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lunes, 5 de febrero de 2024

_- Qué pensaba Platón que tenía que tener una sociedad para ser exitosa

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Una escultura de Platón en Grecia

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El filósofo griego Platón fue uno de los pensadores más influyentes de la filosofía occidental. Todos tienen un papel que desempeñar en la ciudad platónica -desde los esclavos hasta los hombres libres- pero para que una sociedad funcione, sus estructuras tienen que ser jerárquicas y en la cima de todo siempre habrá un líder.

Platón (428 a.C- 347 a.C.), filósofo griego y uno de los pensadores más creativos e influyentes de la filosofía occidental, era conocido por sus escritos políticos y morales... y por ser un crítico acérrimo de las instituciones democráticas.

El Estado ideal, según Platón, se compone de tres clases. La estructura económica reposa en la clase de los comerciantes. La seguridad, en los soldados. Y el liderazgo político debe ser asumido por los filósofos-reyes.

Son estos últimos quienes han cultivado tanto la mente que son capaces de entender las ideas y, por lo tanto, toman las decisiones más sabias, al contrario de la masa.

Cuadro "La escuela de Atenas" de Rafael.

Cuadro "La escuela de Atenas" de Rafael

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Platón era discípulo de Sócrates.

“Tienen la capacidad racional y también, en opinión de Platón, tienen mucha experiencia y formación para lidiar con las cosas duras y complejas que suceden en el mundo. Piensa que estas son las personas más valiosas para el poder político”, dice a BBC Mundo Sara Monoson, catedrática y profesora de Pensamiento Clásico en la Universidad de Northwestern.

Según la visión platónica, a los filósofos-reyes no les interesa el poder por sí mismo -son honestos y serios- por eso se convierten en el estamento más confiable cuando se trata de esquivar los atractivos de la corrupción y eso hace que se les pueda confiar el mando.

Pensar esto en Atenas, la cuna de la democracia (dêmos "pueblo" y krateîn "gobernar") no estaba exento de polémica, pero como explica Monoson, Platón estaba particularmente preocupado por lo que consideraba la peligrosidad de la masa desinformada.

Para el filósofo, “sin educación filosófica, los ciudadanos son vulnerables a ser utilizados y manipulados por astutos demagogos”, dice la académica y añade:

“Tanto es así que Platón pensaba que los tiranos surgen de la masa. Es alguien que convence al resto de que tiene la solución a los problemas, pero que en el fondo, tan pronto como se afianza en el poder, se vuelve totalmente abusivo". 


 Parlamento alemán


Parlamento alemán

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Platón creía que los gobernantes actuarían desinteresada y virtuosamente. 


 En este contexto Platón se vuelve crítico con la democracia, dice Monoson, porque pensaba que era un sistema que no podía proteger a la gente.

Por eso, para evitar estos peligros y ser una sociedad armónica, se necesitan, según Platón, dos cosas, como explica Miquel Solans Blasco, doctor y profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Navarra:

“Uno, una buena educación y dos, obviamente, buenos gobernantes”.

1. Educación

Para Platón la clase social de una persona viene determinada por la educación, que empieza en el nacimiento y continúa hasta que esa persona ha alcanzado el máximo grado de educación compatible con sus intereses y habilidades.

Son aquellos que completan todo el proceso educativo los que se sitúan en lo alto de la pirámide jerárquica, que según él debe tener una sociedad.

“Por buena educación, yo creo que él entiende una educación de tipo humanista. Es decir, lo que busca es fomentar en los alumnos o en los ciudadanos en su etapa joven la capacidad de pensar, de valorar el saber por sí mismo y no como algo instrumental. El saber tiene un valor comunitario que se basa en la capacidad de reflexionar críticamente”, dice Solans. 


 La portada del libro de Platón


La portada del libro de Platón

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En el libro "República", Platón habla de casi todo: justicia, naturaleza humana, educación, virtud. 


 “Para Platón es muy importante desarrollar la sensibilidad. Una sensibilidad moral que hace que los ciudadanos cultiven deseos nobles, elevados y por lo tanto que desarrollen un carácter cívico. Es decir, un modo de ser que les haga desear vivir en comunidad, tener intereses más allá de los propios, de la riqueza o del propio beneficio”, añade.

Coincide con él, la profesora de de Pensamiento Clásico de la Universidad de Northwestern.

"¿Qué resultado va a producir la práctica de todas esas virtudes que son tan valiosas? La respuesta es la moderación del poder por sí mismo, tanto en el alma humana como en las instituciones políticas", dice Monoson.

Gran parte de la obra del filósofo gira en torno a la necesidad de cultivar deseos elevados, integradores, que hagan a las personas capaces de convivir con otros y de compartir la búsqueda de la justicia en común.

Para alcanzar todo esto Platón propone maneras de hacerlo en la vida real. Una de ellas es la convivencia con personas mayores y por tanto, la admiración de caracteres más más maduros o desarrollados.

En sus escritos, el filósofo griego también habla mucho de ciertas educaciones prácticas que tienen que ver con el cultivo de las artes, la música o el baile, y sobre todo, la retórica. Materias muy valoradas en la antigua Grecia.

Bajorrelieve que muestra a la democracia coronando a Demos, el pueblo de Atenas. 336 a. C. (Museo Agora, Atenas, Grecia).


Bajorrelieve que muestra a la democracia coronando a Demos, el pueblo de Atenas. 336 a. C. (Museo Agora, Atenas, Grecia).

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Votar por un líder le parecía arriesgado pues los electores eran fácilmente influenciados por ca

Votar por un líder le parecía arriesgado pues los electores eran fácilmente influenciados por características irrelevantes, como la apariencia de los candidatos.

En el año 387 a.C. Platón fundó en Atenas la Academia, institución a menudo considerada como la primera universidad europea.

Ofrecía un amplio plan de estudios, que incluía materias como Astronomía, Biología, Matemáticas, Teoría Política y Filosofía. Aristóteles fue su alumno más destacado.

En realidad, el sistema educacional ideal de Platón está, ante todo, estructurado para producir filósofos-reyes.

2. Gobernantes

La otra cosa que necesita una sociedad para ser exitosa son buenos gobernantes.

Aborda esta temática en su libro más famoso de Platón, “República”, y también en su obra Gorgias, el más moderno de sus diálogos.

“Una sociedad para ser exitosa tiene que tener buenos gobernantes: capaces de deliberar, de buscar el bien común, de encontrar proyectos integradores, de superar las diferencias que aparecen en la sociedad”, afirma el profesor de la Universidad de Navarra.

Los gobernantes tienen que ser capaces de promover propuestas y un clima político con el que se puedan reconocer el mayor número posible de ciudadanos.

“Son responsables también de generar las condiciones para que haya un diálogo fructífero entre partes que piensan distintas”, dice Solans.

Platón rescata ideales políticos muy valiosos, que tienen que ver con la capacidad del diálogo cooperativo y con la calidad moral de sus gobernantes.

Bandera de Grecia.


Bandera de Grecia

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Platón quería al timón del Estado a filósofos especialmente entrenados, escogidos por su incorruptibilidad.

“Tiene que realizar discursos públicos que apelen a la razón o a la capacidad racional de los ciudadanos, que no los traten ni con condescendencia ni con un mero interés de halagar. Dar razones, interpelar a los ciudadanos, ser capaz de escuchar la respuesta.

“Y en este sentido, el buen gobernante tiene que generar un espacio de diálogo libre en el que sea posible la crítica y el enriquecimiento mutuo”, cuenta Solans.

Para Platón, la actividad política no se puede realizar más que dentro del ámbito de la moral.

"Él está diciendo que en una ciudad ideal tendrías un proceso educativo que produciría seres humanos con cualidades filosóficas que los haría dignos de confianza. Y por lo tanto podrías tener una autoridad política que usaría todos los recursos de la comunidad para construir esa felicidad y poner bien en el mundo por delante", dice Monoson.

¿Cómo se aplica esto en la actualidad?

Para el profesor de la Universidad de Navarra, la educación hoy día está en crisis.

“Sobre todo a nivel de qué significa o qué sentido tiene educar. Le damos una visión instrumental. Parece que educarnos significa prepararnos para las necesidades del mercado. Y creo que Platón reaccionaría a eso con un no rotundo. La educación nos tiene que preparar para las verdaderas necesidades humanas y cívicas, es decir, para vivir en comunidad”, dice.

Para él, Platón apoyaría esa idea de que la educación no puede tener un valor instrumental.

“La educación debe perseguir un fin más amplio, más integrador, que es la necesidad humana de desarrollar la propia sensibilidad, la propia racionalidad y la capacidad de convivir con otros”. 


 La muerte de Sócrates.


La muerte de Sócrates

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En la "República", el Sócrates imaginado por Platón señala que esa democracia, una "forma agradable de anarquía"

¿Y qué pasa con ese espacio de diálogo que debe crear un buen gobernante?

“Creo que muchas veces se habla de que uno persigue la justicia, el bien común, pero a la hora de defender esas ideas que uno interpreta como justas y como buenas para el bien común, las defiende atacando al oponente, caricaturizándolo, no escuchando cuáles son sus intereses legítimos, no dándole voz", dice Solans.

En este mundo polarizado donde todo el mundo tiene una opinión, Platón también tendría algo que decir, según el profesor:

“Nos esforzamos todos por construir un mundo justo, pero justo muchas veces significa justo según mis ideas concretas, según mi grupo de opinión”.

A juicio de Solans, aunque el mismo Platón reconoce que su ideal nunca fue plenamente realizado, “sí podemos ir gradualmente a la sociedad perfecta, sabiendo que nunca llegaremos a tenerla por completo. Porque somos seres imperfectos”.

https://www.bbc.com/mundo/articles/c3g28qqp5pyo

jueves, 29 de diciembre de 2022

IDEAS Filósofos y amantes culpables: el nazi Martin Heidegger y la judía Hannah Arendt

En pleno siglo XX, el deslumbramiento ante las grandes figuras masculinas no solo parecía una buena idea, sino una necesaria, irremplazable e inolvidable, escribe Vivian Gornick en un libro del que ‘Ideas’ adelanta un extracto. La devoción de la filósofa alemana por su maestro es el caso más inquietante del siglo del totalitarismo. 

VIVIAN GORNICK 

Retratos de los filósofos Hannah Arendt (1906-1975) y Martin Heidegger (1889-1976). ALAMY/ALBUM 

La cosa se reduce a lo siguiente: quien no entiende sus sentimientos se pasa la vida vapuleado por ellos, a su merced; quien los entiende pero no es capaz de procesarlos está abocado a años de dolor; quien niega y desprecia el poder que tienen está perdido. De esto quieren hablarnos Hardy e Ibsen con sus grandes personajes: de mujeres y hombres atenazados. (…).

La historia de Hannah Arendt y Martin Heidegger es cosa de dramaturgos más que de críticos. Es un relato sobre una conexión emocional muy temprana en la vida de ambos, que nunca llegó a asimilarse del todo y que acabó enterrada viva en unos sentimientos que los protagonistas se empeñaron en ocultarse a sí mismos. Los sentimientos de este cariz son como las malas hierbas que crecen en el cemento y que, cuando pasa el huracán y siembra el mundo de destrucción, siguen allí cimbrándose al viento.

Hannah Arendt empezó a asistir en 1924 a las clases de Martin Heidegger en la Universidad de Marburgo. Ella tenía 18 años; él tenía 35 y era ya famoso en los círculos universitarios. (La publicación de Ser y tiempo tres años después lo encumbraría al Olimpo de la filosofía). Ella era guapa y, ni que decir tiene, la alumna más inteligente de la clase. Él se vio atraído e hizo sus avances. Al cabo de unos meses eran amantes. El idilio duró cuatro años.

Heidegger llevó las riendas de la relación y Hannah las de la veneración —por supuesto, ¡cómo iba a ser de otra manera!—, pero, en cierto modo, la dinámica entre ambos los empataba. Él necesitaba la veneración inteligente de ella tanto como ella necesitaba prodigarla. Ambos abordaban con reverencia el talento de él para pensar, los dos creían que era el receptáculo de algo grandioso, algo que siempre habrían de servir y proteger y ante lo que era necesario reaccionar siempre. El tiempo demostraría que fue esta intensidad que existía entre ellos lo que los unió con más fuerza incluso que el amor o la historia mundial.

Heidegger fue nombrado rector de la Universidad de Friburgo en la primavera de 1933. En un discurso inau­gural de infausto recuerdo dio su respaldo al nacionalsocialismo y puso a la universidad al servicio del régimen nazi. Ese verano Hannah Arendt abandonaba Alemania. Tardaría diecisiete años en regresar a su país de nacimiento. Para entonces, ella se había labrado fama internacional como pensadora política y Heidegger vivía en la pobreza, en la Alemania ocupada, y no se le permitía ejercer la enseñanza.

Ese febrero de 1950, Arendt se dijo que por nada del mundo pensaba ponerse en contacto con él, pero fue pisar Friburgo y llamarlo por teléfono. Al cabo de unas horas, él estaba en su hotel. Dos días después ella le escribía por carta:

“Cuando el camarero pronunció tu nombre, fue como si de pronto se detuviera el tiempo. Entonces tomé conciencia de manera fulminante de algo que antes no habría confesado ni a mí misma, ni a ti, ni a nadie: que la presión del impulso, después de que Friedrich me diera la dirección, tuvo la clemencia de preservarme de cometer la única infidelidad realmente imperdonable y de hacerme indigna de mi vida. Pero una cosa debes saber (…): si lo hubiera hecho, habría sido por orgullo, es decir, por una estupidez pura y simple y loca. No por ciertos motivos”.

Tres meses después, Heidegger le envía cuatro cartas en rápida concatenación para decirle la alegría que le ha supuesto que ella haya vuelto a su vida; que cuando pensaba, solo ella estaba cerca de él; que soñaba con que viviera cerca de él y con pasarle los dedos por el pelo. Sonaba a un hombre que acaba de recobrar la energía, lleno de esperanza y anhelo, emocionado e inmensamente alegre de estar vivo. (…)

Fue este un apego que perduró en el tiempo, contra toda razón, entre dos personas que, según todas las leyes de la historia social instauradas, deberían haber acabado repeliéndose. Aquí lo interesante es la irracionalidad, donde reside el drama, donde un supuesto interpretativo es tan válido como cualquiera. La pregunta se plantea: ¿cómo pudo ella —cuando la vida ética era una de sus inquietudes vitales— no solo seguir queriendo a un hombre que había sido nazi, sino que además no cejó, durante la década de 1960, de argumentar por escrito que, en realidad, él no había sabido lo que se hacía, que era políticamente inocente?

(…) No me cabe duda de que el amor de Arendt por Heidegger se asemejaba al de una niña angustiada por el padre primero inaccesible y luego difunto; y no me cabe duda de que eso reforzó la maraña de miedos e inhi­biciones emocionales que encerraba la rigidez intelectual que acabó convirtiéndose en el distintivo estilo de Arendt. Pero, como bien sabe cualquier dramaturgo, un análisis en términos psicológicos como este solamente es interesante cuando se presenta dentro de una mitología mayor, una que aporte un correlato objetivo a esa necesidad incontrolable de la protagonista. ­Arendt y Heidegger tenían una mitología así muy a mano.

Ambos encarnaban el prototipo del intelectual europeo. Adoraban el acto de la intelección. Para ellos, pensar era lo que hacía a los humanos superiores a los animales. Más que superiores: los dotaba de sentido y trascendencia. (…)

Para tales personas, Heidegger fue un visionario, un hombre envuelto en un aura, imbuido con el oscuro poder de “pensar”. Este impresionante don lo situaba, en la imaginación de prácticamente todo el que lo conocía, más allá de la crítica corriente. Hacerlo como él lo hacía era ascender al monte Olimpo. (…)

Tal apego es, en esencia, una parábola del anhelo de trascendencia. El anhelo es el meollo romántico del asunto. Era letal. Lanzaba un anzuelo a todos a quienes hablaba. El anzuelo estaba unido a una intensidad que tiraba del corazón. La cuestión de quiénes pueden zafarse cuando la devoción amenaza la integridad del ser, y quiénes no, es ciertamente una cuestión de temperamento, de comprensión y de integridad del ser: esto es, la libertad de acción que surge de la unificación de mente y espíritu. (…)

Arendt desdeñaba a Freud y aborrecía de la devoción de los estadounidenses por el psicoanálisis. Le parecía una cháchara obsesiva e inmadura; no despertaba en ella ni interés ni simpatías; no podía imaginar que, ocultas en su interior, había ideas que reflejaban una realidad que sí era relevante. El desprecio era sintomático; la dejaba fuera de todo conocimiento de sus conflictos internos. Al quedar fuera, era más vulnerable a ellos de lo que podía ser otra persona quizá más sencilla pero más dispuesta a la introspección. Más vulnerable y, por ende, más dramáticamente culpable.

En nuestros días (…), esa devoción histórica por la trascendencia a través del arte y del intelecto suena extraña, incluso extranjera, en cierto modo. Pero es una historia de sensibilidad compartida, eso que todos sentíamos hasta hace nada. ¿Cuántos hombres y mujeres no he visto, en mi corta y confusa vida, subyugados por El Gran Hombre, el que parecía encarnar al Arte o la Revolución en mayúsculas? Somos legión. Nosotros mismos éramos personas inteligentes, cultas, talentosas, ninguno éramos monstruos de la moralidad, solamente personas corrientes con ganas de vivir la vida a un nivel simbólico. En su momento El Gran Hombre no solo parecía una buena idea, sino una necesaria, irremplazable e inolvidable.

Pienso que estamos demasiado cercanos en el tiempo a los acontecimientos internos de esta historia para poder juzgar su significado. Pero juzgar es una necesidad que tenemos: interpela directamente a nuestras propias angustias, nos alivia del lastre de nosotros mismos. Podemos resistirnos tanto como Hannah Arendt pudo resistirse a Martin Heidegger. 



miércoles, 7 de enero de 2015

¿Ha matado la ciencia a la filosofía? Francis Crick, codescubridor de la doble hélice del ADN, aseguraba con mala uva que el único filósofo de la historia que había tenido éxito era Albert Einstein

No tan muerta
Por Javier Sampedro

Yo, señor, soy un científico raro. Sé que meterse con los filósofos es una de las aficiones favoritas de los científicos. Francis Crick, codescubridor de la doble hélice del ADN, aseguraba con característica mala uva que el único filósofo de la historia que había tenido éxito era Albert Einstein. El genetista y premio Nobel Jaques Monod dedicó un libro entero, El azar y la necesidad, a reírse de los filósofos marxistas, y el cosmólogo Stephen Hawking ha declarado con gran aparato eléctrico que “la filosofía ha muerto”, lo que ha dejado de piedra a los filósofos y seguramente a los muertos. Pero fíjense en que todos esos dardos venenosos no son expresiones científicas, sino filosóficas, y que por tanto se autorrefutan como una paradoja de Epiménides (ya les dije que yo era un científico raro).

¿Qué quiere decir Hawking con eso de que la filosofía ha muerto? Quiere decir que las cuestiones fundamentales sobre la naturaleza del universo no pueden responderse sin los datos masivos que emergen de los aceleradores de partículas y los telescopios gigantes. Quiere decir que la pregunta “¿por qué estamos aquí?” queda fuera del alcance del pensamiento puro. Quiere decir que el progreso del conocimiento es esclavo de los datos, que su única servidumbre es la realidad, que cuando una teoría falla la culpa es del pensador, nunca de la naturaleza. Un físico teórico sabe mejor que nadie que, pese a que la ciencia es solo una, hay dos formas de hacerla: generalizando a partir de los datos y pidiendo datos a partir de las ecuaciones. Einstein trabajó de la segunda forma, pensando de arriba abajo. Pero ese motor filosófico también le condujo a sus grandes errores, como la negación de las aplastantes evidencias de la física cuántica con el argumento de que “Dios no juega a los dados”. Como le respondió Niels Böhr: “No digas a Dios lo que debe hacer”.

La ciencia no matará a la filosofía: solo a la mala filosofía.

Una cooperación fecunda
Por Adela Cortina

La filosofía es un saber que se ha ocupado secularmente de cuestiones radicales, cuyas respuestas se encuentran situadas más allá del ámbito de la experimentación científica. El sentido de la vida y de la muerte, la estructura de la realidad, por qué hablamos de igualdad entre los seres humanos cuando biológicamente somos diferentes, qué razones existen para defender derechos humanos, cómo es posible la libertad, en qué consiste una vida feliz, si es un deber moral respetar a otros aunque de ello no se siga ninguna ganancia individual o grupal, qué es lo justo y no sólo lo conveniente. Sus instrumentos son la reflexión y el diálogo bien argumentado, que abre el camino hacia ese “uso público de la razón” en la vida política, sin el que no hay ciudadanía plena ni auténtica democracia. El ejercicio de la crítica frente al fundamentalismo y al dogmatismo es su aliado.

En sus épocas de mayor esplendor la filosofía ha trabajado codo a codo con las ciencias más relevantes, y ha sido la fecundación mutua de filosofía y ciencias la que ha logrado un mejor saber. Porque la filosofía que ignora los avances científicos se pierde en especulaciones vacías; las ciencias que ignoran el marco filosófico pierden sentido y fundamento.

Hoy en día son especialmente las éticas aplicadas a la política, la economía, el desarrollo, la vida amenazada y tantos otros ámbitos las que han mostrado que el imperialismo de un solo saber, sea el que fuere, es estéril, que la cooperación sigue siendo la opción más fecunda. Habrá que mantener, pues, la enseñanza de la ética y de la filosofía en la ESO y en el bachillerato, no vaya a ser que, al final, científicos como Hawking o Dawkins acaben dándole la razón a la LOMCE.

Fuente: El País, Babelia.
http://cultura.elpais.com/cultura/2014/12/30/babelia/1419956198_209450.html