Fuentes: El tábano economista
Daron Acemoglu, Simon Johnson y James A. Robinson recibieron el Premio de Ciencias Económicas del Banco de Suecia en Memoria de Alfred Nobel, comúnmente, aunque incorrectamente, llamado “Nobel de Economía”, por sus estudios sobre cómo se forman las instituciones y cómo afectan a la prosperidad.
El economista Michael Roberts, quien ha escrito numerosos artículos sobre varios galardonados, cree que generalmente se otorga el premio por su peor investigación, es decir, aquella que confirma la visión dominante del mundo económico.
Esto es lo que los jueces del premio Nobel dicen que fue la razón para otorgarlo:
«Hoy en día, el 20% más rico de los países son alrededor de 30 veces más ricos que el 20% más pobre. Las brechas de ingresos entre países han sido muy persistentes en los últimos 75 años. Los datos disponibles también muestran que las disparidades de ingresos entre países han aumentado en los últimos 200 años. ¿Por qué las diferencias de ingresos entre los países son tan grandes y persistentes?
“Los laureados de este año han sido pioneros en un nuevo enfoque para proporcionar respuestas creíbles y cuantitativas a esta pregunta crucial para la humanidad. Su investigación se centra en la idea de que las instituciones políticas dan forma fundamental a la riqueza de las naciones. Pero, ¿qué da forma a estas instituciones?”
El trabajo por el que fueron premiados sugiere que los países que han alcanzado la prosperidad y han erradicado la pobreza lo han hecho adoptando instituciones democráticas. Por el contrario, las sociedades controladas por élites sin responsabilidad democrática tienden a ser “extractivas”, es decir, extraen recursos sin respetar la propiedad ni los derechos, lo que impide su desarrollo y prosperidad.
Dos puntos se deducen de esto. En primer lugar, se considera que el crecimiento y la prosperidad van de la mano con la «democracia», sobre todo occidental, a pesar que los jueces del premio Nobel dicen las disparidades de ingresos entre países han aumentado en los últimos 200 años, lo que implica que la diferencia no está en entredicho.
La segunda es que, si consideramos que países como China tienen élites “extractivas” y antidemocráticas, ¿cómo explican los ganadores del Nobel su éxito económico indudable? Sería correcto decir que las revoluciones o reformas políticas son necesarias para situar las cosas camino a la prosperidad. Puede haber algo de verdad en eso: ¿estaría Rusia a principios del siglo XX donde está hoy sin la revolución de 1917 o China estaría donde está en 2024 sin la revolución de 1949? Pero nuestros «nobelistas» no nos presentan esos ejemplos: los suyos se refieren a la extensión del sufragio en Gran Bretaña en el siglo XIX o la independencia de las colonias americanas en la década de 1770.
Pero lo que nos interesa es que dos de los tres laureados, Daron Acemoglu y Simon Johnson, tienen un libro, “Poder y progreso: una lucha de mil años por la tecnología y la prosperidad”, que presenta un relato histórico exhaustivo de cómo la tecnología ha hecho avanzar a la humanidad en términos de niveles de vida, pero a menudo ha creado miseria, pobreza y mayor desigualdad, como mostramos en los dos artículos anteriores con los dueños de la IA (aquí y aquí).
Resulta que “la Edad Dorada de finales del siglo XIX fue un período de rápido cambio tecnológico y desigualdades alarmantes en Estados Unidos, como hoy. Aunque los salarios reales aumentaron a medida que la economía se expandía, la desigualdad se disparó y las condiciones de trabajo eran abismales para millones de personas que no tenían protección contra sus jefes económica y políticamente poderosos. Los barones ladrones, como se conocía a los más famosos e inescrupulosos de estos magnates, hicieron enormes fortunas no solo por su ingenio para introducir nuevas tecnologías, sino también por la consolidación con empresas rivales. Las conexiones políticas también fueron importantes en la búsqueda de dominar sus sectores”.
El poder político y la prosperidad económica muestran cómo la tecnología ha moldeado el bienestar humano a lo largo de la historia y cómo las dinámicas de poder determinan si sus beneficios se distribuyen equitativamente o se concentran en manos de unos pocos. Los autores destacan que el progreso tecnológico no garantiza un aumento en la prosperidad general.
A lo largo de la historia, las élites han controlado la dirección y los beneficios del avance tecnológico para consolidar su poder y riqueza. Acemoglu y Johnson muestran cómo, en muchos casos, la tecnología ha sido utilizada para mantener la desigualdad, en lugar de fomentar un crecimiento inclusivo. Para ellos, el progreso no es neutral: está siempre mediado por quienes tienen el poder y los recursos para aprovecharlo.
Uno de los casos más emblemáticos es la Revolución industrial. Si bien trajo grandes innovaciones, también condujo a una concentración del poder económico y político. Las máquinas reemplazaron el trabajo humano, pero en lugar de mejorar las condiciones de vida de los trabajadores, desembocaron la explotación laboral y el empobrecimiento de grandes sectores de la población. Los avances tecnológicos no se tradujeron automáticamente en bienestar generalizado, sino que dependieron de la forma en que se distribuyeron los beneficios.
El papel del Estado y las instituciones políticas juega un papel crucial en determinar si los beneficios del progreso tecnológico se distribuyen equitativamente. En sociedades donde las instituciones son inclusivas y democráticas, es más probable que el progreso tecnológico genere prosperidad para la mayoría. Sin embargo, en contextos donde las instituciones están controladas por élites extractivas, la tecnología tiende a concentrar el poder y la riqueza en un grupo reducido.
Algunos de los temas centrales del libro son el impacto actual y futuro de la inteligencia artificial (IA) y la automatización. Acemoglu y Johnson advierten que estos avances tecnológicos tienen el potencial de agravar la desigualdad si no se gestionan de manera adecuada. Señalan que, así como ocurrió durante la Revolución industrial, la IA puede ser utilizada para reemplazar el trabajo humano en lugar de complementarlo, lo que podría llevar a la precarización del empleo y a un aumento de la concentración de riqueza en las manos de los dueños de estas tecnologías.
Para los autores, el progreso no puede medirse únicamente en términos de avances tecnológicos o crecimiento económico, sino que debe evaluarse en función de cómo estos beneficios se distribuyen entre la población. Si no se toman medidas para democratizar el acceso y los beneficios de la tecnología, y apuntalar al Estado, corremos el riesgo de repetir los errores del pasado, donde el progreso fue acaparado por unos pocos a expensas de muchos. Lo mismo que está pasando en la actualidad.
A lo largo de la historia, las élites han controlado la dirección y los beneficios del avance tecnológico para consolidar su poder y riqueza. Acemoglu y Johnson muestran cómo, en muchos casos, la tecnología ha sido utilizada para mantener la desigualdad, en lugar de fomentar un crecimiento inclusivo. Para ellos, el progreso no es neutral: está siempre mediado por quienes tienen el poder y los recursos para aprovecharlo.
Uno de los casos más emblemáticos es la Revolución industrial. Si bien trajo grandes innovaciones, también condujo a una concentración del poder económico y político. Las máquinas reemplazaron el trabajo humano, pero en lugar de mejorar las condiciones de vida de los trabajadores, desembocaron la explotación laboral y el empobrecimiento de grandes sectores de la población. Los avances tecnológicos no se tradujeron automáticamente en bienestar generalizado, sino que dependieron de la forma en que se distribuyeron los beneficios.
El papel del Estado y las instituciones políticas juega un papel crucial en determinar si los beneficios del progreso tecnológico se distribuyen equitativamente. En sociedades donde las instituciones son inclusivas y democráticas, es más probable que el progreso tecnológico genere prosperidad para la mayoría. Sin embargo, en contextos donde las instituciones están controladas por élites extractivas, la tecnología tiende a concentrar el poder y la riqueza en un grupo reducido.
Algunos de los temas centrales del libro son el impacto actual y futuro de la inteligencia artificial (IA) y la automatización. Acemoglu y Johnson advierten que estos avances tecnológicos tienen el potencial de agravar la desigualdad si no se gestionan de manera adecuada. Señalan que, así como ocurrió durante la Revolución industrial, la IA puede ser utilizada para reemplazar el trabajo humano en lugar de complementarlo, lo que podría llevar a la precarización del empleo y a un aumento de la concentración de riqueza en las manos de los dueños de estas tecnologías.
Para los autores, el progreso no puede medirse únicamente en términos de avances tecnológicos o crecimiento económico, sino que debe evaluarse en función de cómo estos beneficios se distribuyen entre la población. Si no se toman medidas para democratizar el acceso y los beneficios de la tecnología, y apuntalar al Estado, corremos el riesgo de repetir los errores del pasado, donde el progreso fue acaparado por unos pocos a expensas de muchos. Lo mismo que está pasando en la actualidad.
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