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domingo, 7 de septiembre de 2014
Los hijos más inesperados. Andrew Solomon firma un conmovedor libro sobre las implicaciones de ser padre
Seres humanos, no simplemente casos. Este es un libro con nombres propios, que muestra hasta qué punto el conocimiento comporta el enigma y el misterio de lo imprevisto y de lo inclasificable de la vida. Más exactamente, el dolor y el sufrimiento, o el encuentro con formas inauditas de sentido y hasta de alegría, en situaciones verdaderamente límite. Es un libro sobre las relaciones entre padres y madres y sus hijos e hijas, y no un catálogo que pretende clasificar experiencias, muchas de las cuales se ordenan como enfermedades o anomalías, algo sin duda polémico para quienes desconfían, con razón, de la tipificación de “lo normal”. Baste el índice para ratificarlo: “Hijo, Sordos, Enanos, Síndrome de Down, Autismo, Esquizofrenia, Discapacidad, Prodigios, Violación, Crimen, Transgénero, Padre”. Con trescientas páginas de bibliografía, índices y notas, y aún más en su edición digital, el volumen, que supera las mil, muestra una decidida voluntad de corresponder a los avatares y progresos de la ciencia, también en su dimensión social y humana. Los terrenos son, sin embargo, tan resbaladizos y los avatares de la existencia tan desconcertantes que pronto comprendemos, a pesar de su atractiva lectura, que ni es tan fácil, ni tan posible saber en muchas ocasiones qué es mejor. Más concretamente, qué es mejor hacer.
Andrew Solomon, profesor de psiquiatría en la Universidad de Cornell, tras ser reiteradamente galardonado con El demonio de la depresión, se muestra también en esta ocasión concernido, hasta conmocionado, más allá de su voluntad de presentar un estudio elaborado, en al menos diez años, con alrededor de trescientas familias que han aprendido a vivir, a convivir y a sobrevivir en situaciones de enorme complejidad, incluso extremas. La propia historia de Solomon se ofrece como una suerte de relato de alumbramiento. “Emprendí esta obra para perdonar a mis padres y la concluí concibiendo un hijo. Comprender el pasado me ha dado libertad para vivir el presente”. “Solo reconocí que era gay cuando comprendí que la homosexualidad no tiene que ver con la conducta, sino con la identidad”. Tal vez únicamente en este sentido define su obra como de autoayuda, como una suerte de proceso para convertirse en padre, en creador y descubridor, más aún que en reproductor, para proyectar y aceptar simultáneamente. “Este es un manual para aprender a ser receptivo”, para “tolerar aquello que no puede curarse y una ilustración de que curar, aunque sea factible, no siempre es lo apropiado”. Se trata de elegir, de poder elegir. Y en esto no se sabe qué es peor, estigmatizar o atribuir un aire romántico a lo que nos enfrentamos.
En cada página del libro hay algo que problematizar o discutir, algo que cuestiona nuestras posiciones o prejuicios, que nos inquieta, que nos da que pensar, que nos convoca a debatir. No nos deja indiferentes. Todos sentimos más o menos cerca la irrupción de lo más inesperado. Ni los imprescindibles diagnósticos y pronósticos logran finalmente esquivar lo que llega a calificarse en el libro como “un sufrimiento infinito”, que conlleva en determinados momentos la necesidad de los padres de proteger de su propia desesperación a sus hijos. No falta aliento, ni ánimo, ni fuerzas, pero tampoco Solomon claudica ante fáciles alivios o consuelos. Se trata de afrontar y de procurar acompañar, de cuidar y de remediar, pero sin precipitarse en el uso de la palabra “enfermedad”, ni en el abuso de la palabra “curar”. Llega a decirse que es una puesta en duda y en evidencia de las diversas formas de amar y de los conceptos divergentes del amor, y de entender lo que cabe esforzarse por hacerlo cuando hay que cruzar líneas divisorias. Tanto que Solomon viene a señalar que “la pasión confunde, y la mayoría de estos padres actúan de tal modo arrastrados por ella que identificarla como amor o como odio es quitarle importancia. Ellos no saben lo que sienten; solo conocen la fuerza de su sentimiento”. Las historias y las experiencias de estas relaciones no permiten precipitadas tomas de posición. Se trata, en ocasiones, de buscar simplemente no hacernos daño cuando la autonomía tarda en llegar, y ya cuesta esperarla.
Se precisa, sin embargo, intervenir. No son espacios de pasividad. Y hay conocimiento y oficio y ayuda, y es necesario buscarlos, requerirlos, pero ello no siempre libera de lo que incluso la palabra “temor” parece no alcanzar a decir. Y hay entrega, la que Solomon encuentra hasta extremos insospechados. “Si un ángel glorioso descendiera de los cielos hasta mi salón para decirme que me cambiaría mis hijos por otros que fueran más listos, amables, divertidos, cariñosos, disciplinados o dotados, me aferraría a los que tengo y, como la mayoría de los padres, le rogaría a ese atroz espectro que volviera por donde había venido”. No es simple resignación, es expresión de una sociedad para Solomon cada vez más diversa y tolerante. La regularización, la inclusión, la desinstitucionalización, el movimiento por los derechos de los discapacitados y las políticas de identidad son el camino. Y esta tarea nos compromete. Más aún, Solomon no olvida el valor y la generosidad de tantas personas para abrazar la más inesperada y concreta diferencia.
Lejos del árbol. Andrew Solomon. Traducción de Sergio Lledó Rando y Joaquín Chamorro Mielke. Debate. Barcelona, 2014. 1.064 páginas. 39,90 euros (electrónico: 12,99)
Fuente: El País, Babelia.
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