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lunes, 12 de marzo de 2018

_- Plegarias. Los seguidores de Buda y de Confucio son capaces de compaginar la armonía del nirvana con las leyes del capitalismo más salvaje.

_- El Kaláshnikov se ha convertido en un instrumento de oración. Con cada proyectil escupe también una plegaria. Rezar y disparar. Nunca como hoy han estado tan unidos el bien y el mal, el progreso y el regreso de la humanidad en una confusa amalgama de religión, ciencia y fanatismo. Miles de millones de habitantes del planeta profesan la nueva fe en la energía nuclear sin dejar de creer en sus antiguos dioses. En el billete de dólar con el que se compran y se venden todas las almas se halla escrita esta súplica: ¡en Dios confiamos! En el inconsciente colectivo de Estados Unidos están interiorizados, como iconos de la patria, el rifle Winchester y el Colt 45; de hecho las matanzas en los centros escolares constituyen una forma de costumbrismo. Los profesores en los colegios, según Donald Trump, deberían impartir lecciones de ética con un revólver en la mano.

Los yihadistas dominan las redes sociales más sofisticadas, pero gritan ¡Alá es grande! antes de ametrallar a los enemigos. Los judíos de Israel imploran protección a Yavhé en el Muro de las Lamentaciones, aunque sin duda fían más su seguridad a la posesión de la bomba atómica. Los seguidores de Buda y de Confucio son capaces de compaginar la armonía del nirvana con las leyes del capitalismo más salvaje. Los animistas africanos asesinan a sus congéneres de otras etnias y luego por su smartphone se enteran del resultado de la razia. Los millones de neuronas de nuestro sistema digestivo se encargan de provocarnos náuseas y vómitos cuando un alimento indigesto penetra en el estómago; en cambio, las neuronas del cerebro admiten sin rechazo alguno toda clase de basura. Lo cuecen todo en una confusa unidad, el bien y el mal, la fe, la ciencia y el fanatismo, de modo que hoy matar puede ser lo mismo que rezar. Se aprieta el gatillo y salen convertidas en plomo las plegarias.

https://elpais.com/elpais/2018/02/23/opinion/1519392013_671876.html

domingo, 11 de febrero de 2018

_- Cómo hacer razonar a alguien que no está dispuesto a cambiar de opinión. Parece que ser inconvencible es una señal de liderazgo y el resultado es que cada vez hay más líderes dogmáticos. ¿Dónde está la virtud?

_- Si no por una cosa, por otra: religión, política, tradiciones. Siempre aupados por ellos, los dogmáticos —cada vez más numerosos— se escudan tras sus ideas cerrándose a cualquier otra opinión que ataque sus firmes e inamovibles creencias.

En todos los planos, de profundidad y más triviales, siempre habrá un defensor de la tortilla de patata seca que peleará con todas sus armas contra aquel que le ponga cebolla, encontrando una barrera igual de firme al otro lado. Dos polos irreconciliables sin voluntad de hablar, utilizando el "porque lo digo yo" como único argumento.

Ahora, un estudio publicado en Journal of Religion and Health se ha ocupado de analizar los rasgos más íntimos de estas personas inconvencibles, las que sientan cátedra y no atienden a razones, por más que se les rebata con argumentos solventes y la realidad se les imponga.

Conscientes de que la sociedad moderna parece revelarse como una generadora de nuevos perfiles de personas inamovibles, los investigadores de la Case Western Reserve University en Cleveland (Ohio) han tratado de entender los dogmas religiosos y también los no religiosos.

Jared Friedman, coautor del estudio y doctorando en Comportamiento organizacional, explica que "algunas personas religiosas se aferran a determinadas creencias porque estas concuerdan con sus valores morales", y por eso son más tendentes al inmovilismo. Por su parte, los defensores de pensamientos no religiosos son muchas veces incapaces de ver algo positivo en aquello que contradice sus conclusiones.

Friedman establece que en cada caso —el religioso y el no religioso— se activa una red neuronal diferente: mientras las redes empáticas son propias de los pensamientos religiosos, las analíticas serían las que activamos en los temas no religiosos; cada persona elige la más adecuada para cada decisión. Moralidad o lógica pueden ser llevadas al extremo, anulando la posibilidad de abrir la mente a nuevas ideas y corrientes de opinión y convirtiendo al individuo en dogmático.

En la raíz de ambos perfiles, según el psicólogo y director del Centro de Psicología comportamental,Enrique Cervantes, hay un problema de educación: "Nuestro sistema no nos enseña a ser objetivos sino a tomar partido, a vivir en la idea de estás conmigo o contra mí. Por eso los dogmas —aunque son verdades no demostradas— se asumen como ciencia y anulan la capacidad de discusión".

El experto apuesta por encontrar un equilibrio entre la razón y la emoción, tanto en planos religiosos como mundanos, y elevar el nivel de reflexión para "luchar contra la intoxicación general y acabar con cualquier dogmatismo". Esa es, según Cervantes, la receta para los porquelodigoyoistas.

¿Hemos perdido la capacidad de debatir?
"Definitivamente, no. Vivimos en la sociedad que más promueve el diálogo de la Historia", afirma Helena Soleto, directora del Máster en Mediación, negociación y resolución de conflictos de la Universidad Carlos III de Madrid. Pero completa: "Otra cosa es que hoy haya muchos dogmatismos a los que acogerse, porque el sujeto siempre busca diseñar su identidad para formar parte de un grupo. Y lo que está claro es que, para poder hablar, hay que querer hacerlo".

"Cualquiera puede ser convencido, siempre y cuando el punto de encuentro buscado sea razonable y sano", (Helena Soleto, directora del Máster en Mediación, negociación y resolución de conflictos de la Universidad Carlos III de Madrid).

He aquí el quid de la cuestión: intercambiar opiniones y no quedarse únicamente en su exposición. En esta línea, el experto en lenguaje y comunicación Julio García Gómez se muestra más escéptico y recuerda con añoranza aquellos "auténticos debates mediáticos" que Jesús Hermida importó a nuestra televisión en los 90, con el precedente histórico de La Clave, de José Luis Balbín, 10 años atrás.

"Hoy tan solo se expone una batería de opiniones, una detrás de otra, pronunciada por los portavoces de las distintas corrientes que se suben al púlpito sin voluntad de escuchar a los demás", explica García, y continúa: "¿Están entonces resurgiendo los debates, a la vista de lo que vemos en los medios? Sí, pero no con los mismos preceptos".

Aunque no sólo en la tele se cuecen los debates. Barras de bar, ascensores, mesas de restaurante. O paradas de autobús. Cualquier lugar es susceptible de convertirse en un foro en el que… ¿debatir? Resultará complicado hacerlo con personas que, como apunta el estudio, no admiten ninguna oposición a sus ideas. No obstante, para Helena Soleto "cualquiera puede ser convencido, siempre y cuando el punto de encuentro buscado sea razonable y sano".

Cómo negociar con un inconvencible
Sabiendo ya cómo son los porquelodigoyoistas, hay que preguntarse ahora cómo tratar de negociar con ellos. "La opinión que mantienen está ligada a su definición como persona", avanza la experta en negociación Helena Soleto. Las personas inconvencibles consideran que sus ideas no son negociables y que ponerlas en duda supone una amenaza para todo lo que son. Por eso, conviene ir con cuidado.

Con cuidado y practicando la escucha activa. Hay que preguntar al otro cómo se siente para tratar de delimitar los principales puntos de tensión (el objetivo es saber qué es, en concreto, lo que molesta a la otra persona de nuestra opinión). También hay que expresar los sentimientos propios, las necesidades, pero sin enjuiciar al otro. Y todo combinando el lenguaje verbal y el no verbal. No es lo mismo preguntar a alguien cómo se siente mostrando interés por su respuesta con la expresión de la cara que acompañándolo de un gesto insultante como, digamos, una vulgar peineta.

Julio García Gómez aconseja aplicar a los debates las bases de la comunicación: concisión, brevedad y titulares efectivos. "Debemos evitar el ruido con palabras que no conducen a nada y mantener una mirada franca y generosa. Con movimientos pausados, lograremos rebajar el nivel de tensión de las palabras del otro y abriremos la vía del diálogo constructivo".

Sin duda, habrá nudos imposibles de desenredar. No vamos a convencer al vegano de que coma huevos, pero sí de que respete a aquel que disfruta haciéndolo. Se trata de entender que el otro piense de una forma diferente, pero que siempre se podrán encontrar realidades que promuevan la convivencia pacífica. Puntos de encuentro. Líneas comunes.

¿No seré yo el inconvencible?
¿Mejillas sonrojadas? Quizá más de uno se haya visto reflejado en este perfil. Más pistas: "Normalmente, estas personas huyen de los foros en los que saben que van a encontrar opiniones contrarias a las suyas", confirma Soleto. "Se ciñen, como recurso de protección, a leer periódicos o a ver programas que alimentan su postura". Porque lo contrario resulta incómodo.

"Los inconvencibles suelen ser poco humildes y no gustan de reflexionar sobre su postura. Simplemente, la esgrimen", afirma García Gómez. El experto invita a "tomar conciencia de que lo más probable es que el otro pueda completar, enriquecer o modificar para bien mis opiniones".

Y estos consejos son válidos para todos. Para altos y bajos. Para rubios y morenos. Mujeres y hombres. Con ligero seseo o de dicción perfecta. Con flequillo tupido o frente despejada. Después de todo, dicen que hablando se entiende la gente, ¿no?

https://elpais.com/elpais/2017/10/26/buenavida/1509030361_841014.html

viernes, 22 de febrero de 2013

A propósito de las coces de Joan Rosell. Parasitismo empresarial

Lo volvió a hacer, unas semanas atrás. El jefe de la patronal soltó tres tópicos tabernarios y todos caímos en la provocación. De nuevo logró que hablásemos de lo que a la élite empresarial le interesa que sea el asunto del día: los funcionarios vagos, los parados gorrones y los jóvenes que quieren la vida regalada. Sorprende que a estas alturas continuemos siendo tan cándidos.

Al portavoz de los grandes empresarios españoles le encanta «abrir debates». Sus recomendaciones son simples. Mandar a los funcionarios a casa con un subsidio es la reproducción exacta del sistema de cesantías del siglo XIX, que es justamente el de la Administración corrupta del caciquismo que denunciaba Larra, entre otros. Conviene recordar una vez más que la España del «vuelva usted mañana» era la de la época en que los funcionarios podían ser mandados a casa a placer por cada Gobierno de turno, y que para evitar esa inoperancia se ideó la selección de los funcionarios en procedimientos objetivos según los principios de publicidad, igualdad, mérito y capacidad. No estaría de más que a nuestros grandes empresarios se les sometiera a exámenes de naturaleza similar a los que han de superar los empleados públicos. Igual nos evitábamos muchos sustos. El correlato lógico y natural del sistema de selección objetivo en que se funda la independencia de la Administración Pública lo constituye la inamovilidad del funcionario por el poder político y su sujeción a estrictos mecanismos de evaluación del desempeño profesional.

En lo que a las estadísticas se refiere, la supresión de aquellas cuyo resultado no gusta, como pudiera ser la Encuesta de Población Activa, entra dentro de las prácticas habituales de cualquier dictadura que se precie. Para la CEOE la información pública y en general la democracia son un engorro, un gasto superfluo. Lo importante no son los datos, como no lo es el significado de las palabras, sino saber quién manda, que diría Humpty Dumpty.

Y luego está la monserga de los llamados «miniempleos» -uno de los más peligrosos lastres de la economía alemana, por cierto, un inquietante foco de generación de millones de marginados sociales permanentes- y la baladronada esa de que es capaz de cambiar en una semana toda la legislación laboral. Que el jefe de los patronos necesite una semana para suprimir todos los derechos de los trabajadores de nuestro ordenamiento jurídico es una prueba más de su ineptitud; si es por eso, yo me atrevo a hacerlo en menos de media hora; el orden jurídico del canibalismo no requiere de grandes meditaciones. Más bien, el pensamiento le estorba.

A esto se le llama en los tiempos de dominio de los bastardos que sufrimos «abrir un debate». A Hitler le hubiese entusiasmado la coartada en los años treinta, cuando ya llevaba muy avanzada la «apertura del debate» sobre los judíos en Europa.

Y no es que no haya que responder con puntualidad y contundencia cada vez que rebuzna uno de estos esclavistas modernos que se llaman a sí mismos «liberales». Lo que no hay que hacer es quedarse en el terreno de batalla que ellos han dispuesto. Porque si admitimos que el «debate» se halla en la reforma de la función pública, en la legislación laboral o en la metodología de la EPA, habremos comenzado a comernos el pastel por la esquina que ellos, los Rosell y los Díaz-Ferrán del país, anhelan. Cambios habrá que hacer en todos esos campos, desde luego, pero no tenemos por qué discutirlos con el jefe de los empresarios y mucho menos acometerlos cuando y como él disponga.

De entre las mayores estafas de la transición española que siguió a la muerte de Franco, parece que nadie quisiera abordar la que probablemente reviste más gravedad: la pervivencia sin alteración alguna al frente de nuestra economía del mismo empresariado franquista, arcaico, burocratizado, esclerótico y esclavista que dominó el país por regalía del Estado durante décadas y que solamente había visto amenazados sus privilegios en los turbulentos pero esperanzadores años de la Segunda República. Un empresariado parasitario, rentista en el peor sentido de la palabra, compuesto por familias de ineptos y débiles mentales, al que nadie, y menos que nadie los grandes sindicatos, ha pedido cuentas nunca.

Pues ya va siendo hora. Resulta incomprensible que los representantes de CC.OO. y UGT hayan aceptado una y otra vez sentarse a negociar reformas laborales, invariablemente centradas en destrucciones mayores o menores de derechos, sin exigir que se comience por una reforma en profundidad del empresariado español, cuya rigidez y obcecada resistencia al cambio constituyen los verdaderos males de nuestra economía y la más profunda causa de nuestro escandaloso volumen de desempleo.

Y toda la ciudadanía tiene derecho a que se inicie este debate, aunque solo sea por la incontestable certeza de que no exista ni un gran empresario español capaz de sobrevivir sin succionar cantidades astronómicas de recursos públicos en forma de subvenciones, desgravaciones fiscales, adjudicaciones de servicios o regalos de empresas privatizadas.

En un reciente y muy recomendable artículo («El mito de las reformas en Alemania», El País , 4 de enero de 2013), el profesor de sociología de la Universidad de Oviedo Holm-Detlev Höhler explicaba la diferencia existente entre los grandes empresarios industriales germanos y los españoles, diferencia que daría cuenta de por qué la economía alemana ha resistido mejor los embates de la crisis, a despecho de las reformas acometidas por la casta política del régimen, que padece de la misma incompetencia en Alemania que aquí, sin que quepa salvar a la sobrevalorada Ángela Merkel, ni por supuesto a su siniestro ministro de Finanzas. Afirma el profesor Höhler que en las grandes empresas industriales alemanas se posibilita la participación en la gestión de los trabajadores por medio de sus sindicatos y se negocian con ellos las reorganizaciones de la empresa, medidas de mejora de la producción y de flexibilidad de horarios, que se computan anualmente. De tal manera que, en las épocas de bonanza, las empresas aprovechan las mayores ganancias para invertir en mejoras tecnológicas que impulsen su productividad, mientras que en los periodos de depresión se acuerdan reducciones de jornada y aprovechamiento del tiempo sobrante en la formación de los trabajadores, lo que permite que se conserve el empleo cualificado dentro de la empresa y la posición ventajosa de la misma en el mercado.

Por el contrario, los grandes empresarios españoles se limitan a contrataciones
masivas de trabajadores sin derechos y con bajos salarios en los días de prosperidad, para luego despedirlos también masivamente cuando se precipita la crisis. De modo que jamás invierten en mejoras tecnológicas ni en empleo cualificado; pueden competir con los talleres multitudinarios de esclavos del Tercer Mundo, pero jamás podrán hacerlo con la moderna industria europea. Su participación en sectores tecnológicos más avanzados ha de basarse, significativamente, en la subcontratación, sobre todo para cazar las correspondientes subvenciones y desgravaciones fiscales. 

Las empresas alemanas representan a la moderna burguesía industrial centroeuropea en un mundo capitalista en crisis, por supuesto. Pero es que nuestra tragedia estriba en no haber alcanzado ni tal punto del desarrollo histórico; nosotros llamamos empresarios a un estamento que concibe su función de liderazgo social como la de señores feudales, o aún peor, porque ni siquiera asumen la obligación de proteger a sus vasallos de enemigos exteriores.

Poco puedo decir yo de los empresarios alemanes; imagino que el profesor Höhler sabrá de lo que habla. Pero sí podría ofrecer, quizá, testimonio de cierto valor acerca de los empresarios españoles, con los que he tenido que tratar a lo largo de más de veinte años de ejercicio como funcionario de Hacienda (soy, efectivamente, un gastador de folios y bolígrafos, según la representación del universo de Joan Rosell).

Mi experiencia, si es que posee algún valor, desmiente por completo la imagen habitual de los gestores de las grandes empresas privadas como águilas de las finanzas, incluso en la versión de ejecutivos despiadados y manipuladores geniales. La ética, desde luego, no es una virtud que uno vea florecer en demasía, pero tampoco el talento abunda. Gordon Gekko, el personaje de Michael Douglas en la película Wall Street , es una figura diabólica y épica que despierta en nosotros en idéntica proporción temor y reverencia, pero en nuestro país no se corresponde con ningún tipo real. En nuestra realidad, su lugar lo ocupan vulgares mamarrachos que basan su enriquecimiento en el tráfico de influencias facilitado por políticos y funcionarios convenientemente sobornados. Por supuesto, en este alto nivel, lo que llamo mi experiencia se limita a los efectos de las decisiones empresariales.

Los ejecutivos no acostumbran a tratar personalmente con simples funcionarios gastadores de folios y bolígrafos. Pero la cosa no mejora mucho si se desciende al escalón de los abogados, los contables y los departamentos financieros, salvo honrosas excepciones. Desde el principio me pareció insólito el escaso esmero que nuestras empresas privadas ponen en la organización de sus cuentas. No es raro que, si uno desea conocer cómo se ha elaborado el balance de una sociedad mercantil, tenga que acabar hablando por teléfono con un administrativo o un auxiliar de la empresa porque el director financiero o el jefe de contabilidad no saben responder a preguntas concretas y elementales. No es raro tampoco que las empresas rehagan sus cuentas anuales varias veces, y tengan que depositar media docena de modificaciones en el Registro Mercantil en apenas unos meses e instar otras tantas rectificaciones completas de la declaración de Impuesto sobre Sociedades. Porque se ajustaron mal los desfases del Plan General Contable de 2007, porque no se saben calcular las provisiones, porque se ignora lo más básico del funcionamiento del IVA, porque se les colaron dos milloncitos en una amortización, o contabilizan invariablemente mal las primas que cobran los directivos, o porque, simplemente, alguien de la empresa olvidó formalizar la solicitud de devolución de medio millón de euros.

En la medida en que, salvo los jóvenes becarios, uno va viendo desfilar por la oficina a los mismos abogados y contables, es de esperar que, cuando la empresa pierda dinero por las pifias de contabilidad, a quien se despida sea al auxiliar o al administrativo. Por semejantes meteduras de pata podría abrirse expediente de responsabilidad patrimonial a cualquier funcionario público y exigirle que pagara de su bolsillo el quebranto económico que fuese consecuencia directa de sus errores.

Claro que, en la Administración Pública, igual que en la empresa privada, los directivos suelen quedar a salvo de responsabilidad. Y no es de extrañar, por ello, el fenómeno de la llamada «puerta giratoria» entre el sector público y el privado: para moverse con soltura a un lado y otro de la puerta, si se dispone de la adecuada agenda de relaciones con el poder, el grado de incompetencia es perfectamente homologable.

Ahora bien, en la Administración Pública aún pervive un nivel mínimo de solvencia técnica que desaparecerá tan pronto como, según los anhelos de Joan Rosell, se consiga que los funcionarios no afectos al régimen sean enviados a su casa, con o sin subsidio. La ineptitud en la contabilidad y la gestión fiscal de las empresas no es más que un caso particular de la ineptitud generalizada. Los grandes empresarios españoles constituyen una casta carente de responsabilidad; las catastróficas consecuencias de su inutilidad las pagan con pérdidas de derechos millones de trabajadores y trabajadoras que sí cumplen en su abrumadora mayoría y de manera diligente la tarea que les compete, así como casi todos los contribuyentes con su ruina.

En los primeros meses de la crisis, el antiguo ministro y actual presidente de la Fundación Everis Eduardo Serra aseguró en un coloquio televisivo que, dado que España carecía de una industria de alta tecnología que pudiera competir con los más avanzados países europeos, debía necesariamente conquistar una posición en el mercado con bajos salarios y menos derechos laborales.

Y es curioso que se hable de la falta de desarrollo tecnológico como de una condición dada, a semejanza del clima o la aridez de la tierra en un poblado del Neolítico. Nuestro sistema educativo público, ése que ahora se empeñan en destruir, ha formado a excelentes ingenieros que contratan con gusto empresas alemanas o británicas, dado que las empresas españolas aspiran a explotarlos con jornadas insoportables y salarios de miseria.

Son los empresarios los que no entienden la importancia del talento y los culpables del subdesarrollo industrial español. Acerca de este extremo, ha escrito con mayor conocimiento de causa que yo mi buen amigo Manuel Martínez Llaneza («¿Empresarios o diazferranes? », Rebelión, 24 de febrero de 2011). Como él, creo que Díaz-Ferrán, a quien los patronos tuvieron al frente de su organización más representativa hasta el final, es ni más ni menos que la expresión más fiel de lo que es, o lo que se entiende que es, un empresario español. Cabe temer que lo que le diferencie con muchos de sus colegas sea solamente que a él ya lo han desenmascarado.

¿Recuerdan ustedes alguna propuesta de la CEOE, una sola, de mejora en la organización de la producción industrial, alguna idea para aprovechar mejor la capacidad de los equipos técnicos, alguna reforma que no vaya de incrementar directamente su beneficio por empobrecimiento de los trabajadores? De manera más general, ¿en qué consiste en España la actividad empresarial exactamente?, ¿en conseguir del Estado la posibilidad de pagar salarios más bajos, despedir más barato, pagos de subvenciones y rebajas de impuestos y cotizaciones sociales, amén del regalo de trozos del sector público a medida que arruinan los sectores económicos que se les habían regalado antes?

Finalizado el franquismo, y aún en los últimos lustros de la dictadura, las Administraciones públicas les cedieron miles de millones de plusvalías en el sector inmobiliario, a costa del derecho a la vivienda de millones de ciudadanos, a costa de la quema del territorio y la destrucción del entorno natural y a despecho del artículo 47 de la Constitución. Hicieron reventar el sector inmobiliario y, con él, dinamitaron la totalidad de la economía. Ahora exigen cobrarse la suculenta pieza de la educación y la sanidad, sobre la que harán barbecho si se les consiente. Pero es que se les han ido cediendo otras muchas áreas económicas que el sector público gestionaba perfectamente.

¿Cabe algo más irracional que el mercado de la electricidad español? Las empresas productoras de electricidad han de buscar operadores de mercado que las representen y los operadores de mercado negocian con demandantes, que con frecuencia son empresas del mismo grupo que las productoras o incluso que las operadoras de mercado; los operadores del sistema realizan las mediciones, que transmiten a la Comisión Nacional de Energía, que a su vez comunica los consumos a los operadores de mercado, que negocian con demandantes y liquidan con las empresas productoras. Al final, el ciudadano que paga el recibo de la luz no puede saber si le han facturado consumo de energía o una cabra.

Gracias a este galimatías que al cabo desemboca en esas subastas que nadie entiende se consigue el milagro de que las grandes eléctricas aumenten sus beneficios a medida que incrementan los costes, justo lo contrario que predican todos los manuales de liberalismo. La razón económica no distorsionada por el fundamentalismo neoliberal dice, sin embargo, que el sector de la producción de energía eléctrica, de ser gestionado por el Estado, se aprovecharía de la economía de escala: dadas las inversiones básicas de producción, el coste unitario de producción desciende según aumenta la producción, lo que posibilitaría mejoras técnicas y de prestación del servicio combinado con el abaratamiento del recibo al consumidor. Pero esto sólo sería posible con la gestión pública, llevada a cabo por empleados públicos que gastasen folios y bolígrafos en alto útil para todos.

Entonces, ¿cuál es, en suma, la aportación del empresario: sólo engordar su cuenta corriente y disfrutar de la compañía del rey en las cacerías y de los ministros en los banquetes? Y si no hay ninguna aportación del empresario, ¿por qué no prescindir de él?

Nosotros, la gente de a pie, sabemos que, aunque nuestros gobernantes no lo crean cuando lo dicen en sus actos de propaganda, éste es un gran país. La inmensa mayoría de nuestros carpinteros hacen muy bien su trabajo, igual que los fontaneros, los transportistas y los conductores de autobús; tenemos a magníficos profesores y a los mejores médicos del mundo, a investigadores de enorme prestigio y a entregados policías municipales y bomberos. Somos millones de ciudadanos y ciudadanas honrados y laboriosos dispuestos a poner nuestro saber y nuestro esfuerzo al servicio de la prosperidad común.

La desdichada rémora que nos paraliza es que hayamos confiado durante demasiado tiempo el poder económico a aquellos pocos que, llamándose a sí mismos empresarios, no saben hacer absolutamente nada. La esperanza estriba en que cada día más gente se está percatando de la trampa.