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jueves, 23 de marzo de 2023

MAUTHAUSEN. Horror, solidaridad y coraje: la memoria compartida de los republicanos y judíos en Mauthausen.

El Gobierno presenta la exposición sobre los presos del campo nazi como una vacuna democrática contra los discursos de odio.

Al llegar les quitaban el apellido, la ropa, el pelo de todo el cuerpo. A partir de ese momento, en Mauthausen eran un número y una macabra cuenta atrás hasta la muerte. De las 190.000 personas que pasaron por el campo de concentración nazi y sus anexos, al menos 90.000 murieron. Alrededor de 7.500 —no todos fueron inscritos— de sus presos eran republicanos españoles y de ellos, casi 4.500 no lograron salir de él con vida. Hasta la liberación, en mayo de 1945, por el ejército de EE UU convivieron con miles de judíos en una dramática lucha por la supervivencia, es decir, contra el frío, el hambre, los golpes, los experimentos médicos, las durísimas jornadas de más de 12 horas de trabajo en la cantera. Una exposición en Centro Sefarad-Israel de Madrid recuerda ahora esas memorias compartidas de horror, solidaridad y coraje. La muestra, que podrá verse hasta el 17 de junio, fue inaugurada este miércoles por los ministros de la Presidencia, Félix Bolaños, y Asuntos Exteriores, José Manuel Albares, quienes insistieron en la necesidad de traer los episodios más negros de la historia al presente como vacuna para la intolerancia y los discursos de odio. “Ninguna etapa histórica está exenta de sufrir retrocesos democráticos. Esta exposición nos conmueve y nos recuerda lo que pasó en Europa no hace tanto y lo que puede pasar en Europa si algunos sátrapas como Putin consiguen los objetivos que persiguen”, señaló Bolaños.

De Mauthausen salieron de la mano, convertidos en padre e hijo, un burgalés llamado Saturnino Navazo y un niño llamado Siegfried Meir que había nacido en Fráncfort. El pequeño había llegado al campo con 10 años desde otra sucursal del infierno, Auschwitz, donde habían matado a sus padres, ambos judíos. Navazo, que antes de combatir en el bando republicano en la Guerra Civil había sido futbolista, cuidó de él desde su posición de cierto privilegio; los guardas nazis se aburrían y permitieron organizar una liguilla de fútbol en el campo. Para que los jugadores como Navazo aguantaran más durante los partidos, los apartaron de la cantera y los enviaron a la cocina, lo que les permitía alimentarse y alimentar a otros mejor. La muestra recoge la entrañable historia de afecto entre el republicano y el huérfano, quien en 2015, cinco años antes de morir, explicaba a EL PAÍS: “A él el fútbol le salvó la vida y a mí Navazo me la dio. Si no se hubiera quedado conmigo, habría acabado en la cárcel”.

Fue también en Mauthausen donde se reencontraron, en 1945, tras cinco años de lucha por la supervivencia, Alfonsina Bueno y su marido, Josep Ester. Ella fue trasladada al campo procedente de Ravensbruk con seis mujeres nacidas en España y otra más, la polaca Esther Zilberberg, que se consideraba española porque había resultado herida en Vitoria, combatiendo en las brigadas internacionales junto al bando republicano en la Guerra Civil. Otros presos españoles vigilaron la puerta de los baños para que nadie molestara a Alfonsina y Josep cuando pudieron celebrar que seguían vivos. Ella había sido sometida a un experimento médico por los nazis. Tenía 30 años cuando logró salir vida del infierno, con secuelas de por vida que no impidieron que ambos continuaran su militancia contra el fascismo. La exposición recuerda cómo el matrimonio trabajó para conseguir que el gobierno alemán indemnizara a los deportados y a las viudas de los fallecidos. También Esther Zilberberg se implicó en la asistencia a refugiados tras abandonar el campo y retomar sus estudios de Medicina. Muchos brigadistas internacionales como ella se habían reencontrado en Mauthausen con sus compañeros de trinchera republicana, como Artur London, que en 1949, cuatro después de la liberación del campo, fue nombrado ministro de Asuntos Exteriores de Checoslovaquia y en 1952, condenado a cadena perpetua por Stalin. Su esposa, Elisabet Ricol, hija de españoles, también había estado presa en los campos de Ravensbrück y Buchenwald. El periodista alemán Erich Kuttner, quien en 1936 se había desplazado a España para cubrir la Guerra Civil, no logró salir con vida de Mauthausen porque lo asesinaron cuando intentaba fugarse en 1942, tres años antes de la liberación.

La mayoría de supervivientes de Mauthausen permaneció en Francia tras recuperar la libertad y veía esporádicamente a sus familiares en encuentros furtivos en la frontera. Algunos decidieron contar a quien quiso oírlo lo que habían visto y vivido, como habían prometido en el campo. Otros prefirieron ahorrar a sus seres queridos los detalles de un horror inimaginable antes del Holocausto.

Un estudio reveló recientemente las lagunas de los jóvenes españoles sobre la Guerra Civil y la dictadura franquista. “La Guerra Civil fue porque el pueblo se rebeló contra Franco”, llegaban a decir algunos. Los encuestados, sin embargo, conocían la segunda guerra mundial y el holocausto mejor que su propia historia, pese a que ambas confluían en lugares como Mauthausen. El historiador Josep Calvet, comisario de la exposición, explica que “hasta hace muy poco” esos contenidos no tenían presencia en las escuelas, pero cree que “todo eso se está revirtiendo por el interés de profesores concienciados con ese déficit”. “Todavía no estamos al nivel al que están los estudiantes de Alemania, que tienen muy interiorizado y muy presente el nazismo y sus consecuencias, pero creo que iniciativas como esta son importantísimas para que eso cambie y para que deje de verse como un asunto partidista”. El Centro Sefarad-Israel organizará visitas guiadas a la exposición para colegios e institutos.

Algunas de las imágenes recogidas en la muestra fueron utilizadas como pruebas en los juicios contra los criminales nazis. Hoy, la ONU recoge también testimonios, imágenes y evidencias en Ucrania de crímenes de guerra cometidos por Putin.

viernes, 3 de abril de 2020

De la estepa rusa al centro de Madrid. Las complicidades de Zúñiga le permitieron afinar su mirada para contar las entrañas de la guerra en la capital española.

En 1951 Juan Eduardo Zúñiga se estrenó en la novela con Inútiles totales. Se desarrolla en Madrid, en plena Guerra Civil, así que se oyen cañones lejanos y la ciudad tiene ese aire triste que procede del hambre, la falta de perspectivas, la pobreza. Aun así hay margen para la vida: a dos jóvenes, Cosme y Carlos, de “aspecto desmedrado y sucio”, les llega de pronto la amistad en cuanto cruzan las primeras palabras. Cosme va a visitar a Carlos a Vallecas y camina por zonas descampadas y rodea algunos huertos, el ruido del frente como telón de fondo, la gente con aspecto miserable, los niños jugando (los niños siempre siguen jugando). Llega a una pequeña casa, lo espera su amigo. Entran, “allí había libros amontonados por todos sitios y, en cambio, solo una cama de hierro, una mesita y una banqueta”. Cosme se da cuenta de que son los que a él también le gustan, y Zúñiga se refiere entonces a una “charla entusiasta sobre los libros conocidos”. No es mala manera de empezar una amistad.

El pasado lunes Juan Eduardo Zúñiga murió con 101 años, pero ha dejado, al margen de su propia obra literaria, ese puñado de caminos que permiten llegar de una manera estrictamente personal a los escritores rusos que tanto amó. La lectura es también el lugar de la amistad y de la celebración de la vida y, como ocurre con aquellos muchachos de su primera novela, es un buen caldo donde hervir las complicidades y aprender a mirar el mundo. No hay otra para encontrar la propia voz que recorrer los surcos que otros han recorrido antes. Y aquella pequeña casa de Vallecas puede servir como la síntesis de lo que resulta imprescindible: una cama, una mesa, una banqueta, libros por todas partes; ya está.

Fue en Desde los bosques nevados donde Zúñiga reunió ese puñado de ensayos en los que explora cuanto los escritores rusos le enseñaron y en el que incorporó también la biografía que hizo de Iván Turguénev, al que se rindió, confiesa, cuando todavía tenía en sus manos libros infantiles. Habla de “evocación de un entusiasmo juvenil”: quizá habría que añadir que acaso no haya otra época en la vida más propicia para facilitar el enigmático encuentro que se produce entre lector y escritor. Ya nada es igual cuando se ha cerrado un libro. Y de esa experiencia tan íntima y profunda y extraña, y que te transforma radicalmente, es de la que trata Zúñiga cuando entra en su memoria de escritores rusos. Los avatares del anillo de Pushkin, la canción de una mujer zíngara, las maneras de Chéjov, la transformación de Dostoievski cuando regresa del penal, la timidez de Turguénev, las extravagancias del círculo de los simbolistas, el afán de los revolucionarios por abolir las injusticias… “Nadie inventa las palabras que convocan a esa lucha: proceden de un hondo subterráneo abierto en las conciencias de las gentes”, escribe.

Zúñiga intimó tanto con esos escritores rusos que aprendió de primera mano cómo tratar los dolores y las quiebras, las ilusiones rotas y los sueños imposibles, las traiciones, los miedos. Estaba preparado para mirar con finura y una inmensa piedad lo que pasó en Madrid durante la guerra. No hizo literatura social, se metió en sus cuentos en las entrañas de los que padecieron aquel horror: por eso son admirables.

https://elpais.com/elpais/2020/02/27/opinion/1582807231_549869.html

Muere el escritor Juan Eduardo Zúñiga
El autor de 'La trilogía de la Guerra Civil' y premio nacional de las Letras Españolas fallece en Madrid a los 101 años

El escritor Juan Eduardo Zúñiga ha fallecido este lunes en Madrid a los 101 años. El autor más ruso de nuestros prosistas, como lo ha definido Luis Mateo Díez, porque hacía del oído su materia de creación literaria, como él mismo defendía. Esa era su bandera artística, la que protegió en su maestra trilogía del relato breve y bélico: Largo noviembre de Madrid, Capital de la gloria y La tierra será un paraíso. Tres libros compuestos por 34 cuentos publicados en 1980, 1989 y 2004. Sí, el oído de Zúñiga le ha hecho humanizar las consecuencias de la barbarie de la Guerra Civil, sin abandonar nunca el bando de los perdedores. Nadie fotografió la Guerra Civil como lo hizo él.

Gracias a él, la historia de la literatura española sabe que no se puede ser escritor sin intentar atrapar la vida, sin ser capaz de oír no solo los matices de la lengua, “sino también los repliegues del corazón”, decía. Por eso le interesó más el drama que la comedia, por eso más las personas que sufren y pueden ser vencidas por la vida. Por eso desmigó el caudal de sentimientos que cada uno de sus seres ocultaban bajo una vida opacada, en la Guerra Civil y la dictadura. Egoísmo, desolación, pasiones, miedos, ilusiones y revanchas en la sencilla luz de gentes sin atisbo de heroicidad. Lo pueden encontrar en el relato Invención del héroe, sobre el fracaso de la esperanza de una población desahuciada.

Eso es lo que le ha convertido en un autor de culto e, irremediablemente, en oculto, que no ha llegado a recibir el Cervantes, aunque fue galardonado con el Nacional de las Letras Españolas, en 2016. Cuando le concedieron este premio apuntó en una entrevista con este periódico que La trilogía de la Guerra Civil fue “una travesía de Madrid, relacionándome con los personajes, no precisamente ejemplares, que no se adscribieron a ninguno de los dos bandos que estaban en contienda, sino que vivían en soledad, con mala conciencia por no tener un compromiso”.

Con los rusos
Zúñiga aprendió de Chéjov su habilidad para describir con habilidad, con valentía y ternura las escenas que ante él suceden. Pero lo que más le llamó la atención del autor de La gaviota fue su anhelo para escapar, para cumplir con su necesidad de intimidad y su deseo de soledad, con la que dedicarse a ser escritor. Adoraba la obra que va desde Turguénev hasta Pushkin, Gorki o Tolstói. Lo ruso manda en la biblioteca de su casa.

De ellos le separa la perspectiva alegórica en su realismo: opera con precisión, austeridad y resistencia sobre la aparente cotidianidad, donde ocurren sucesos incomprensibles. Porque la fantasía busca otra realidad. Y así fue siempre. Su claridad sin fanfarrias ya se desveló en su primera novela, Inútiles totales (1951), autoeditada, que le permitió, según sus allegados, avanzar sin correr, sin plegarse ante nada.

Joan Tarrida ha sido su editor en Galaxia Gutenberg y lo recuerda como un autor “de exigencia extrema, que corregía y corregía hasta la extenuación”. El pasado mayo publicó sus memorias, que él mismo definía como una cartografía de la ciudad, en la que los ciudadanos han tratado de conquistar unas libertades y superar los traumas recientes. “Ha sido un privilegio trabajar con él, que ha sabido enfrentarse a los grandes temas con puntos de vista nuevos, como el retrato del horror de la guerra desde la retaguardia”, ha añadido el editor, que ha destacado los 40 relatos fantásticos breves que contiene el libro Misterios de las noches y los días (1992).

La memoria protegida
“Pasarán unos años y olvidaremos todo; se borrarán los embudos de las explosiones, se pavimentarán las calles levantadas, se alzarán casas que fueron destruidas. Cuanto vivimos, parecerá un sueño y nos extrañará los pocos recuerdos que guardamos”, puede leerse en el arranque de Noviembre, la madre, 1936, incluido en Largo noviembre de Madrid. La aparición, en 1980, de este libro de cuentos (junto con Mi hermana Elba, de Cristina Fernández Cubas) supuso un hito en la historia de este género. Y abrió en canal el relato consensuado de la inmaculada democratización española. Con la Transición en carne viva, Zúñiga se mostró como el albacea de las cuentas pendientes.

Por eso su obra no ha muerto, porque desmonta el mito del entierro de la memoria y descubre los conflictos derivados de su ninguneo. En el país de las fosas silentes, Juan Eduardo Zúñiga nunca ha dejado de ser pertinente, menos ahora. Es el forense de la posguerra: sus personajes nos avisan, dicen que todo pervivirá, que solo la muerte borrará “la persistencia de aquella cabalgata ennegrecida que fueron los años que duró la contienda”. Fue el primero en alertar sobre la necesidad de refrescar la memoria herida, mientras demostraba que la literatura puede ser sensible y cómplice ante el sufrimiento humano. Zúñiga nunca fue un cínico, ni defendió esa posición. Lecciones entre cascotes y escombros, que no han caducado a fuerza de ser silenciado.

https://elpais.com/cultura/2020/02/24/actualidad/1582556260_343913.html?rel=str_articulo#1583006057765

sábado, 19 de mayo de 2018

Las historias de horror de los parásitos que controlan la mente de sus víctimas. Orugas que se hacen pasar por abejas reinas, parásitos que obligan a hormigas a suicidarse y organismos que ponen a los ratones a merced de los gatos.

En la naturaleza que inspira las películas de Disney se pueden encontrar también los más espeluznantes relatos de terror. Una de las mejores fuentes de ese tipo de historias son las relaciones entre parásitos y huéspedes en el mundo de los insectos. Millones de años de evolución han permitido la aparición de sofisticados mecanismos de algo parecido al control mental en el que las víctimas entregan sus vidas para beneficio del organismo que les ha infectado. Animales que se suicidan para que los parásitos puedan alcanzar su objetivo o insectos que se quedan velando por la seguridad de las crías de su asesino mientras estas le devoran por dentro despiertan el interés de la neuroparasitología, una rama que trata de comprender las bases biológicas de estas prácticas despiadadas.

En un artículo que se ha publicado en Frontiers in Psychology,
un grupo de investigadores de la Universidad Ben-Gurion del Negev, en Israel, ofrece algunos ejemplos de manipulación del sistema nervioso de la víctima y los esfuerzos que se están realizando para explicarlos.

Uno de los usos que los parásitos hacen de sus víctimas es el de emplearlos como medio para reproducirse y dispersarse. Es el caso del Dicrocoelium dendriticum, que comienza su ciclo en el hígado de animales como las ovejas. Allí ponen huevos que después son expulsados a través de las heces y pasan a infectar a caracoles que se alimentan de ellas. A continuación, los caracoles producen unas mucosidades que atraen a las hormigas y acaban infectadas por los parásitos. Mientras la mayoría de los parásitos se queda en el hemolinfo, la sangre de las hormigas, uno solo de los parásitos migra hasta la cabeza del insecto y, se cree, comienza a segregar algún tipo de sustancia química que sirve para controlar su comportamiento.

Una vez infectada, la hormiga sigue comportándose como una más de su colonia, pero cuando cae la tarde y el aire se enfría, abandona al grupo y se sube a lo alto de una brizna de hierba. “Una vez allí, se sujeta mordiendo con fuerza y espera a que algún animal la devore”, explican los autores del trabajo, liderado por Frederic Libersat. Si cuando amanece, la hormiga ha salvado la vida, regresa a su colonia y se comporta normalmente hasta que vuelve a anochecer. En ese momento, el parásito toma el control de nuevo y regresa a una brizna de hierba a la espera de acabar en el hígado de un animal en el que el parásito pueda completar su ciclo.

Otro tipo de manipulación mental entre insectos es el que permite controlar a las víctimas para que cuiden de las crías que les han inoculado. Esto se ha observado en varias relaciones entre avispas y orugas. Las avispas (Glyptapanteles), por ejemplo, inyectan con un picotazo sus huevos en las orugas (Thyrinteina leucocerae). Ya con los parásitos dentro, el animal se recupera rápido y continúa alimentándose. En su interior, hasta 80 larvas crecen durante dos semanas antes de perforar su cuerpo y salir al exterior. Una o dos larvas permanecen dentro de la oruga y, por un mecanismo desconocido, lo convierten en una especie de espantapájaros. Tomando el control de su organismo, le provocan unos espasmos que sirven para mantener alejados a los depredadores que podrían atacar a sus hermanas. Según los autores, este tipo de comportamiento supone una reducción importante de la mortalidad de las pequeñas avispas.

Las interacciones parasitarias se pueden complicar aún más. Existe un tipo de oruga (Maculinea rebeli) capaz de infiltrarse en las colonias de las hormigas Myrmica schencki. Imitando la química de la superficie de estos insectos el gusano es capaz de evitar sus defensas. Y no solo eso. Su imitación de los sonidos de la hormiga reina, le hacen ganarse las atenciones que solo esta tiene dentro de su colonia. De hecho, parece que es la propia hormiga reina la única consciente de la farsa y la única que trata a la oruga como si fuese el enemigo.

Pero estos astutos gusanos no están a salvo de otros parásitos con capacidades de control mental. La abeja Ichneumon eumerus encuentra a su futura víctima buscando colonias de hormigas. Cuando encuentra una, se acerca y, de repente, azuzadas por las sustancias químicas que recubren el cuerpo de la avispa, las hormigas que deberían defender su hogar de la intrusa comienzan a atacarse entre ellas. Aprovechando la confusión, la avispa se interna en la colonia y ataca a la oruga que se estaba haciendo pasar por reina de las hormigas.

Este tipo de comportamientos, frecuente entre insectos, tiene un ejemplo bien estudiado entre los mamíferos.

La toxoplasmosis, provocada por el parásito Toxoplasma gondii,
produce un efecto en los ratones parecido al de los Dicrocoelium dendriticum que hacen trepar a las hormigas a lo alto de briznas de hierba para esperar a ser devoradas. Los roedores infectados, a diferencia de lo que tienen por costumbre, se sienten atraídos por el olor de la orina de los gatos. De esa forma, el parásito logra pasar de ratones a gatos para completar su ciclo vital. Los parásitos producen este cambio de comportamiento produciendo quistes en el cerebro de los animales que producen una enzima que limita los niveles de dopamina. Con un exceso de este neurotransmisor en el organismo, los roedores se vuelven temerarios, algo que se ha observado en algunos humanos infectados por toxoplasmosis. Aunque la hipótesis aún plantea dudas, hay quien plantea que ese efecto es el recuerdo de una época en la que nuestros ancestros también eran comida para grandes felinos y los parásitos trataban de controlar nuestra mente para satisfacer sus necesidades vitales.

https://elpais.com/elpais/2018/05/03/ciencia/1525356265_692026.html