sábado, 12 de octubre de 2024
viernes, 11 de octubre de 2024
_- Anatomía del amor súbito
_- Lo que separa al amor romántico del deseo y el apego es su naturaleza obsesiva. Se nota especialmente en tiempos de la red social
Decía Helen Fisher que el amor es un mecanismo biológico que ha evolucionado en nuestro cerebro para facilitar la reproducción y la supervivencia de la especie. Que el humano está programado para enamorarse y que hay tres clases de programas, conducidos por hormonas distintas: el deseo, el amor romántico y el apego.
El deseo sexual se activa con testosterona y estrógenos y su objetivo inmediato es la gratificación física. Es el fácil.
Decía Helen Fisher que el amor es un mecanismo biológico que ha evolucionado en nuestro cerebro para facilitar la reproducción y la supervivencia de la especie. Que el humano está programado para enamorarse y que hay tres clases de programas, conducidos por hormonas distintas: el deseo, el amor romántico y el apego.
El deseo sexual se activa con testosterona y estrógenos y su objetivo inmediato es la gratificación física. Es el fácil.
El apego funciona con oxitocina y vasopresina, dos hormonas/neurotransmisores que se liberan con un contacto físico sostenido en el tiempo y no necesariamente sexual. Uno sirve para tener hijos y el otro para mantener los vínculos a largo plazo y garantizar el cuidado compartido de la camada, premiando el cariño y la familiaridad. Muchas de las complicaciones habituales en las relaciones entre humanos es que podemos sentir deseo sin apego y apegarnos a alguien a quien ya no queremos atravesar cada minuto del día y de la noche. La falta de sincronización entre el deseo y el apego es la base de casi todas las comedias románticas.
El programa más complejo, peligroso y transformador es el amor romántico. Ese pedazo de onda. Ese culebrón.
Fisher no creía que el amor romántico fuera una construcción social que refuerza roles de género tradicionales. Tampoco es un fenómeno cultural, porque todas las culturas humanas lo han experimentado de forma muy parecida. Es una descarga de dopamina y norepinefrina en el cerebro que alcanza al portador desprevenido como un rayo camino de Damasco, y lo transforma en el mesías de una nueva religión. Un caso de sumisión química, donde un grupo de neuronas agazapadas en una región del mesencéfalo llamada área tegmental ventral empieza a producir dopamina, y a distribuirla en los barrios vulnerables del cerebro, como el núcleo accumbens y la corteza prefrontal.
Lo que sigue es un estado alterado de euforia impredecible, energía incontrolable y obsesión monomaníaca, que se multiplica retroalimentado por la obsesión paralela del otro y los consume a los dos. La reciprocidad convierte el flechazo en una alucinación compartida, una secta de dos. Esta psicosis opera la misma serie de circuitos neuronales que el deseo, el apego y la recompensa. La dopamina y la norepinefrina no son las moléculas del placer. Son la droga de la adicción.
Lo que separa al amor romántico del deseo y el apego es su naturaleza obsesiva.
Se nota especialmente en tiempos de la red social. Un nuevo oráculo invade tu vida con sus acertijos simples: “Activo hace 17 minutos”, “Activo ahora”, “X liked your story”, etcétera.
Es la manifestación más aguda de la trilogía negra del flechazo: dependencia emocional, ansiedad de separación y frustración de la atracción; un concepto que Fisher se inventó para describir la violenta agonía de esperar una llamada que no llega, un mensaje que no se contesta, el agravio explosivo de la conversación intensa que termina de forma unidireccional.
En ese estado alterado de conciencia, todo tiene significado. Los hilos que os conectan son visibles a plena luz. Todos los libros son sobre vosotros. Todas las canciones eran sobre ti. Todas las puertas y ventanas están abiertas al mismo tiempo. Pero ni siquiera Helen Fisher podría haber dicho cuál de las dos cosas tenía delante: el fuego que salva o un incendio destructor.
Fisher no creía que el amor romántico fuera una construcción social que refuerza roles de género tradicionales. Tampoco es un fenómeno cultural, porque todas las culturas humanas lo han experimentado de forma muy parecida. Es una descarga de dopamina y norepinefrina en el cerebro que alcanza al portador desprevenido como un rayo camino de Damasco, y lo transforma en el mesías de una nueva religión. Un caso de sumisión química, donde un grupo de neuronas agazapadas en una región del mesencéfalo llamada área tegmental ventral empieza a producir dopamina, y a distribuirla en los barrios vulnerables del cerebro, como el núcleo accumbens y la corteza prefrontal.
Lo que sigue es un estado alterado de euforia impredecible, energía incontrolable y obsesión monomaníaca, que se multiplica retroalimentado por la obsesión paralela del otro y los consume a los dos. La reciprocidad convierte el flechazo en una alucinación compartida, una secta de dos. Esta psicosis opera la misma serie de circuitos neuronales que el deseo, el apego y la recompensa. La dopamina y la norepinefrina no son las moléculas del placer. Son la droga de la adicción.
Lo que separa al amor romántico del deseo y el apego es su naturaleza obsesiva.
Se nota especialmente en tiempos de la red social. Un nuevo oráculo invade tu vida con sus acertijos simples: “Activo hace 17 minutos”, “Activo ahora”, “X liked your story”, etcétera.
Es la manifestación más aguda de la trilogía negra del flechazo: dependencia emocional, ansiedad de separación y frustración de la atracción; un concepto que Fisher se inventó para describir la violenta agonía de esperar una llamada que no llega, un mensaje que no se contesta, el agravio explosivo de la conversación intensa que termina de forma unidireccional.
En ese estado alterado de conciencia, todo tiene significado. Los hilos que os conectan son visibles a plena luz. Todos los libros son sobre vosotros. Todas las canciones eran sobre ti. Todas las puertas y ventanas están abiertas al mismo tiempo. Pero ni siquiera Helen Fisher podría haber dicho cuál de las dos cosas tenía delante: el fuego que salva o un incendio destructor.
jueves, 10 de octubre de 2024
_ Malcolm Gladwell no se aferra a sus ideas. Y cree que tú tampoco deberías hacerlo
Malcolm Gladwell, autor de best-sellers, tiene una oficina en una tranquila calle de Hudson, Nueva York, donde se sienta en un escritorio bajo un póster de Mao Zedong, el antiguo líder comunista de China. ¿Por qué? ¿Quizá para señalar que las ideas pueden ser peligrosas? No, no hay ninguna razón en particular. También hay otros dos carteles comunistas chinos en la pared. “Los encontré en internet por unos 10 dólares”, dijo Gladwell, de 61 años. “Simplemente, me parece divertido”. Gladwell, quien ha pasado su carrera empapado de ideas y traduciendo la investigación en ciencias sociales en utilidad cotidiana, dice que no se toma sus propias ideas demasiado en serio. Pero otros sí lo hacen.
Su primer libro, El punto clave, causó sensación cuando se publicó en 2000. El libro explicaba cómo algo ordinario —ya fuera un zapato (los mocasines Hush Puppies), un comportamiento (el robo) o una idea (“vienen los británicos”)— se extiende tanto que se convierte en epidemia. Los expertos en negocios, los líderes políticos y los luchadores comunes de ambos campos lo trataron como una Biblia, extrayendo de él ideas sobre cómo difundir sus propios productos y lanzamientos. Hoy, las escuelas de negocios han bautizado programas de liderazgo con el nombre de la obra de Gladwell, y muchos empresarios citan su famosa regla de que el verdadero logro tiene un costo: 10.000 horas de práctica.
En octubre publicará un nuevo libro, Revenge of The Tipping Point (La venganza del punto de inflexión). Gladwell cree que El punto clave se hizo muy popular porque encajaba con el optimismo de finales de la década de 1990; describía cómo crear un cambio positivo en un momento de potencial positivo, con el fin de la Guerra Fría y el descenso de la delincuencia. (El libro promovía la teoría policial de las “ventanas rotas”, que sugería que la forma de prevenir los grandes delitos era vigilar estrictamente los pequeños, una noción que dio lugar a prácticas policiales que muchos consideran ahora discriminatorias).
Revenge of The Tipping Point da la vuelta a la idea del primer libro y examina las fuerzas que impulsan las epidemias negativas, que a él le parecen más acordes con nuestro momento actual.
Gladwell sostiene que las epidemias —por ejemplo, una oleada de atracos a bancos— están determinadas por lo que él denomina “sobrehistoria”, es decir, el conjunto de reglas o normas que estructuran una comunidad determinada. (Un atracador de bancos con éxito en Los Ángeles, por ejemplo, es propenso a inspirar más). Explora el papel de los “superdifusores”, las personas mejor situadas para encender un comportamiento o una idea. Y examina cómo las proporciones de población conforman las comunidades; la dinámica de grupo tiende a mantenerse estable cuando las perspectivas minoritarias representan aproximadamente un tercio del tamaño total, lo que él llama “la ley del tercio mágico”.
Hablé con Gladwell sobre su carrera y su nuevo libro, en el que abundan las teorías llamativas, como en su pódcast Revisionist History. Esta entrevista ha sido editada y condensada.
Escribiste en David y Goliat, tu libro de 2013, sobre los beneficios de estar en desventaja. Al principio, estabas en desventaja, y ahora eres un periodista estrella. ¿Cómo altera eso la experiencia de emprender un nuevo proyecto?
Significa menos de lo que pensaba. La forma en que hago mi trabajo no ha cambiado. Sigo haciendo todos mis reportajes e investigaciones. Es la misma manera en que trabajaba cuando tenía 20 años. Pero sí significa que es más fácil que la gente me devuelva las llamadas.
¿Existe una cualidad de estar en desventaja en el hecho de asumir un riesgo creativo?
En este momento me resulta difícil imaginarme a mí mismo en desventaja. No sé si la idea de David y Goliat encaja en el mundo del periodismo. No creo que tengamos el poder que tienen los ejércitos. Nuestro poder es tan amorfo, vago, endeble y contingente.
¿No es el poder de la audiencia?
Supongo que sí, en cierto modo. Pero nunca me he hecho la ilusión de que el público me pertenezca, ni creo que me siga en el sentido de que lo esté convirtiendo a mis ideas. Lo divertido de leer uno de mis libros no es convertirse a una forma de pensar. Lo divertido es conocer una idea nueva, jugar con ella y decidir si te gusta, ¿no?
Tenemos una lectura de mesa el jueves para un episodio de pódcast que es una crítica de El punto clave, del capítulo sobre el crimen.
¿El capítulo de las “ventanas rotas”?
Sí, es como: “Estaba equivocado. Aquí está lo mal que me equivoqué. He aquí por qué me equivoqué”.
La idea de que el crimen era una epidemia y que el comportamiento criminal era contagioso es correcta. Pero la idea de que las ventanas rotas y parar y cachear eran la respuesta correcta a un contagio es completamente falsa.
¿Qué se siente revisar los trabajos que publicaste, que sin duda tuvieron un efecto en quienes toman decisiones de políticas, y pensar: “Estoy completamente en desacuerdo con mi yo del pasado”?
No tengo grandes dudas a la hora de decir que estaba equivocado. Si estás leyendo un libro que tiene 25 años, las cosas deben estar mal. Si no reconoces que el mundo ha cambiado en 25 años, algo te pasa.
Si reescribieras ahora el capítulo de las “ventanas rotas”, ¿cuál sería la conclusión?
Acabo de ir a Filadelfia a pasar un rato con quienes están haciendo de verdad “ventanas rotas”, literalmente “ventanas rotas”. Lo que pasa con las ventanas rotas es que no es una metáfora. Lo estaba tratando como una metáfora. No, no, no. Se trata literalmente de arreglar ventanas rotas.
Este es un grupo que limpia terrenos baldíos. Han limpiado miles de terrenos baldíos en Filadelfia. Y han medido la disminución de la delincuencia, mejoras en la salud mental.
¿Así que tu conclusión sería que no se trata de vigilar delitos menores para prevenir delitos mayores, sino de embellecer los entornos construidos?
Hay dos ideas. Una idea, que presenté en Hablar con extraños, es la vigilancia de precisión. La delincuencia disminuye cuando la policía comprende que su poder no es un instrumento contundente. Parar y cachear era un instrumento contundente. La policía de precisión dice que eso es estúpido. Estás alienando a la misma comunidad a la que intentas ayudar.
La otra parte es tratar las ventanas rotas como un factor literal, no como una metáfora.
¿Cómo equilibras tu papel de narrador y de traductor de los resultados de las ciencias sociales a personas poderosas que quieren actuar en consecuencia?
Es complicado. Creo que el mayor problema —y es algo en lo que soy mucho mejor ahora que cuando empezaba— es comprender que hay que comunicar la incertidumbre. Está bien tener una idea hermosa que presentar a la gente y ayudarles a entender cómo funciona el mundo. Pero creo que hay que comunicar la idea de que podría estar equivocada. No estamos presentando un hecho. Estamos jugando con una idea.
Yo no soy muy firme en mis ideas, y pienso que es importante que quien escriba sobre ideas recuerde a sus lectores que no deben serlo.
“Si no reconoces que el mundo ha cambiado en 25 años”, dijo Gladwell, “algo te pasa”. Credit... Peter Fisher para The New York Times. Has escrito sobre cómo influye el contexto social en el comportamiento.
En octubre publicará un nuevo libro, Revenge of The Tipping Point (La venganza del punto de inflexión). Gladwell cree que El punto clave se hizo muy popular porque encajaba con el optimismo de finales de la década de 1990; describía cómo crear un cambio positivo en un momento de potencial positivo, con el fin de la Guerra Fría y el descenso de la delincuencia. (El libro promovía la teoría policial de las “ventanas rotas”, que sugería que la forma de prevenir los grandes delitos era vigilar estrictamente los pequeños, una noción que dio lugar a prácticas policiales que muchos consideran ahora discriminatorias).
Revenge of The Tipping Point da la vuelta a la idea del primer libro y examina las fuerzas que impulsan las epidemias negativas, que a él le parecen más acordes con nuestro momento actual.
Gladwell sostiene que las epidemias —por ejemplo, una oleada de atracos a bancos— están determinadas por lo que él denomina “sobrehistoria”, es decir, el conjunto de reglas o normas que estructuran una comunidad determinada. (Un atracador de bancos con éxito en Los Ángeles, por ejemplo, es propenso a inspirar más). Explora el papel de los “superdifusores”, las personas mejor situadas para encender un comportamiento o una idea. Y examina cómo las proporciones de población conforman las comunidades; la dinámica de grupo tiende a mantenerse estable cuando las perspectivas minoritarias representan aproximadamente un tercio del tamaño total, lo que él llama “la ley del tercio mágico”.
Hablé con Gladwell sobre su carrera y su nuevo libro, en el que abundan las teorías llamativas, como en su pódcast Revisionist History. Esta entrevista ha sido editada y condensada.
Escribiste en David y Goliat, tu libro de 2013, sobre los beneficios de estar en desventaja. Al principio, estabas en desventaja, y ahora eres un periodista estrella. ¿Cómo altera eso la experiencia de emprender un nuevo proyecto?
Significa menos de lo que pensaba. La forma en que hago mi trabajo no ha cambiado. Sigo haciendo todos mis reportajes e investigaciones. Es la misma manera en que trabajaba cuando tenía 20 años. Pero sí significa que es más fácil que la gente me devuelva las llamadas.
¿Existe una cualidad de estar en desventaja en el hecho de asumir un riesgo creativo?
En este momento me resulta difícil imaginarme a mí mismo en desventaja. No sé si la idea de David y Goliat encaja en el mundo del periodismo. No creo que tengamos el poder que tienen los ejércitos. Nuestro poder es tan amorfo, vago, endeble y contingente.
¿No es el poder de la audiencia?
Supongo que sí, en cierto modo. Pero nunca me he hecho la ilusión de que el público me pertenezca, ni creo que me siga en el sentido de que lo esté convirtiendo a mis ideas. Lo divertido de leer uno de mis libros no es convertirse a una forma de pensar. Lo divertido es conocer una idea nueva, jugar con ella y decidir si te gusta, ¿no?
Tenemos una lectura de mesa el jueves para un episodio de pódcast que es una crítica de El punto clave, del capítulo sobre el crimen.
¿El capítulo de las “ventanas rotas”?
Sí, es como: “Estaba equivocado. Aquí está lo mal que me equivoqué. He aquí por qué me equivoqué”.
La idea de que el crimen era una epidemia y que el comportamiento criminal era contagioso es correcta. Pero la idea de que las ventanas rotas y parar y cachear eran la respuesta correcta a un contagio es completamente falsa.
¿Qué se siente revisar los trabajos que publicaste, que sin duda tuvieron un efecto en quienes toman decisiones de políticas, y pensar: “Estoy completamente en desacuerdo con mi yo del pasado”?
No tengo grandes dudas a la hora de decir que estaba equivocado. Si estás leyendo un libro que tiene 25 años, las cosas deben estar mal. Si no reconoces que el mundo ha cambiado en 25 años, algo te pasa.
Si reescribieras ahora el capítulo de las “ventanas rotas”, ¿cuál sería la conclusión?
Acabo de ir a Filadelfia a pasar un rato con quienes están haciendo de verdad “ventanas rotas”, literalmente “ventanas rotas”. Lo que pasa con las ventanas rotas es que no es una metáfora. Lo estaba tratando como una metáfora. No, no, no. Se trata literalmente de arreglar ventanas rotas.
Este es un grupo que limpia terrenos baldíos. Han limpiado miles de terrenos baldíos en Filadelfia. Y han medido la disminución de la delincuencia, mejoras en la salud mental.
¿Así que tu conclusión sería que no se trata de vigilar delitos menores para prevenir delitos mayores, sino de embellecer los entornos construidos?
Hay dos ideas. Una idea, que presenté en Hablar con extraños, es la vigilancia de precisión. La delincuencia disminuye cuando la policía comprende que su poder no es un instrumento contundente. Parar y cachear era un instrumento contundente. La policía de precisión dice que eso es estúpido. Estás alienando a la misma comunidad a la que intentas ayudar.
La otra parte es tratar las ventanas rotas como un factor literal, no como una metáfora.
¿Cómo equilibras tu papel de narrador y de traductor de los resultados de las ciencias sociales a personas poderosas que quieren actuar en consecuencia?
Es complicado. Creo que el mayor problema —y es algo en lo que soy mucho mejor ahora que cuando empezaba— es comprender que hay que comunicar la incertidumbre. Está bien tener una idea hermosa que presentar a la gente y ayudarles a entender cómo funciona el mundo. Pero creo que hay que comunicar la idea de que podría estar equivocada. No estamos presentando un hecho. Estamos jugando con una idea.
Yo no soy muy firme en mis ideas, y pienso que es importante que quien escriba sobre ideas recuerde a sus lectores que no deben serlo.
“Si no reconoces que el mundo ha cambiado en 25 años”, dijo Gladwell, “algo te pasa”. Credit... Peter Fisher para The New York Times. Has escrito sobre cómo influye el contexto social en el comportamiento.
¿Qué influye en nuestro contexto actual para que en Revenge of The Tipping Point quieras analizar qué impulsa un cambio social negativo?
El libro se enmarca en la crisis de los opioides. Estamos hablando de más de 100.000 muertes al año por sobredosis, una cifra asombrosa, alucinante.
Pensarías que es de lo único de lo que estaríamos hablando.
Presentas teorías interesantes sobre lo que aceleró la crisis de los opioides. Describes a los médicos “superdifusores” que, cortejados por las empresas farmacéuticas, recetaron un gran número de opioides; examinas la variación de los niveles de sobredosis entre los estados que exigían a los médicos hacer copias adicionales de sus recetas y los que no lo hacían.
Pero, ¿qué hay de factores como la avaricia empresarial, la falta de regulación federal, las comunidades susceptibles a la adicción debido a la devastación económica y los sentimientos de abandono? ¿Cómo entiendes el papel que desempeñaron todas esas otras variables?
Era consciente de que estaba escribiendo un capítulo y no un libro. También era consciente de que no soy el primero en escribir sobre esto. Antes que yo, se han publicado libros realmente asombrosos sobre los opioides. Así que quería aportar algo más.
En este tipo de libros, nunca se puede contar toda la historia. Hay que elegir los aspectos en los que se cree que hay más posibilidades de hacer avanzar los conocimientos de la gente. Por ejemplo, la idea de que la crisis de los opioides no era nacional, que había una “variación en áreas pequeñas” significativa, me parece realmente interesante. La idea de que la inmensa mayoría de los médicos que recetaron analgésicos lo hicieron de forma ética. Así que no se trata de una acusación contra la profesión médica. La profesión médica hizo su trabajo. Un pequeño grupo de marginados fue identificado y atacado por una empresa farmacéutica rapaz.
Una cosa que ha cambiado desde El punto clave es que ahora tienes hijos. ¿Tienes en cuenta los resultados de sus investigaciones a la hora de educar a tus hijos? Por ejemplo, has escrito que cuando los adolescentes deciden a qué universidad ir, deberían elegir ser un pez grande en un estanque pequeño en lugar de un pez pequeño en una gran escuela de élite.
Les he dicho a todos mis amigos que estoy totalmente dispuesto a ser un hipócrita en todas estas cuestiones. Opinaba sobre la paternidad antes de ser padre. Ahora que soy padre, no creo que vuelva a opinar sobre la paternidad.
¿De verdad? Si tus hijos quisieran ir a Brown, no dirías: “No, espera…”
Lo primero que te das cuenta es que no es tu decisión. Incluso ahora, que mis hijos son muy pequeños, la mayoría de las cosas que hacen, creo que es mi decisión, pero en realidad no lo es.
¿Pondré mi propio deseo narcisista de ver a mis hijos triunfar o posiblemente triunfar por delante de su propio bienestar? Tal vez. Solo pienso que tienes que reconocer tu propia fragilidad como persona y como padre.
El libro se enmarca en la crisis de los opioides. Estamos hablando de más de 100.000 muertes al año por sobredosis, una cifra asombrosa, alucinante.
Pensarías que es de lo único de lo que estaríamos hablando.
Presentas teorías interesantes sobre lo que aceleró la crisis de los opioides. Describes a los médicos “superdifusores” que, cortejados por las empresas farmacéuticas, recetaron un gran número de opioides; examinas la variación de los niveles de sobredosis entre los estados que exigían a los médicos hacer copias adicionales de sus recetas y los que no lo hacían.
Pero, ¿qué hay de factores como la avaricia empresarial, la falta de regulación federal, las comunidades susceptibles a la adicción debido a la devastación económica y los sentimientos de abandono? ¿Cómo entiendes el papel que desempeñaron todas esas otras variables?
Era consciente de que estaba escribiendo un capítulo y no un libro. También era consciente de que no soy el primero en escribir sobre esto. Antes que yo, se han publicado libros realmente asombrosos sobre los opioides. Así que quería aportar algo más.
En este tipo de libros, nunca se puede contar toda la historia. Hay que elegir los aspectos en los que se cree que hay más posibilidades de hacer avanzar los conocimientos de la gente. Por ejemplo, la idea de que la crisis de los opioides no era nacional, que había una “variación en áreas pequeñas” significativa, me parece realmente interesante. La idea de que la inmensa mayoría de los médicos que recetaron analgésicos lo hicieron de forma ética. Así que no se trata de una acusación contra la profesión médica. La profesión médica hizo su trabajo. Un pequeño grupo de marginados fue identificado y atacado por una empresa farmacéutica rapaz.
Una cosa que ha cambiado desde El punto clave es que ahora tienes hijos. ¿Tienes en cuenta los resultados de sus investigaciones a la hora de educar a tus hijos? Por ejemplo, has escrito que cuando los adolescentes deciden a qué universidad ir, deberían elegir ser un pez grande en un estanque pequeño en lugar de un pez pequeño en una gran escuela de élite.
Les he dicho a todos mis amigos que estoy totalmente dispuesto a ser un hipócrita en todas estas cuestiones. Opinaba sobre la paternidad antes de ser padre. Ahora que soy padre, no creo que vuelva a opinar sobre la paternidad.
¿De verdad? Si tus hijos quisieran ir a Brown, no dirías: “No, espera…”
Lo primero que te das cuenta es que no es tu decisión. Incluso ahora, que mis hijos son muy pequeños, la mayoría de las cosas que hacen, creo que es mi decisión, pero en realidad no lo es.
¿Pondré mi propio deseo narcisista de ver a mis hijos triunfar o posiblemente triunfar por delante de su propio bienestar? Tal vez. Solo pienso que tienes que reconocer tu propia fragilidad como persona y como padre.
Empezaste tu carrera en un mundo mediático muy diferente. Tenías un estilo narrativo que consistía en presentar grandes ideas y vincularlas a historias, a pruebas. El consumo de medios ha cambiado mucho. Estamos viendo este aumento del antiexperto: la gente adora a Joe Rogan, obtiene sus noticias de TikTok.
¿Cómo afecta la aceptación de la antiexperiencia al modo en que el público recibe tu trabajo?
Me cuesta creer que estemos en un momento de antiexperiencia. No me lo creo. No soy un oyente habitual de Joe Rogan. De hecho, me comprometí a escuchar un episodio con Andrew Huberman. [Huberman es un neurocientífico de Stanford que presenta un popular pódcast] Supongo que es polémico, no tengo ni idea.
Me pareció un gran episodio. Rogan dejó que alguien que sabe sobre el cerebro y el desarrollo humano viniera a su programa y hablara durante dos horas. Eso es lo contrario de anti-experiencia. Y Rogan lo hace semana tras semana: invita a su programa a quien sabe algo y lo deja hablar. A veces no estoy de acuerdo con la persona que tiene en su programa, pero otras veces aprendo mucho. Es un modelo de consumo diferente para encontrar expertos, pero no es anti-expertos.
Pero también lleva a gente cuyas ideas van completamente en contra del consenso médico, ¿no?
Trae a quien tiene algo que decir y lo deja hablar largo y tendido. Mientras que en el mundo de los medios de comunicación con el que crecí, queríamos a alguien que fuera un guardián e hiciera una curaduría. Él no hará eso.
La gente quiere cada vez más experiencia sin curaduría. ¿A veces eso crea problemas? Sí, mucha gente no se vacunó contra la covid y murió por ello. Eso es muy desafortunado. Soy plenamente consciente de lo que ocurre cuando dejas que florezcan mil flores. [Ahí está Mao, o al menos un eco de él, otra vez]. Pero también soy consciente de que a veces hay algo hermoso en el hecho de que estemos abriendo el acceso a la gente como nunca antes lo habíamos hecho.
En la reseña que Steven Pinker hizo de uno de tus libros, escribió que “cuando la educación de un escritor sobre un tema consiste en entrevistar a un experto, es propenso a ofrecer generalizaciones banales, obtusas o rotundamente erróneas”. Diste una respuesta convincente en tu blog. Parece que su crítica se refería a la tensión entre el trabajo de un escritor y el de un científico social.
Siempre tengo noticias de quienes han leído libros míos y han tomado ideas y las han hecho suyas de una determinada manera. Volviendo a El punto clave original, mucha gente que pensaba en el problema de cómo dar a conocer algo o hacer cambiar de opinión a la gente se fijó en ese libro. No lo trataron como un libro de instrucciones. Pero vieron en ese libro ideas que les ayudaron a dar forma a sus propias estrategias. Y eso me parece hermoso.
Escribes que los grupos funcionan bien cuando “un grupo de personas ajenas al grupo” alcanza un cuarto o un tercio del tamaño total del grupo. Lo llamas “la ley del tercio mágico”. ¿Por qué llamarla ley? Dado que tienes ideas vagas.
Es por diversión. Quiero decir, yo no lo llamo una ley con mayúsculas.
Hay dos cosas aquí. Estás confundiendo la aplicación y el principio. Parece que en varios contextos, la dinámica del grupo cambia cuando una voz disidente alcanza el 30 por ciento. Me parece bien decir que hay algo realmente interesante en “un tercio”. Eso no significa que se pueda aplicar en todos los casos, ¿verdad? Lo difícil es decir: “Bien, ¿cuándo se aplica este principio?”. Lo que me encantaría ver es más experimentación. Hagamos un estudio aleatorio sobre lo que ocurre si agrupas a los grupos minoritarios en las aulas en torno al 30 por ciento.
Ese es el objetivo del libro, dar a la gente la sensación de que el mundo que te ha tocado no es el mundo con el que tienes que conformarte.
Me cuesta creer que estemos en un momento de antiexperiencia. No me lo creo. No soy un oyente habitual de Joe Rogan. De hecho, me comprometí a escuchar un episodio con Andrew Huberman. [Huberman es un neurocientífico de Stanford que presenta un popular pódcast] Supongo que es polémico, no tengo ni idea.
Me pareció un gran episodio. Rogan dejó que alguien que sabe sobre el cerebro y el desarrollo humano viniera a su programa y hablara durante dos horas. Eso es lo contrario de anti-experiencia. Y Rogan lo hace semana tras semana: invita a su programa a quien sabe algo y lo deja hablar. A veces no estoy de acuerdo con la persona que tiene en su programa, pero otras veces aprendo mucho. Es un modelo de consumo diferente para encontrar expertos, pero no es anti-expertos.
Pero también lleva a gente cuyas ideas van completamente en contra del consenso médico, ¿no?
Trae a quien tiene algo que decir y lo deja hablar largo y tendido. Mientras que en el mundo de los medios de comunicación con el que crecí, queríamos a alguien que fuera un guardián e hiciera una curaduría. Él no hará eso.
La gente quiere cada vez más experiencia sin curaduría. ¿A veces eso crea problemas? Sí, mucha gente no se vacunó contra la covid y murió por ello. Eso es muy desafortunado. Soy plenamente consciente de lo que ocurre cuando dejas que florezcan mil flores. [Ahí está Mao, o al menos un eco de él, otra vez]. Pero también soy consciente de que a veces hay algo hermoso en el hecho de que estemos abriendo el acceso a la gente como nunca antes lo habíamos hecho.
En la reseña que Steven Pinker hizo de uno de tus libros, escribió que “cuando la educación de un escritor sobre un tema consiste en entrevistar a un experto, es propenso a ofrecer generalizaciones banales, obtusas o rotundamente erróneas”. Diste una respuesta convincente en tu blog. Parece que su crítica se refería a la tensión entre el trabajo de un escritor y el de un científico social.
Siempre tengo noticias de quienes han leído libros míos y han tomado ideas y las han hecho suyas de una determinada manera. Volviendo a El punto clave original, mucha gente que pensaba en el problema de cómo dar a conocer algo o hacer cambiar de opinión a la gente se fijó en ese libro. No lo trataron como un libro de instrucciones. Pero vieron en ese libro ideas que les ayudaron a dar forma a sus propias estrategias. Y eso me parece hermoso.
Escribes que los grupos funcionan bien cuando “un grupo de personas ajenas al grupo” alcanza un cuarto o un tercio del tamaño total del grupo. Lo llamas “la ley del tercio mágico”. ¿Por qué llamarla ley? Dado que tienes ideas vagas.
Es por diversión. Quiero decir, yo no lo llamo una ley con mayúsculas.
Hay dos cosas aquí. Estás confundiendo la aplicación y el principio. Parece que en varios contextos, la dinámica del grupo cambia cuando una voz disidente alcanza el 30 por ciento. Me parece bien decir que hay algo realmente interesante en “un tercio”. Eso no significa que se pueda aplicar en todos los casos, ¿verdad? Lo difícil es decir: “Bien, ¿cuándo se aplica este principio?”. Lo que me encantaría ver es más experimentación. Hagamos un estudio aleatorio sobre lo que ocurre si agrupas a los grupos minoritarios en las aulas en torno al 30 por ciento.
Ese es el objetivo del libro, dar a la gente la sensación de que el mundo que te ha tocado no es el mundo con el que tienes que conformarte.
miércoles, 9 de octubre de 2024
Las 5 señales que podrían indicar síntomas de demencia.
En los tipos de demencia en los que el olvido no es el síntoma principal hay signos que pueden indicar cambios cerebrales tempranos, según los expertos.
Pasar por semáforos en rojo. Caer en estafas. Alejarse de los amigos.
La pérdida de memoria es el síntoma más conocido de la demencia, sobre todo de la enfermedad de Alzheimer. Pero los expertos dicen que hay otras señales de alarma que pueden indicar cambios cerebrales tempranos, que son muy importantes en aquellos tipos de demencia en los que el olvido no es el síntoma principal.
Al igual que los lapsus de memoria ocasionales, estos problemas también pueden atribuirse a otros cambios relacionados con la edad o la salud (o simplemente a un mal día), por lo que los expertos subrayan que no son necesariamente señales de demencia aisladas. Pero, cuando se combinan, podrían ser una señal de que es hora de ver a un médico.
1. Problemas económicos
Las personas con demencia pueden tener problemas de dinero o ver afectada su solvencia años antes de que aparezca la pérdida de memoria u otros síntomas cognitivos. Pueden olvidarse de pagar las facturas, por ejemplo, o no ser capaces de ceñirse a un presupuesto.
“Una de las razones por las que la mala gestión financiera puede ser un indicador sensible es su complejidad”, porque implica la interacción de varias regiones cerebrales, dijo Winston Chiong, profesor de neurología de la Universidad de California en San Francisco. En consecuencia, las finanzas pueden ser una de las primeras áreas en las que empiezan a aparecer grietas en la cognición de una persona.
La toma de decisiones financieras erróneas preocupa especialmente a quienes padecen demencia frontotemporal, una forma relativamente rara de demencia en la que el juicio se ve afectado en una fase muy temprana de la enfermedad. Algunas personas con esta enfermedad pueden hacer compras grandes e impulsivas. Otras pueden confiar en personas en las que normalmente no lo harían, lo que aumenta el riesgo de estafa.
“Las personas con demencia frontotemporal son menos sensibles a las posibles consecuencias negativas”, dijo Chiong. Debido a esto, pueden tener una mayor “susceptibilidad a diferentes tipos de manipulación”, o pueden ser “más propensos a ser derrochadores o descuidados con el dinero”.
2. Problemas de sueño
Los trastornos del sueño pueden volverse más comunes a medida que la gente envejece, y los adultos mayores tienden a tener un sueño más ligero y a acostarse y despertarse un poco antes de lo que solían hacerlo, lo cual es completamente normal. Pero si se producen cambios drásticos en los hábitos de una persona, como empezar la mañana a las 3:00 a. m. o ser incapaz de mantenerse despierta durante el día, puede ser un signo de demencia.
“Algunas de las regiones del cerebro, como el tronco encefálico, que son muy importantes para regular los ciclos de sueño y vigilia, son las primeras que se ven afectadas por la enfermedad de Alzheimer”, dijo Joe Winer, profesor de neurología y ciencias neurológicas de la Universidad de Stanford. “Así que años antes de que alguien presente cualquier signo de síntomas de memoria”, puede experimentar cambios en sus patrones de sueño.
Un cambio que puede ocurrir específicamente con la demencia con cuerpos de Lewy —otro tipo de trastorno cerebral progresivo— es que una persona puede empezar a representar sus sueños. Lo mismo ocurre con la enfermedad de Parkinson, que está relacionada con la demencia con cuerpos de Lewy. Normalmente, nuestros músculos se paralizan durante la fase REM, que es cuando solemos tener los sueños más vívidos. Pero en estos dos trastornos neurodegenerativos, unas proteínas tóxicas atacan las células del tronco encefálico que controlan la parálisis del sueño.
Ronald Postuma, profesor de neurología y neurocirugía de la Universidad McGill, dijo que esta condición, llamada trastorno del comportamiento del sueño en fase REM, no es solo caminar o hablar dormido. En su clínica, los pacientes suelen acudir después de que su “compañero de cama les haya dicho que les estaban pegando, gritando, chillando durante sus sueños”.
3. Cambios de personalidad
En un estudio publicado el año pasado, los investigadores descubrieron que las personas con demencia experimentaban ligeros descensos en extroversión, agradabilidad y concienciación antes de mostrar signos de deterioro cognitivo. Esos cambios de personalidad se aceleraban a medida que aparecían más síntomas de demencia, dijo Angelina Sutin, profesora de ciencias del comportamiento y medicina social de la Universidad Estatal de Florida, quien dirigió el estudio.
Aunque la investigación se llevó a cabo mediante un test de personalidad estandarizado, hay algunos cambios en el comportamiento cotidiano a los que se puede estar atento. Una disminución de la extroversión, por ejemplo, puede parecerse a una persona más retraída o a un estrechamiento de su círculo social.
Puede ser más fácil darse cuenta de que alguien “ya no sale con tanta frecuencia que reconocer cuánto ha disminuido su memoria”, dijo Sutin.
Algunos de estos cambios de personalidad pueden producirse espontáneamente, como consecuencia de los daños cerebrales. En el caso de la demencia frontotemporal, por ejemplo, la disminución de la simpatía, que hace a la persona menos confiada y amistosa, está relacionada con la disminución del volumen cerebral en el córtex frontal, un componente clave de la enfermedad.
Otras veces, los cambios pueden surgir a causa de los síntomas cognitivos. Por ejemplo, una persona con alzhéimer puede parecer menos concienzuda, ser cada vez más desorganizada o tener dificultades para completar tareas laborales o domésticas a medida que su memoria declina.
4. Dificultades para conducir
Junto con el manejo de las finanzas, conducir es uno de los comportamientos cognitivos más complejos que las personas realizan a diario. Ganesh Babulal, profesor asociado de neurología de la Universidad de Washington en San Luis, ha demostrado en sus investigaciones que los problemas al volante pueden manifestarse años antes que en otros lugares.
Conducir “es la mezcla definitiva del sistema cognitivo”, dijo Babulal. “Y si hay algo que no funciona, desafortunadamente el conductor deja de tener el control y corre el riesgo de sufrir un accidente o una colisión”.
El deterioro cognitivo puede manifestarse en forma de arañazos en el coche, en un choque menor (o casi uno) o en saltarse las señales de parar o los semáforos. La gente también puede frenar o acelerar de repente o tomar las curvas demasiado rápido. Como consecuencia, dijo Babulal, puede que dejen de conducir tanto —sobre todo de noche, con mal tiempo o en hora pico— o que se sientan reacios a conducir con nietos u otros pasajeros en el coche.
Por supuesto, otros problemas físicos que pueden aparecer con la edad, como problemas de visión, neuropatías o efectos secundarios de la medicación, pueden afectar a la conducción. Pero si notas cambios preocupantes en la capacidad de alguien, quizá valga la pena tener la “conversación de la llave del coche”.
5. Pérdida del olfato
Las partes del cerebro que controlan el olfato, conocidas como sistema olfativo, se encuentran entre algunas de las primeras áreas dañadas en la enfermedad de Alzheimer y la demencia con cuerpos de Lewy; también es el caso de la enfermedad de Parkinson. Muchas personas con estas enfermedades empiezan a perder el sentido del olfato años, o incluso décadas, antes de que aparezcan otros síntomas.
A diferencia de la pérdida de audición y visión, que pueden ser factores de riesgo de demencia, pero no se cree que estén causadas por la enfermedad en sí, la pérdida de olfato parece ser una de las manifestaciones más tempranas de la neurodegeneración.
Los distintos tipos de enfermedades cerebrales parecen afectar al sentido del olfato de las personas de maneras diversas. Por ejemplo, las personas con alzhéimer tienden a ser capaces de detectar un olor, pero pueden identificarlo erróneamente. “Dicen: ‘Qué olor tan agradable. Huele tan dulce. Debe ser gasolina’”, dijo Postuma. Por el contrario, añadió, los que padecen Parkinson y demencia con cuerpos de Lewy suelen ser “escépticos de que están percibiendo un olor”.
Dana G. Smith es reportera del Times que cubre la salud personal, en particular el envejecimiento y la salud del cerebro. Más de Dana G. Smith
martes, 8 de octubre de 2024
_- ¿Qué le debe el PSOE a Marruecos? (II) Cuando parecía que no podían caer más bajo, cuando parecía que era imposible hacerlo peor, nos han vuelto a sorprender
_- Me pregunto qué pensarán todos esos alcaldes de bufanda roja, todos esos socialistas de base que se desvivieron por los saharauis en sus pueblos y viajaron hasta los campamentos de refugiados para llevar placas solares
Agustín Jiménez era el alcalde de Noblejas cuando yo era niña y llevaba siempre una bufanda roja. Cuando les pregunté a mis padres que por qué, me respondieron que porque era socialista. Aquello contradecía un mantra que oía en casa, “que el PSOE ya no era ni socialista ni obrero”, fórmula a la que años más tarde yo misma añadiría que tampoco español, pues hace tiempo que asumieron que quien manda aquí no duerme en La Moncloa sino en Bruselas, la City o Washington. Pero si mis padres decían que Agustín era socialista y no “del PSOE”, igual es porque lo era de verdad.
Era uno de esos alcaldes de los que se dice que “hizo mucho por el pueblo”, pero no solo por el suyo: también era el encargado del proyecto “Vacaciones en Paz” en Noblejas, gracias al cual muchos tuvimos la oportunidad de acoger niños saharauis. Fue por Agustín que compartí infancia, habitación y juegos durante varios veranos con Fatma y Lehbib, que en septiembre volvían a los campamentos de refugiados en los que habían nacido y en los que, si nadie lo evita, nacerán también sus nietos.
Hasta allí viajó Felipe González en el 76, y les dijo a los saharauis que “su partido estaría con ellos hasta el final”. Décadas más tarde, el presidente del Gobierno más progresista de la galaxia, que en sus propias palabras pasará a la historia por haber exhumado a Franco, le llevó flores a la tumba del genocida Hassan II.
Unas semanas después, el PSOE se ha quedado solo en el Congreso votando en contra de otorgarle la nacionalidad a los saharauis nacidos bajo la soberanía española. Unas semanas antes, habían votado junto a Le Pen en el Parlamento Europeo contra una resolución que pedía libertad de expresión en Marruecos y denunciaba la posible participación del régimen alauí en una trama de sobornos para ganar peso en las instituciones europeas. Pero no es lo único que huele a podrido en Dinamarca: también están las declaraciones de la exministra María Antonia Trujillo defendiendo que Ceuta y Melilla son marroquíes o, sobre todo, la traición del PSOE a los saharauis, con las cesiones primero de Zapatero y luego de Sánchez respecto a su tierra.
A los socialistas parece haberles entrado de pronto un ataque de realpolitik, esa que no aplican en el conflicto entre Rusia y Ucrania. Se ve que Mohamed VI no es un tirano, que hablar del Gran Marruecos —donde se incluirían, por cierto, las ciudades autónomas y Canarias— es menos grave que mentar la Gran Rusia, que invadir el Sáhara no es tan terrible como invadir Ucrania, porque al Polisario nadie le manda tanques.
La postura de PSOE frente a Marruecos la resumió López Aguilar: “Hay que tragar sapos si hace falta”, dijo hace nada. Aunque esos sapos incluyan tolerar el chantaje, contravenir a la ONU, hacer la vista gorda ante las torturas del sultanato, felicitarlos por matar inmigrantes en la frontera o besar las babuchas de su casta califal golfa, esa que cuelga nuestra bandera al revés.
Escuchando a los líderes de su partido me pregunto qué pensará Agustín Jiménez y qué pensarán todos esos alcaldes de bufanda roja, todos esos socialistas de base que se desvivieron por los saharauis en sus pueblos y viajaron hasta los campamentos de refugiados para llevar placas solares. Y me pregunto, también y como tantos otros, ¿qué le debe el PSOE a Marruecos?
Cuando parecía que no podían caer más bajo, cuando parecía que era imposible hacerlo peor, nos han vuelto a sorprender
En 2016 viajé a los campamentos de refugiados saharauis en Tinduf. Lo hice para reencontrarme, casi veinte años después, con Fatma y Lehbib, los niños que pasaron varios veranos en mi casa cuando también yo era una niña. Lo hicieron gracias al programa Vacaciones en paz, que cada año permite que cientos de familias españolas acojan niños saharauis.
Del desierto me traje algunas cosas. Un poema de Marcos Ana en la cabeza —ese que dice “recítame un horizonte/ sin cerradura y sin llave”—, un par de collares de dátiles, una conversación sobre Dios al caer la tarde que incluso a mí, entonces atea, me conmovió, las manos pintadas de henna, mucha rabia y un dibujo hecho por la que, durante mi estancia allí, se convirtió en mi guía: la pequeña Fatma, sobrina de Fatma y Lehbib. En la hoja arrancada de un cuaderno, la niña pintó una jaima como en la que dormíamos cada noche. Y, sobre ella, dos banderas: de un lado, la saharaui, del otro, la española. Debajo escribió su nombre y el mío.
Con cada traición del PSOE a ese pueblo hermano vuelvo a ese dibujo, al pasaporte español que me enseñó un anciano saharaui con acento cubano (qué extrañas las terribles dictaduras que se empeñan en ayudar a pueblos aún más pobres que ellos) y al cariño con el que todos en los campamentos me hablaban de España. Así que he vuelto unas cuantas veces en los últimos años: cuando Sánchez le llevó flores a la tumba de Hassan II, cuando tomó partido por Marruecos, contraviniendo a la ONU, en el conflicto con los saharauis, cuando el PSOE se quedó solo en el Congreso votando en contra de otorgarle la nacionalidad a los saharauis nacidos bajo la soberanía española o cuando votaron junto a Le Pen en el Parlamento Europeo contra una resolución que pedía libertad de expresión en Marruecos.
Y cuando parecía que no podían caer más bajo, cuando parecía que era imposible hacerlo peor, nos han vuelto a sorprender: en esta ocasión, negándoles el asilo a más 40 saharauis perseguidos por el reino marroquí. Llevan más de una semana en la sala de inadmitidos de Barajas y entre ellos hay dos niños de uno y dos años y un enfermo. Como destacó Ione Belarra, es incomprensible que en el país que ha acogido a 210.000 ucranios en los últimos dos años o a 40.000 venezolanos, entre ellos Leopoldo López, no haya hueco para estos 40 saharauis.
Cuando Fatma vino a mi casa, en el noventa y pico, era un poco más mayor que los dos niños de Barajas y estaba enferma: tenía una afección ocular que le causaba estrabismo. Nada más llegar, mis padres la llevaron a una oftalmóloga, que les dijo que había que operarla. Al contarle el caso, la doctora se ofreció a renunciar a su salario y cobrarles únicamente las costas de la clínica. La factura fue de 200.000 pesetas, que terminó pagando el Ayuntamiento de Noblejas en otro bonito gesto de solidaridad.
Su alcalde, Agustín Jiménez, llevaba siempre una bufanda roja, según decían mis padres cuando les preguntaba, “porque era socialista”. Con cada traición del PSOE también me acuerdo de él. De todos esos votantes y militantes que, como Agustín, viajaron a Tinduf o promovieron la acogida de niños saharauis desde sus ayuntamientos. Y me pregunto cómo es posible que una niña de seis años que ha crecido en una cárcel de arena, dos carteros como mis padres, una oftalmóloga o un alcalde de pueblo comprendan mejor lo que significamos los españoles para los saharauis y viceversa que las élites del Gobierno más progresista de la Galaxia.
Agustín Jiménez era el alcalde de Noblejas cuando yo era niña y llevaba siempre una bufanda roja. Cuando les pregunté a mis padres que por qué, me respondieron que porque era socialista. Aquello contradecía un mantra que oía en casa, “que el PSOE ya no era ni socialista ni obrero”, fórmula a la que años más tarde yo misma añadiría que tampoco español, pues hace tiempo que asumieron que quien manda aquí no duerme en La Moncloa sino en Bruselas, la City o Washington. Pero si mis padres decían que Agustín era socialista y no “del PSOE”, igual es porque lo era de verdad.
Era uno de esos alcaldes de los que se dice que “hizo mucho por el pueblo”, pero no solo por el suyo: también era el encargado del proyecto “Vacaciones en Paz” en Noblejas, gracias al cual muchos tuvimos la oportunidad de acoger niños saharauis. Fue por Agustín que compartí infancia, habitación y juegos durante varios veranos con Fatma y Lehbib, que en septiembre volvían a los campamentos de refugiados en los que habían nacido y en los que, si nadie lo evita, nacerán también sus nietos.
Hasta allí viajó Felipe González en el 76, y les dijo a los saharauis que “su partido estaría con ellos hasta el final”. Décadas más tarde, el presidente del Gobierno más progresista de la galaxia, que en sus propias palabras pasará a la historia por haber exhumado a Franco, le llevó flores a la tumba del genocida Hassan II.
Unas semanas después, el PSOE se ha quedado solo en el Congreso votando en contra de otorgarle la nacionalidad a los saharauis nacidos bajo la soberanía española. Unas semanas antes, habían votado junto a Le Pen en el Parlamento Europeo contra una resolución que pedía libertad de expresión en Marruecos y denunciaba la posible participación del régimen alauí en una trama de sobornos para ganar peso en las instituciones europeas. Pero no es lo único que huele a podrido en Dinamarca: también están las declaraciones de la exministra María Antonia Trujillo defendiendo que Ceuta y Melilla son marroquíes o, sobre todo, la traición del PSOE a los saharauis, con las cesiones primero de Zapatero y luego de Sánchez respecto a su tierra.
A los socialistas parece haberles entrado de pronto un ataque de realpolitik, esa que no aplican en el conflicto entre Rusia y Ucrania. Se ve que Mohamed VI no es un tirano, que hablar del Gran Marruecos —donde se incluirían, por cierto, las ciudades autónomas y Canarias— es menos grave que mentar la Gran Rusia, que invadir el Sáhara no es tan terrible como invadir Ucrania, porque al Polisario nadie le manda tanques.
La postura de PSOE frente a Marruecos la resumió López Aguilar: “Hay que tragar sapos si hace falta”, dijo hace nada. Aunque esos sapos incluyan tolerar el chantaje, contravenir a la ONU, hacer la vista gorda ante las torturas del sultanato, felicitarlos por matar inmigrantes en la frontera o besar las babuchas de su casta califal golfa, esa que cuelga nuestra bandera al revés.
Escuchando a los líderes de su partido me pregunto qué pensará Agustín Jiménez y qué pensarán todos esos alcaldes de bufanda roja, todos esos socialistas de base que se desvivieron por los saharauis en sus pueblos y viajaron hasta los campamentos de refugiados para llevar placas solares. Y me pregunto, también y como tantos otros, ¿qué le debe el PSOE a Marruecos?
Cuando parecía que no podían caer más bajo, cuando parecía que era imposible hacerlo peor, nos han vuelto a sorprender
En 2016 viajé a los campamentos de refugiados saharauis en Tinduf. Lo hice para reencontrarme, casi veinte años después, con Fatma y Lehbib, los niños que pasaron varios veranos en mi casa cuando también yo era una niña. Lo hicieron gracias al programa Vacaciones en paz, que cada año permite que cientos de familias españolas acojan niños saharauis.
Del desierto me traje algunas cosas. Un poema de Marcos Ana en la cabeza —ese que dice “recítame un horizonte/ sin cerradura y sin llave”—, un par de collares de dátiles, una conversación sobre Dios al caer la tarde que incluso a mí, entonces atea, me conmovió, las manos pintadas de henna, mucha rabia y un dibujo hecho por la que, durante mi estancia allí, se convirtió en mi guía: la pequeña Fatma, sobrina de Fatma y Lehbib. En la hoja arrancada de un cuaderno, la niña pintó una jaima como en la que dormíamos cada noche. Y, sobre ella, dos banderas: de un lado, la saharaui, del otro, la española. Debajo escribió su nombre y el mío.
Con cada traición del PSOE a ese pueblo hermano vuelvo a ese dibujo, al pasaporte español que me enseñó un anciano saharaui con acento cubano (qué extrañas las terribles dictaduras que se empeñan en ayudar a pueblos aún más pobres que ellos) y al cariño con el que todos en los campamentos me hablaban de España. Así que he vuelto unas cuantas veces en los últimos años: cuando Sánchez le llevó flores a la tumba de Hassan II, cuando tomó partido por Marruecos, contraviniendo a la ONU, en el conflicto con los saharauis, cuando el PSOE se quedó solo en el Congreso votando en contra de otorgarle la nacionalidad a los saharauis nacidos bajo la soberanía española o cuando votaron junto a Le Pen en el Parlamento Europeo contra una resolución que pedía libertad de expresión en Marruecos.
Y cuando parecía que no podían caer más bajo, cuando parecía que era imposible hacerlo peor, nos han vuelto a sorprender: en esta ocasión, negándoles el asilo a más 40 saharauis perseguidos por el reino marroquí. Llevan más de una semana en la sala de inadmitidos de Barajas y entre ellos hay dos niños de uno y dos años y un enfermo. Como destacó Ione Belarra, es incomprensible que en el país que ha acogido a 210.000 ucranios en los últimos dos años o a 40.000 venezolanos, entre ellos Leopoldo López, no haya hueco para estos 40 saharauis.
Cuando Fatma vino a mi casa, en el noventa y pico, era un poco más mayor que los dos niños de Barajas y estaba enferma: tenía una afección ocular que le causaba estrabismo. Nada más llegar, mis padres la llevaron a una oftalmóloga, que les dijo que había que operarla. Al contarle el caso, la doctora se ofreció a renunciar a su salario y cobrarles únicamente las costas de la clínica. La factura fue de 200.000 pesetas, que terminó pagando el Ayuntamiento de Noblejas en otro bonito gesto de solidaridad.
Su alcalde, Agustín Jiménez, llevaba siempre una bufanda roja, según decían mis padres cuando les preguntaba, “porque era socialista”. Con cada traición del PSOE también me acuerdo de él. De todos esos votantes y militantes que, como Agustín, viajaron a Tinduf o promovieron la acogida de niños saharauis desde sus ayuntamientos. Y me pregunto cómo es posible que una niña de seis años que ha crecido en una cárcel de arena, dos carteros como mis padres, una oftalmóloga o un alcalde de pueblo comprendan mejor lo que significamos los españoles para los saharauis y viceversa que las élites del Gobierno más progresista de la Galaxia.
lunes, 7 de octubre de 2024
_- Una tarea optimista
_- La educación es una tarea intrínsecamente optimista porque parte del siguiente presupuesto: el ser humano puede aprender, el ser humano puede mejorar. La educabilidad se rompe cuando pensamos que el otro no puede aprender y que nosotros no podemos ayudarle a conseguirlo. Es tan consustancial el optimismo a la educación como mojarse para el que va nadar. Sin optimismo podemos ser buenos domadores pero no buenos educadores.
La profesión docente es optimista, entre otros motivos, por las consecuencias que provoca. En su libro Mal de escuela dice Daniel Pennac: A mí me salvaron la vida tres profesores que tenían una característica común: nunca soltaban a su presa”. No dice que le salvaron una asignatura, ni el curso. Le salvaron la vida.
Las sementeras de la educación producen cosechas inexorables de gratitud, de aprendizajes y de bondad. Puede que esas cosechas no sean inmediatas e, incluso, que no sean conocidas, pero se producirán. No siempre con la misma intensidad, con la misma visibilidad, con la misma inmediatez. Veamos algunos ejemplos:
El 19 de enero de 1824, estando en la cumbre de su gloria, Simón Bolívar le escribió desde Pativilca (Perú) una carta a su antiguo maestro. En ella reconoce que fue precisamente ese maestro que sembró en su corazón los anhelos y el compromiso por la libertad y la justicia, quien espoleó su corazón para lo grande y lo sacó de una vida frívola y sin sentido. Dice en esa carta:
“Usted formó mi corazón para la libertad, para la justicia, para lo grande, para lo hermoso. Yo he seguido el sendero que usted me señaló. Usted fue mi piloto, aunque sentado en una de las playas de Europa. No puede usted figurarse cuán hondamente se han grabado en mi corazón las lecciones que nos ha dado: no he podido borrar siquiera una coma de las grandes sentencias que usted me ha regalado”.
Albert Camus que, cuando niño, vivió en Argelia una vida de trabajos y pobreza y que gracias a su esfuerzo y su talento consiguió el Premio Nobel de Literatura, quiso reconocer en una famosa carta que todo se lo debía a un maestro especial, el señor Germain. Por cierto, acaba de aparecer un libro con toda la correspondencia entre maestro y discípulo. Dice en esta famosa carta:
“Esperé que se apagara un poco el ruido que ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero, cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que yo era, sin su esperanza y ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto. No es que conceda demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generosos que usted puso en ello continúan siempre vivos en uno de sus pequeños escolares que, pese a los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido”.
El campeón mundial de natación David Meca se encontró en el programa de televisión “Hay una carta para ti” con su antigua maestra, una persona mayor ya jubilada. Se fundieron en un abrazo emocionado. El campeón le dijo a su antigua maestra:
“Todas mis medallas son suyas. Yo era un niño que llevaba unos hierros en las piernas y me daba vergüenza salir a los recreos. No quería que nadie me viera. No confiaba en mí mismo. Me avergonzaba de mis piernas. Pero usted creyó en mí y, gracia a esa fe, yo también acabé creyendo en mis posibilidades Después vinieron los éxitos, las medallas de oro. Todas son suyas. Gracias”.
Mi médica de cabecera y a la vez querida amiga Francisca Muñoz le escribió a su profesor de Lengua y Literatura una carta de felicitación en la fecha de su jubilación. Una carta que, a mi juicio, justifica toda una vida profesional. Cito cuatro párrafos de la extensa carta en la que explica por qué fue tan decisiva su influencia:
Porque con él aprendimos que lo realmente importante de las palabras eran las personas que las utilizábamos, lo que nos comunicaban, lo que entendíamos o dudábamos, más aún, lo que sentíamos ante ellas y por ellas, lo que pensábamos cuando las dábamos y las recibíamos. “Lo más importante del comentario de texto es la opinión personal”, decía mientras nosotros le mirábamos de reojo sudando una respuesta personal e intransferible que no estaba escrita en ningún sitio.
Porque nos enseñó que el receptor (nosotros) y el emisor (un prestigioso autor) éramos equiparables, personas cómplices en un intercambio continuo y que el valor del mensaje no estaba en su estructura sino en el interior del que lo emitía y en el del que lo recibía, en la emoción que suscitaba o en la idea que hacía surgir en nuestros cerebros casi recién estrenados y así, reconocidos y validados; en nosotros, medio niños, medio pobres, medios.
Permitidme la inmodestia. Contaré algo que me sucedió no hace mucho en una conferencia para Directores y Directoras de Andalucía que impartí en Linares (Jaén). Y lo haré a través de las palabras de Javier Soligó, uno de los directores asistentes:
Su respuesta fue afirmativa a mis preguntas sobre si el Colegio del que había hablado estaba en Madrid y, concretamente, en la zona de La Vaguada. Entonces mis palabras empezaron a brotar entre respiraciones aceleradas: “Yo soy aquel alumno que tú encontraste sentado en las escaleras del colegio, que estaba expulsado indefinidamente por la profesora de Dibujo Técnico en 2o de BUP y que sin tener por qué me pasaste la mano por el hombro, me metiste en tu despacho y me escuchaste durante varios minutos y aunque sólo charlé en esa y en otras dos o tres ocasiones contigo, guardo en mi uno de los mejores momentos que pasé en el colegio, no ya por lo que me dijiste, que no lo recuerdo, sino por esos momentos de dulzura y comprensión que aderezaron esos frustrantes y amargos momentos que pasa uno en la adolescencia… Y ahora cuando te estaba escuchando, era como revivir aquellos momentos sin saberlo. Hoy ha sido para mí como un reencuentro con el primer amor. . .
Estoy seguro de que todos y todas tenemos hermosas experiencias que contar, pero estamos más dados a comentar los problemas, las dificultades y las circunstancias adversas que nos encontramos en el ejercicio de la profesión.
En el libro “La pedagogía del optimismo” leí hace tiempo un pensamiento que cito de memoria: Es cierto que los optimistas ven una luz donde no existe pero, ¿por qué los pesimistas quieren ir a apagarla inmediatamente? No es cierto que un pesimista sea un optimista bien informado, como algunos dicen. No es cierto, a mi juicio, que el optimismo sea identificable con la ingenuidad y, menos, con la estupidez. Es una cuestión de actitud. Y, en esta profesión, de lógica y de coherencia.
En una cena celebrada en la ciudad de Potosí, la Ministra de Educación me dijo: “Profesor, los habitantes de esta ciudad tienen fama de ser muy pesimistas. Tanto que, que se les ha acuñado el siguiente dicho: cuando un potosino se desmaya, no vuelve en sí, vuelve en no”. Ese es el problema: ver solo los agujeros en el queso, detenerse solo en el lado negativo de la realidad y de las personas. Volver en no.
Cuando Emilio Lledó se jubiló dijo que había dejado atrás una fuente inagotable de felicidad y de vida. Eso significa que había practicado la enseñanza desde una perspectiva optimista. Qué triste y qué diferente la historia de quien, al llegar ese momento, siente que se libra de una tortura. Es la actitud. Todos conocemos a personas que van tachando los días que les quedan para terminar con la tortura de estar viviendo en una cárcel.
Hay una base de optimismo en la perdurabilidad del trabajo de los profesores y las profesoras. Decía Rubem Alves, en su hermoso libro La alegría de enseñar (¿por qué hablamos de carga docente?): “Enseñar es un ejercicio de inmortalidad. De alguna manera seguimos viviendo en aquellos cuyos ojos aprendieron a ver el mundo a través de la magia de nuestra palabra… Por eso el profesor nunca muere”. No me olvido de las dificultades intrínsecas y extrínsecas que tiene el ejercicio de esta profesión, pero es en ellas donde más importante y necesaria se hace la actitud optimista, como dice Luis Rojas Marcos en su libro “La fuerza del optimismo”.
La profesión docente es optimista, entre otros motivos, por las consecuencias que provoca. En su libro Mal de escuela dice Daniel Pennac: A mí me salvaron la vida tres profesores que tenían una característica común: nunca soltaban a su presa”. No dice que le salvaron una asignatura, ni el curso. Le salvaron la vida.
Las sementeras de la educación producen cosechas inexorables de gratitud, de aprendizajes y de bondad. Puede que esas cosechas no sean inmediatas e, incluso, que no sean conocidas, pero se producirán. No siempre con la misma intensidad, con la misma visibilidad, con la misma inmediatez. Veamos algunos ejemplos:
El 19 de enero de 1824, estando en la cumbre de su gloria, Simón Bolívar le escribió desde Pativilca (Perú) una carta a su antiguo maestro. En ella reconoce que fue precisamente ese maestro que sembró en su corazón los anhelos y el compromiso por la libertad y la justicia, quien espoleó su corazón para lo grande y lo sacó de una vida frívola y sin sentido. Dice en esa carta:
“Usted formó mi corazón para la libertad, para la justicia, para lo grande, para lo hermoso. Yo he seguido el sendero que usted me señaló. Usted fue mi piloto, aunque sentado en una de las playas de Europa. No puede usted figurarse cuán hondamente se han grabado en mi corazón las lecciones que nos ha dado: no he podido borrar siquiera una coma de las grandes sentencias que usted me ha regalado”.
Albert Camus que, cuando niño, vivió en Argelia una vida de trabajos y pobreza y que gracias a su esfuerzo y su talento consiguió el Premio Nobel de Literatura, quiso reconocer en una famosa carta que todo se lo debía a un maestro especial, el señor Germain. Por cierto, acaba de aparecer un libro con toda la correspondencia entre maestro y discípulo. Dice en esta famosa carta:
“Esperé que se apagara un poco el ruido que ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero, cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que yo era, sin su esperanza y ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto. No es que conceda demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generosos que usted puso en ello continúan siempre vivos en uno de sus pequeños escolares que, pese a los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido”.
El campeón mundial de natación David Meca se encontró en el programa de televisión “Hay una carta para ti” con su antigua maestra, una persona mayor ya jubilada. Se fundieron en un abrazo emocionado. El campeón le dijo a su antigua maestra:
“Todas mis medallas son suyas. Yo era un niño que llevaba unos hierros en las piernas y me daba vergüenza salir a los recreos. No quería que nadie me viera. No confiaba en mí mismo. Me avergonzaba de mis piernas. Pero usted creyó en mí y, gracia a esa fe, yo también acabé creyendo en mis posibilidades Después vinieron los éxitos, las medallas de oro. Todas son suyas. Gracias”.
Mi médica de cabecera y a la vez querida amiga Francisca Muñoz le escribió a su profesor de Lengua y Literatura una carta de felicitación en la fecha de su jubilación. Una carta que, a mi juicio, justifica toda una vida profesional. Cito cuatro párrafos de la extensa carta en la que explica por qué fue tan decisiva su influencia:
Porque con él aprendimos que lo realmente importante de las palabras eran las personas que las utilizábamos, lo que nos comunicaban, lo que entendíamos o dudábamos, más aún, lo que sentíamos ante ellas y por ellas, lo que pensábamos cuando las dábamos y las recibíamos. “Lo más importante del comentario de texto es la opinión personal”, decía mientras nosotros le mirábamos de reojo sudando una respuesta personal e intransferible que no estaba escrita en ningún sitio.
Porque nos enseñó que el receptor (nosotros) y el emisor (un prestigioso autor) éramos equiparables, personas cómplices en un intercambio continuo y que el valor del mensaje no estaba en su estructura sino en el interior del que lo emitía y en el del que lo recibía, en la emoción que suscitaba o en la idea que hacía surgir en nuestros cerebros casi recién estrenados y así, reconocidos y validados; en nosotros, medio niños, medio pobres, medios.
Permitidme la inmodestia. Contaré algo que me sucedió no hace mucho en una conferencia para Directores y Directoras de Andalucía que impartí en Linares (Jaén). Y lo haré a través de las palabras de Javier Soligó, uno de los directores asistentes:
Su respuesta fue afirmativa a mis preguntas sobre si el Colegio del que había hablado estaba en Madrid y, concretamente, en la zona de La Vaguada. Entonces mis palabras empezaron a brotar entre respiraciones aceleradas: “Yo soy aquel alumno que tú encontraste sentado en las escaleras del colegio, que estaba expulsado indefinidamente por la profesora de Dibujo Técnico en 2o de BUP y que sin tener por qué me pasaste la mano por el hombro, me metiste en tu despacho y me escuchaste durante varios minutos y aunque sólo charlé en esa y en otras dos o tres ocasiones contigo, guardo en mi uno de los mejores momentos que pasé en el colegio, no ya por lo que me dijiste, que no lo recuerdo, sino por esos momentos de dulzura y comprensión que aderezaron esos frustrantes y amargos momentos que pasa uno en la adolescencia… Y ahora cuando te estaba escuchando, era como revivir aquellos momentos sin saberlo. Hoy ha sido para mí como un reencuentro con el primer amor. . .
Estoy seguro de que todos y todas tenemos hermosas experiencias que contar, pero estamos más dados a comentar los problemas, las dificultades y las circunstancias adversas que nos encontramos en el ejercicio de la profesión.
En el libro “La pedagogía del optimismo” leí hace tiempo un pensamiento que cito de memoria: Es cierto que los optimistas ven una luz donde no existe pero, ¿por qué los pesimistas quieren ir a apagarla inmediatamente? No es cierto que un pesimista sea un optimista bien informado, como algunos dicen. No es cierto, a mi juicio, que el optimismo sea identificable con la ingenuidad y, menos, con la estupidez. Es una cuestión de actitud. Y, en esta profesión, de lógica y de coherencia.
En una cena celebrada en la ciudad de Potosí, la Ministra de Educación me dijo: “Profesor, los habitantes de esta ciudad tienen fama de ser muy pesimistas. Tanto que, que se les ha acuñado el siguiente dicho: cuando un potosino se desmaya, no vuelve en sí, vuelve en no”. Ese es el problema: ver solo los agujeros en el queso, detenerse solo en el lado negativo de la realidad y de las personas. Volver en no.
Cuando Emilio Lledó se jubiló dijo que había dejado atrás una fuente inagotable de felicidad y de vida. Eso significa que había practicado la enseñanza desde una perspectiva optimista. Qué triste y qué diferente la historia de quien, al llegar ese momento, siente que se libra de una tortura. Es la actitud. Todos conocemos a personas que van tachando los días que les quedan para terminar con la tortura de estar viviendo en una cárcel.
Hay una base de optimismo en la perdurabilidad del trabajo de los profesores y las profesoras. Decía Rubem Alves, en su hermoso libro La alegría de enseñar (¿por qué hablamos de carga docente?): “Enseñar es un ejercicio de inmortalidad. De alguna manera seguimos viviendo en aquellos cuyos ojos aprendieron a ver el mundo a través de la magia de nuestra palabra… Por eso el profesor nunca muere”. No me olvido de las dificultades intrínsecas y extrínsecas que tiene el ejercicio de esta profesión, pero es en ellas donde más importante y necesaria se hace la actitud optimista, como dice Luis Rojas Marcos en su libro “La fuerza del optimismo”.
domingo, 6 de octubre de 2024
_- Las grandes ilusiones
_- Todo fue preparado para que los ciudadanos del mundo se sintieran aliviados y reconfortados con los resultados de la Cumbre del G-20 realizada en Londres. Las sonrisas y los abrazos colmaron los noticieros, el dinero afloró más allá de lo que estaba previsto, no hubo conflictos -del tipo de los que hubo en la Conferencia […]
Todo fue preparado para que los ciudadanos del mundo se sintieran aliviados y reconfortados con los resultados de la Cumbre del G-20 realizada en Londres. Las sonrisas y los abrazos colmaron los noticieros, el dinero afloró más allá de lo que estaba previsto, no hubo conflictos -del tipo de los que hubo en la Conferencia de Londres de 1933, también en tiempos de crisis, cuando Roosevelt abandonó la reunión en protesta contra los banqueros- y, como si no hubiese mejor indicador del éxito, los índices de las bolsas de valores, comenzando por Wall Street, se dispararon en estado de euforia. Por encima de todo, la cumbre fue muy eficiente. Mientras que una reunión anterior con objetivos similares duró más de veinte días -Bretton Woods, 1944, de donde surgió la arquitectura financiera de los últimos cincuenta años-, la reunión de Londres sólo duró un día.
¿Podemos confiar en lo que leemos, vemos y oímos? No. Por varias razones. Cualquier ciudadano con las primeras luces de la vida y la experiencia sabe que, con excepción de las vacunas, ninguna sustancia peligrosa puede curar los males que causa. Ahora, por sobre la retórica, lo que se decidió en Londres fue garantizar que el capital financiero va a continuar actuando como lo ha hecho en los últimos treinta años, después de ser liberado de los estrictos controles a los que antes estaba sometido. Es decir, en las épocas de prosperidad va a continuar acumulando fabulosas ganancias y, en las épocas de crisis, va a contar con la «generosidad» de los contribuyentes, los desempleados, los pensionistas estafados, las familias sin techo, con la garantía del Estado de Su Bienestar.
Aquí reside la euforia de Wall Street. Nada de esto es sorprendente, si tenemos en cuenta que los verdaderos artífices de las soluciones -los dos principales asesores económicos de Obama, Timothy Geithner y Larry Summers- son hombres de Wall Street y que ésta, a lo largo de las últimas décadas, financió a la clase política norteamericana a cambio de la sustitución de la regulación estatal por la autorregulación. Algunos incluso hablan de un golpe de Estado de Wall Street sobre Washington, cuyo verdadero alcance y daño se revelan ahora.
El contraste entre los objetivos de la reunión de Bretton Woods -donde participaron no 20, sino 44 países- y la de Londres explica la vertiginosa rapidez de esta última. En la primera, el propósito fue resolver las crisis económicas que se arrastraban desde 1929 y crear una sólida arquitectura financiera, con sistemas de seguridad y de alerta, que le permitiese al capitalismo prosperar en medio de la fuerte oposición social, la mayor parte de orientación socialista. Al contrario, en Londres asistimos a la pura cosmética, al reciclaje institucional, sin otro objetivo que el de mantener el actual modelo de concentración de la riqueza, sin ningún temor a la protesta social -asumiendo que los ciudadanos están resignados ante la supuesta falta de alternativas-, e incluso con un retroceso en relación con las preocupaciones ambientales, que volvieron a ser consideradas como un lujo para tiempos mejores.
Las instituciones de Bretton Woods -en especial, el FMI y el Banco Mundial- hace mucho que vienen siendo desvirtuadas. Sus responsabilidades en las crisis financieras de los últimos veinte años -México, Asia, Rusia, Brasil- y en el sufrimiento humano causado a vastas poblaciones con medidas después reconocidas como erróneas -por ejemplo, la destrucción de un día para el otro de la industria de la castaña de cajú en Mozambique, dejando miles de familias sin medios de subsistencia- llevaron a pensar que podríamos estar ante un nuevo comienzo, con nuevas instituciones o con profundas reformas de las existentes. Nada de eso ocurrió. El FMI se vio reforzado en sus recursos, Europa continúa detentando el 32 por ciento de los votos y los Estados Unidos el 16,8 por ciento. ¿Cómo es posible imaginar que los errores no se van a repetir?
La reunión del G-20 va a ser recordada por lo que no quiso ver ni enfrentar: la creciente presión para que la moneda de reserva internacional deje de ser el dólar; el creciente proteccionismo como prueba de que ni los países que participaron de la cumbre confían en lo que fue decidido -el Banco Mundial identificó 73 medidas proteccionistas tomadas recientemente por diecisiete de los veinte países participantes-; el fortalecimiento de las integraciones regionales sur-sur, en América latina, en Africa, en Asia, y entre Latinoamérica y el mundo árabe; la restauración de la protección social -los derechos sociales y económicos de los trabajadores- como factor insustituible de la cohesión social; el deseo de millones de personas de que las cuestiones ambientales sean finalmente puestas en el centro del modelo de desarrollo; la oportunidad perdida para terminar con el secreto bancario y los paraísos fiscales, como medidas para transformar la banca financiera en un servicio público a disposición de empresarios productivos y consumidores conscientes.
Por Boaventura de Sousa Santos
Doctor en Sociología del Derecho; profesor de las universidades de Coimbra (Portugal) y de Wisconsin (EE.UU.). Traducción: Javier Lorca.
Todo fue preparado para que los ciudadanos del mundo se sintieran aliviados y reconfortados con los resultados de la Cumbre del G-20 realizada en Londres. Las sonrisas y los abrazos colmaron los noticieros, el dinero afloró más allá de lo que estaba previsto, no hubo conflictos -del tipo de los que hubo en la Conferencia de Londres de 1933, también en tiempos de crisis, cuando Roosevelt abandonó la reunión en protesta contra los banqueros- y, como si no hubiese mejor indicador del éxito, los índices de las bolsas de valores, comenzando por Wall Street, se dispararon en estado de euforia. Por encima de todo, la cumbre fue muy eficiente. Mientras que una reunión anterior con objetivos similares duró más de veinte días -Bretton Woods, 1944, de donde surgió la arquitectura financiera de los últimos cincuenta años-, la reunión de Londres sólo duró un día.
¿Podemos confiar en lo que leemos, vemos y oímos? No. Por varias razones. Cualquier ciudadano con las primeras luces de la vida y la experiencia sabe que, con excepción de las vacunas, ninguna sustancia peligrosa puede curar los males que causa. Ahora, por sobre la retórica, lo que se decidió en Londres fue garantizar que el capital financiero va a continuar actuando como lo ha hecho en los últimos treinta años, después de ser liberado de los estrictos controles a los que antes estaba sometido. Es decir, en las épocas de prosperidad va a continuar acumulando fabulosas ganancias y, en las épocas de crisis, va a contar con la «generosidad» de los contribuyentes, los desempleados, los pensionistas estafados, las familias sin techo, con la garantía del Estado de Su Bienestar.
Aquí reside la euforia de Wall Street. Nada de esto es sorprendente, si tenemos en cuenta que los verdaderos artífices de las soluciones -los dos principales asesores económicos de Obama, Timothy Geithner y Larry Summers- son hombres de Wall Street y que ésta, a lo largo de las últimas décadas, financió a la clase política norteamericana a cambio de la sustitución de la regulación estatal por la autorregulación. Algunos incluso hablan de un golpe de Estado de Wall Street sobre Washington, cuyo verdadero alcance y daño se revelan ahora.
El contraste entre los objetivos de la reunión de Bretton Woods -donde participaron no 20, sino 44 países- y la de Londres explica la vertiginosa rapidez de esta última. En la primera, el propósito fue resolver las crisis económicas que se arrastraban desde 1929 y crear una sólida arquitectura financiera, con sistemas de seguridad y de alerta, que le permitiese al capitalismo prosperar en medio de la fuerte oposición social, la mayor parte de orientación socialista. Al contrario, en Londres asistimos a la pura cosmética, al reciclaje institucional, sin otro objetivo que el de mantener el actual modelo de concentración de la riqueza, sin ningún temor a la protesta social -asumiendo que los ciudadanos están resignados ante la supuesta falta de alternativas-, e incluso con un retroceso en relación con las preocupaciones ambientales, que volvieron a ser consideradas como un lujo para tiempos mejores.
Las instituciones de Bretton Woods -en especial, el FMI y el Banco Mundial- hace mucho que vienen siendo desvirtuadas. Sus responsabilidades en las crisis financieras de los últimos veinte años -México, Asia, Rusia, Brasil- y en el sufrimiento humano causado a vastas poblaciones con medidas después reconocidas como erróneas -por ejemplo, la destrucción de un día para el otro de la industria de la castaña de cajú en Mozambique, dejando miles de familias sin medios de subsistencia- llevaron a pensar que podríamos estar ante un nuevo comienzo, con nuevas instituciones o con profundas reformas de las existentes. Nada de eso ocurrió. El FMI se vio reforzado en sus recursos, Europa continúa detentando el 32 por ciento de los votos y los Estados Unidos el 16,8 por ciento. ¿Cómo es posible imaginar que los errores no se van a repetir?
La reunión del G-20 va a ser recordada por lo que no quiso ver ni enfrentar: la creciente presión para que la moneda de reserva internacional deje de ser el dólar; el creciente proteccionismo como prueba de que ni los países que participaron de la cumbre confían en lo que fue decidido -el Banco Mundial identificó 73 medidas proteccionistas tomadas recientemente por diecisiete de los veinte países participantes-; el fortalecimiento de las integraciones regionales sur-sur, en América latina, en Africa, en Asia, y entre Latinoamérica y el mundo árabe; la restauración de la protección social -los derechos sociales y económicos de los trabajadores- como factor insustituible de la cohesión social; el deseo de millones de personas de que las cuestiones ambientales sean finalmente puestas en el centro del modelo de desarrollo; la oportunidad perdida para terminar con el secreto bancario y los paraísos fiscales, como medidas para transformar la banca financiera en un servicio público a disposición de empresarios productivos y consumidores conscientes.
Por Boaventura de Sousa Santos
Doctor en Sociología del Derecho; profesor de las universidades de Coimbra (Portugal) y de Wisconsin (EE.UU.). Traducción: Javier Lorca.
sábado, 5 de octubre de 2024
Entrevista al investigador Marcel van der Linden. El fin del fin de la clase obrera
Fuentes: Jacobin
A medida que la mano de obra mundial se vuelve cada vez más precaria y fragmentada, la solidaridad internacional y la unidad de la clase obrera parecen más difíciles que nunca. Pero, como explica el historiador del trabajo Marcel van der Linden explica a Jacobin, los desafíos actuales a la acción colectiva de la clase trabajadora son tan antiguos como el propio capitalismo.
Según un reciente informe de la OIT sobre “Perspectivas sociales y del empleo en el mundo”, en 2020 se produjo una fuerte caída de los ingresos laborales y un drástico aumento de los niveles de pobreza en el mundo como consecuencia de una pérdida del 8,8% del total de horas de trabajo a lo largo del año. Peor aún, el informe informa de que cualquier recuperación prevista se basará invariablemente en sectores laborales en los que la baja productividad y la falta de normas laborales -es decir, la precariedad- son rampantes.
Las últimas cifras de la OIT reflejan una tendencia a la baja en el poder de la clase trabajadora a escala mundial. Como escribía David Broder en un reciente artículo de Jacobin, la evidente pérdida de poder de la clase obrera –ya sea en las fabricas, a través de la automatización y la precariedad, o en el ámbito político a través de la lenta desaparición de los partidos obreros y socialdemócratas– ha sido durante mucho tiempo la fuente de pronósticos apresurados que proclamaban el “fin de la clase obrera”. Sin embargo, el declive del poder de la clase obrera no es irreversible, y sería temerario equiparar la disminución de la influencia estructural con el fin de la clase obrera como tal.
El historiador del trabajo y ex director del Instituto Internacional de Historia Social, Marcel van der Linden, ha sostenido una sofisticada versión de este argumento durante la mayor parte de su carrera de investigación. Al ampliar el alcance de la historia del trabajo en todas las direcciones –en el tiempo, para abarcar a las poblaciones trabajadoras del siglo XVI, y en el espacio, para las plantaciones coloniales en las que predominaba el trabajo forzado–, el trabajo de van der Linden sostiene que debemos ampliar nuestras propias definiciones de la clase trabajadora, incluso si eso significa repensar la propia historia del capitalismo.
La recompensa política de una definición ampliada de la clase obrera –que incluya el trabajo de cuidados, el trabajo forzado y el autoempleo informal– es que muestra los muchos “adioses a la clase obrera” por lo que son: demasiado dependientes de una imagen estrecha de la clase obrera como trabajo fabril fordista, y muy a menudo blanco y masculino.
El hecho, explica van der Linden al editor colaborador de Jacobin Nicolas Allen, es que la clase obrera no va a ninguna parte. Y, aunque pueda parecer más fragmentada y precaria, la clase obrera también está experimentando transformaciones que permiten descubrir nuevas formas de influencia estructural y de solidaridad internacional.
Nicolas Allen. George Orwell escribió que los trabajadores más importantes son también los más invisibles. Tu trabajo parece orientarse en función de un principio similar: comprender la especificidad de la clase obrera sin dejar de lado esas formas de trabajo consideradas anómalas por los enfoques marxistas tradicionales (trabajo no libre, no mercantilizado, intermedio, etc.).
MVDL. En el capitalismo siempre convivieron —y, probablemente, sigan haciéndolo— formas distintas de mercantilización de la fuerza de trabajo. Durante su largo desarrollo, el capitalismo recurrió a muchos tipos de relaciones laborales, algunas basadas en la coacción económica y otras en factores no económicos. Millones de esclavos fueron expulsados a la fuerza de África y llevados al Caribe, a Brasil y al sur de los Estados Unidos. Muchos trabajadores subcontratados son enviados hoy a Sudáfrica, Malasia y América del Sur. Otros trabajadores «libres» migran de Europa a las Américas, Australia y a otras antiguas zonas coloniales. Los aparceros producen una porción importante de los bienes agrícolas a nivel mundial.
Estas y otras relaciones laborales son sincrónicas, aun cuando la tendencia hacia el «trabajo asalariado libre» sigue creciendo. La esclavitud todavía existe, la aparcería está retornando en ciertas regiones, etc. El capitalismo es capaz de elegir las formas de mercantilización del trabajo que mejor se adecúen a sus propósitos en un contexto histórico determinado: una variante es más rentable hoy, pero mañana puede ser otra.
Si el argumento es correcto, debemos conceptualizar a la clase obrera asalariada como un tipo —importante, sin duda— de fuerza de trabajo mercantilizada entre otras. En consecuencia, no podemos concebir al trabajo denominado «libre» como la única forma de explotación que se adecúa al capitalismo moderno, sino como una alternativa específica. Luego, debemos elaborar conceptos que comprendan las múltiples dimensiones de esta problemática. La historia del trabajo capitalista debe abarcar todas las formas de mercantilización de la fuerza de trabajo, sin importar si recurre a la coerción física o a la económica: asalariados, esclavos, aparceros, presos, por no decir nada de todo el trabajo que colabora con la creación o la regeneración de la fuerza de trabajo mercantilizada, es decir, las labores de crianza, las tareas domésticas y los trabajos de cuidado y de subsistencia.
Si consideramos todas estas formas de trabajo, deberíamos tomar como unidad básica de análisis a los hogares en lugar de los individuos, pues eso nos permitiría mantener en el horizonte las vidas, tanto de hombres como de mujeres, de jóvenes y de viejos —en fin— el amplio espectro del trabajo remunerado y no remunerado.
NA. ¿Qué consecuencias tiene ese enfoque para la historia del capitalismo? La versión más popular es que el capitalismo surgió a partir de la transformación de los trabajadores en trabajadores asalariados libres, es decir, del acaparamiento de los medios de producción.
MVDL. Si mis observaciones son correctas, debemos transformar drásticamente nuestra concepción de la historia, empezando por nuestro concepto del capitalismo. Si el capitalismo no muestra ninguna preferencia estructural por el trabajo asalariado, es posible que emerja en situaciones en las que dicho trabajo es prácticamente inexistente, por ejemplo, en contextos donde prevalecen distintas formas de esclavitud. Si en lugar de concebir al capitalismo en términos de la contradicción entre trabajo asalariado y capital, lo hacemos en función de la mercantilización de la fuerza de trabajo y de otros elementos del proceso de producción, cobra sentido definir al capitalismo como un circuito de transacciones y procesos laborales que apunta tendencialmente hacia la «producción de mercancías por medio de mercancías», según la célebre expresión de Piero Sraffa.
Ese circuito de producción y distribución de mercancías en constante expansión, donde no solo los productos del trabajo, sino también los medios de producción y la fuerza de trabajo adquieren el estatus de mercancías, es lo que denomino capitalismo. Esta definición se aparta hasta cierto punto de Marx, pero no deja de ser consistente con su enfoque, pues él también concebía al modo de producción capitalista en función de la «generalización» o «universalización» de la producción de mercancías. Sin embargo, mi definición sí se aleja decisivamente de aquellas que circunscriben al capitalismo a la «producción para el mercado» y pasan por alto las relaciones laborales específicas implicadas en la producción. Es el caso, por ejemplo, de Immanuel Wallerstein y su escuela.
Pienso que, teniendo en cuenta esta definición revisada del capitalismo, es posible concluir que la primera sociedad completamente capitalista no fue la de Inglaterra en el siglo XVIII, sino la de Barbados, esa pequeña isla caribeña (430 km2), que durante el siglo XVII se convirtió en la sociedad esclavista más próspera del mundo. La colonización del territorio comenzó en los años 1620, y en 1680 la industria azucarera utilizaba el 80% de la tierra cultivable de la isla, empleaba el 90% de su fuerza de trabajo y representaba cerca del 90% de sus ingresos por exportaciones. Fue el comienzo de la denominada «revolución azucarera», que terminó dominando el desarrollo agrícola de las Indias Occidentales Británicas durante largos siglos.
La cuestión es que el proceso de producción y consumo de Barbados estaba casi completamente mercantilizado: los trabajadores (esclavos) eran mercancías, su comida era comprada en otras islas, sus medios de producción (como los molinos de caña de azúcar) eran fabricados con fines comerciales y el producto de su trabajo (caña de azúcar) era vendido en el mercado mundial. Hubo pocos países en los que la vida económica llegó a estar tan mercantilizada. En ese sentido, aunque pequeño, no dejaba de ser un verdadero país capitalista. Y, por supuesto, solo podía existir gracias a su integración a un imperio colonial más amplio.
Entonces no está tan claro que Inglaterra haya sido la patria original del capitalismo moderno. Cuando adoptamos una perspectiva no eurocéntrica, comprendemos tres cosas: que muchos avances significativos en la historia del trabajo capitalista son más antiguos de lo que pensábamos, que la historia del capitalismo comenzó con los trabajadores no libres y que comenzó en el Sur Global, no en Estados Unidos ni en Europa.
NA. Me da la sensación de que estas ideas aplican, no solo al pasado, sino también al presente: si expandimos la definición de la clase obrera, ciertamente nos beneficiamos de una nueva perspectiva sobre los orígenes del capitalismo, pero además nos vemos obligados a enfrentarnos a quienes afirman que estamos asistiendo al «fin de la clase obrera», pues esa hipótesis solo se sostiene bajo condición de mantener una concepción sumamente estrecha de la clase.
MVDL. Efectivamente, no hay ningún «fin de la clase obrera». De acuerdo a la Organización Internacional del Trabajo, entre 1991 y 2019, el porcentaje de personas que viven exclusivamente de sus salarios («empleados») oscila entre el 44 y el 55%. La proletarización crece sobre todo en los países capitalistas avanzados. Se estima que en las economías desarrolladas, los asalariados representan cerca del 90% del empleo total. Pero en las economías emergentes y en vías de desarrollo, los empleados representan, con suerte, el 30% del empleo total. Por supuesto, la clase obrera mundial supera con creces el número de empleados: deberían sumarse todos los miembros que aportan ingresos a las familias y la mayoría de los desempleados, como así también la enorme cantidad de trabajadores autónomos que suelen aparecer en las estadísticas como falsos cuentapropistas, es decir, son trabajadores autónomos en los papeles, pero en realidad trabajan para uno o dos clientes principales y dependen completamente de ellos. También forman parte de la clase obrera quienes realizan tareas domésticas (en general, mujeres), es decir, quienes garantizan que los empleados y otros trabajadores estén en condiciones de vender su fuerza en el mercado de trabajo.
Con todo, también observamos desplazamientos internos en la composición de la clase de los asalariados. Durante las últimas tres décadas, el número de trabajadores del sector de servicios básicamente se duplicó, la cantidad de trabajadores industriales creció un 50% y la cantidad de trabajadores agrícolas disminuyó poco más del 10%. Adicionalmente, observamos desplazamientos geográficos. En Europa y en América del Norte la desindustrialización se acelera, mientras que en Asia y otros lugares empieza a crecer el empleo industrial.
Quienes hablan del «fin de la clase obrera» suelen vivir en los países capitalistas avanzados, donde observamos que se está desintegrando gradualmente lo que solía denominarse —erróneamente— el «empleo estándar». Se trata de una forma de trabajo asalariado definida por la continuidad y la estabilidad del empleo, un cargo de tiempo completo con un solo jefe y una actividad que se desarrolla completamente en el lugar de trabajo dispuesto por la empresa, a cambio de una buena remuneración, garantías legales y seguridad social. Sin embargo, suele pasarse por alto que el «empleo estándar» es un fenómeno relativamente reciente, incluso en los países capitalistas avanzados y que, como mucho, solo el 15% o el 20% de los asalariados a nivel mundial accedió alguna vez a ese tipo de relación laboral.
NA. Creo que, en parte, el término «fin de la clase obrera» remite al poder menguante de los sindicatos y del movimiento obrero. Esa tendencia es indiscutible, ¿no?
MVDL. Sí. A pesar de que la clase asalariada a nivel mundial nunca había sido tan numerosa, casi todos los movimientos obreros tradicionales están en crisis. Las transformaciones económicas y políticas de los últimos cuarenta años los debilitaron mucho. Su núcleo depende de tres formas de organización social: las cooperativas, los sindicatos y los partidos obreros. Aunque se trata de una tendencia desigual en distintos países y regiones, esas tres formas están en decadencia. El ala política —la socialdemocracia, los partidos obreros, los partidos comunistas— afronta dificultades en todos los países del mundo. Muchos sindicatos también están perdiendo poder. Los sindicatos independientes organizan solo a un pequeño porcentaje de trabajadores, y la mayoría vive en las regiones relativamente ricas situadas a la altura del Atlántico Norte. En 2014, la Confederación Sindical Internacional, único paraguas organizativo de la clase obrera a nivel mundial, estimó que no más del 7% de la fuerza de trabajo total estaba afiliada a un sindicato. Supongo que hoy ese total debe haber disminuido al 6%.
La debilidad del movimiento obrero internacional no deja de ser una paradoja. Aun cuando los niveles de conciencia tienden a ser relativamente bajos, dada vez más trabajadores en todo el mundo entran en contacto directo. Los productos que se fabrican en un país suelen ser ensamblados con componentes fabricados en otros países, que a su vez contienen subcomponentes hechos en países distintos. El resultado es que al menos un cuarto de los asalariados tiene empleos vinculados a una cadena de suministro global. La migración también fomenta las relaciones económicas entre trabajadores de distintas partes del mundo. La proporción de migrantes entre la población mundial creció de 2,8% a 3,5% entre 2000 y 2020. El porcentaje específico de migraciones Sur-Norte se duplicó desde los años 1960 y hoy representa cerca del 40% del total. Y, sin embargo, nada de eso resultó en la resurrección del movimiento obrero.
Con todo, no deja de haber cierto espacio para el optimismo. Durante los últimos diez o quince años, asistimos a una intensificación de las luchas sociales. Por ejemplo, el 8 y 9 de enero de 2019, en India, 150 millones de trabajadores de todo el país fueron a la huelga por una lista de reivindicaciones, entre las que destacaban el aumento del salario mínimo, la alimentación digna y la consigna de igual remuneración por igual tarea. Las protestas sociales están creciendo en todas partes del mundo, incluida América Latina. En fin, no es menos importante notar que también se observan signos de renovación organizativa. Durante los últimos años se percibe un impulso creciente hacia la organización de los trabajadores de hospitales y del sector de cuidados.
La consolidación en 2009 de la Federación Internacional de Trabajadores del Hogar y su campaña, que resultó en la aprobación del Convenio 189 sobre trabajadores y trabajadoras domésticos de la OIT, fueron un gran motivo de inspiración. Las huelgas de trabajadores presos en Estados Unidos revelan que hay nuevos segmentos de la clase obrera que están empezando a movilizarse. En muchos países los sindicatos están intentando abrirse a los trabajadores «informales» e «ilegales». La New Trade Union Initiative (NTUI) de la India, fundada en 2006, es una experiencia espectacular, que reconoce la importancia del trabajo remunerado y no remunerado de las mujeres y apunta a organizar, no solo al sector «formal», sino también a trabajadores subcontratados, casuales, domésticos, autónomos —en fin— a los segmentos más pobres de la ciudad y del campo.
NA. Pienso, por otro lado, que la hipótesis del «fin de la clase obrera» tiene como premisa la idea de que los problemas de la sociedad de hoy efectivamente exceden cualquier cosa que hayan podido imaginar los movimientos obreros tradicionales.
¿Qué debe hacer el movimiento obrero para reinventar esa idea, tan fuerte durante los siglos diecinueve y veinte, de que los intereses de los trabajadores son también los intereses de la mayoría de la sociedad?
MVDL. Como dije, es una paradoja: el poder político y económico de la clase obrera empezó a mermar a partir de los años 1980, pero todavía no veo otra fuerza social capaz de reemplazar a la clase obrera como agente principal. La única solución que se me ocurre es el fortalecimiento de esa misma clase obrera, aunque debería ser capaz de recurrir a formas de organización novedosas. Un movimiento obrero renacido necesita una nueva orientación. Sin dejar de notar que este tema requiere mucho debate, me contento con unas breves indicaciones.
En primer lugar, existe todo un espectro de temas muy importantes que los viejos movimientos obreros nunca se tomaron en serio. La mayoría de los sindicatos, los partidos y las organizaciones en general siguen siendo dominados por una cultura masculina, por prejuicios raciales, localismos y tienen poca conciencia sobre las cuestiones del cambio climático y la crisis medioambiental. Es evidente que las cosas están mutando, pero queda mucho por hacer todavía.
Según un reciente informe de la OIT sobre “Perspectivas sociales y del empleo en el mundo”, en 2020 se produjo una fuerte caída de los ingresos laborales y un drástico aumento de los niveles de pobreza en el mundo como consecuencia de una pérdida del 8,8% del total de horas de trabajo a lo largo del año. Peor aún, el informe informa de que cualquier recuperación prevista se basará invariablemente en sectores laborales en los que la baja productividad y la falta de normas laborales -es decir, la precariedad- son rampantes.
Las últimas cifras de la OIT reflejan una tendencia a la baja en el poder de la clase trabajadora a escala mundial. Como escribía David Broder en un reciente artículo de Jacobin, la evidente pérdida de poder de la clase obrera –ya sea en las fabricas, a través de la automatización y la precariedad, o en el ámbito político a través de la lenta desaparición de los partidos obreros y socialdemócratas– ha sido durante mucho tiempo la fuente de pronósticos apresurados que proclamaban el “fin de la clase obrera”. Sin embargo, el declive del poder de la clase obrera no es irreversible, y sería temerario equiparar la disminución de la influencia estructural con el fin de la clase obrera como tal.
El historiador del trabajo y ex director del Instituto Internacional de Historia Social, Marcel van der Linden, ha sostenido una sofisticada versión de este argumento durante la mayor parte de su carrera de investigación. Al ampliar el alcance de la historia del trabajo en todas las direcciones –en el tiempo, para abarcar a las poblaciones trabajadoras del siglo XVI, y en el espacio, para las plantaciones coloniales en las que predominaba el trabajo forzado–, el trabajo de van der Linden sostiene que debemos ampliar nuestras propias definiciones de la clase trabajadora, incluso si eso significa repensar la propia historia del capitalismo.
La recompensa política de una definición ampliada de la clase obrera –que incluya el trabajo de cuidados, el trabajo forzado y el autoempleo informal– es que muestra los muchos “adioses a la clase obrera” por lo que son: demasiado dependientes de una imagen estrecha de la clase obrera como trabajo fabril fordista, y muy a menudo blanco y masculino.
El hecho, explica van der Linden al editor colaborador de Jacobin Nicolas Allen, es que la clase obrera no va a ninguna parte. Y, aunque pueda parecer más fragmentada y precaria, la clase obrera también está experimentando transformaciones que permiten descubrir nuevas formas de influencia estructural y de solidaridad internacional.
Nicolas Allen. George Orwell escribió que los trabajadores más importantes son también los más invisibles. Tu trabajo parece orientarse en función de un principio similar: comprender la especificidad de la clase obrera sin dejar de lado esas formas de trabajo consideradas anómalas por los enfoques marxistas tradicionales (trabajo no libre, no mercantilizado, intermedio, etc.).
MVDL. En el capitalismo siempre convivieron —y, probablemente, sigan haciéndolo— formas distintas de mercantilización de la fuerza de trabajo. Durante su largo desarrollo, el capitalismo recurrió a muchos tipos de relaciones laborales, algunas basadas en la coacción económica y otras en factores no económicos. Millones de esclavos fueron expulsados a la fuerza de África y llevados al Caribe, a Brasil y al sur de los Estados Unidos. Muchos trabajadores subcontratados son enviados hoy a Sudáfrica, Malasia y América del Sur. Otros trabajadores «libres» migran de Europa a las Américas, Australia y a otras antiguas zonas coloniales. Los aparceros producen una porción importante de los bienes agrícolas a nivel mundial.
Estas y otras relaciones laborales son sincrónicas, aun cuando la tendencia hacia el «trabajo asalariado libre» sigue creciendo. La esclavitud todavía existe, la aparcería está retornando en ciertas regiones, etc. El capitalismo es capaz de elegir las formas de mercantilización del trabajo que mejor se adecúen a sus propósitos en un contexto histórico determinado: una variante es más rentable hoy, pero mañana puede ser otra.
Si el argumento es correcto, debemos conceptualizar a la clase obrera asalariada como un tipo —importante, sin duda— de fuerza de trabajo mercantilizada entre otras. En consecuencia, no podemos concebir al trabajo denominado «libre» como la única forma de explotación que se adecúa al capitalismo moderno, sino como una alternativa específica. Luego, debemos elaborar conceptos que comprendan las múltiples dimensiones de esta problemática. La historia del trabajo capitalista debe abarcar todas las formas de mercantilización de la fuerza de trabajo, sin importar si recurre a la coerción física o a la económica: asalariados, esclavos, aparceros, presos, por no decir nada de todo el trabajo que colabora con la creación o la regeneración de la fuerza de trabajo mercantilizada, es decir, las labores de crianza, las tareas domésticas y los trabajos de cuidado y de subsistencia.
Si consideramos todas estas formas de trabajo, deberíamos tomar como unidad básica de análisis a los hogares en lugar de los individuos, pues eso nos permitiría mantener en el horizonte las vidas, tanto de hombres como de mujeres, de jóvenes y de viejos —en fin— el amplio espectro del trabajo remunerado y no remunerado.
NA. ¿Qué consecuencias tiene ese enfoque para la historia del capitalismo? La versión más popular es que el capitalismo surgió a partir de la transformación de los trabajadores en trabajadores asalariados libres, es decir, del acaparamiento de los medios de producción.
MVDL. Si mis observaciones son correctas, debemos transformar drásticamente nuestra concepción de la historia, empezando por nuestro concepto del capitalismo. Si el capitalismo no muestra ninguna preferencia estructural por el trabajo asalariado, es posible que emerja en situaciones en las que dicho trabajo es prácticamente inexistente, por ejemplo, en contextos donde prevalecen distintas formas de esclavitud. Si en lugar de concebir al capitalismo en términos de la contradicción entre trabajo asalariado y capital, lo hacemos en función de la mercantilización de la fuerza de trabajo y de otros elementos del proceso de producción, cobra sentido definir al capitalismo como un circuito de transacciones y procesos laborales que apunta tendencialmente hacia la «producción de mercancías por medio de mercancías», según la célebre expresión de Piero Sraffa.
Ese circuito de producción y distribución de mercancías en constante expansión, donde no solo los productos del trabajo, sino también los medios de producción y la fuerza de trabajo adquieren el estatus de mercancías, es lo que denomino capitalismo. Esta definición se aparta hasta cierto punto de Marx, pero no deja de ser consistente con su enfoque, pues él también concebía al modo de producción capitalista en función de la «generalización» o «universalización» de la producción de mercancías. Sin embargo, mi definición sí se aleja decisivamente de aquellas que circunscriben al capitalismo a la «producción para el mercado» y pasan por alto las relaciones laborales específicas implicadas en la producción. Es el caso, por ejemplo, de Immanuel Wallerstein y su escuela.
Pienso que, teniendo en cuenta esta definición revisada del capitalismo, es posible concluir que la primera sociedad completamente capitalista no fue la de Inglaterra en el siglo XVIII, sino la de Barbados, esa pequeña isla caribeña (430 km2), que durante el siglo XVII se convirtió en la sociedad esclavista más próspera del mundo. La colonización del territorio comenzó en los años 1620, y en 1680 la industria azucarera utilizaba el 80% de la tierra cultivable de la isla, empleaba el 90% de su fuerza de trabajo y representaba cerca del 90% de sus ingresos por exportaciones. Fue el comienzo de la denominada «revolución azucarera», que terminó dominando el desarrollo agrícola de las Indias Occidentales Británicas durante largos siglos.
La cuestión es que el proceso de producción y consumo de Barbados estaba casi completamente mercantilizado: los trabajadores (esclavos) eran mercancías, su comida era comprada en otras islas, sus medios de producción (como los molinos de caña de azúcar) eran fabricados con fines comerciales y el producto de su trabajo (caña de azúcar) era vendido en el mercado mundial. Hubo pocos países en los que la vida económica llegó a estar tan mercantilizada. En ese sentido, aunque pequeño, no dejaba de ser un verdadero país capitalista. Y, por supuesto, solo podía existir gracias a su integración a un imperio colonial más amplio.
Entonces no está tan claro que Inglaterra haya sido la patria original del capitalismo moderno. Cuando adoptamos una perspectiva no eurocéntrica, comprendemos tres cosas: que muchos avances significativos en la historia del trabajo capitalista son más antiguos de lo que pensábamos, que la historia del capitalismo comenzó con los trabajadores no libres y que comenzó en el Sur Global, no en Estados Unidos ni en Europa.
NA. Me da la sensación de que estas ideas aplican, no solo al pasado, sino también al presente: si expandimos la definición de la clase obrera, ciertamente nos beneficiamos de una nueva perspectiva sobre los orígenes del capitalismo, pero además nos vemos obligados a enfrentarnos a quienes afirman que estamos asistiendo al «fin de la clase obrera», pues esa hipótesis solo se sostiene bajo condición de mantener una concepción sumamente estrecha de la clase.
MVDL. Efectivamente, no hay ningún «fin de la clase obrera». De acuerdo a la Organización Internacional del Trabajo, entre 1991 y 2019, el porcentaje de personas que viven exclusivamente de sus salarios («empleados») oscila entre el 44 y el 55%. La proletarización crece sobre todo en los países capitalistas avanzados. Se estima que en las economías desarrolladas, los asalariados representan cerca del 90% del empleo total. Pero en las economías emergentes y en vías de desarrollo, los empleados representan, con suerte, el 30% del empleo total. Por supuesto, la clase obrera mundial supera con creces el número de empleados: deberían sumarse todos los miembros que aportan ingresos a las familias y la mayoría de los desempleados, como así también la enorme cantidad de trabajadores autónomos que suelen aparecer en las estadísticas como falsos cuentapropistas, es decir, son trabajadores autónomos en los papeles, pero en realidad trabajan para uno o dos clientes principales y dependen completamente de ellos. También forman parte de la clase obrera quienes realizan tareas domésticas (en general, mujeres), es decir, quienes garantizan que los empleados y otros trabajadores estén en condiciones de vender su fuerza en el mercado de trabajo.
Con todo, también observamos desplazamientos internos en la composición de la clase de los asalariados. Durante las últimas tres décadas, el número de trabajadores del sector de servicios básicamente se duplicó, la cantidad de trabajadores industriales creció un 50% y la cantidad de trabajadores agrícolas disminuyó poco más del 10%. Adicionalmente, observamos desplazamientos geográficos. En Europa y en América del Norte la desindustrialización se acelera, mientras que en Asia y otros lugares empieza a crecer el empleo industrial.
Quienes hablan del «fin de la clase obrera» suelen vivir en los países capitalistas avanzados, donde observamos que se está desintegrando gradualmente lo que solía denominarse —erróneamente— el «empleo estándar». Se trata de una forma de trabajo asalariado definida por la continuidad y la estabilidad del empleo, un cargo de tiempo completo con un solo jefe y una actividad que se desarrolla completamente en el lugar de trabajo dispuesto por la empresa, a cambio de una buena remuneración, garantías legales y seguridad social. Sin embargo, suele pasarse por alto que el «empleo estándar» es un fenómeno relativamente reciente, incluso en los países capitalistas avanzados y que, como mucho, solo el 15% o el 20% de los asalariados a nivel mundial accedió alguna vez a ese tipo de relación laboral.
NA. Creo que, en parte, el término «fin de la clase obrera» remite al poder menguante de los sindicatos y del movimiento obrero. Esa tendencia es indiscutible, ¿no?
MVDL. Sí. A pesar de que la clase asalariada a nivel mundial nunca había sido tan numerosa, casi todos los movimientos obreros tradicionales están en crisis. Las transformaciones económicas y políticas de los últimos cuarenta años los debilitaron mucho. Su núcleo depende de tres formas de organización social: las cooperativas, los sindicatos y los partidos obreros. Aunque se trata de una tendencia desigual en distintos países y regiones, esas tres formas están en decadencia. El ala política —la socialdemocracia, los partidos obreros, los partidos comunistas— afronta dificultades en todos los países del mundo. Muchos sindicatos también están perdiendo poder. Los sindicatos independientes organizan solo a un pequeño porcentaje de trabajadores, y la mayoría vive en las regiones relativamente ricas situadas a la altura del Atlántico Norte. En 2014, la Confederación Sindical Internacional, único paraguas organizativo de la clase obrera a nivel mundial, estimó que no más del 7% de la fuerza de trabajo total estaba afiliada a un sindicato. Supongo que hoy ese total debe haber disminuido al 6%.
La debilidad del movimiento obrero internacional no deja de ser una paradoja. Aun cuando los niveles de conciencia tienden a ser relativamente bajos, dada vez más trabajadores en todo el mundo entran en contacto directo. Los productos que se fabrican en un país suelen ser ensamblados con componentes fabricados en otros países, que a su vez contienen subcomponentes hechos en países distintos. El resultado es que al menos un cuarto de los asalariados tiene empleos vinculados a una cadena de suministro global. La migración también fomenta las relaciones económicas entre trabajadores de distintas partes del mundo. La proporción de migrantes entre la población mundial creció de 2,8% a 3,5% entre 2000 y 2020. El porcentaje específico de migraciones Sur-Norte se duplicó desde los años 1960 y hoy representa cerca del 40% del total. Y, sin embargo, nada de eso resultó en la resurrección del movimiento obrero.
Con todo, no deja de haber cierto espacio para el optimismo. Durante los últimos diez o quince años, asistimos a una intensificación de las luchas sociales. Por ejemplo, el 8 y 9 de enero de 2019, en India, 150 millones de trabajadores de todo el país fueron a la huelga por una lista de reivindicaciones, entre las que destacaban el aumento del salario mínimo, la alimentación digna y la consigna de igual remuneración por igual tarea. Las protestas sociales están creciendo en todas partes del mundo, incluida América Latina. En fin, no es menos importante notar que también se observan signos de renovación organizativa. Durante los últimos años se percibe un impulso creciente hacia la organización de los trabajadores de hospitales y del sector de cuidados.
La consolidación en 2009 de la Federación Internacional de Trabajadores del Hogar y su campaña, que resultó en la aprobación del Convenio 189 sobre trabajadores y trabajadoras domésticos de la OIT, fueron un gran motivo de inspiración. Las huelgas de trabajadores presos en Estados Unidos revelan que hay nuevos segmentos de la clase obrera que están empezando a movilizarse. En muchos países los sindicatos están intentando abrirse a los trabajadores «informales» e «ilegales». La New Trade Union Initiative (NTUI) de la India, fundada en 2006, es una experiencia espectacular, que reconoce la importancia del trabajo remunerado y no remunerado de las mujeres y apunta a organizar, no solo al sector «formal», sino también a trabajadores subcontratados, casuales, domésticos, autónomos —en fin— a los segmentos más pobres de la ciudad y del campo.
NA. Pienso, por otro lado, que la hipótesis del «fin de la clase obrera» tiene como premisa la idea de que los problemas de la sociedad de hoy efectivamente exceden cualquier cosa que hayan podido imaginar los movimientos obreros tradicionales.
¿Qué debe hacer el movimiento obrero para reinventar esa idea, tan fuerte durante los siglos diecinueve y veinte, de que los intereses de los trabajadores son también los intereses de la mayoría de la sociedad?
MVDL. Como dije, es una paradoja: el poder político y económico de la clase obrera empezó a mermar a partir de los años 1980, pero todavía no veo otra fuerza social capaz de reemplazar a la clase obrera como agente principal. La única solución que se me ocurre es el fortalecimiento de esa misma clase obrera, aunque debería ser capaz de recurrir a formas de organización novedosas. Un movimiento obrero renacido necesita una nueva orientación. Sin dejar de notar que este tema requiere mucho debate, me contento con unas breves indicaciones.
En primer lugar, existe todo un espectro de temas muy importantes que los viejos movimientos obreros nunca se tomaron en serio. La mayoría de los sindicatos, los partidos y las organizaciones en general siguen siendo dominados por una cultura masculina, por prejuicios raciales, localismos y tienen poca conciencia sobre las cuestiones del cambio climático y la crisis medioambiental. Es evidente que las cosas están mutando, pero queda mucho por hacer todavía.
En segundo lugar, la nueva estrategia obrera debería incluir en su agenda la igualdad social y los derechos. Debemos distanciarnos del economicismo vulgar del pasado, sin perder nunca de vista que la satisfacción de las necesidades básicas sigue siendo un aspecto fundamental. Los movimientos obreros deben convertirse en movimientos de clase en un sentido amplio.
En tercer lugar, el movimiento obrero mundial tiende a ser antidemocrático y no permite que las bases alcen la voz. Debemos reemplazar esta estrategia autocrática por una estrategia democrática radical.
En cuarto lugar, es urgente que las organizaciones obreras empiecen a orientarse en función de vínculos globales y actividades internacionales. Muchos de los desafíos más importantes, como el desempleo, el cambio climático, la pandemia o la coyuntura económica, no tienen solución a nivel nacional.
En fin, todos estos elementos deben formar parte de una estrategia radical consistente. Mucho daño nos hicieron los movimientos del pasado que cedieron a la tentación de formar parte de las instituciones dominantes en vez de contar con su propia fuerza. Esto vale para los sindicatos, integrados a distintas formas de corporativismo, pero también para los partidos obreros que, sin un movimiento de masas que los respaldara y sin posibilidad de construir mayorías electorales, terminaron uniéndose a distintos gobiernos de turno. En las condiciones actuales no deberíamos pensar tanto en un gobierno alternativo como en una buena oposición política, comprometida con la autoemancipación de la clase obrera y con la democracia de base.
NA. Hasta ahora hablamos del movimiento obrero y del trabajo en términos abstractos, pero tal vez es momento de especificar un poco las cosas. Me sorprende la libertad con que, al referirse al Sur Global, se suele apelar a conceptos que supuestamente describen realidades nuevas, como «precariado», cuando en verdad parecen describir una situación que, a nivel mundial, no solo no es reciente, sino que es más bien estructural.
Además, estos conceptos «nuevos» parecen suponer que experiencias como el Estado de bienestar fueron universales (cuando en realidad fueron más bien excepciones). ¿Qué opinión te merece el término «precariado» al que recurre Guy Standing?
MVDL. Guy Stanting es un gran investigador, que hizo contribuciones fundamentales para comprender las transformaciones de las relaciones laborales del capitalismo contemporáneo. Pero creo que su idea de que el «precariado» es la nueva «clase peligrosa» es inadecuada. Por un lado, parece implicar que es posible descartar al resto de la clase obrera como agente de cambio social. Por otro, sugiere que los trabajadores precarios son capaces de desestabilizar el capitalismo por su propia cuenta. Este tipo de pensamiento, que privilegia a un segmento de la clase obrera sobre otros, no es nuevo: tenemos el ejemplo del operaísmo de los años 1970, defendido por Sergio Bologna, Antonio Negri y otros. Esta gente pensaba que los trabajadores calificados pertenecían a los sectores dominantes y que la «masa» de trabajadores no calificados era la vanguardia. Debemos oponernos a ese tipo de sectarismos. Existen buenos motivos para enfatizar la unidad de la clase obrera. Es mejor dejar las tentativas de fragmentación en manos de nuestros oponentes.
Con todo, también debemos reconocer que quienes piensan como Standing no se equivocan cuando señalan la importancia de la precarización. La precarización es una tendencia global y crece casi en todo el mundo. En las regiones más desarrolladas del capitalismo global, la competencia feroz entre capitalistas genera hoy un efecto de «igualación» descendente en la calidad de vida y en las condiciones de trabajo. Las relaciones laborales de los países ricos empiezan a parecerse bastante a las de los países pobres. El filósofo István Mészáros se refiere a este fenómeno como la perecuación tendencial de las tasas de explotación.
Hay otro tema candente, muy vinculado con el anterior: el desempleo y el subempleo. En el curso del siglo veinte, especialmente a partir de los años 1940, el número de desempleados y subempleados del Sur Global creció a un ritmo vertiginoso. A fines de los años 1990, Paul Bairoch estimó que, en América Latina, África y Asia, el «desempleo total» se situaba en el orden del 30-40%, situación sin precedente en la historia, «salvo tal vez en el caso de la Antigua Roma». En Europa, América del Norte y Japón, el nivel promedio de desempleo siempre fue mucho más bajo. Además, en esos casos, responde siempre a la coyuntura económica y, por lo tanto, es de carácter cíclico, mientras que el «sobredesempleo» —el término es de Bairoch— en el Sur Global dispone de rasgos estructurales.
Los investigadores que estudiaron este problema, como José Nun, de Argentina, y Aníbal Quijano, de Perú, argumentaron que las decenas de millones de trabajadores permanentemente «marginados» del Sur Global no podían ser considerados como un «ejército industrial de reserva» en el sentido marxista: su condición social no era temporaria y no conformaban una masa de material humano siempre dispuesta a la explotación, pues sucedía que sus calificaciones simplemente no eran compatibles con los requisitos de la industria capitalista.
La precarización manifiesta una transformación importante del capitalismo contemporáneo. Aunque el capital productivo (la manufactura, la minería) sigue en expansión, existen otras porciones de la burguesía que están ganando cada vez más poder. El capital productivo está cada vez más subordinado al capital mercantil y al capital financiero, denominados por Marx, respectivamente, capital comercial y capital que rinde interés. Hoy asistimos, no solo al crecimiento impresionante de empresas de comercio (Amazon, Ikea, Walmart, etc.) y a una marejada de nuevos bancos y empresas de seguros, sino también al florecimiento de las subcontrataciones y de la tercerización. Este proceso debilita el poder de los sindicatos, pues estos suelen ser mucho más fuertes en el sector productivo que en los de comercio y finanzas.
NA. Entonces, las relaciones laborales del Norte Global están empezando a parecerse a las del Sur, pero el subempleo y el desempleo crónicos se manifiestan en el Sur de formas inconcebibles en los países del Norte.
Me pregunto si tu concepto de desigualdad relacional remite a esa situación, es decir, a la idea de que hay una especie de «aristocracia obrera» en el Norte Global que sigue sacando provecho de la explotación del Sur Global.
MVDL. Pienso que el concepto de «modo de vida imperial», acuñado por Ulrich Brand y Markus Wissen, es muy útil en este sentido. Su idea central es que los asalariados de los países capitalistas avanzados —comprendidos aquí en el sentido amplio al que hice referencia antes— sacan provecho de la explotación ecológica y económica de las regiones más pobres del mundo. Esto es lo que denomino desigualdad relacional: si los asalariados del Norte están mejor, es en parte porque los del Sur están peor, tanto en términos socioeconómicos como ecológicos. Esto es válido en el caso del consumo (las remeras baratas de Bangladesh incrementan el ingreso real de los asalariados del Norte), pero también dispone de una dimensión ecológica: los países capitalistas avanzados tienen poder económico y político para importar recursos y exportar desechos. En ese sentido, los asalariados del Norte se benefician del intercambio económico y ecológico desigual entre los países capitalistas desarrollados y los atrasados.
El colapso del «socialismo» en la Unión Soviética, China y en otras partes del mundo, y la adaptación de la India al pensamiento liberal —procesos que se desarrollaron durante los años 1980 y principios de los 1990— tuvieron como consecuencia la emergencia en esos países de segmentos de la clase asalariada que cuentan con ingresos relativamente buenos, a los que suele subsumirse bajo la categoría más bien imprecisa de «clases medias». Por eso el «modo de vida imperial» también existe en la ex-URSS, en Asia y en otras partes del mundo.
En consecuencia, la clase obrera mundial internalizó contradicciones que dificultan la solidaridad en términos objetivos. Esto nos plantea un problema importante y urgente: no basta con garantizar la igualdad económica y social, sino que también hay que garantizar la igualdad ecológica. Los recursos naturales son limitados. Como dijo Arghiri Emmanuel en los años 1960, las personas que viven en los países ricos pueden consumir esos productos que tanto les gustan solo porque hay personas que consumen muchos menos y otras que no consumen ninguno. ¿Cómo lograr la igualdad en este terreno? Si no es posible hacerlo de forma descendente —es decir, bajando los estándares de vida de los países desarrollados—, ni ascendente —por causas técnicas y ecológicas—, ¿significa que la solución debería pasar por un cambio global en los patrones de vida y consumo, es decir, en el concepto mismo de bienestar?
NA. Pero cabe pensar que la solidaridad internacional no solo fracasa a causa de las distintas capacidades de consumo. También están los que piensan que los trabajadores tienen más o menos poder en función del lugar que ocupan en los patrones de acumulación a nivel mundial.
Por ejemplo, la huelga de una fábrica automotriz en Alemania es «objetivamente» más importante, en el sentido de que afecta más decisivamente al capital global, que una huelga de recolectores de residuos en Argentina. ¿Cómo es posible sintetizar las distintas luchas obreras?
MVDL. Deberíamos pensar menos en términos de clases nacionales y más en términos de poder posicional. En los años 1970, Luca Perrone, un sociólogo brillante que lamentablemente murió joven, argumentó que las distintas secciones de la clase obrera ocupan posiciones distintas en un sistema definido por la interdependencia económica. En ese sentido, su potencial disruptivo puede divergir enormemente. Tomemos por caso los mataderos de Chicago del siglo diecinueve, que eran una especie de línea de montaje. El primer departamento era denominado el sitio de la muerte y era donde efectivamente se sacrificaba a los animales antes de que fueran procesados en los otros departamentos. Si el sitio de la muerte paraba, se paralizaba toda la industria de la carne. Ese poder posicional tiene un rol político. Por ejemplo, hubiese sido imposible derrocar al sah de Irán sin las huelgas de los petroleros de 1978-1979.
No creo que el Estado nación al que pertenecen los trabajadores defina su poder posicional. Los procesos de trabajo son mucho más importantes. Otro ejemplo: las commodities, que son el resultado de la combinación del trabajo de obreros y campesinos de todo el mundo. O tomemos, por ejemplo, los jeans que estoy usando ahora. El algodón más duro de la parte azul viene de los pequeños agricultores de Benín, país de África occidental. El algodón más suave de los bolsillos viene de Pakistán. El índigo sintético se produce en una planta química de Frankfurt, Alemania. Los remaches y los botones contienen zinc extraído por mineros australianos. El hilo es de poliéster manufacturado a partir de productos petrolíferos por los trabajadores de una planta química de Japón. Todas las partes son ensambladas en Túnez y el producto final se vende en Ámsterdam. Por lo tanto, mis jeans son el resultado de una combinación global de procesos de trabajo. De los trabajadores implicados en su producción, ¿qué grupo tiene más poder y qué grupo tiene menos? Es una pregunta empírica que solo podemos responder con información adecuada sobre —entre otras cosas— las posiciones que ocupan los distintos grupos en la competencia.
Ahora que una porción cada vez más grande de la clase obrera mundial empieza a formar parte de cadenas mercantiles transcontinentales, es probable que los trabajadores del Sur Global tengan más poder, al menos en potencia. Su situación es similar a la de los matarifes de Chicago. Si no entregan el cobalto, el coltán y el cobre, Samsung y Apple no pueden fabricar sus teléfonos. Pero seamos claros: se trata de un poder potencial. Para que se actualice, los trabajadores deben tomar conciencia de su posición estratégica y organizarse.
Además, hay otra dificultad: cuanto más cerca están los trabajadores del producto final de una cadena mercantil, más interés tienen en que los trabajadores de las etapas anteriores cobren salarios más bajos, al menos en el corto plazo. Los trabajadores de una fábrica automotriz sacan provecho, en el corto plazo, si los obreros metalúrgicos reciben bajos salarios, pues eso incrementa el margen de ganancias de la venta de los automóviles, conlleva seguridad laboral y, tal vez, una mejor remuneración. Ese obstáculo solo puede ser superado a través de la politización, pues los trabajadores deben tomar conciencia del cuadro completo. Y, en general, la conciencia tiende a incrementar en función de la actividad y la educación que los trabajadores desarrollan de manera independiente.
NA. La verdad es que tu tesis no parece muy optimista…
MVDL. Soy menos optimista que hace veinte o treinta años. Hoy los obstáculos a la renovación son mayores, y también son mayores los desafíos globales (especialmente el problema medioambiental). La crisis que observamos podría estar marcando el fin de un «gran ciclo» de desarrollo del movimiento obrero, que duró casi dos siglos. El trabajo organizado (como su aliado, el socialismo) cuenta casi dos siglos de existencia y durante su historia sufrió muchas transformaciones. Apoyándose sobre las tradiciones igualitaristas previas, el movimiento obrero comenzó a desarrollarse con las experiencias «utópicas» del período 1820-1840. Influenciado por la rápida emergencia del capitalismo y por la naturaleza cambiante de los Estados, empezó a bifurcarse luego de las revoluciones de 1848: un ala luchaba para construir una sociedad alternativa, sin Estados separados, aquí y ahora, mientras que la otra intentaba transformar el Estado con el fin de utilizarlo como un medio.
El primer movimiento —el anarquismo y el sindicalismo revolucionarios— tuvo su auge en las últimas décadas previas a la Segunda Guerra Mundial. El segundo movimiento —encarnado inicialmente por la socialdemocracia, pero transformado después hasta llegar a los partidos comunistas— tuvo su apogeo en las primeras décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Ninguno de los movimientos logró conseguir su objetivo de reemplazar el capitalismo por una sociedad justa y democrática.
Es dado pensar en un segundo «gran ciclo». De hecho, es lo que parecen anunciar, aunque sea tenuemente, los acontecimientos actuales. Los conflictos de clase no cesarán y los trabajadores de todo el mundo seguirán sintiendo la necesidad de organizarse y de luchar. Un nuevo movimiento obrero podría arraigar sobre los anteriores, aunque no sin que se produzcan cambios significativos. Por ejemplo, es fundamental que surja un internacionalismo real, que exceda la mera solidaridad simbólica. No creo que se trate simplemente de un principio humanista: la verdad es que no existen soluciones nacionales a los problemas que hoy enfrenta el mundo.
En el caso de que se concrete el renacimiento, es probable que el nuevo movimiento obrero difiera considerablemente del tradicional. Me atrevo a decir que cualquier estrategia exitosa dependerá de la capacidad de sintetizar a nivel transnacional respuestas efectivas a los grandes desafíos del presente (la economía global, la ecología, la igualdad de género, la seguridad social, el cambio climático, etc.). También debemos reconsiderar la bifurcación del anarquismo y del socialismo de partido. El anarquismo tiende a enfatizar la construcción de un «socialismo desde abajo» por medio de la autoemancipación de las masas movilizadas. Los socialistas de partido, en cambio, tienden a enfatizar el «socialismo desde arriba», es decir, la perspectiva de que el socialismo debe «bajar» a las masas, tendencia reforzada en las décadas recientes por muchos partidos que prácticamente no tienen inserción social. Aunque se supone que deberían escuchar a los ciudadanos, sobre todo en épocas electorales, la verdad es que los partidos hacen todo lo contrario: son medios a través de los cuales el Estado se comunica unilateralmente con la sociedad.
Espero que durante este segundo «gran ciclo» veamos una combinación entre las estrategias «desde abajo» y «desde arriba» que logre sintetizar las políticas de gobierno, la autoorganización y las grandes movilizaciones. Un cambio de este tipo llevará mucho tiempo. Según Max Weber, el «espíritu» del capitalismo resultó de un largo y arduo proceso de formación, que se desarrolló durante siglos enteros. Del mismo modo, es probable que solo podamos concebir una sociedad socialista como el resultado de un amplio proceso de formación en el que el cambio a nivel social interactúa con el cambio a nivel individual. En ese proceso, las organizaciones independientes y los avances concretos hacia la autoemancipación en todas las esferas de la vida, no solo en la económica, están llamados a jugar un rol fundamental.
Marcel van der Linden. Investigador principal del Instituto Internacional de Historia Social (Ámsterdam) y autor de Trabajadores y trabajadoras del mundo (Imago Mundi, 2019).
Nicolas Allen es coordinador de redacción de Jacobin América Latina.
En fin, todos estos elementos deben formar parte de una estrategia radical consistente. Mucho daño nos hicieron los movimientos del pasado que cedieron a la tentación de formar parte de las instituciones dominantes en vez de contar con su propia fuerza. Esto vale para los sindicatos, integrados a distintas formas de corporativismo, pero también para los partidos obreros que, sin un movimiento de masas que los respaldara y sin posibilidad de construir mayorías electorales, terminaron uniéndose a distintos gobiernos de turno. En las condiciones actuales no deberíamos pensar tanto en un gobierno alternativo como en una buena oposición política, comprometida con la autoemancipación de la clase obrera y con la democracia de base.
NA. Hasta ahora hablamos del movimiento obrero y del trabajo en términos abstractos, pero tal vez es momento de especificar un poco las cosas. Me sorprende la libertad con que, al referirse al Sur Global, se suele apelar a conceptos que supuestamente describen realidades nuevas, como «precariado», cuando en verdad parecen describir una situación que, a nivel mundial, no solo no es reciente, sino que es más bien estructural.
Además, estos conceptos «nuevos» parecen suponer que experiencias como el Estado de bienestar fueron universales (cuando en realidad fueron más bien excepciones). ¿Qué opinión te merece el término «precariado» al que recurre Guy Standing?
MVDL. Guy Stanting es un gran investigador, que hizo contribuciones fundamentales para comprender las transformaciones de las relaciones laborales del capitalismo contemporáneo. Pero creo que su idea de que el «precariado» es la nueva «clase peligrosa» es inadecuada. Por un lado, parece implicar que es posible descartar al resto de la clase obrera como agente de cambio social. Por otro, sugiere que los trabajadores precarios son capaces de desestabilizar el capitalismo por su propia cuenta. Este tipo de pensamiento, que privilegia a un segmento de la clase obrera sobre otros, no es nuevo: tenemos el ejemplo del operaísmo de los años 1970, defendido por Sergio Bologna, Antonio Negri y otros. Esta gente pensaba que los trabajadores calificados pertenecían a los sectores dominantes y que la «masa» de trabajadores no calificados era la vanguardia. Debemos oponernos a ese tipo de sectarismos. Existen buenos motivos para enfatizar la unidad de la clase obrera. Es mejor dejar las tentativas de fragmentación en manos de nuestros oponentes.
Con todo, también debemos reconocer que quienes piensan como Standing no se equivocan cuando señalan la importancia de la precarización. La precarización es una tendencia global y crece casi en todo el mundo. En las regiones más desarrolladas del capitalismo global, la competencia feroz entre capitalistas genera hoy un efecto de «igualación» descendente en la calidad de vida y en las condiciones de trabajo. Las relaciones laborales de los países ricos empiezan a parecerse bastante a las de los países pobres. El filósofo István Mészáros se refiere a este fenómeno como la perecuación tendencial de las tasas de explotación.
Hay otro tema candente, muy vinculado con el anterior: el desempleo y el subempleo. En el curso del siglo veinte, especialmente a partir de los años 1940, el número de desempleados y subempleados del Sur Global creció a un ritmo vertiginoso. A fines de los años 1990, Paul Bairoch estimó que, en América Latina, África y Asia, el «desempleo total» se situaba en el orden del 30-40%, situación sin precedente en la historia, «salvo tal vez en el caso de la Antigua Roma». En Europa, América del Norte y Japón, el nivel promedio de desempleo siempre fue mucho más bajo. Además, en esos casos, responde siempre a la coyuntura económica y, por lo tanto, es de carácter cíclico, mientras que el «sobredesempleo» —el término es de Bairoch— en el Sur Global dispone de rasgos estructurales.
Los investigadores que estudiaron este problema, como José Nun, de Argentina, y Aníbal Quijano, de Perú, argumentaron que las decenas de millones de trabajadores permanentemente «marginados» del Sur Global no podían ser considerados como un «ejército industrial de reserva» en el sentido marxista: su condición social no era temporaria y no conformaban una masa de material humano siempre dispuesta a la explotación, pues sucedía que sus calificaciones simplemente no eran compatibles con los requisitos de la industria capitalista.
La precarización manifiesta una transformación importante del capitalismo contemporáneo. Aunque el capital productivo (la manufactura, la minería) sigue en expansión, existen otras porciones de la burguesía que están ganando cada vez más poder. El capital productivo está cada vez más subordinado al capital mercantil y al capital financiero, denominados por Marx, respectivamente, capital comercial y capital que rinde interés. Hoy asistimos, no solo al crecimiento impresionante de empresas de comercio (Amazon, Ikea, Walmart, etc.) y a una marejada de nuevos bancos y empresas de seguros, sino también al florecimiento de las subcontrataciones y de la tercerización. Este proceso debilita el poder de los sindicatos, pues estos suelen ser mucho más fuertes en el sector productivo que en los de comercio y finanzas.
NA. Entonces, las relaciones laborales del Norte Global están empezando a parecerse a las del Sur, pero el subempleo y el desempleo crónicos se manifiestan en el Sur de formas inconcebibles en los países del Norte.
Me pregunto si tu concepto de desigualdad relacional remite a esa situación, es decir, a la idea de que hay una especie de «aristocracia obrera» en el Norte Global que sigue sacando provecho de la explotación del Sur Global.
MVDL. Pienso que el concepto de «modo de vida imperial», acuñado por Ulrich Brand y Markus Wissen, es muy útil en este sentido. Su idea central es que los asalariados de los países capitalistas avanzados —comprendidos aquí en el sentido amplio al que hice referencia antes— sacan provecho de la explotación ecológica y económica de las regiones más pobres del mundo. Esto es lo que denomino desigualdad relacional: si los asalariados del Norte están mejor, es en parte porque los del Sur están peor, tanto en términos socioeconómicos como ecológicos. Esto es válido en el caso del consumo (las remeras baratas de Bangladesh incrementan el ingreso real de los asalariados del Norte), pero también dispone de una dimensión ecológica: los países capitalistas avanzados tienen poder económico y político para importar recursos y exportar desechos. En ese sentido, los asalariados del Norte se benefician del intercambio económico y ecológico desigual entre los países capitalistas desarrollados y los atrasados.
El colapso del «socialismo» en la Unión Soviética, China y en otras partes del mundo, y la adaptación de la India al pensamiento liberal —procesos que se desarrollaron durante los años 1980 y principios de los 1990— tuvieron como consecuencia la emergencia en esos países de segmentos de la clase asalariada que cuentan con ingresos relativamente buenos, a los que suele subsumirse bajo la categoría más bien imprecisa de «clases medias». Por eso el «modo de vida imperial» también existe en la ex-URSS, en Asia y en otras partes del mundo.
En consecuencia, la clase obrera mundial internalizó contradicciones que dificultan la solidaridad en términos objetivos. Esto nos plantea un problema importante y urgente: no basta con garantizar la igualdad económica y social, sino que también hay que garantizar la igualdad ecológica. Los recursos naturales son limitados. Como dijo Arghiri Emmanuel en los años 1960, las personas que viven en los países ricos pueden consumir esos productos que tanto les gustan solo porque hay personas que consumen muchos menos y otras que no consumen ninguno. ¿Cómo lograr la igualdad en este terreno? Si no es posible hacerlo de forma descendente —es decir, bajando los estándares de vida de los países desarrollados—, ni ascendente —por causas técnicas y ecológicas—, ¿significa que la solución debería pasar por un cambio global en los patrones de vida y consumo, es decir, en el concepto mismo de bienestar?
NA. Pero cabe pensar que la solidaridad internacional no solo fracasa a causa de las distintas capacidades de consumo. También están los que piensan que los trabajadores tienen más o menos poder en función del lugar que ocupan en los patrones de acumulación a nivel mundial.
Por ejemplo, la huelga de una fábrica automotriz en Alemania es «objetivamente» más importante, en el sentido de que afecta más decisivamente al capital global, que una huelga de recolectores de residuos en Argentina. ¿Cómo es posible sintetizar las distintas luchas obreras?
MVDL. Deberíamos pensar menos en términos de clases nacionales y más en términos de poder posicional. En los años 1970, Luca Perrone, un sociólogo brillante que lamentablemente murió joven, argumentó que las distintas secciones de la clase obrera ocupan posiciones distintas en un sistema definido por la interdependencia económica. En ese sentido, su potencial disruptivo puede divergir enormemente. Tomemos por caso los mataderos de Chicago del siglo diecinueve, que eran una especie de línea de montaje. El primer departamento era denominado el sitio de la muerte y era donde efectivamente se sacrificaba a los animales antes de que fueran procesados en los otros departamentos. Si el sitio de la muerte paraba, se paralizaba toda la industria de la carne. Ese poder posicional tiene un rol político. Por ejemplo, hubiese sido imposible derrocar al sah de Irán sin las huelgas de los petroleros de 1978-1979.
No creo que el Estado nación al que pertenecen los trabajadores defina su poder posicional. Los procesos de trabajo son mucho más importantes. Otro ejemplo: las commodities, que son el resultado de la combinación del trabajo de obreros y campesinos de todo el mundo. O tomemos, por ejemplo, los jeans que estoy usando ahora. El algodón más duro de la parte azul viene de los pequeños agricultores de Benín, país de África occidental. El algodón más suave de los bolsillos viene de Pakistán. El índigo sintético se produce en una planta química de Frankfurt, Alemania. Los remaches y los botones contienen zinc extraído por mineros australianos. El hilo es de poliéster manufacturado a partir de productos petrolíferos por los trabajadores de una planta química de Japón. Todas las partes son ensambladas en Túnez y el producto final se vende en Ámsterdam. Por lo tanto, mis jeans son el resultado de una combinación global de procesos de trabajo. De los trabajadores implicados en su producción, ¿qué grupo tiene más poder y qué grupo tiene menos? Es una pregunta empírica que solo podemos responder con información adecuada sobre —entre otras cosas— las posiciones que ocupan los distintos grupos en la competencia.
Ahora que una porción cada vez más grande de la clase obrera mundial empieza a formar parte de cadenas mercantiles transcontinentales, es probable que los trabajadores del Sur Global tengan más poder, al menos en potencia. Su situación es similar a la de los matarifes de Chicago. Si no entregan el cobalto, el coltán y el cobre, Samsung y Apple no pueden fabricar sus teléfonos. Pero seamos claros: se trata de un poder potencial. Para que se actualice, los trabajadores deben tomar conciencia de su posición estratégica y organizarse.
Además, hay otra dificultad: cuanto más cerca están los trabajadores del producto final de una cadena mercantil, más interés tienen en que los trabajadores de las etapas anteriores cobren salarios más bajos, al menos en el corto plazo. Los trabajadores de una fábrica automotriz sacan provecho, en el corto plazo, si los obreros metalúrgicos reciben bajos salarios, pues eso incrementa el margen de ganancias de la venta de los automóviles, conlleva seguridad laboral y, tal vez, una mejor remuneración. Ese obstáculo solo puede ser superado a través de la politización, pues los trabajadores deben tomar conciencia del cuadro completo. Y, en general, la conciencia tiende a incrementar en función de la actividad y la educación que los trabajadores desarrollan de manera independiente.
NA. La verdad es que tu tesis no parece muy optimista…
MVDL. Soy menos optimista que hace veinte o treinta años. Hoy los obstáculos a la renovación son mayores, y también son mayores los desafíos globales (especialmente el problema medioambiental). La crisis que observamos podría estar marcando el fin de un «gran ciclo» de desarrollo del movimiento obrero, que duró casi dos siglos. El trabajo organizado (como su aliado, el socialismo) cuenta casi dos siglos de existencia y durante su historia sufrió muchas transformaciones. Apoyándose sobre las tradiciones igualitaristas previas, el movimiento obrero comenzó a desarrollarse con las experiencias «utópicas» del período 1820-1840. Influenciado por la rápida emergencia del capitalismo y por la naturaleza cambiante de los Estados, empezó a bifurcarse luego de las revoluciones de 1848: un ala luchaba para construir una sociedad alternativa, sin Estados separados, aquí y ahora, mientras que la otra intentaba transformar el Estado con el fin de utilizarlo como un medio.
El primer movimiento —el anarquismo y el sindicalismo revolucionarios— tuvo su auge en las últimas décadas previas a la Segunda Guerra Mundial. El segundo movimiento —encarnado inicialmente por la socialdemocracia, pero transformado después hasta llegar a los partidos comunistas— tuvo su apogeo en las primeras décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Ninguno de los movimientos logró conseguir su objetivo de reemplazar el capitalismo por una sociedad justa y democrática.
Es dado pensar en un segundo «gran ciclo». De hecho, es lo que parecen anunciar, aunque sea tenuemente, los acontecimientos actuales. Los conflictos de clase no cesarán y los trabajadores de todo el mundo seguirán sintiendo la necesidad de organizarse y de luchar. Un nuevo movimiento obrero podría arraigar sobre los anteriores, aunque no sin que se produzcan cambios significativos. Por ejemplo, es fundamental que surja un internacionalismo real, que exceda la mera solidaridad simbólica. No creo que se trate simplemente de un principio humanista: la verdad es que no existen soluciones nacionales a los problemas que hoy enfrenta el mundo.
En el caso de que se concrete el renacimiento, es probable que el nuevo movimiento obrero difiera considerablemente del tradicional. Me atrevo a decir que cualquier estrategia exitosa dependerá de la capacidad de sintetizar a nivel transnacional respuestas efectivas a los grandes desafíos del presente (la economía global, la ecología, la igualdad de género, la seguridad social, el cambio climático, etc.). También debemos reconsiderar la bifurcación del anarquismo y del socialismo de partido. El anarquismo tiende a enfatizar la construcción de un «socialismo desde abajo» por medio de la autoemancipación de las masas movilizadas. Los socialistas de partido, en cambio, tienden a enfatizar el «socialismo desde arriba», es decir, la perspectiva de que el socialismo debe «bajar» a las masas, tendencia reforzada en las décadas recientes por muchos partidos que prácticamente no tienen inserción social. Aunque se supone que deberían escuchar a los ciudadanos, sobre todo en épocas electorales, la verdad es que los partidos hacen todo lo contrario: son medios a través de los cuales el Estado se comunica unilateralmente con la sociedad.
Espero que durante este segundo «gran ciclo» veamos una combinación entre las estrategias «desde abajo» y «desde arriba» que logre sintetizar las políticas de gobierno, la autoorganización y las grandes movilizaciones. Un cambio de este tipo llevará mucho tiempo. Según Max Weber, el «espíritu» del capitalismo resultó de un largo y arduo proceso de formación, que se desarrolló durante siglos enteros. Del mismo modo, es probable que solo podamos concebir una sociedad socialista como el resultado de un amplio proceso de formación en el que el cambio a nivel social interactúa con el cambio a nivel individual. En ese proceso, las organizaciones independientes y los avances concretos hacia la autoemancipación en todas las esferas de la vida, no solo en la económica, están llamados a jugar un rol fundamental.
Marcel van der Linden. Investigador principal del Instituto Internacional de Historia Social (Ámsterdam) y autor de Trabajadores y trabajadoras del mundo (Imago Mundi, 2019).
Nicolas Allen es coordinador de redacción de Jacobin América Latina.
Traducción: Valentín Huarte
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