Nos retrotraemos a 1901, cuando Russell estaba enfrascado en sus investigaciones sobre los fundamentos lógicos de las matemáticas. Esto requirió que examinara las relaciones entre colecciones de cosas (Russell hablaba de clases, aunque el término moderno es conjunto). La naturaleza de las "cosas" de las clases era inmaterial; lo que importa era la lógica abstracta de la teoría de conjuntos.
Pertenecer a un conjunto parecía algo trivial. Si consideramos el conjunto S={a, b, c}, entonces b es un miembro de S pero g no. Si consideramos el conjunto de todos los números enteros pares, entonces 2, 6 y 1.660 son miembros del conjunto, mientras que 3, 1/2, p no lo son.
Haciendo avanzar el grado de abstracción un poco, observamos que los miembros de un conjunto pueden ellos mismos ser conjuntos. Para el conjunto de los miembros T={a, {b,c}}, el primer miembro es a y el segundo es el conjunto {b, c}. O supóngase que permitimos que W sea el conjunto que consta del conjunto de todos los números enteros pares y el conjunto de todos los números enteros impares. Esto es,
W={{ 2, 4, 6, 8, ...} , { 1, 3, 5, 7, ...}}.
El conjunto W tiene dos miembros, siendo cada uno de ellos en sí mismo un conjunto que consta de una infinitud de miembros.
El hecho de que un conjunto pueda tener como miembros a conjuntos suscitó a Russell una pregunta curiosa: ¿Puede un conjunto contenerse a sí mismo? Escribió que "me parecía que una clase a veces es y a veces no es miembro de sí mismo"(24).
Ponía como ejemplo el conjunto de todas las cucharillas, que ciertamente es una cucharilla. Por tanto, el conjunto de todas las cucharillas no es un miembro de sí mismo. Asimismo, el conjunto de todas las personas, no es él mismo una persona y por ello no es un miembro de sí mismo.
Por otra parte, a Russell le parecía que ciertos conjuntos sí de contienen a sí mismos como miembros. Su ejemplo era el conjunto de todas las cosas que no eran cucharillas. Este conjunto de no cucharillas, contenía tenedores, primeros ministros británicos, números con 8 cifras; efectivamente, todo lo que no es una cucharilla. Pero el conjunto mismo no es con seguridad una cucharilla. ( no se podía mover el té con él ) y, por tanto, correctamente, pertenece dentro de sí mismo todavía a otra no cucharilla.
O considérese el conjunto X de todos los conjuntos que se pueden describir mediante 20 o menos palabras. El conjunto de todos los búfalos sería un miembro de X, ya que su descripción "El conjunto de todos los búfalos", sólo requiere 6 palabras. Asimismo, "el conjunto de todas las púas de puerco espín" (8 palabras) está en X, al igual que "el conjunto de todos los mosquitos que viven en Sudáfrica" (10 palabras). Pero este criterio de pertenencia garantiza que X ("el conjunto de todos los conjuntos que se pueden describir con 20 o menos palabras"), al haber sido descrito, por tanto, en 14 palabras debe incluirse dentro de sí mismo.
Claramente cada conjunto pertenece a una de estas dos categorías. O es un conjunto, como las cucharillas, que no es miembro se sí mismo -en cuyo caso lo llamaremos conjunto de Russell-, o es un conjunto, como X, que no se contiene a sí mismo entre sus miembros.
Estas inocentes reflexiones tomaron un giro amenazador cuando Russell decidió considerar el conjunto de todos aquellos conjuntos que no son miembros de ellos mismos. Estos es, decidió reunir todos los conjuntos de Russell en un enorme conjunto nuevo al que llamaremos R. Entonces R tendrá entre sus miembros el conjunto de todas las cucharillas, el conjunto de todas las personas y muchísimos más.
Y ahora viene la pregunta que conmovió los fundamentos: ¿Es R miembro de sí mismo? Esto es, ¿es el conjunto de todas los conjuntos de Russell un conjunto de Russell?. Sólo puede haber dos respuestas a esta pregunta: si o no.
Supongamos que la respuesta es que sí. Entonces R es un miembro de R. Para convertirse en miembro, R tiene que haber satisfecho el criterio de pertenencia que subrayábamos en cursiva anteriormente: R es miembro de sí mismo. Por tanto, si R es miembro de R, entonces R no puede ser miembro de R. Esta abierta contradicción excluye la posibilidad de un "sí" a la pregunta mortal.
Pero, ¿qué ocurre si la respuesta es un no y R no es miembro de R? Entonces R ciertamente no es un miembro de sí mismo y, como nuestro conjunto de cucharillas, cumple el requisito de pertenencia para ser admitido en R. Por tanto, si R no es un miembro de R, automáticamente debe convertirse en miembro de R. De nuevo nos enfrentamos a una contradicción.
Para Russell todo esto debería haber sido muy sencillo. Sin embargo, de alguna forma "cada alternativa lleva a su opuesta y se da una contradicción". Quedó perplejo por la "clase tan particular" que había creado con una forma de razonar que "hasta ese momento le había parecido adecuada"(25) . Es lo que ahora llamamos la paradoja de Russell.
Puede resultar de ayuda presentar una ilustración algo más concreta de las sutilezas lógicas de su argumentación. Supongamos que un conocido experto en obras de arte decide clasificar las pinturas del mundo en una de dos categorías mutuamente excluyentes. Una categoría, de muy pocos cuadros, consta de todas las pinturas que incluyen una imagen de ellas mismas en la escena presentada en el lienzo. Por ejemplo, podríamos pintar un cuadro, titulado Interior, de una habitación y su mobiliaria -colgaduras en movimiento, una estatua, un gran piano- que incluye, colgando encima del piano, una pequeña pintura del cuadro Interior. Así, nuestro lienzo incluiría una imagen de sí mismo.
La otra categoría, mucho más corriente, constaría de todos los cuadros que no incluyen una imagen de sí mismos. Llamaremos a estos cuadros "Pinturas de Russell". La Mona Lisa, por ejemplo, es una pintura de Russell porque no tiene dentro de ella un pequeño cuadro de la Mona Lisa.
Supongamos además que nuestro experto en obras de arte monta una enorme exposición que incluye todas las pinturas de Russell del mundo. Tras ímprobos esfuerzos, se han reunido y colgado de las paredes de la sala inmensa. Orgulloso de su hazaña, el experto encarga a una artista que pinte un cuadro de la sala y de sus contenidos.
Cuando el cuadro esté terminado, la artista lo titula, con toda propiedad, Todas las pinturas del Russell del mundo. El galerista examina el cuadro cuidadosamente y descubre un pequeño fallo: sobre el lienzo, junto al cuadro de la Mona Lisa hay una representación de Todas las pinturas de Russell del mundo. Esto quiere decir que Todas las pinturas del mundo es un cuadro que incluye una imagen de sí mismo, y por consiguiente, no es una pintura de Russell. En consecuencia, no pertenece a la exposición y ciertamente no debería estar colgado en las paredes. El experto pide a la artista que borre la pequeña representación.
La artista la borra y vuelve a mostrar el cuadro al experto. Tras examinarlo, éste se da cuenta de que hay un nuevo problema: la pintura Todas las pinturas de Russell del mundo ahora no incluye una imagen de sí misma y, por tanto, es una pintura de Russell que pertenece a la exposición. En consecuencia, debe ser pintada como colgado de alguna parte de las paredes no vaya a ser que la obra no incluya todas las pinturas de Russell. El experto vuelve a llamar a la artista y le vuelve a pedir que retoque con una pequeña imagen el Todas las pinturas de Russell del mundo.
Pero una vez que la imagen se ha añadido, estamos otra vez al principio de la historia. La imagen debe borrarse, tras lo cual debe pintarse, y luego eliminarse, y así sucesivamente. Es de esperar que más pronto o más tarde la artista y el experto caigan en la cuenta de que algo no funciona: han chocado con la paradoja de Russell.
Todo esto puede parecer totalmente irrelevante. Pero recuérdese que el objetivo de la obra de Russell era edificar todas las matemáticas sobre el inconmovible fundamento de la lógica. Su paradoja ponía en peligro este programa. Lo mismo que el ocupante de un ático se preocuparía al saber que hay grietas en le sótano, el matemático debe reaccionar igualmente al saber que, en los fundamentos de su ciencia, existe una fisura lógica. Esto sugiere que todo el edificio matemático, como el bloque de apartamentos, podría un día derrumbarse.
No hace falta decir que Russell se sintió conmocionado por la existencia de su paradoja y escribió: "Sentí acerca de estas contradicciones lo mismo que debe sentir un ferviente católico acerca de los papas indignos"(26). Otros también se sintieron desalentados de forma similar, como es patente en el famoso intercambio epistolar entre Russell y el lógico Gottlob Frege (1848-1925). Frege había publicado sus Leyes fundamentales de la aritmética , un enorme tratado dirigido a explorar los fundamentos de la aritmética. En él, Frege había trabajado con conjuntos de la misma forma ingenua y arrogante que había conducido a Russell a su paradoja. Russell comunicó su ejemplo a Frege, quién inmediatamente reconoció que infligía un golpe de muerte a su intento. En el volumen segundo de sus Leyes fundamentales, que iba a mandar a la imprenta cuando recibió la carta de Russell, Frege tuvo que enfrentarse con la mayor pesadilla que puede asaltar a todo estudioso: que su obra, en el último momento, resulte incorrecta. Con un patetismo solo igualado por su honradez, escribió Frege: "Con nada más indeseable puede enfrentarse un científico que con deshacerse de sus fundamentos después de terminar su obra. Me ha puesto en esa situación una carta de Mr. Bertrand Russell cuando estaba a punto de mandar mi obra a la imprenta"(27).
El enunciado de la paradoja era claro, pero no su resolución. Tras años de intentos infructuosos, los lógicos finalmente intentaron zanjar la cuestión estipulando que un conjunto que se contenga a sí mismo realmente no es un conjunto. Mediante esta táctica lógica, y algunas definiciones cuidadosamente elaboradas, se proclamó que tales clases eran ilegítimas.
Lo razonable de esta aproximación se puede quizá ilustrar mediante nuestra fábula de las pinturas. ¿Es incluso permisible hablar de una pintura que contiene una representación de sí misma? Si Todas las pinturas de Russell del mundo contuvieran una imagen de sí mismas, entonces examinando más de cerca esa imagen, quizá con una lupa, se vería una pequeña imagen de Todas las pinturas. Dentro de ella habría aún una versión más pequeña de Todas las pinturas. Y así se proseguiría, por siempre, como los interminables reflejos de un espejo de sastre. Una pintura con semejantes reflejos nunca podría pintarse.
En un sentido crudo, esto ilustra la resolución de la paradoja que intentó Russell. Escribió que "lo que encierra a todos los miembros de una colección no debe él mismo ser un miembro de una colección"(28). En consecuencia, la naturaleza autorreferencial de la pertenencia en el conjunto de Russell era ilegítima. El conjunto de Russell no era en absoluto un conjunto.
Esta solución, que exigía algunas dolorosas circunvoluciones del pensamiento, parecía engorrosa y artificial. Russell hablaba de ella como una de esas "teorías que podrían ser verdaderas pero no bellas"(29). Sólo por esto, se transfería el estudio de los conjuntos de la esfera ingenua prerusseliana a un campo menos intuitivo.
Para los matemáticos indiferentes a cuestiones de fundamentación, todo el asunto parecía requerir más reflexión de la que merecía. Y Russell llegó a creer que su reducción final de las matemáticas a la lógica era menos satisfactoria de lo que él había sospechado en su juvenil optimismo.
La tensión intelectual y su descorazonadora conclusión se cobraron un precio muy terrible. Russell recordaría cómo después de esto "se apartó de la lógica matemática con una especie de naúsea"(30). Volvió a pensar en el suicidio, aunque decidió no hacerlo porque, como observó con cinismo, seguramente viviría para lamentarlo. Poco a poco se le pasó el disgusto y, como hemos visto, le quedaron fuerzas para luchar durante otros dos tercios de siglo.
Es difícil, en un balance final, resumir su larga vida. Fue una fuerza intelectual irresistible y el gran malandrín del siglo XX. Se desesperó con la condición humana y, sin embargo, luchó por mejorarla. Fue considerado un villano con la misma frecuencia con que fue proclamado un héroe. Pero ni sus peores enemigos le pueden negar que fue un hombre leal a sus convicciones. Como le había aconsejado su abuela, no siguió a una multitud de malhechores.
Le concedemos la última palabra. En un ensayo de 1925, "Lo que yo creo", Bertrand Russell nos daba una clave de lo que sostuvo a lo largo de su dilatada y turbulenta vida:
La felicidad-escribía este gran escéptico- no es, sin embrago, una verdadera felicidad porque deba llegar a un fin, al igual que no pierden su valor el pensamiento y el amor porque no sean eternos... Aun cuando las ventanas abiertas de la razón nos hagan al principio temblar de frío después de la acogedora caldees del abrigo de los mitos tradicionales de los humanos, al final el aire fresco nos vigoriza y los grandes espacios tienen su propio esplendor (31) .
Este trabajo ha sido realizado para el curso de SAEM Thales, Formación a Distancia a través de Internet, por M. Carmen Márquez García, cmgarcia@cica.es
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domingo, 21 de enero de 2018
PARADOJA DE RUSSELL
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