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martes, 15 de octubre de 2024

Paradojas y limitaciones al medir la productividad

Publicado en Alternativas Económicas, nº 127, septiembre de 2024

El concepto de productividad es uno de los más utilizados en economía y quizá de los más conocidos entre la población por sus implicaciones prácticas.

Me atrevo a pensar que cualquier persona con una mínima formación o cultura general sabe que la productividad es el resultado de dividir la cantidad producida por algún recurso (un trabajador o una máquina, por ejemplo) entre el número de horas necesitadas para producirla. Al definirla así, el diccionario de la Real Academia pone este ejemplo: La productividad de la cadena de montaje es de doce televisores por operario y hora.

También es bien sabido que el incremento de la productividad está directamente relacionado, casi siempre, con la utilización de nuevas técnicas, con el desarrollo tecnológico.

Sin embargo, tan sólo a partir de esas dos ideas que conoce casi todo el mundo aparecen ya algunas paradojas interesantes.

La primera es que el concepto de productividad que se utiliza por economistas y servicios estadísticos para calcular su magnitud y hacer comparaciones no es el que acabo de indicar -cantidad producida (q) dividida por el número de horas (h)-. Para estimarla dividen el Producto Interior Bruto (PIB) entre el número de horas utilizadas para producirlo.

La diferencia es sustancial porque el PIB no registra una cantidad producida (q) sino un valor monetario, es decir, una cantidad producida multiplicada por el precio al que se ha vendido (q*p).

La razón de por qué ocurre esto es muy sencilla.

En un proceso productivo elemental, en el que un trabajador produjese un solo producto y de contenido material, sería factible medir su productividad como cantidad producida dividida por las horas empleadas: 200 ladrillos por hora o doce televisores por hora, como en el ejemplo de la Academia. Pero ¿qué ocurre cuando la producción es de un servicio, de un bien con un alto contenido de recurso inmaterial, o cuando se producen diferentes productos -como en la mayoría de las empresas o en una economía en su conjunto- y se quiere obtener la productividad global?

¿Cómo se mide la cantidad exacta producida por una enfermera, un maestro, una investigadora, un policía, un ingeniero informático, un matemático, un directivo de banca, un arquitecto, un asegurador, una publicitaria…?

Además, en el caso de que sea posible calcular exactamente la cantidad producida (doce televisores por hora), no tendría sentido hacer comparaciones, ni a nivel de empresa ni al de actividad, o -mucho menos- al de una economía en su conjunto: ¿tiene sentido decir que un trabajador que produce doce televisores por hora es más productivo que una cirujana que realiza solo una operación al día?

No tiene sentido ni es posible hablar globalmente de la productividad de una empresa que fabrique varios productos distintos o de la de una economía, en la que se producen cantidades relativas a millones de productos. La razón, todo el mundo la sabe: no se pueden sumar peras con manzanas.

Para superar ese escollo es por lo que los economistas hacen la trampa de calcular la productividad como lo que no es, dividiendo el PIB (cantidad producida por su precio) entre el número de horas necesitadas para producirlo.

De ahí surge una segunda paradoja.

Aunque casi todo el mundo sabe que la productividad aumenta cuando hay desarrollo tecnológico y se aplican nuevas técnicas que mejoran la forma de producir, lo cierto es que, en las últimas décadas de revolución tecnológica, la productividad, como dijo Robert Solow, «no aparece en las estadísticas». Todas ellas indican que está disminuyendo.

Hay muchos y buenos estudios empíricos que han tratado de mostrar las razones de por qué ocurre esto último. Entre ellas y por citas solo algunas más importantes: desaceleración global, crisis financieras, variaciones en la composición del trabajo, problemas de medición, menor impacto de las nuevas oleadas de innovación, retardo en sus efectos, concentración del capital que produce grandes diferencias entre empresas, incremento del trabajo no automatizable, disminución en la contribución que el capital hace por trabajador, crisis del comercio internacional o pérdida de eficiencia en la asignación.

A mi juicio, sin embargo, los estudios convencionales eluden el problema fundamental que es mucho más elemental: en el capitalismo actual, es inevitable que la productividad se minusvalore mientras se utilice el PIB como numerador para calcularla

El PIB, como he dicho, es un valor monetario, el valor de las ventas o, si se quiere, un ingreso. Por tanto, cuando se utiliza no se está midiendo, en realidad, la productividad, es decir, la producción de un factor (trabajo o capital) por tiempo empleado, sino el ingreso de cada uno de esos factores. La diferencia es fundamental, entre otras razones, porque ese ingreso no depende sólo de la cantidad, sino también del precio.

Las consecuencias de ello son muchas y tremendas, aunque mencionaré sólo una de ellas. Se suele decir, por ejemplo, que los salarios de determinados empleos son bajos porque los llevan a cabo trabajadores y, sobre todo, trabajadoras poco productivas. La realidad es otra: la productividad así calculada de esos empleos es baja porque el ingreso (salario) es reducido.

La productividad no aparece en las estadísticas con la magnitud que realmente tiene porque el PIB no puede recoger correctamente los componentes que hoy día están añadiendo más valor a los procesos económicos y que son determinantes de los cambios en la productividad: información, conocimiento, digitalización o aprendizaje automático. Una limitación que, además, se refuerza porque el capitalismo de nuestros días multiplica los trabajos y actividades de suma cero que no generan producción (desde las especulativas, hasta la abogacía, pasando por gran parte del comercio financiero y la gestión de activos, hasta la publicidad y el marketing para construir marcas a expensas de otras). La aportación al PIB de empresas o actividades como Googleo, Facebook o WhatsApp se limitan a su ingreso publicitario porque sus «clientes» no pagamos por utilizar su motor de búsqueda, su red o el servicio que proporcionan. Su «cantidad producida» recogida en el PIB a la hora de calcular la productividad está claramente infravalorada.

El uso del PIB produce otro efecto paradójico. Esa magnitud sólo registra las actividades que tienen expresión monetaria. Por tanto, cuantos más recursos se dediquen, por ejemplo, a combatir las externalidades ambientales negativas, al trabajo voluntario, a los cuidades y la reproducción de la vida… menos productivo se dirá que es el uso general de los recursos. Aunque, al mismo tiempo, se producirá otra paradoja. Sabemos que, cuanto más bienestar creen esas actividades no monetarias, más desahogado y productivo será el trabajo en el resto de actividades de expresión monetaria. Así, se podrá creer que las economías alemana o japonesa son muy productivas gracias al esfuerzo y mérito de sus empleos retribuidos monetariamente, cuando quizá lo sean por la elevada extensión de la actividad no monetaria e invisibilizada que en ellas se lleva a cabo.

Y todo ello con independencia de que la bondad de la productividad que se mide como vengo señalando se basa en otra falacia, cuya falta de fundamento viene demostrándose día a día: aceptar que producir más con menos recursos implica necesariamente un mejor rendimiento, más eficiencia o mayor beneficio o bienestar para las empresas y la economía en general.

En conclusión, es imprescindible replantearse el concepto de productividad y su medición, para recoger todos los insumos de la producción, incorporar todos sus efectos o resultados y utilizar criterios de valoración realistas y no sólo monetarios, generando, para ello, nuevos tipos de datos y registros estadísticos.

Juan Torres López, 

domingo, 13 de marzo de 2022

Las matemáticas del porqué de las cosas

Judea Pearl, galardonado del premio Fronteras del Conocimiento de la Fundación BBVA en Tecnologías de la Información y la Comunicación, revolucionó la estadística y la inteligencia artificial con su formalización de las relaciones causa-efecto

Los humanos tomamos decisiones, generalmente, basándonos en nuestro conocimiento sobre el mundo que nos rodea y, en concreto, prediciendo en mayor o menor medida las consecuencias de nuestros actos. Por tenue que pueda ser, esto requiere de un entendimiento de las relaciones causa-efecto. ¿Qué efectos tendrá una acción determinada? ¿Qué hubiera ocurrido si actuásemos de otra manera? ¿Es un hecho la causa de otro, hay algo que no estamos teniendo en cuenta y que causa ambos, o más bien es pura coincidencia? Comprender a nivel detallado estas relaciones causales tiene consecuencias importantes tanto a nivel personal como social y político. Judea Pearl (Israel, 1936), el nuevo beneficiario del premio Fronteras del Conocimiento 2022 en Tecnologías de la Información y la Comunicación de la Fundación BBVA, es uno de los creadores de un formalismo que extiende el estudio de la causalidad a numerosos escenarios.

Para resolver un problema, debemos comprender qué posibles acciones funcionan o cuáles no y por qué, incorporando además la incertidumbre que marca nuestra limitada perspectiva del mundo. Por ejemplo, para diseñar distintos tratamientos médicos como las vacunas de la polio, sarampión y, como no, el covid-19, o la terapia antirretroviral para el VIH, es fundamental obtener una caracterización detallada y específica de la relación entre el tratamiento y la respuesta.

En estadística existe la famosa premisa de que correlación no implica causación, como claramente demuestran las correlaciones espúreas. Por ejemplo, existe una correlación entre el número de películas en las que aparece Nicolás Cage en la década de los 2000 y el número de ahogamientos en piscinas durante esos mismos años. ¿Significa esto acaso que si Cage saca un nuevo filme debemos tener más cuidado en la piscina? En general, no. Esta correlación no implica una conexión causal, sólo es una de tantas coincidencias que aparecen de manera aleatoria.

Por otro lado, en ocasiones puede haber variables o factores de confusión que afectan a la vez a varias variables de interés, y su efecto puede inducir a conclusiones erróneas parecidas a las anteriores. Como ejemplo, hay una correlación demostrable entre el número de helados vendidos en una ciudad y el número de crímenes violentos. En este caso, existe una variable de confusión: los crímenes violentos son más frecuentes cuando suben las temperaturas, lo cual aumenta también la venta de helados.

Una de las técnicas “clásicas” más importantes en el estudio de la causalidad son las pruebas controladas aleatorizadas (RCT, por sus siglas en inglés). En su forma más básica, una RCT separa una población aleatoria en dos grupos: uno será tratado o alterado de alguna forma y otro se mantendrá sin alterar (grupo control) para estudiar la diferencia relativa entre ambos. Por ejemplo, en un estudio de efectividad vacunal, la mitad de las personas participantes son tratadas con placebo y la otra mitad recibirá la dosis. Así, bajo ciertos requisitos, la aleatorización de ambos grupos permite discernir si dicha alteración tiene o no un determinado efecto de interés en la población.

Los RCT son muy versátiles para esclarecer las relaciones causales entre distintos factores, pero no siempre es factible realizarlos por problemas de tiempo, financiación, dificultad para encontrar casos de estudio, etc. Frente a ello, son necesarias nuevas estrategias para hacer estudios de la causalidad. Aquí es donde brilla el trabajo de Pearl, proporcionando una nueva forma de realizar estos análisis.

Pearl estudia la causalidad desde una nueva perspectiva, extendiendo los modelos de redes bayesianas para interpretarlos como modelos de causalidad. Las redes bayesianas, desarrolladas también por Pearl, son una herramienta gráfica que permite representar visualmente modelos probabilísticos. Estos modelos son ampliamente utilizados en estadística por su capacidad para describir sucesos y relaciones probabilísticas complejas con gran precisión y aparecen con frecuencia en la investigación en inteligencia artificial, estadística y otras ciencias fundamentales. Fuera del contexto académico también se utilizan, por ejemplo, para apoyar a los centros sanitarios al decidir qué tratamiento requiere un paciente.

Combinando los modelos extendidos de redes bayesianas con el control de las variables de confusión, es posible determinar con claridad relaciones causales bajo ciertas hipótesis. Esto resuelve, además, situaciones aparentemente paradójicas, donde según quién o cómo se hagan los análisis de los datos se obtienen conclusiones contradictorias (lo que se conoce como la paradoja de Simpson). Además, este análisis causal es un remedio altamente efectivo frente a posibles manipulaciones, que pretenden confundir o difuminar las conclusiones de la comunidad científica, como sucedió con el tabaco en los años 70 del siglo pasado, cuando se trató de ocultar la relación entre el tabaco y el cáncer.

A pesar de las discusiones que provocó dentro de la comunidad científica, la obra de Pearl El libro del por qué: La nueva ciencia de la causa y el efecto, que se mueve entre la estadística y la filosofía, ha popularizado su lenguaje para el análisis causal. Las contribuciones de Pearl son importantes en distintos campos de la ciencia, pero además nos ayudan a obtener una nueva forma de comprender el mundo, con implicaciones directas en el bienestar y en la forma de tomar decisiones que afectan a los demás y al medio que nos rodea.

Simón Rodríguez es investigador postdoctoral en el ICMAT.

Ágata Timón G Longoria es coordinadora de la Unidad de Cultura Matemática del ICMAT.

https://elpais.com/ciencia/cafe-y-teoremas/2022-02-23/las-matematicas-del-porque-de-las-cosas.html

domingo, 22 de febrero de 2015

Curiosidades matemáticas

Una paradoja es una declaración no contradictoria que contradice el sentido común. Las paradojas se dan porque todo lenguaje es contradictorio. Epiménides, filósofo griego del siglo VI antes de Cristo, de quien se dice que durmió durante cincuenta y siete años seguidos, aunque Plutarco sostenga que sólo fueron cincuenta, afirmó que todos los cretenses son mentirosos, como él mismo era cretense, ¿decía o no la verdad? Si lo que dice es cierto no todos los cretenses son mentirosos, porque por lo menos un cretense, él, no miente, o sea que Epiménides miente al decir la verdad; en cambio si él miente significa que no todos los cretenses mienten, por lo que ha dicho la verdad, o sea que dice la verdad al mentir. Otra versión de esta paradoja, atribuida al filósofo griego Eubulides de Mileto, sostiene: Si un hombre afirma que está mintiendo. ¿Dice la verdad o miente? También es contradictoria la afirmación que sostenga: todo lo que afirmo es mentira.

Zenón de Elea ideó la paradoja de Aquiles y la tortuga. Aquiles decide competir contra una tortuga. Puesto que él corre rápido, muy seguro de sus posibilidades da a la tortuga una ventaja inicial. Poco después de la partida, Aquiles recorre la distancia que inicialmente lo separaba de la tortuga, pero al llegar a ese lugar descubre que la tortuga ha avanzado un pequeño trecho. Sin desanimarse, sigue corriendo, pero al llegar de nuevo adonde estaba la tortuga, ésta ha avanzado un poco más. De esta manera Aquiles no ganará la carrera ya que la tortuga estará siempre delante de él.

Se dispara una flecha. Puesto que la flecha no puede estar en dos lugares diferentes al mismo tiempo, la flecha debe hallarse en determinada posición, por lo que se encuentra en reposo. Por el igual razón durante los siguientes intervalos de tiempo la flecha también estará en reposo; de manera que la flecha estará siempre en reposo y su movimiento es imposible. Lo mismo se puede generalizar para todo cuerpo en movimiento, lo que contradice la realidad.

En un país habitado por negros y blancos, los primeros sólo dicen la verdad y los segundo siempre mienten. Pasa una canoa y alguien que no distingue el color del canoero le pregunta: ¿Es usted negro o blanco? La respuesta se la lleva el viento. ¿De qué color dijo ser?, pregunta alguien a los dos canoeros que reman detrás. Dijo que es blanco, responde el blanco; dijo que es negro, responde el negro. ¿De qué color era el canoero? Independientemente del color del canoero, la respuesta es que el canoero es negro.

Una persona es calva si carece de pelos. ¿Qué pasa si tiene sólo un pelo? ¿Si tiene dos?, etc. En general, ¿cuándo un calvo deja de ser calvo?

El director de una cárcel decide liberar a un preso de tres condenados. Coge tres discos rojos y dos azules y sitúa un disco al azar en la espalda de cada preso, de manera que todos ven el color de los demás a excepción del suyo propio. Dejará libre al que acierte el color que posee. Pasado cierto tiempo, uno de los presos afirma que el color de su disco es rojo. ¿Cómo lo dedujo, si él es ciego?

De antemano se le pide disculpas al lector creyente, de cualquier fe que tuviere, porque en este escrito no se intenta jugar con la fe de nadie, muy respetable por cierto, sino que tiene que ver con lo contradictorio que es cualquier idioma. Aclarado este pequeño e importante detalle, se continua con el tema.

Se pregunta: ¿Qué pasa si un objeto super potente, creado por Dios, capaz de remover todo lo que obstruya su paso, choca contra un objeto inamovible, también creado por Dios? Esto es algo imposible de responder. También es contradictoria la pregunta que durante en el medioevo hacían los herejes a los creyentes: ¿Puede crear Dios una piedra tan pesada que no la pueda levantar? Si no lo puede hacer no es todopoderoso y si la puede crear tampoco lo es. Por esta otra pregunta fue castigado el que la formuló durante la inquisición: ¿Tuvo o no tuvo Adán ombligo? No pudo tenerlo por no ser parido y si no lo tuvo ¿por qué nosotros, que descendemos de él, lo tenemos? Ahora y siempre hay que cuidar las palabras que salen de nuestra boca.

También es de por sí contradictoria la idea de que existe un dios omnipotente, amoroso y bueno. Porque si le pidiera algo que sin lugar a duda es bueno y no lo puede hacer, no es omnipotente, si lo puede hacer y no lo quiere hacer, no nos ama ni no es amoroso, y si lo quiere hacer y no le da la gana de hacerlo, es caprichoso, se burla de nosotros y no es bueno.

Cada ser humano tiene dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos, etc. Lo que significa que el mundo debió tener antes mucha más gente que ahora, lo que es contradictorio con la idea bíblica de que todos provenimos de Adán y Eva, a menos de que todos seamos parientes.

El asno de Buridán es protagonista de un antiguo argumento en contra de Juan Buridán, un teólogo escolástico discípulo de Guillermo de Ocán, y del racionalismo defendido por los partidarios del libre albedrío, que sostenían la posición de que cualquier decisión puede ser tomada de manera racional. Para ridiculizar esta opinión, sus críticos imaginaron el absurdo de un asno que no puede elegir entre dos fajos de heno completamente iguales, en consecuencia termina muriendo de inanición. Se trata de que pudiendo comer, no come, porque no sabe, no puede o no quiere elegir qué montón es más conveniente, ya que ambos son exactamente iguales.

Para terminar se va a hacer una pregunta bastante sencilla de responder ¿Qué edad tienen tus hijos? Pregunta una matemática a una vieja amiga suya. Ésta le responde: Como recuerdo que eras buena para los números te daré la repuesta a manera de problema. El producto de las edades de mis tres hijos es 36 y la suma es igual al número de ventanas de la casa de enfrente, la blanca. La matemática, luego de contar las ventanas de la casa de enfrente, afirma: Me falta un dato. Ni corta ni perezosa, su amiga se lo da: El mayor tiene un lunar en la frente. ¿Qué edad tiene cada muchacho? La pregunta no es una broma y ahora que el lector tiene los datos indispensables para despejar todas las incógnitas no es tan complicada de responder.
Fuente: Rodolfo Bueno