Gran Recesión se necesita estimular la demanda, inmediatamente le ponen a uno la etiqueta de ser un keynesiano, neo-keynesiano o “lo que fuera” keynesiano. En realidad, tal medida pertenece no tanto a Keynes, sino a las teorías de Kalecki, el gran pensador polaco, claramente enraizado en la tradición marxista, que, según el economista keynesiano más conocido hoy en el mundo, Paul Krugman, es el pensador que ha analizado y predicho mejor el capitalismo, y cuyos trabajos sirven mejor para entender no solo la Gran Depresión, sino también la Gran Recesión.
En realidad, según Joan Robinson, profesora de Economía en la Universidad de Cambridge, en el Reino Unido, y discípula predilecta de Keynes, este conocía y, según Robinson, fue influenciado en gran medida por los trabajos de Kalecki.

Ahora bien, como Keynes es más tolerado que Marx en el mundo académico universitario, a muchos académicos les asusta estar o ser percibidos como marxistas y prefieren camuflarse bajo el término de keynesianos. El camuflaje es una forma de lucha por la supervivencia en ambientes tan profundamente derechistas, como ocurre en España, incluyendo Catalunya, donde cuarenta años de dictadura fascista y otros tantos de democracia supervisada por los poderes fácticos de siempre han dejado su marca.

Al lector que se crea que exagero le invito a la siguiente reflexión. Suponga que yo, en una entrevista televisiva (que es más que improbable que ocurra en los medios altamente controlados que nos rodean), dijera que “la lucha de clases, con la victoria de la clase capitalista sobre la clase trabajadora, es esencial para entender la situación social y económica en España y en Catalunya”; es más que probable que el entrevistador y el oyente me mirasen con cara de incredulidad, pensando que lo que estaría diciendo sería tan anticuado que sería penoso que yo todavía estuviera diciendo tales sandeces. Ahora bien, en el lenguaje del establishment español (incluyendo el catalán) se suele confundir antiguo con anticuado, sin darse cuenta de que una idea o un principio pueden ser muy antiguos, pero no necesariamente anticuados. La ley de la gravedad es muy, pero que muy antigua, y sin embargo, no es anticuada. Si no se lo cree, salte de un cuarto piso y lo verá.

La lucha de clases existe
Pues bien, la existencia de clases es un principio muy antiguo en todas las tradiciones analíticas sociológicas. Repito, en todas. Y lo mismo en cuanto al conflicto de clases. Todos, repito, todos los mayores pensadores que han analizado la estructura social de nuestras sociedades –desde Weber a Marx- hablan de lucha de clases. La única diferencia entre Weber y Marx es que, mientras que en Weber el conflicto entre clases es coyuntural, en Marx, en cambio, es estructural, y es intrínseco a la existencia del capitalismo. En otras palabras, mientras Weber habla de dominio de una clase por la otra, Marx habla de explotación. Un agente (sea una clase, una raza, un género o una nación) explota a otro cuando vive mejor a costa de que el otro viva peor. Es todo un reto negar que haya enormes explotaciones en las sociedades en las que vivimos. Pero decir que hay lucha de clases no quiere decir que uno sea o deje de ser marxista. Todas las tradiciones sociológicas sostienen su existencia.

Las teorías de Kalecki
Kalecki es el que indicó que, como señaló Marx, la propia dinámica del conflicto Capital-Trabajo lleva a la situación que creó la Gran Depresión, pues la victoria del capital lleva a una reducción de las rentas del trabajo que crea graves problemas de demanda. No soy muy favorable a la cultura talmúdica de recurrir a citas de los grandes textos, pero me veo en la necesidad de hacerlo en esta ocasión.

Marx escribió en El Capital lo siguiente: “Los trabajadores son importantes para los mercados como compradores de bienes y servicios. Ahora bien, la dinámica del capitalismo lleva a que los salarios –el precio de un trabajo- bajen cada vez más, motivo por el que se crea un problema de falta de demanda de aquellos bienes y servicios producidos por el sistema capitalista, con lo cual hay un problema, no solo en la producción, sino en la realización de los bienes y servicios. Y este es el problema fundamental en la dinámica capitalista que lleva a un empobrecimiento de la población, que obstaculiza a la vez la realización de la producción y su realización”. Más claro, el agua.

Esto no es Keynes, es Karl Marx. De ahí la necesidad de trascender el capitalismo estableciendo una dinámica opuesta en la que la producción respondiera a una lógica distinta, en realidad, opuesta, encaminada a satisfacer las necesidades de la población, determinadas no por el mercado y por la acumulación del capital, sino por la voluntad política de los trabajadores.

De ahí se derivan varios principios. Uno de ellos, revertir las políticas derivadas del domino del capital (tema sobre el cual Keynes no habla nada), aumentando los salarios, en lugar de reducirlos, a fin de crear un aumento de la demanda (de lo cual Keynes sí que habla) a través del aumento de las rentas del trabajo, vía crecimiento de los salarios o del gasto público social, que incluye el Estado del bienestar y la protección social que Kalecki define como el salario social.

Mirando los datos se ve claramente que hoy las políticas neoliberales realizadas para el beneficio del capital han sido responsables de que desde los años ochenta las rentas del capital hayan aumentado a costa de disminuir las rentas del trabajo (ver mi artículo “Capital-Trabajo: el origen de la crisis actual” en Le Monde Diplomatique, julio 2013), lo cual ha creado un grave problema de demanda, que tardó en expresarse en forma de crisis debido al enorme endeudamiento de la clase trabajadora y otros componentes de las clases populares (y de las pequeñas y medianas empresas).

Tal endeudamiento creó la gran expansión del capital financiero (la banca), la cual invirtió en actividades especulativas, pues sus inversiones financieras en las áreas de la economía productiva (donde se producen los bienes y servicios de consumo) eran de baja rentabilidad precisamente como consecuencia de la escasa demanda. Las inversiones especulativas crearon las burbujas que, al estallar, crearon la crisis actual conocida como la Gran Depresión. Esta es la evidencia de lo que ha estado ocurriendo (ver mi libro Ataque a la democracia y al bienestar. Crítica al pensamiento económico dominante, Anagrama, 2015)

De ahí que la salida de la Gran Crisis (en la que todavía estamos inmersos) pase por una reversión de tales políticas, empoderando a las rentas del trabajo a costa de las rentas del capital. Esta es la gran contribución de Kalecki, que muestra no solo lo que está pasando, sino por dónde deberían orientar las fuerzas progresistas sus propuestas de salida de esta crisis, y que requieren un gran cambio en las relaciones de fuerza Capital-Trabajo en cada país. El hecho de que no se hable mucho de ello responde a que las fuerzas conservadoras dominan el mundo del pensamiento económico y no permiten la exposición de visiones alternativas. Y así estamos, yendo de mal en peor. Las cifras económicas últimas son las peores que hemos visto últimamente.

http://blogs.publico.es/vicenc-navarro/2016/08/01/marx-llevaba-bastante-razon/