La profesión docente es optimista, entre otros motivos, por las consecuencias que provoca. En su libro Mal de escuela dice Daniel Pennac: A mí me salvaron la vida tres profesores que tenían una característica común: nunca soltaban a su presa”. No dice que le salvaron una asignatura, ni el curso. Le salvaron la vida.
Las sementeras de la educación producen cosechas inexorables de gratitud, de aprendizajes y de bondad. Puede que esas cosechas no sean inmediatas e, incluso, que no sean conocidas, pero se producirán. No siempre con la misma intensidad, con la misma visibilidad, con la misma inmediatez. Veamos algunos ejemplos:
El 19 de enero de 1824, estando en la cumbre de su gloria, Simón Bolívar le escribió desde Pativilca (Perú) una carta a su antiguo maestro. En ella reconoce que fue precisamente ese maestro que sembró en su corazón los anhelos y el compromiso por la libertad y la justicia, quien espoleó su corazón para lo grande y lo sacó de una vida frívola y sin sentido. Dice en esa carta:
“Usted formó mi corazón para la libertad, para la justicia, para lo grande, para lo hermoso. Yo he seguido el sendero que usted me señaló. Usted fue mi piloto, aunque sentado en una de las playas de Europa. No puede usted figurarse cuán hondamente se han grabado en mi corazón las lecciones que nos ha dado: no he podido borrar siquiera una coma de las grandes sentencias que usted me ha regalado”.
Albert Camus que, cuando niño, vivió en Argelia una vida de trabajos y pobreza y que gracias a su esfuerzo y su talento consiguió el Premio Nobel de Literatura, quiso reconocer en una famosa carta que todo se lo debía a un maestro especial, el señor Germain. Por cierto, acaba de aparecer un libro con toda la correspondencia entre maestro y discípulo. Dice en esta famosa carta:
“Esperé que se apagara un poco el ruido que ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero, cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que yo era, sin su esperanza y ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto. No es que conceda demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generosos que usted puso en ello continúan siempre vivos en uno de sus pequeños escolares que, pese a los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido”.
El campeón mundial de natación David Meca se encontró en el programa de televisión “Hay una carta para ti” con su antigua maestra, una persona mayor ya jubilada. Se fundieron en un abrazo emocionado. El campeón le dijo a su antigua maestra:
“Todas mis medallas son suyas. Yo era un niño que llevaba unos hierros en las piernas y me daba vergüenza salir a los recreos. No quería que nadie me viera. No confiaba en mí mismo. Me avergonzaba de mis piernas. Pero usted creyó en mí y, gracia a esa fe, yo también acabé creyendo en mis posibilidades Después vinieron los éxitos, las medallas de oro. Todas son suyas. Gracias”.
Mi médica de cabecera y a la vez querida amiga Francisca Muñoz le escribió a su profesor de Lengua y Literatura una carta de felicitación en la fecha de su jubilación. Una carta que, a mi juicio, justifica toda una vida profesional. Cito cuatro párrafos de la extensa carta en la que explica por qué fue tan decisiva su influencia:
Porque con él aprendimos que lo realmente importante de las palabras eran las personas que las utilizábamos, lo que nos comunicaban, lo que entendíamos o dudábamos, más aún, lo que sentíamos ante ellas y por ellas, lo que pensábamos cuando las dábamos y las recibíamos. “Lo más importante del comentario de texto es la opinión personal”, decía mientras nosotros le mirábamos de reojo sudando una respuesta personal e intransferible que no estaba escrita en ningún sitio.
Porque nos enseñó que el receptor (nosotros) y el emisor (un prestigioso autor) éramos equiparables, personas cómplices en un intercambio continuo y que el valor del mensaje no estaba en su estructura sino en el interior del que lo emitía y en el del que lo recibía, en la emoción que suscitaba o en la idea que hacía surgir en nuestros cerebros casi recién estrenados y así, reconocidos y validados; en nosotros, medio niños, medio pobres, medios.
Permitidme la inmodestia. Contaré algo que me sucedió no hace mucho en una conferencia para Directores y Directoras de Andalucía que impartí en Linares (Jaén). Y lo haré a través de las palabras de Javier Soligó, uno de los directores asistentes:
Su respuesta fue afirmativa a mis preguntas sobre si el Colegio del que había hablado estaba en Madrid y, concretamente, en la zona de La Vaguada. Entonces mis palabras empezaron a brotar entre respiraciones aceleradas: “Yo soy aquel alumno que tú encontraste sentado en las escaleras del colegio, que estaba expulsado indefinidamente por la profesora de Dibujo Técnico en 2o de BUP y que sin tener por qué me pasaste la mano por el hombro, me metiste en tu despacho y me escuchaste durante varios minutos y aunque sólo charlé en esa y en otras dos o tres ocasiones contigo, guardo en mi uno de los mejores momentos que pasé en el colegio, no ya por lo que me dijiste, que no lo recuerdo, sino por esos momentos de dulzura y comprensión que aderezaron esos frustrantes y amargos momentos que pasa uno en la adolescencia… Y ahora cuando te estaba escuchando, era como revivir aquellos momentos sin saberlo. Hoy ha sido para mí como un reencuentro con el primer amor. . .
Estoy seguro de que todos y todas tenemos hermosas experiencias que contar, pero estamos más dados a comentar los problemas, las dificultades y las circunstancias adversas que nos encontramos en el ejercicio de la profesión.
En el libro “La pedagogía del optimismo” leí hace tiempo un pensamiento que cito de memoria: Es cierto que los optimistas ven una luz donde no existe pero, ¿por qué los pesimistas quieren ir a apagarla inmediatamente? No es cierto que un pesimista sea un optimista bien informado, como algunos dicen. No es cierto, a mi juicio, que el optimismo sea identificable con la ingenuidad y, menos, con la estupidez. Es una cuestión de actitud. Y, en esta profesión, de lógica y de coherencia.
En una cena celebrada en la ciudad de Potosí, la Ministra de Educación me dijo: “Profesor, los habitantes de esta ciudad tienen fama de ser muy pesimistas. Tanto que, que se les ha acuñado el siguiente dicho: cuando un potosino se desmaya, no vuelve en sí, vuelve en no”. Ese es el problema: ver solo los agujeros en el queso, detenerse solo en el lado negativo de la realidad y de las personas. Volver en no.
Cuando Emilio Lledó se jubiló dijo que había dejado atrás una fuente inagotable de felicidad y de vida. Eso significa que había practicado la enseñanza desde una perspectiva optimista. Qué triste y qué diferente la historia de quien, al llegar ese momento, siente que se libra de una tortura. Es la actitud. Todos conocemos a personas que van tachando los días que les quedan para terminar con la tortura de estar viviendo en una cárcel.
Hay una base de optimismo en la perdurabilidad del trabajo de los profesores y las profesoras. Decía Rubem Alves, en su hermoso libro La alegría de enseñar (¿por qué hablamos de carga docente?): “Enseñar es un ejercicio de inmortalidad. De alguna manera seguimos viviendo en aquellos cuyos ojos aprendieron a ver el mundo a través de la magia de nuestra palabra… Por eso el profesor nunca muere”. No me olvido de las dificultades intrínsecas y extrínsecas que tiene el ejercicio de esta profesión, pero es en ellas donde más importante y necesaria se hace la actitud optimista, como dice Luis Rojas Marcos en su libro “La fuerza del optimismo”.
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