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lunes, 2 de enero de 2023

El huidizo (y lucrativo) arte de la seducción

Por Melissa Febos

Febos es autora de Girlhood, Whip Smart, Abandon Me y Body Work. Es profesora del programa de escritura de no ficción en la Universidad de Iowa.

Hace poco, una amiga mía que se acaba de divorciar tenía una cita por primera vez y me pidió que le ayudara a trabajar en sus habilidades para el flirteo.

 “Lo primero es acertar con la mirada —le dije—. Sin pasarse ni acosar, pero sí mantenerla lo suficiente para que se den cuenta”.

“¿Así?”, me preguntó, fulminándome con la mirada, y yo intenté contenerme la risa.

“Más bien así”, respondí, haciendo una demostración.

Cuando era pequeña, mi madre me enseñó a suavizar la mirada mientras observaba a los pájaros, para que no sintieran el peso de mi atención. Este tipo de mirada es exactamente la contraria: es una mirada concentrada que se posa como un dedo, con delicadeza, echando el anzuelo del deseo hasta que se engancha y tira.

La miré, y algo se activó en mí, en respuesta a un conjunto de señales que me indicaban cómo quería que la miraran. “La mirada tiene que ser directa, pero no demasiado tiempo, ha de ser solo un roce”, le dije.

“¡Para! ¡Cuidado con adónde apuntas con eso!”, me dijo. Me miró asombrada, y me sentí orgullosa pero también apenada. “¿Dónde aprendiste a hacer eso?”.

Me considero alguien que siempre ha sabido hacer esto —una seductora intuitiva—, pero la pregunta de mi amiga me invitó a reflexionar sobre los orígenes del impulso.

¿Dónde lo aprendí la primera vez?

Está, por supuesto, el mero hecho de ser mujer, lo que significa que llevo toda la vida consumiendo lecciones sobre seducción en el cine y la televisión. Pero mi amiga también es mujer, y ella no sabe proyectar esa atmósfera provocativa para que alguien llegue a picar el anzuelo. En cambio, yo lo hago a la carta, como si fuese mi trabajo. Mientras llega nuestra comida, medito sobre esto, y de pronto algo encaja. Durante muchos años —a veces de forma implícita, y otras explícita— seducir a la gente fue mi trabajo.

Mis padres crecieron en la clase obrera, a veces en la pobreza, y yo me crie en un ethos de escasez: no desperdiciábamos nada, nos comíamos hasta la cáscara de todo e intentábamos no comprar nada a plazos. Aunque mi familia era claramente de clase media, mis compañeros en el colegio suponían que yo era pobre porque llevaba zapatos comprados de saldo y no usaba ropa de marca; fue así durante todos los años de primaria, hasta que en la adolescencia pasé a las tiendas de segunda mano.

Mis padres no eran tacaños, exactamente, pero para ellos el estatus no estaba en los lujos —mi madre me dijo una vez que un coche de lujo era como hacer una grosería a todos los pobres del mundo—, y creían en el trabajo. La semana que cumplí 14 años, la edad mínima legal para trabajar en Massachusetts, mi padre me llevó al ayuntamiento para solicitar un permiso de trabajo.

Ese año, empecé a trabajar de lavaplatos en una marisquería. Vestida la mayoría de los días con un peto desgastado y unas Doc Martens, observaba desde dentro a los camareros: la mayoría eran veinteañeros que para mí tenían el glamur de los famosos de segunda fila.

Tan arreglados con sus delantales idénticos y sus camisetas con el logotipo del restaurante, todos me parecían sexis, de un modo inefable que tenía poco que ver con su aspecto físico. El origen de este atractivo, me acabé dando cuenta, era la habilidad con que empleaban su carisma.

Eran seductores experimentados, que revoloteaban por el comedor, calibrando su afectación a la medida de cada comensal. Los que tenían el fajo de billetes más grueso al final de cada turno cultivaban un flirteo con sus mesas que acertaba en la tecla correcta para aflojar el dinero. Como si cada comensal fuese una máquina tragamonedas más basada en la habilidad que en el azar.

A los 14 años, ya tenía un sentido agudo de que debía ser atractiva para la gente, y en especial para los hombres, pero el “éxito” en ello tuvo resultados mixtos. Un desarrollo sexual temprano me hacía vulnerable a la experiencia sexual temprana —en realidad no aprendí a decir no hasta que fui adulta—, y la mayoría de las veces me quedaba con una sensación de impotencia y aturdimiento. Utilizar mi impulso por gustar en un contexto cuyo punto final no fuese el sexo, y que prometiera recompensas materiales por el éxito, parecía un foro mucho más seguro. La idea parecía empoderadora, incluso, ya que me daba el control sobre la experiencia.

Mi primer trabajo de camarera fue en el Café Algiers, un restaurante emblemático de cocina del Medio Oriente en Harvard Square, en Cambridge, que servía a los profesores y estudiantes de posgrado. Yo tenía 17 años y vivía felizmente en un mísero apartamento con cuatro amigos en Somerville. En medio de las tambaleantes mesas octogonales, sostenía en equilibrio las teteras de plata llenas de té mentolado y platos de hummus, y practicaba mi método.

Aprendí que, si mi mirada era muy intensa, los hombres (y de vez en cuando las mujeres) me preguntaban en voz baja a qué hora acababa mi turno; si era demasiado sutil, me ignoraban y me dejaban propinas decepcionantes.

El truco era suscitar la sensación correcta en mí misma —yo tengo algo que quieren, y quiero dárselo, pero no todavía—, servir los platos de comida como símbolo de otra cosa, proyectar un ligero aire de estar negándoles un deseo. Aprendí lo que saben todos los buenos agentes comerciales: si insinúas que una persona quiere algo con la suficiente confianza en ti misma, es bastante probable que te crea.

Cada turno era un ejercicio sobre el arte de la seducción, y cada uno acababa con un recuento de propinas que equivalía a una especie de calificación: una puntuación numérica para mi nivel de éxito.

Perfeccioné mis habilidades enseguida. Al cabo de solo unas semanas, podía llevar cinco platos en una bandeja, calculaba al instante la cuenta en la cabeza y calaba a los clientes casi igual de rápido. Sabía si un comensal quería coqueteo, que lo tratara con cierto disgusto (eran raros, pero los había) o que les diera la bienvenida como a un familiar perdido mucho tiempo atrás. Mi carácter disperso, que me hacía muy torpe en mi vida cotidiana, se concentró con la corriente de señales sociales. Entendía de forma intuitiva su cadencia, como una bailarina que coge el ritmo. Cuando estaba trabajando, no pensaba y no cometía errores, lo cual estaba muy bien, porque mi sustento dependía de ello: en 1996, el salario mínimo para los empleados que reciben propinas era de 2,13 dólares por hora.

Mi segundo trabajo fue de camarera en el Greenhouse, otra institución histórica de Cambridge. El restaurante, carísimo, tenía un rótulo verde icónico y un comedor que siempre estaba lleno de humo de cigarrillos. Las profesoras, por lo general, dejaban buenas propinas, y querían un poco de flirteo cortante, salpicado de ironía, como si siguiésemos la misma broma. A los trabajadores que comían en la barra les gustaba intercambiar palabras cariñosas, y que coquetearas con ellos un poco. A veces me salía naturalmente imitarlos, y omitía las erres al hablar con ellos: ¿lo quieres con pastel mahmolado?

Después del Greenhouse, tuve otros 10 trabajos o más en restaurantes: el deli judío donde venían las familias a tomar el brunch, la pastelería frecuentada por lesbianas adineradas, el restaurante mexicano adonde iban muchos turistas y celebraba despedidas de solteros… Fuesen cuales fueran sus diferencias, cada restaurante era un microcosmos de jerarquías sociales mayores. Una vez trabajé en el turno del brunch en Belmont con un tipo con el que estaba saliendo. A menudo se colocaba antes del trabajo y después lo hacía fatal. Nunca pensaba en qué quería el cliente, nunca interpretaba las sutiles señales en sus rostros, nunca seducía a nadie. No tenía que hacerlo. Podía equivocarse al tomar nota de las comandas, confundir las mesas, derramar agua sobre un cliente y, aun así, al final del turno acababa con un montón de propinas. Mientras, mis ganancias se reducían si al sonreír me quedaba corta o me pasaba.

Acabé aprendiendo que era una regla en los restaurantes: sin importar la calidad de su servicio, los hombres conseguían mayores propinas. También era raro que tuvieran que soportar los abusos que soportábamos nosotras.

Image Credit...Antoine Cossé

Me acuerdo de una mesa que tuve durante mi temporada en el restaurante mexicano. Era una familia numerosa, con un patriarca que se pavoneaba y que emanaba una inseguridad que expresaba tratando como basura a toda mujer a la vista. Lo aguanté con una sonrisa, incluso cuando me dio una palmada en el trasero ante los ojos de su mujer, que después me fulminó con la mirada.

Se me hizo un nudo en la garganta de vergüenza y furia. Lo ignoré y pensé en la propina que conllevaría este tipo de trato: 10 dólares, quizá incluso 20. Me salió una sonrisa al visualizarlo, que después dirigí a la mesa. Sin embargo, en este caso, después de que se hubiesen marchado y mientras retiraba sus platos grasientos, me di cuenta de que el hombre no me había dejado la propina. Estuve echando humos durante días. Atizó en mí lo que sentía como un fuego primordial. Más de 20 años después, puedo sentir su calor. No fue tanto el dinero como la humillación.

Con el tiempo, y al estar expuesta a ellas, me habitué a las humillaciones en el trabajo. Una persona puede acostumbrarse a casi todo, con el tiempo suficiente: la personalidad crecerá alrededor de la adversidad como las raíces del árbol crecen alrededor de una roca y adoptan su forma ante lo inamovible.

Además, necesitaba el dinero. Durante la mayor parte de los años que trabajé en restaurantes, aún era una adolescente. No tenía título universitario, ni siquiera el del bachillerato (salvo que se cuente el GED, la certificación de educación general). Aunque alguna vez que otra me quedaba sin propina, de los trabajos para los que estaba cualificada era, con creces, el mejor pagado.

Las humillaciones intrínsecas de servir mesas también se volvían más soportables por la satisfacción de ser buena en mi trabajo. Aunque tenía menos poder que los comensales en muchos aspectos —yo estaba ahí para servirles, literalmente—, también tenía un control sutil sobre ellos, que no podían ver, y que cobraba más fuerza cuanto más tiempo lo ejercía. Los trabajaba, como un agente comercial o un estafador de poca monta, y ellos eran mis ingenuos, mis bobos, mis viciosos.

Una seductora hábil puede invertir una dinámica de poder en su beneficio. Saber cómo hacerlo, me di cuenta, era una destreza valiosa, que después empleé con fines mucho más lucrativos.

Cuando me mudé a Nueva York en 1999, era difícil conseguir trabajo en un restaurante. En los de alta categoría de Manhattan pedían un currículum, y mi experiencia se enmarcaba indudablemente en la baja categoría. Trabajé durante unos meses en un restaurante del West Village, sirviendo huevos y llevando jamón y kétchup de aquí para allá, pero no tardé mucho en meterme a trabajar en el sexo, donde se cobraba mucho mejor.

Como dominatriz profesional, apliqué las habilidades que había labrado sirviendo mesas: interpretar a la gente, intuir sus deseos, fingir interés e indiferencia. Y lo maravilloso fue que el subtexto se convirtió en texto. Antes de empezar a trabajar con cualquier cliente, tenía una sesión previa de consulta con él donde me decía exactamente qué quería, y yo aceptaba o no. Por supuesto, yo calibraba mi conducta en estas reuniones en función de lo que mi instinto me dijera que estos clientes querían. (Querían que los trataran con repulsión con mucha más frecuencia que los clientes de los restaurantes, cosa que yo disfrutaba.)

Durante las sesiones propiamente dichas, me basaba en mi pulido instinto para medir los tiempos y la intensidad: incluso cuando seguían un guion, había que improvisar mucho. El trabajo consistía mayoritariamente en la seducción: en una valoración del deseo y cómo prolongarlo, hacerlo crecer y dejarlo con ganas de un poco más. La principal diferencia —y no era pequeña— es que se pagaba bien, sin importar cómo fuese la sesión.

Image Credit...Antoine Cossé

Durante mi segundo año en la escuela de posgrado, empecé a ser profesora adjunta, lo que estaba peor pagado que el trabajo sexual o servir mesas. Algunos semestres, daba seis clases en tres escuelas distintas, así que me cruzaba cuatro barrios diferentes. Me acostumbré a escribir en los trenes y poco a poco fui haciendo un guardarropa distinto del que había necesitado para cualquier trabajo previo.

En la enseñanza también había una parte de interpretación de un papel, pero, como en el trabajo sexual, me pagaban, fuese buena o no. En general me desempeñé bien, y no tener que flirtear con nadie para ello fue una revelación, por muy escaso que fuese el salario. La principal diferencia entre dar clase y mis trabajos anteriores era que, en el aula, el papel que yo representaba no se basaba en una mentira. Yo interpretaba a un personaje derivado de partes verdaderas de mí, tal vez las más verdaderas de mí.

Un buen profesor seduce, pero no con el objetivo de irse a la cama con sus alumnos. Un buen profesor emplea su carisma con el objetivo de que los oyentes se enamoren de la asignatura que imparte. Mi objetivo nunca fue obtener dinero, o siquiera autoestima, de mis alumnos, sino contagiarles el amor que yo sentía por los escritores que daba en mi asignatura. Después de dar clase estaba cansada, pero no exhausta como lo estaba después de los turnos en los restaurantes, con el alma tan agotada como el cuerpo. Llegaba a casa electrizada por mi amor por los libros que daba en mis clases, y por el oficio de hacer arte a partir de la vida.

Tras acabar mi posgrado, y antes de vender mi primer libro, volví a servir comidas. Conseguí un trabajo en un pequeño restaurante con nombre de especia en mi barrio de Brooklyn, en proceso de rápida gentrificación. Era un local mucho más agradable que cualquier otro en el que había trabajado. Había velas en las mesas y todas las noches se imprimía una nueva carta.

Habían pasado algunos años, y mientras rescataba mis delantales de cintura para mi primer turno, me emocioné un poco ante la perspectiva de volver al ritmo familiar del servicio.

Sin embargo, al cabo de una hora, más o menos, mi seguridad en mí misma empezó a flaquear. Todavía sabía hacer el trabajo, pero me invadió una cierta rigidez cuando llegó el momento de sonreír, guiñar el ojo y amoldarme a los deseos tácitos de los desconocidos. En el transcurso de la noche, me consternó que mi cuerpo fuese incapaz de cumplir. ¿Qué problema había? ¿Había perdido mi chispa?

Al final de la noche, cometí un pequeño error, y el chef me gritó desde detrás de la barra: “¿Qué pasa, eres tonta?”.

Los chefs me habían gritado cosas mucho peores antes; el maltrato verbal de los chefs se daba por descontado en muchos restaurantes, y se consideraba una ofensa bastante leve, en general. Pero ya no estaba acostumbrada.

Acababa de pasar dos años al frente de clases de universidad donde, por muy mal pagada que estuviese, nunca se me llamaba tonta. Se me trataba con respeto, con deferencia. Allí había ascendido a un ámbito laboral distinto y, aunque seguía contando con esa opción, nunca utilicé mi sexualidad para ganar dinero. Ni tampoco se me pedía que sufriera este tipo de humillaciones abiertas. Cuando cobré, tenía más de lo que jamás había conseguido en un solo turno sirviendo mesas. Me metí el fajo de billetes en el bolsillo del abrigo y le dije al jefe del restaurante que no volvería la noche siguiente, ni después. Nunca volví a trabajar en un restaurante.

A veces lo echo de menos, pero siempre estoy agradecida de haber tenido el privilegio de dejar esa vida.

Ahora doy clase a tiempo completo, y cuando entro en un aula el primer día del semestre, escudriño esa sala llena de rostros y siento como sus expectativas crecen como olas en mi dirección.

Es emocionante mantener la atención de alguien, intuir sus intereses y encender su curiosidad: todos los seductores lo saben. Descubrí esa sensación por primera vez, no en la mazmorra, sino en los comedores de los restaurantes, con el repiqueteo de los platos y el olor a ajo de la cocina, que chocaba con la música de la zona para clientes.

Es imposible hacer una relación completa de los modos en que la educación influyó no solo en mi relación con el trabajo, sino en todos mis encuentros personales. Haber pasado años pensando en las personas como máquinas tragamonedas a las que tenía que ganar, sabiendo que mi seguridad vital dependía de ello, no me preparó para unas relaciones saludables.

Ahora se me han quedado pequeñas muchas habilidades que una vez me sirvieron para sobrevivir, y he aprendido que aferrarme a ellas causa sus propios perjuicios. Hay gracia en dejar ir las cosas que ya no me sirven, o cuyos caminos cruzo. También estoy agradecida por la oportunidad, de tanto en tanto, de darles otra utilidad. Me gusta pensar que mis años de seducción me hicieron ser una profesora más empática; que la habilidad de suscitar el deseo se ha convertido en la de compartir el amor. 

Melissa Febos es autora de Girlhood, Whip Smart, Abandon Me y Body Work. Es profesora del programa de escritura de no ficción en la Universidad de Iowa,,.

sábado, 18 de junio de 2022

_- La mejor manera de explicar la Guerra Fría es hablando de ajedrez. Entrevista a Leontxo García


_- Ajedrez y ciencia. Ajedrez y pedagogía. Ajedrez y geopolítica. ¿Sabías que el juego de peones, inventado hace siglos, es hoy el mejor campo de experimentación de la inteligencia artificial? ¿Sabías que en España estamos a la vanguardia del uso pedagógico del ajedrez en la escuela? De todo esto y más, hablamos con Leontxo García (Irún, 1956), periodista especializado de ajedrez del diario El País, un mito de la comunicación de este deporte. Viajero incansable, recorre el mundo formando maestros en ajedrez educativo (más de 30.000, lleva) y divulgando los beneficios pedagógicos del juego que muchos consideran un arte. Autor del libro Ajedrez y ciencia, pasiones mezcladas (Crítica), Leontxo García me confiesa cuál es la pieza del tablero que más le gusta: “El peón, porque sólo puede ir hacia delante. Y, si llega a su fin, puede convertirse en reina. Premio a su tenacidad”. La entrevista la realizó Txema Seglers. 

Hondarribia, una tarde de verano de 1976. Tienes 16 años. Llueve y un amigo te propone ir a un club de ajedrez que han abierto en Irún. Movido por la curiosidad, te asomas por el club y, de repente, quedas maravillado. ¿Qué hechizo se produjo allí dentro?

Definir la magia es muy difícil y, de hecho, me he preguntado muchas veces por qué el ajedrez me atrajo tanto. Aquella tarde se produjo el hechizo: quizás por el hecho de ver a las personas de aquel club cómo disfrutaban pensando o quizás porque el ajedrez me mostró a la perfección la cita “Sólo sé que no sé nada”, de Sócrates. Allí dentro, todos los días, yo aprendía cosas nuevas y todo se convirtió en un nuevo reto, cada vez más fascinante. Por eso, imagino, tres años después, fui campeón absoluto de Guipúzcoa.

¿No había nadie de tu familia que jugara al ajedrez? ¿El padre? ¿La madre? ¿Un tío?

No, en casa no había ningún jugador más.

¿Y cómo pasas de ser campeón absoluto de Guipúzcoa a ser el periodista con más prestigio en el mundo del ajedrez detentor de un estilo muy personal? ¿Cómo fueron tus inicios periodísticos?

En San Sebastián se editaba la revista Jaque, y el director me pedía crónicas de los torneos en los que yo jugaba. Y en el año 83 pasa una de esas oportunidades que sólo aparecen una vez en la vida: la semifinal en Londres del torneo de candidatos con los duelos Kasparov-Korchnoi y Smislov-Ribli. Como en Londres yo tenía amigos y, por tanto, cama donde dormir, llamé al diario Deia de Bilbao para ofrecerme como enviado especial. Como les salgo baratísimo, me dicen que sí. Y entonces, cuando estoy en el avión en dirección a Londres, surge el momento clave.

¿Cuál?

Me entra el pánico, me asusto. Me pregunto: Leontxo, pero ¿Dónde te has metido, si tú hasta ahora sólo has escrito para aficionados de ajedrez? ¿Qué vas a hacer ahora? Yo me imaginaba un hipotético lector sentado en la cafetería del pueblo, hojeando el diario mientras desayuna, y que, cuando llegara a la sección de deportes y leyera fútbol, pelota vasca o tenis, no pasara de largo el artículo de ajedrez. ¿Cómo podía hacer que el lector se detuviera en mi crónica? Si me ponía a hablar de la defensa siciliana, mal rayo. Mientras pensaba todo esto con angustia, llego a Londres y me voy directo al hotel donde se alojan los jugadores. Y mientras curioseo por los pasillos, de repente, contemplo la escena que me enciende la bombilla para el resto de mi carrera profesional: en un rincón veo a los miembros del equipo de Kasparov hablando amistosamente con los otros miembros del equipo de Korchnoi, que era el traidor a la patria soviética, el disidente huido de la URSS. Lo que yo estaba viendo estaba prohibido por la ley soviética. Escribí la crónica con el título: “En el ajedrez sí que hay distensión este-oeste”. Y yo me dije: "Leontxo, ese es el camino". Y así en los 39 años posteriores.

¿Por qué el ajedrez tiene tanta carga simbólica y es una metáfora del poder? Por ejemplo, hablemos de la geopolítica como un tablero de ajedrez y tú mismo, cuando explicas los grandes duelos de la historia, explicas el trasfondo político de las partidas.

El ajedrez es boxeo mental, es la lucha encarnizada entre dos mentes, donde la suerte apenas existe. Por ejemplo, para un profesor de historia no existe una manera más eficaz de explicar la Guerra Fría que explicando el combate Spasski-Fischer, justo cuando el botón rojo de la guerra nuclear estaba a punto de ser pulsado. ¿Qué había de más simbólico que el ajedrez para describir la tensión entre Spasski, el héroe soviético de un país donde el ajedrez es mucho más que un deporte, y Fischer, el joven rebelde excéntrico y autodidacta de Estados Unidos? Por eso, el duelo fue primera página en todos los periódicos del mundo.

¿Qué alegoría podemos hacer hoy sobre Putin y el ajedrez?
Con la agresión de Ucrania, Putin viola un principio muy importante del ajedrez establecido hace cien años por Aron Nimzowitsch: “La amenaza vale más que su ejecución”. Si Putin se hubiera quedado en el terreno de la amenaza y de la negociación, en realidad habría tenido razón; porque, incluso si Putin fuera el presidente más demócrata del mundo, nunca podría aceptar que Ucrania fuera miembro de la OTAN y cortar el paso de Rusia hacia el mar Negro y, por tanto, hacia el Mediterráneo. Los otros puertos de Rusia están en el Ártico, casi impracticables por el hielo, o Vladivostok, más arriba de Japón. Moralmente, la agresión de Putin es imperdonable, y desde la lógica racional, inexplicable, porque, como te decía, podría tener razón en el terreno de la amenaza y, sin embargo, ahora se ha convertido en un criminal de guerra.

Putin tenía y tiene tres grandes opositores: Boris Nemtsov, Aleksei Navalni y el legendario jugador de ajedrez Gari Kaspárov. El primero murió. El segundo, encarcelado. ¿Y Kaspárov?

En 2013, Kaspárov recibe una información confidencial: quieren asesinar a uno de los tres. Él decide irse de Moscú hacia Nueva York con su esposa y sus hijos; y toma una decisión muy difícil: irse sin su madre, con la que tenía una relación fuerte, vital, por la niñez huérfana del jugador. Kaspárov lo calcula bien, porque en el 2015 asesinan a Nemtsov y luego envenenan a Navalni.

El propio Kasparov protagoniza el duelo más épico jamás visto cuando se enfrenta contra la computadora Deep Blue: la creatividad del cerebro humano contra la fuerza bruta de la máquina. Tú estabas allí.

En los años noventa a todos nos gustaba que una máquina nos hiciera la declaración de la renta; pero nos estremecía que un ordenador ganara el campeón del mundo de ajedrez. No hablo de miedo, sino de terror, de auténtico pánico. Y Kaspárov se convirtió en el estandarte del género humano contra las máquinas. No exagero. Sólo hay que recordar a los titulares de prensa de los periódicos de Estados Unidos, o los anuncios de la calle en Nueva York que decían: “¿Será capaz este hombre de salvar el género humano?”. Incluso un hecho inédito describe la épica del duelo: Kaspárov, que jugaba bajo la bandera rusa contra el operador de IBM que traducía las jugadas de la computadora Deep Blue con bandera estadounidense, recibía el apoyo incondicional del público estadounidense. Nunca visto: ¡los americanos querían que ganara un ruso!

Ésta es buena. Más allá del juego, este duelo sirvió para investigar sobre la inteligencia artificial (IA).

Sí. Los padres de la informática, Claude Shannon y Alan Turing, a finales de los años cuarenta, llegan separadamente a la misma conclusión: que el ajedrez es el mejor campo de experimentación para la IA. El número de partidas diferentes en un tablero de ajedrez es mayor que el número de átomos que hay en el universo entero conocido. Hablamos de un 1 seguido con 123 ceros. Para la mente humana, esa cifra se aproxima al concepto de infinito; pero, por una máquina, se convierte en finita y, por tanto, manejable. Shannon y Turing concluyeron que, si lograban que una máquina ganase un campeón de ajedrez, el proceso científico sería tan complejo y rico que podrían aplicar todo el aprendizaje en otros campos. Y tenían razón, aunque tardaron más de lo que suponían: unos 50 años.

¿En qué campos se aplicó todo lo aprendido?
Ámbitos como el de la ciencia molecular, la fabricación de medicamentos complejos, la previsión meteorológica, las finanzas, la planificación de la agricultura, cuestiones medioambientales, etc. Pero todavía queda lo más impactante: gracias a lo aprendido en el ajedrez, se ha logrado el mayor avance en la historia de la biología: descifrar el comportamiento de las proteínas, esenciales para la vida. Los mayores expertos aseguraban que tardaríamos siglos, pero sólo hemos tardado 25 años.

Si una máquina calcula millones de jugadas en un segundo, ¿por qué fue tan difícil que los ordenadores ganaran los grandes campeones de ajedrez que carecen de la fuerza bruta de la máquina?

Una computadora, en una fracción de segundo, comprende que una dama vale 10 y un peón 1. Pero, en ajedrez, aparecen muchas excepciones y, en una gran cantidad de posiciones, la dama no vale 10 y, en cambio, un peón puede ser muy importante si, por ejemplo, domina casillas vitales. Un niño de seis años esto lo entiende en un minuto por puro sentido común. Pero, ¿Cómo programas el sentido común en una máquina? La computadora sólo entiende un lenguaje de ceros y unos; por eso, posee una fuerza sucia descomunal. El mayor éxito fue cuando los informáticos consiguieron programar en una máquina algo parecido a la intuición humana; es decir, que la computadora comprendiese el valor relativo de las piezas y fuese capaz de sacrificarlas para conseguir al final de la partida un ataque ganador. Esto fue un prodigio.

¿Quieres decir que no sacrificaba una pieza mediante un cálculo preciso y perfecto?
Exacto, lo hacía por vía intuitiva, porque eso le daba un ataque fuerte. Pero el concepto de ataque fuerte es etéreo para una máquina, no para una persona. Cuando programaron esta intuición, los ordenadores ya empezaron a jugar mejor que el campeón del mundo de ajedrez.

Tiene ironía: la computadora gana si se asemeja a nosotros. Y entonces, ¿Qué nos queda a los humanos?
La belleza del juego, que en ajedrez es hija del error. Tú y yo hacemos una partida, yo me equivoco y tú encuentras una combinación brillante que te da la victoria. Los ordenadores procesan jugadas interesantes desde una perspectiva técnica. A nosotros nos queda la belleza.

¿En qué pueden ayudar el ajedrez en la vida cotidiana?
En muchas cosas. Primero, en pensar con coherencia. Hoy, en los países más avanzados entre comillas, de vida rápida y estresante, la gente piensa cada vez menos. Suma el mal uso de las redes, la basura producida por los canales de televisión (mucha en horario infantil) y la desigualdad creciente en muchos países. Entonces, ¿Qué es mejor que un juego que instala en tu mente el hábito de pensar? Ante una situación, un proyecto o un problema, lo primero que debes hacer es pensar. Además, el ajedrez también desarrolla mucho la calidad de la autocrítica. El ajedrez es un juego sin árbitros y, si pierdes, no puedes culpar a nadie de tu derrota.

Importante, sí.

Te digo otra: el pensamiento flexible, vital hoy en día en el siglo XXI. En los últimos 25 años, el mundo ha cambiado más que en ningún otro período de la historia de la humanidad. Y cambiará más. La mitad de nuestros niños de los países avanzados ejercerán profesiones que todavía no existen, que requerirán tecnología todavía no inventada. El ajedrez desarrolla mucho la capacidad de adaptarte rápidamente a una realidad cambiante, porque, durante una partida, el reloj pierde segundos y un movimiento plantea una nueva relación entre las piezas. Son procesos cerebrales que automatizas y trasladadas a tu vida.

Las matemáticas, la música y el ajedrez son los tres ámbitos que más niños prodigio han dado. Tú en tu libro señalas también el valor de la inteligencia emocional en el ajedrez educativo.

Sí, es un tipo de inteligencia importantísima en la pedagogía del siglo XXI. He dicho antes que el ajedrez es boxeo mental, pero también es una lucha de emociones. Tienes que controlarlas durante la partida e intentar conocer las de tu contrincante para saber cómo jugar.

De hecho, hablas del ajedrez como el deporte más violento de todos y que por eso hay que dominar las emociones aún más.

Sí, porque un jugador de fútbol u otro deportista puede desahogar la tensión gritando, corriendo o saltando; pero, en el ajedrez, como mucho, puedes pasear por el escenario y poco más. Toda la tensión se acumula durante cuatro o cinco horas sobre el tablero y es necesario saber gestionarla. Primero, identificar las emociones y, después, comprender cuándo sientes angustia; o si estás demasiado confiado; o si tienes miedo al rival, si eres muy o poco prudente, etc. Todo el universo de las emociones está en juego durante una partida.

¿Y qué es lo que mejor funciona en materia educativa?
El uso interdisciplinario y transversal del ajedrez. Por ejemplo, la geometría, las matemáticas o el álgebra se explican de una manera eficaz y divertida con el ajedrez, y sin que el profesor tenga que saber jugar. La inteligencia emocional es transversal en todo el plano educativo y así los niños aprenden jugando con ellos.

¿Y cómo estamos en materia educativa?
España está a la vanguardia mundial de ajedrez educativo, a partir de lo que yo llamo el “milagro del 11 de febrero de 2015”, cuando todo el Congreso de los Diputados por unanimidad apoyó al ajedrez como herramienta educativa. En 2018, 10 de las 17 comunidades autónomas ya habían introducido el ajedrez en los horarios lectivos, de las cuales cinco lo están haciendo muy bien. Cataluña es una. De hecho, ha recibido la etiqueta de modelo de buenas prácticas para el resto del mundo.

¿Y cómo valoran los propios maestros y educadores el ajedrez educativo?
Cuando se dan cuenta de que el ajedrez funciona tan bien de forma transversal e interdisciplinaria, llegan a la conclusión de que el juego debe tener su propia hora lectiva, con objetivos pedagógicos apropiados a cada etapa, sea infantil, primaria o secundaria. Y es muy importante hacerlo así.

En comparación con los hombres, ¿por qué hay tan pocas mujeres jugadoras de ajedrez? Es un misterio analizado a lo largo de la historia del ajedrez. Señalas que existen dos grandes teorías avaladas por estudios científicos sobre esta cuestión: la primera afirma que las mujeres están menos dotadas para ámbitos cuantitativos (matemáticas, física, ingeniería…). La segunda, que ambos sexos nacen con el mismo potencial intelectual, pero que, por circunstancias socioculturales (discriminación social), muchas mujeres no se dedican a dichos ámbitos.

Es una pregunta importante, sí. ¿Por qué por cada mujer que juega al ajedrez, hay entre 7 y 14 hombres? ¿Y por qué ocurre esto en un deporte donde la fuerza bruta no sirve para nada? El ajedrez, en la inmensa mayoría de los países, tiene un sello de masculinidad. Según algunos estudios científicos, hay diferencias entre un cerebro masculino y uno femenino: existen porque las hormonas son diferentes. Lo que no se sabe es hasta qué punto son distintas. Sin embargo, hay que investigar más y, desde una perspectiva rigurosamente científica, dejar abierta la posibilidad de que un sexo esté más capacitado que otro para determinadas actividades, y al revés. Ahora bien, ante tu pregunta, yo diría que es más por una razón educativa que genética.

Tú lo expresas con una frase: las mujeres, si quieren, pueden jugar tan bien como los hombres; pero, normalmente, no quieren.

Es un hecho (otra cosa es explicarlo) que, cuando se llega a la pubertad, el número de niñas que abandonan el ajedrez es muy grande, más que el de niños. Y ocurre justo cuando existe la explosión hormonal propia de la edad. Para la mayoría de niños de esta edad, convertirse en lo mejor en alguna actividad suele ser una prioridad. En cambio, para la mayoría de niñas de esa edad, no lo es. Suelen tener otras prioridades como, por ejemplo, ampliar su círculo social.

Tú haces una lista de las grandes jugadoras de la historia del ajedrez y entre ellas destacas Judit Polgar, la más importante, considerada la mejor jugadora de ajedrez de la historia, la única mujer que ha conseguido estar entre los 10 primeros jugadores de la clasificación mundial.
Exacto. Judit Polgar y sus hermanas, también grandes jugadoras de ajedrez, tuvieron pubertad, una enorme inundación de progesterona en los cerebros y, en cambio, no dejaron de jugar al ajedrez. Y, además, lograron resultados impresionantes.

Cuentas una escena de cómo Judit Polgar sembraba el pánico entre los grandes jugadores de ajedrez. Y cómo éstos se extrañaban de ver a una mujer compitiendo por el campeonato mundial.

Yo fui educado en la España franquista, y, cuando jugaba torneos internacionales y me enfrentaba a una mujer, yo sentía una presión enorme que yo mismo me infundía, como si por la educación que yo había recibido fuera inconcebible perder con una mujer. Me duró poco, porque, al igual que el nacionalismo se cura viajando, el machismo, también. En una dosis mayor o menor, el machismo es universal. Y, en ajedrez, más aún, porque siempre ha sido un mundo muy masculino, con pocas mujeres. La irrupción de Judit Polgar fue una revolución total en los torneos de élite. Ella era capaz de ganar incluso al campeón del mundo. Por último, cuando los grandes jugadores se acostumbraron, la aceptaron como uno más del grupo, pero duró algunos años.

Hablemos de la famosa serie Gambito de dama. Una jugadora de ajedrez como protagonista. Ha generado mucho interés por el ajedrez.
En Gambito de dama hay aspectos positivos, pero hay algo que no me gusta: la protagonista no pierde ni una sola partida hasta que la gana el campeón estadounidense. Esto es absolutamente imposible por muy grande que sea tu talento, incluso si eres el mejor jugador de la historia. Es imposible que nadie gane hasta que pierdes con el campeón. Ofrece un mensaje muy negativo, especialmente para niños.

¿Cuál?
Vivimos en una sociedad en la que parece que si pulsas un botón consigues lo que quieres. Es muy importante enseñar a los niños que cuantas más veces caigan, más veces se levantarán y más habrán aprendido de estas caídas. Si no subrayamos este mensaje, crearemos una sociedad de personas muy blandas. A veces me invitan a torneos de niños y cuando quieren que hable, antes de jugar, les digo que algunos de ellos estarán muy contentos cuando ganen, y otros, muy tristes cuando pierdan. Pero, en ajedrez, contrariamente a otros deportes, la suerte no influye, y que si pierden se pregunten por qué han perdido. Así, habrán aprendido algo útil para la próxima partida y, sobre todo, para la vida, fuera del ajedrez.

Hablemos de ajedrez y salud. Para disfrutar de los beneficios del ajedrez, ¿no es necesario ser un profesional, ¿verdad?
Hay dos planos distintos que se confunden. Muchas personas piensan que el ajedrez es para gente muy inteligente. Es un pensamiento erróneo, ya que equipara a un profesional del maratón con una persona a la que le gusta correr a veces. Lo mismo ocurre con el ajedrez. Hay un proverbio hindú que dice que el ajedrez es un mar inmenso, donde un mosquito bebe y un elefante se baña. Para disfrutar del ajedrez, basta con ser un mosquito; no es necesario ser un elefante.

¿Qué beneficios tiene la práctica del ajedrez en materia de salud?
Hay suficientes evidencias científicas que permiten afirmar que la práctica frecuente de ajedrez a lo largo de la vida ralentiza el envejecimiento cerebral y, por tanto, el alzhéimer o la demencia senil. España tiene la segunda esperanza de vida más alta después de Japón y quizás hacia el año 2040 será aún más alta. Nuestros abuelos ya habían asumido que era necesario realizar ejercicio físico. Pero, ahora, comprendemos que también debemos practicar alguna gimnasia mental, y el ajedrez, no es la única, pero sí la mejor según la ciencia.

¿Por qué al ajedrez, metáfora de la inteligencia, considerado por muchos un juego, un deporte e incluso un arte, le ha faltado visibilidad?
Al ajedrez les ha pasado igual que al balonmano. El balonmano tenía raíces escandinavas y eslavas, y no se cuidó su marketing. El ajedrez era una pasión popular en la URSS, pero sin ningún interés por la imagen y la comunicación. Ahora, esto ha cambiado. Cuando el joven Magnus Carlsen, actual campeón del mundo, firmó un contrato con la marca de ropa juvenil G-Star, tuvo que realizar sesiones fotográficas, entrevistas, fiestas, etc. Y esto ha llevado al ajedrez a ámbitos donde antes no habían llegado.

Por cierto, una curiosidad para acabar: las aperturas en el ajedrez son los primeros movimientos de una partida. Hay un montón, algunas muy famosas como la apertura italiana, la española, la escocesa, etc. Pero existe también la apertura catalana. ¿Es buena para jugar?
Sí. La apertura española y la catalana están entre las más antiguas y todavía están vigentes, de las más utilizadas hoy en día. De la española, hace cuatro siglos, y de la catalana, más de cien años. Son dos concepciones diferentes del ajedrez que muestran su época. La defensa española tiene que ver con la época romántica y lo más importante es hacer jaque mate al rey, lo más rápido posible. En cambio, la apertura catalana es un bombardeo: en lugar de ocupar el centro con los peones desde el minuto uno, presionas el centro del tablero de lejos e invitas a tu rival a tomar el centro para atacarle después.

Leontxo García Periodista y divulgador del ajedrez 

Traducción: Josep M. Gil