La Vanguardia
En el esfuerzo de Moscú por volver a levantar cabeza en el mundo, el “síndrome 1905” resume los peligros de la empresa de consolidación interna de un régimen arcaico vía aventuras exteriores.
Ahora que la Rusia de Putin aparece en la cima de la recuperación de su poder y prestigio internacional con el clamoroso éxito alcanzado por su intervención en Siria (hecho que explica la intensa campaña contra el dirigente ruso cuyo histérico apogeo se vive estos días), es el momento de recordar los grandes riesgos que comporta el más que legítimo desafío ruso a Occidente y la fragilidad interna del régimen del Presidente Putin.
El actual sistema autocrático ruso, que Yeltsin puso en pie en 1993 con el entusiasta apoyo de Occidente, es muy vulnerable a la inestabilidad interna. Sus mecanismos de reproducción y legitimación apuntan siempre hacia la concentración del poder personal. Eso choca con las exigencias de una sociedad moderna.
Disfunción
El tradicional régimen de samovlastie heredado y perfeccionado por Putin, es poco funcional respecto a los desarrollos de su sociedad. Las encuestas confirman que el 50% de los rusos consideran que tienen derecho a defender sus intereses incluso si ello contradice los intereses del Estado. Los que no están de acuerdo con ese enunciado no tienen otro que contraponer y se sumarían a él de forma pasiva si llegara el momento. No estamos ante una sociedad soviética desde hace mucho tiempo.
A diferencia de los dos siglos anteriores, el legítimo nacionalismo ruso y los engranajes del consenso interno hacia un líder fuerte cuya principal virtud ha sido haber detenido una degradación nacional de casi veinte años, conviven con un vector muy fuerte de tipo burgués, podríamos decir, que rechaza el conflicto y desea la estabilidad, como ocurre en cualquier otra sociedad moderna. Ese vector, iniciado en la URSS urbana de los años sesenta va a aumentar, porque forma parte de la lógica histórica de nuestra época. El sistema autocrático no tiene una respuesta a eso. No encaja con ello. Su reforma es, por definición, complicada.
Implicar/Excluir
En la actual afirmación de Rusia en el mundo, hay, desde luego, una más que legítima reclamación de potencia. En Europa el ninguneo o maltrato de grandes potencias siempre tuvo resultados nefastos. Tras las guerras napoleónicas los vencedores implicaron a la vencida Francia en la toma de decisiones, lo que abrió una larga etapa de paz y estabilidad continental. El ejemplo contrario es lo que se hizo con la Alemania posguillermina, tras la primera guerra mundial, y también con la Rusia bolchevique tras la Revolución de 1917. En ambos casos, las políticas de exclusión -y de tremendo intervencionismo militar en la guerra civil rusa- tuvieron consecuencias nefastas para lo que luego fue el nazismo y la génesis del estalinismo. Lo que hemos visto en Europa desde el fin de la guerra fría es una nueva advertencia sobre los peligros de excluir a una gran potencia de la toma de decisiones y tratarla a base de imposiciones y sanciones en lugar de organizar la seguridad continental común que se acordó en París en noviembre de 1990 (y que habría hecho obsoleta a la OTAN y con ella a la influencia determinante de Estados Unidos en el continente). En lugar de eso, durante 25 años occidente ha maltratado a Rusia acosándola hasta llegar a los arrabales geopolíticos de Moscú, con el resultado visto en Ucrania.
Pero en la actual auto reivindicación del Kremlin hay también otro aspecto que no hay que perder de vista: un vector de movilización del favor de la población ante los efectos sumados que en el interior de Rusia tienen; los bajos precios del petróleo, el estancamiento de la situación socio-económica y las sanciones occidentales. Todo eso agudiza las contradicciones entre la sociedad rusa y su poco funcional régimen político.
Arriesgada legitimación
En la actual tensión militar en Europa, cuya principal responsabilidad es de Estados Unidos, con el regreso de la obsesión antirrusa de Alemania en segunda posición (la histeria de polacos y bálticos solo es relevante por lo instrumental hacia esas dos responsabilidades), la correlación de fuerzas es inequívoca: La población de los miembros europeos de la OTAN supera en cuatro veces a la de Rusia. La suma de sus PIB en nueve veces. Su gasto militar supera en por lo menos tres veces el ruso. Incluyendo al conjunto de la OTAN el presupuesto militar ruso de unos 90.000 millones de dólares es doce veces inferior al occidental. En Siria esas correlaciones no son muy diferentes y si las cosas han funcionado bien allí para Moscú ha sido gracias a cierto paralizante estupor de Estados Unidos ante los desastres de sus últimas acciones militares en la región, y a los zigzags de la actitud turca que la diplomacia rusa ha sabido jugar con gran acierto y maestría.
La decrépita máquina militar rusa ha sido mejorada en los últimos años, pero es un instrumento aún lleno de grietas que ha estado trabajando a su máximo rendimiento. Un caza-bombardero ruso fue abatido por los turcos, otros dos se cayeron al mar desde el portaviones Almirante Kuznetsov. La intervención rusa ha sido también arriesgada porque en caso de escalada difícilmente podría haber ido a más. De ahí la impresión de que Moscú intenta abarcar más de lo que puede, o, como mínimo, todo lo que puede. Una acción militar exterior con la lengua afuera multiplica los riesgos.
Las intervenciones en Siria y Ucrania han cargado las baterías de la legitimación del sistema de puertas adentro, pero ¿Cuánto durará esa carga? De momento funciona, pero los riesgos son inmensos y hay que preguntarse por la sostenibilidad del recurso. Un revés militar en Siria o en Ucrania, habrían sido letales para el Kremlin. En 1905 la derrota militar de Tsushima en la guerra ruso-japonesa supuso el principio del fin de la autocracia de los Románov, una dinastía de tres siglos. En el esfuerzo por volver a levantar cabeza en el mundo este “síndrome 1905” es capital.
Populismo sin distribución
El papel de potencias más prudentes en su acción exterior como Rusia y China en el mundo multipolar, es fundamental para evitar los peligrosos excesos del ilusorio hegemonismo que han quedado bien patentes en los desastres de estos años, pero en el orden interno Rusia debe ser valorada en su propia y contradictoria realidad. Putin no ha resuelto, y ni siquiera ha buscado, la vía de desarrollo que estabilice a Rusia. Es un patriota populista de derechas prisionero de un modelo de mando caduco para la modernidad. Ni siquiera es un Hugo Chávez que cometió el pecado de distribuir socialmente renta petrolera. Putin no distribuye nada. Aunque de momento no hay signos de protesta social, ese es un horizonte ineludible a largo plazo con el que un Occidente hostil siempre jugará. El arriesgado recurso de un machismo exterior no funcionará eternamente. En lo que concierne a Rusia ese es un desarrollo al que habrá que prestar la máxima atención a partir de ahora.
Dicho esto, es inevitable situar la injerencia (presunta o real) del Kremlin en la política americana que tantos titulares hace estos días después de varios años de intensa demonización del Presidente ruso en todo Occidente y particularmente en Alemania. Lo menos que puede decirse es que lo que ha trascendido, si es creíble, es ridículo al lado de lo que ha representado la ingerencia de Estados Unidos en la política rusa.
El chiste de la injerencia en Hillarystán
En los años noventa la injerencia de Washington en Rusia fue determinante para la ruina y criminalización de la economía rusa. Muchos decretos de privatización y otros aspectos esenciales se redactaron directamente en Washington. Gente como el vicesecretario del tesoro americano Lawrence Summers, cursaba directamente instrucciones en materia de código fiscal, IVA y concesiones de explotación de recursos naturales y los fontaneros del Harvard Institute for International Development, bajo patrocinio de la USAID, Jeffrey Sachs, Stanley Fisher y Anders Aslund, tenían tanta influencia como los ministros.
Bajo la batuta de Andrei Kózyriev (1992-1996), la política exterior rusa estaba en manos de una marioneta de Washington que fue puesta como premio al frente de la farmacéutica americana ICN al ser cesada. El gran proyecto geopolítico para Rusia de estrategas de Washington como Zbigniew Brzezinski era disolver el país en cuatro o cinco repúblicas geopolíticamente irrelevantes -un escenario que Rusia nunca se planteó para Estados Unidos ni en los momentos más bollantes del poder soviético y cuyo precedente histórico más próximo es el proyecto de disolución de la URSS del Reichsministerium für die besetzten Ostgebiete bajo la dirección del nazi Alfred Rosenberg. En las presidenciales de junio/ julio de 1996 la complicidad de Estados Unidos fue clave para facilitar la financiación ilegal de la campaña de Yeltsin y la manipulación informativa que le acompañó, lo que impidió una probable victoria comunista…
Que mucho de todo esto fuera consentido e incluso propiciado por la clase política rusa cuya preocupación central en aquella época era llenarse los bolsillos, no cambia gran cosa el asunto: Después, cuando con Putin la prioridad fue la estabilización de lo adquirido y la recuperación de Rusia, Washington promocionó las revoluciones de colores en diversos países del entorno ruso y apoyó siempre ese escenario en la propia Rusia, sosteniendo económica e informativamente a organizaciones no gubernamentales y defensores de derechos humanos -muchos de ellos más que honorables- cuya acción consideraba favorable a sus intereses.
Clave de la recuperación rusa de principios de siglo XXI ha sido la sumisión del complejo energético a los intereses del Estado. Fue entonces, cuando se percató de que Putin ponía fin a la bananización de Rusia, cuando Washington apostó por el magnate Mijail Jodorkovski.
Propietario de Yukos, la mayor compañía petrolera rusa, y principal beneficiario de la privatización energética de los noventa, Jodorkovski se preparaba para desafiar electoralmente a Putin. En 2003 se disponía a trazar para ello vínculos económicos estratégicos con Occidente como la venta de una tercera parte de las acciones de Yukos a la norteamericana Exxon-Mobil (22.000 millones de dólares), la construcción de un oleoducto hacia China y de una terminal para la exportación a occidente en Murmansk con la que pretendía determinar el sentido de la exportación de crudo. Todo ello no solo rompía el pacto que Putin estableció con los magnates (respeto a las adquisiciones de la privatización a cambio de la no injerencia política y de la sumisión al Estado), sino que privaba al Kremlin de la principal baza geopolítica para la recuperación de Rusia: el uso de su potencia energética.
Jodorkovski, “adoptó decisiones que afectaban al destino y soberanía del Estado y que no podían dejarse en manos de un solo hombre guiado por sus propios intereses”, explicó Putin en su día. Jodorkovski fue encarcelado e inmediatamente beatificado en Occidente hasta su puesta en libertad…
Este tipo de injerencia en los asuntos de Rusia ha sido una constante -cualquier ruso lo sabe- y sitúa en su debido lugar el presunto escándalo de los hackers rusos en la campaña electoral americana. La simple realidad es que, en la hipótesis más extrema e indemostrable -con Putin manejando personalmente la operación- todo el asunto es bastante inocente. Más aún: al lado de lo que el valeroso disidente Eduard Snowden ha revelado al demostrar documentalmente la existencia de Big Brother y su control global total de las comunicaciones por Estados Unidos a través de la NSA, este episodio de los correos de Doña Hillary se parece mucho a una descomunal tomadura de pelo.
Fuente:
http://blogs.lavanguardia.com/paris-poch/2017/01/07/rusia-riesgos-agravios-74312/