La Capital Europea de la Cultura en 2024, la austriaca Bad Ischl, presenta una instalación artística y una docuficción en las antiguas instalaciones del campo satélite de Mauthausen para hacer pedagogía de la memoria.
El plan del comandante nazi era tan criminal como poco sofisticado. Consistía en encerrar a los 16.648 prisioneros del campo de concentración de Ebensee en el gigantesco túnel horadado en la montaña inmediata y dinamitar la entrada. Enterrarlos vivos. Los presos barruntaron la maniobra, sabían que el Ejército aliado estaba cerca y se rebelaron. Lo usual en un motín contra unas SS inquietas y en retirada es que los cabecillas fueran ametrallados sin contemplaciones, pero los dejaron en manos de una patrulla de la Wehrmacht. “Su vida no valía nada”, dice Wolfgang Quatember, director del memorial del campo de concentración de Ebensee, en Alta Austria, “y Anton Ganz, el comandante, ya pensaba en la suya propia tras la guerra. En las consecuencias de una matanza selectiva con testigos. No tenía tiempo para escaramuzas. Huyeron”.
Silvia Dinhof-Cueto escucha con atención a Quatember dentro del túnel. Su padre era uno de los prisioneros del campo. Víctor Cueto, teniente asturiano del Ejército republicano, había escapado de las tropas golpistas cruzando los Pirineos catalanes a pie para terminar confinado en el campo de concentración de la playa de Argelès-sur-Mer, construido sobre la arena. Allí le ofrecieron tres alternativas: volver a la España franquista, alistarse en la Legión Extranjera francesa o trabajar en la Línea Maginot, la inútil muralla defensiva gala en la frontera con Alemania. Se decantó por esta última pero enseguida lo capturaron los nazis. Entró en Mauthausen en el verano de 1940, con el número 3.438. Sobrevivió cinco años. Hasta la liberación. Una eternidad.
El plan del comandante nazi era tan criminal como poco sofisticado. Consistía en encerrar a los 16.648 prisioneros del campo de concentración de Ebensee en el gigantesco túnel horadado en la montaña inmediata y dinamitar la entrada. Enterrarlos vivos. Los presos barruntaron la maniobra, sabían que el Ejército aliado estaba cerca y se rebelaron. Lo usual en un motín contra unas SS inquietas y en retirada es que los cabecillas fueran ametrallados sin contemplaciones, pero los dejaron en manos de una patrulla de la Wehrmacht. “Su vida no valía nada”, dice Wolfgang Quatember, director del memorial del campo de concentración de Ebensee, en Alta Austria, “y Anton Ganz, el comandante, ya pensaba en la suya propia tras la guerra. En las consecuencias de una matanza selectiva con testigos. No tenía tiempo para escaramuzas. Huyeron”.
Silvia Dinhof-Cueto escucha con atención a Quatember dentro del túnel. Su padre era uno de los prisioneros del campo. Víctor Cueto, teniente asturiano del Ejército republicano, había escapado de las tropas golpistas cruzando los Pirineos catalanes a pie para terminar confinado en el campo de concentración de la playa de Argelès-sur-Mer, construido sobre la arena. Allí le ofrecieron tres alternativas: volver a la España franquista, alistarse en la Legión Extranjera francesa o trabajar en la Línea Maginot, la inútil muralla defensiva gala en la frontera con Alemania. Se decantó por esta última pero enseguida lo capturaron los nazis. Entró en Mauthausen en el verano de 1940, con el número 3.438. Sobrevivió cinco años. Hasta la liberación. Una eternidad.
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“Mi padre decía que en Mauthausen todo sucedía por casualidad. Un jefe de las SS, el más sádico, el más animal, lo eligió por azar para trabajar en el huerto del campo. Le salvó la vida. Estaba trabajando en condiciones extremas en la cantera de granito, allí no hubiera resistido mucho más. En 1944 lo transportaron a Ebensee”, dice Dinhof-Cueto en un castellano perfecto, señalando el sistema de galerías. En el túnel principal, la artista japonesa Chiharu Shiota acaba de instalar un telar rojo de 25 metros de largo. Una segunda piel que evoca, en sus palabras, un sentimiento de “presencia en ausencia”. Dinhof-Cueto contempla la obra de Shiota: “Mi padre se habría preguntado ‘¿y esto qué significa?’. Pero su propósito es rememorar lo que ocurrió aquí, creo que le hubiera gustado”.
La improvisación final del comandante nazi en realidad no desentonaba con lo que había sido Ebensee, un campo satélite de Mauthausen concebido en 1943 para desarrollar una nueva generación de armamento con la explotación de mano de obra esclava. Aquí asesinaron por la vía del trabajo a más de 8.500 personas en apenas 18 meses. Cuando les sobraba fuerza laboral, las SS dejaban a los presos más débiles a la intemperie, semidesnudos a orillas de los barracones para que murieran de frío. En las fotos del Ejército estadounidense del 6 de mayo de 1945 se ven montañas de cadáveres apilados en el crematorio, los cuerpos de los convictos que no resistieron más y murieron solo unas horas antes de la liberación del campo. Durante una semana siguieron muriendo cerca de 450 personas cada día.
Prisioneros del campo de concentración de Ebensee, en 1945. PHOTO 12 (UNIVERSAL IMAGES GROUP / GETTY)
El túnel escondía una fábrica subterránea para ejecutar el programa de misiles de la Alemania nazi, dirigido por los oficiales Walter Dornberger y Wernher von Braun, quienes tras las Segunda Guerra Mundial continuaron sus brillantes carreras en el desarrollo de balística en el bando enemigo, en el Ejército de EE UU. El sistema de galerías de Ebensee encarna la alianza perfecta entre ciencia y barbarie, técnica y explotación de seres humanos.
“Los recuerdos son la única vía que permite a la gente escapar de este desprecio por la humanidad, de esta combinación fatal de destrucción y progreso”, dice Elisabeth Schweeger, directora artística de la capital europea de la cultura de 2024 en Bad Ischl–Salzkammergut, que reconoce la dificultad de sacar adelante iniciativas que se enfrentan al pasado en una región con profundas raíces nazis. “El túnel de Ebensee y el antiguo campo de concentración aledaño son lugares para el recuerdo. ¿Cómo podemos hacer justicia a este lugar, cómo podemos honrarlo con el arte?”.
Su respuesta fue Chiharu Shiota. Y también una original docuficción audiovisual, comisariada por la arquitecta Marlene Rutzendorfer, Regional Express. La diseñó para que, durante los desplazamientos en tren entre los pueblos de la región de Salzkammergut, los viajeros dispusieran en su teléfono de un archivo de historia oral casi subversivo frente al silencio de otras épocas. El objetivo es el mismo: impulsar una pedagogía de la memoria. Rutzendorfer nació y creció en Bad Ischl: “Durante mucho tiempo, la sociedad de Salzkammergut se resistió o no estuvo dispuesta a examinar de cerca su propio papel en el nacionalsocialismo y en el campo de concentración; no solo en Ebensee, sino también más allá. Parece muy fácil optar por no ver las huellas de la existencia del campo”.
Escondido en Stuttgart
La belleza del paisaje no excluye el horror, se escucha en el móvil. Y entonces brota el testimonio de Silvia Dinhof-Cueto, que participa en el relato: “Me entristece pensar que para mí, Traunsee y Attersee, donde crecí, son lugares bellos. Para mi padre era el horror. Esto siempre me resultó difícil. Y lo sigue siendo. Hay una tensión evidente entre lo maravilloso y lo brutal”.
El padre de Dinhof-Cueto no abandonó Salzkammergut y rehizo su vida trabajando como cocinero en la base militar estadounidense de Lenzing, en la ribera del lago Attersee, donde veraneaban y se inspiraban Klimt y Mahler, a solo 30 kilómetros de Ebensee. Vivió apátrida hasta 1955, cuando Austria le concedió la nacionalidad. Ella nació apátrida en 1954.
Ebensee fue liberado un día más tarde que Mauthausen. El comandante nazi Anton Ganz se fugó a Alemania, llevó una vida ordenada de bajo perfil en Stuttgart (“solo salía para ir a misa los domingos”, apunta Wolfgang Quatember) y ya jubilado, en 1972, fue procesado por la justicia alemana y sentenciado a cadena perpetua. En su huida el bárbaro fue inteligente. Solo encontraron testigos para acusarle de siete asesinatos. Cumplió unos días de prisión preventiva y quedó en libertad poco después por motivos de salud.