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martes, 24 de diciembre de 2019

_- Discapacidad ética

_- El Adarve
El blog de Miguel Ángel Santos Guerra

El cielo azul de la celebración del Día Internacional contra la violencia de género en España ha tenido una fea nube negra. Esa nube que solo genera tristeza, rabia y dolor ha sido la postura cerril del partido ultraderechista Vox.

Resulta incomprensible que un partido (y sus votantes) estén tan ciegos y se muestren tan insensibles ante realidades tan horrendas. ¿Cómo puede negarse la violencia de género a estas alturas del siglo XXI? Hay que ser estúpidos. Hay que padecer una profunda discapacidad ética. Luchar contra la violencia de género, no supone dejar de hacerlo contra otros tipos de violencia. Esa miserable reacción que consiste, cuando alguien señala un desastre, en decir que en otro lugar también existe otro problema, es la forma perfecta de no atender ninguno. Porque estoy seguro de que quienes defienden la necesidad de combatir la violencia de género son más sensibles que los militantes de Vox para solucionar también esos otros problemas de violencia que a ellos tanto dicen preocuparles. La de Vox es una estrategia perversa para ocultar un problema, o para desvirtuarlo y aminorarlo.

He visto muchas veces ese perverso mecanismo. Por ejemplo, en los que dicen que, habiendo problemas tan grandes en el sexismo, no merece la pena preocuparse por los problemas del lenguaje sexista. Estoy seguro de que quienes se ocupan del sexismo en el lenguaje se preocupan también por las demás causas y efectos del mismo. Quien desprecia un problema por considerarlo pequeño tampoco se ocupa de los grandes.

Negar que existe la violencia de género es hoy una estupidez. Llevamos en España, a estas alturas del año, 52 cadáveres de mujeres en sobre la mesa de las argumentaciones. Un dato bruto y brutal. Sin nombres ni apellidos, sin rostros, sin edades. Una aterradora estadística. Detrás de cada uno de esos números hay una historia de dolor irreparable, ¿Cómo se ha producido su muerte? A manos de sus parejas. ¿Por qué han muerto? Por el hecho de ser mujeres. ¿Qué diría Vox si el independentismo catalán o la izquierda radical (como llaman a la izquierda, sin tener en cuenta lo radicales que ellos son) hubiera causado una sola de esas muertes?

¿Qué decir de las mujeres que están enterradas en vida, sin valor para la denuncia, para la rebelión, para la liberación? ¿Qué decir de las mujeres violadas, objeto de abusos, de acoso indecente, de bromas soeces…? (No hay manadas de mujeres violando a los varones. ¿Por qué será?). ¿Qué decir de las mujeres discriminadas, ninguneadas, despreciadas, sojuzgadas, minusvaloradas?

Oponerse a las acciones del Día Internacional contra la violencia de género es una perversidad. Es incomprensible que, ante todo este cúmulo de dolor, de discriminación y de maldad, a Vox lo que le importe sea mirar para otro lado. Si las matan, que las maten, vendrían a decir con un descaro inadmisible. Lo malo es que algún hombre, algún niño o algún anciano también muera por violencia, vendrían a decir.

Un hecho ha resultado paradigmático en ese día singular contra la violencia de género. Lo han protagonizado dos personas. Hablaré de ellas.

Francisco Javier Ortega Smith es un abogado y político hispanoargentino (tiene la doble nacionalidad, su padre es español y su madre argentina). Es secretario general de Vox, portavoz de su partido en el Ayuntamiento de Madrid y diputado en la última legislatura. Es también presidente ejecutivo de la Fundación Francisco Franco.

Nadia Otmani es una mujer musulmana, migrante, que utiliza silla de ruedas como consecuencia del ataque machista sufrido por una hermana suya y del que resultó herida. La hirieron los disparos de su cuñado cuando trataba de defender a su hermana, que murió.

Pues bien, en un acto institucional celebrado en el Ayuntamiento de Madrid, el pasado 25 de noviembre, pronunció un discurso machista desplegando el ideario miserable que es propio de su partido sobre la violencia de género. Al terminar su discurso, Nadia Otmani se le acercó para exigirle respeto a las mujeres. El señor Ortega Smith no se dignó ni a mirarla. Luego ha dicho que ella “le montó el numerito en una acción orquestada por la izquierda”. Cuando el dedo señala la luna, el necio mira la mano.

He escuchado las palabras vehementes, indignadas, casi desesperadas de esta mujer. Y he visto la impasibilidad del señor Smith, que ni siquiera se digna mirarla. Se gira un par de veces hacia ella para indicarle que se calle y que preste atención al desarrollo del acto.

Le dice Nadia Otmani con palabras entrecortadas y vibrantes: “Llevo 20 años luchando contra la violencia de género. Veinte años en una silla de ruedas. Soy inmigrante. Y yo de este país no he cobrado ni un duro. Le pido respeto para todas las muertas y respeto para todas las mujeres víctimas de la violencia. Respeto, por favor”

Ortega Smith y Nadia Otmani. Dos caras de la misma moneda. La moneda de la cruda realidad. La cara (el cara) y la cruz (el dolor). El verdugo y la víctima. El hombre y la mujer. El político y la ciudadana. El nativo y la inmigrante. La ceguera y la lucidez. La dureza y la sensibilidad. El error y la verdad. El mal y el bien. La noche y el día. La nube negra y el cielo azul.

Las explicaciones que ha dado el señor Smith, a quien no le gusta hablar de violencia de género sino de violencia intrafamiliar, consisten en decir que la derecha cobarde no se atreve a enfrentarse a la izquierda, que le pasa la mano por el hombro porque no tiene el valor necesario para decir lo que hay que decir sobre esta cuestión. Todos están equivocados en el mundo menos Vox. El Día Internacional contra la violencia de género es una invención de los partidos de izquierda, al parecer. No, señor Ortega Smith, abra su mente a la razón, abra su corazón al dolor de tantas mujeres.

Hablamos del Día Internacional contra la violencia de género. Es el mundo entero. Solo Vox está al margen o en contra. Vox es como aquel abuelo que fue a ver desfilar a su nieto al ejército y dijo: Todos marcan mal el paso menos mi nieto.

Me pregunto lo que piensan los varones de Vox sobre lo que les puede suceder a sus hijas si no se lucha contra esta lacra. No es cualquier violencia de lo que hablamos, hablamos de sexismo, hablamos machismo, de androcentrismo. Tienen que leer un poco más, señores y señoras de Vox. Un mucho más. Porque ya hay mucha teoría sobre estas cuestiones. Tienen que leer los trabajos de mujeres feministas, los textos de Celia Amorós, Amelia Valcárcel, Amparo Tomé, Soledad Murillo, Nuria Varela, Lucía Asué Mbomio, Marta Sanz, Montserrat Boix, Lucía Etxebarría, Mercedes Oliveira…

Me pregunto también lo que piensan las mujeres de Vox de sus hijas. Porque no podemos olvidar que en Vox hay hombres y mujeres. A las mujeres de Vox que no reconocen la violencia de género quiero les digo que no hay mayor opresión que aquella en la que el oprimido (la oprimida en este caso) mete en su cabeza los esquemas del opresor.

Libertad de expresión no puede ser sinónimo de libertad de agresión. Negar la violencia de género, además de torpeza, supone una agresión a las futuras víctimas y una falta de respeto a las que ya lo han sido o lo están siendo. No hay derecho a que, desde las instituciones, se frene esta causa que produce tanto dolor, tantas muertes, tanta discriminación, tanto odio.

Me preocupa sobremanera el auge que ha tenido Vox en España. En Andalucía, mi comunidad, apoya el gobierno de los partidos de derechas. Para aprobar los presupuestos exigió que se modificase la expresión violencia de género por violencia intrafamiliar. La misma trampa. La misma indecencia que han mostrado en este día. Me preocupa que se extienda esa ideología xenófoba, homófoba, sexista, autoritaria y fascista. Me alarman estos salvapatrias que tienen un tufo franquista que apesta.

https://mas.laopiniondemalaga.es/blog/eladarve/2019/11/30/discapacidad-etica/

domingo, 7 de septiembre de 2014

Los hijos más inesperados. Andrew Solomon firma un conmovedor libro sobre las implicaciones de ser padre


Seres humanos, no simplemente casos. Este es un libro con nombres propios, que muestra hasta qué punto el conocimiento comporta el enigma y el misterio de lo imprevisto y de lo inclasificable de la vida. Más exactamente, el dolor y el sufrimiento, o el encuentro con formas inauditas de sentido y hasta de alegría, en situaciones verdaderamente límite. Es un libro sobre las relaciones entre padres y madres y sus hijos e hijas, y no un catálogo que pretende clasificar experiencias, muchas de las cuales se ordenan como enfermedades o anomalías, algo sin duda polémico para quienes desconfían, con razón, de la tipificación de “lo normal”. Baste el índice para ratificarlo: “Hijo, Sordos, Enanos, Síndrome de Down, Autismo, Esquizofrenia, Discapacidad, Prodigios, Violación, Crimen, Transgénero, Padre”. Con trescientas páginas de bibliografía, índices y notas, y aún más en su edición digital, el volumen, que supera las mil, muestra una decidida voluntad de corresponder a los avatares y progresos de la ciencia, también en su dimensión social y humana. Los terrenos son, sin embargo, tan resbaladizos y los avatares de la existencia tan desconcertantes que pronto comprendemos, a pesar de su atractiva lectura, que ni es tan fácil, ni tan posible saber en muchas ocasiones qué es mejor. Más concretamente, qué es mejor hacer.

Andrew Solomon, profesor de psiquiatría en la Universidad de Cornell, tras ser reiteradamente galardonado con El demonio de la depresión, se muestra también en esta ocasión concernido, hasta conmocionado, más allá de su voluntad de presentar un estudio elaborado, en al menos diez años, con alrededor de trescientas familias que han aprendido a vivir, a convivir y a sobrevivir en situaciones de enorme complejidad, incluso extremas. La propia historia de Solomon se ofrece como una suerte de relato de alumbramiento. “Emprendí esta obra para perdonar a mis padres y la concluí concibiendo un hijo. Comprender el pasado me ha dado libertad para vivir el presente”. “Solo reconocí que era gay cuando comprendí que la homosexualidad no tiene que ver con la conducta, sino con la identidad”. Tal vez únicamente en este sentido define su obra como de autoayuda, como una suerte de proceso para convertirse en padre, en creador y descubridor, más aún que en reproductor, para proyectar y aceptar simultáneamente. “Este es un manual para aprender a ser receptivo”, para “tolerar aquello que no puede curarse y una ilustración de que curar, aunque sea factible, no siempre es lo apropiado”. Se trata de elegir, de poder elegir. Y en esto no se sabe qué es peor, estigmatizar o atribuir un aire romántico a lo que nos enfrentamos.

En cada página del libro hay algo que problematizar o discutir, algo que cuestiona nuestras posiciones o prejuicios, que nos inquieta, que nos da que pensar, que nos convoca a debatir. No nos deja indiferentes. Todos sentimos más o menos cerca la irrupción de lo más inesperado. Ni los imprescindibles diagnósticos y pronósticos logran finalmente esquivar lo que llega a calificarse en el libro como “un sufrimiento infinito”, que conlleva en determinados momentos la necesidad de los padres de proteger de su propia desesperación a sus hijos. No falta aliento, ni ánimo, ni fuerzas, pero tampoco Solomon claudica ante fáciles alivios o consuelos. Se trata de afrontar y de procurar acompañar, de cuidar y de remediar, pero sin precipitarse en el uso de la palabra “enfermedad”, ni en el abuso de la palabra “curar”. Llega a decirse que es una puesta en duda y en evidencia de las diversas formas de amar y de los conceptos divergentes del amor, y de entender lo que cabe esforzarse por hacerlo cuando hay que cruzar líneas divisorias. Tanto que Solomon viene a señalar que “la pasión confunde, y la mayoría de estos padres actúan de tal modo arrastrados por ella que identificarla como amor o como odio es quitarle importancia. Ellos no saben lo que sienten; solo conocen la fuerza de su sentimiento”. Las historias y las experiencias de estas relaciones no permiten precipitadas tomas de posición. Se trata, en ocasiones, de buscar simplemente no hacernos daño cuando la autonomía tarda en llegar, y ya cuesta esperarla.

Se precisa, sin embargo, intervenir. No son espacios de pasividad. Y hay conocimiento y oficio y ayuda, y es necesario buscarlos, requerirlos, pero ello no siempre libera de lo que incluso la palabra “temor” parece no alcanzar a decir. Y hay entrega, la que Solomon encuentra hasta extremos insospechados. “Si un ángel glorioso descendiera de los cielos hasta mi salón para decirme que me cambiaría mis hijos por otros que fueran más listos, amables, divertidos, cariñosos, disciplinados o dotados, me aferraría a los que tengo y, como la mayoría de los padres, le rogaría a ese atroz espectro que volviera por donde había venido”. No es simple resignación, es expresión de una sociedad para Solomon cada vez más diversa y tolerante. La regularización, la inclusión, la desinstitucionalización, el movimiento por los derechos de los discapacitados y las políticas de identidad son el camino. Y esta tarea nos compromete. Más aún, Solomon no olvida el valor y la generosidad de tantas personas para abrazar la más inesperada y concreta diferencia.

Lejos del árbol. Andrew Solomon. Traducción de Sergio Lledó Rando y Joaquín Chamorro Mielke. Debate. Barcelona, 2014. 1.064 páginas. 39,90 euros (electrónico: 12,99)
Fuente: El País, Babelia.

lunes, 3 de diciembre de 2012

Un negocio donde el discapacitado es el empleado preferido


Discapanch es un negocio que vende panchos -como se les llama en Argentina a los hot dogs o perros calientes- en la estación de Retiro, una de las terminales de tren más transitadas de Buenos Aires.

Su particularidad es que es un comercio que principalmente contrata a personas con discapacidades y su dueño y fundador, Saúl Macyszyn, busca con ello lograr integrarlos al mundo laboral y terminar con su discriminación.

Macyszyn quedó discapacitado de niño y fue rescatado por la propia Eva Perón en los años '50. En agradecimiento se planteó hacer algo para ayudar a personas discapacitadas como él.

Vea de qué se trata Discapanch, en el marco del Día Internacional de las Personas con Discapacidad de la ONU, en este video de Vladimir Hernández, corresponsal de BBC Mundo en Argentina.

Vea también: La ignorada discapacidad de grandes hombres de la historia Fuente: BBC